Los relatos periodísticos forman parte de una larga tradición literaria en otros países. La ausencia de publicaciones semejantes en el nuestro ha podido hacernos creer que carecíamos de trabajos equivalentes, o al menos, de menor calidad e interés. Sin embargo, la realidad es que se trata tan sólo de un olvido editorial, que durante muchos años, tal vez por la situación política española, escamoteó al público parte de esa obra.
Tal vez, el punto de inflexión en tiempos recientes, ha sido la recuperación de la obra de Chaves Nogales por parte de la editorial Libros del Asteroide, que tanto éxito ha obtenido por razones más que merecidas. Continuando esta labor, casi arqueológica, la misma editorial publicó en 2014, De París a Monastir de Agustí Calvet, más conocido por su seudónimo, Gaztel.
Expliquemos brevemente el origen de la obra. Gaztel se encontraba en París en vísperas del estallido de la Gran Guerra, donde había acudido para cursar algunos estudios de Filosofía. A su pesar, este proyecto formativo queda impedido por el inicio del conflicto. Pero, a diferencia de otros muchos de sus compatriotas, no regresa a España sino que decide quedarse en París para observar de cerca los acontecimientos.
Así, comienza la escritura de una especie de diario personal en el que va recogiendo las actitudes de los franceses, cómo asimilan el curso de la guerra, las penurias crecientes, el regreso de los heridos, los mutilados. Por vueltas del destino, parte de estos diarios llegan al conocimiento del director del diario La Vanguardia que le ofrece publicarlos en forma de crónicas periodísticas.
Comienza así la larga y fructífera vida de reportero de Gaztel, quien continúa enviando sus crónicas a La Vanguardia informando de la evolución de la contienda. Pero ésta, pronto llega a un punto de estancamiento en los embarrados campos belgas y franceses, por lo que el foco de las potencias en liza pasa a otros escenarios. Entre ellos, el Mediterráneo, y no solo por los Dardanelos y Gallipoli.
El conflicto interno en Grecia entre el monarca, Constantino I, de tendencia germanófila, y los intereses de Venizelos, por alinearse junto a las potencias liberales para así crecer territorialmente frente a Turquía y Bulgaria, crean un nuevo punto de tensión.
Constantino I depone a Venizelos después de que éste decrete la movilización general y solicite la intervención anglo francesa para impedir la entrada en el conflicto de Bulgaria y Austria-Hungría contra Grecia. Las tropas desembarcan en Salónica, cerca de la frontera con Bulgaria ocupando el enclave privilegiado de Salónica. Se crea así una tensión inédita, no solo por las dudas sobre el partido por el que optará Grecia, sino por las propias divisiones internas de ésta, entre un rey proclive a las potencias centrales y un parlamento contrario.
Y a ese punto caliente de la noticia se dirige Gaztel, quien remitirá crónicas periódicas desde el inicio del viaje, embarcando rumbo a Italia para tratar de tomar algún barco de bandera griega que le lleve a Atenas, y pasar de allí a Salónica, evitando el riesgo de ser hundido por los submarinos alemanes que han logrado cruzar el estrecho de Gibraltar. Llegado a Atenas, se entrevistará con el depuesto Venizelos que le causará una honda impresión, previsible por otra parte, dado su indudable inclinación por la Triple Entente. También se reunirá con el secretario del actual Primer Ministro y conocerá parte de las intrigas políticas en las que está envuelta la capital.
Sin embargo, Gaztel pronto zarpa a Salónica, ciudad ocupada militarmente por ingleses y franceses quienes se preparan para una posible intervención, bien en Serbia, bien en defensa de la propia independencia de Grecia. Pero los acontecimientos en el país vecino, Serbia, donde los búlgaros han logrado destruir las últimas líneas de defensa, provocando un aluvión de refugiados que tratan de entrar en Grecia así como una lluvia de rumores sobre una invasión por parte de los búlgaros, llevará a Gaztel a tratar de alcanzar Monastir, primera ciudad serbia, tras cruzar la frontera griega.
Lo que allí verá será el final de su relato, como testigo de la derrota serbia, al menos, temporal, aunque esto aún no lo conocía nuestro audaz reportero, que vuelve sobre sus pasos y embarca de vuelta al Occidente, melancólico y abatido por lo que cree una derrota de las potencia liberales.
Poco más vamos a anticipar de la obra puesto que, haciendo fácil referencia, a la ubicación geográfica, el viaje es el camino. Pero sí hay algunos aspectos que conviene destacar de la obra por su interés.
En primer lugar, se debe reconocer la altísima calidad literaria del texto. Ya el prólogo de Jordi Amat destaca este aspecto y como cada crónica no se concibe como un artículo para su rápida lectura y ser arrojado a la basura seguidamente a la espera de las nuevas del día siguiente. Al contrario, Gaztel se esfuerza por demorar la escritura, rehaciendo los textos, elaborándolos para crear un complejo entramado de opiniones históricas, referencias literarias, reflexiones sobre las sensaciones e impresiones del autor, anécdotas del viaje, y mucho más.
Esta elaboración viene de la mano de un lenguaje exquisito, algo engolado, al menos, desde el punto de vista actual, pero de enorme riqueza. La sintaxis perfecta, el adjetivo adecuado, cada oración reflejando una idea, sin sobrantes ni rellenos. Un auténtico placer en el que demorarse y cerrar los ojos para imaginar todo aquello que con tan buen tino nos quiere describir este reportero de primera clase.
Quizá el aspecto en el que más se percibe el tiempo transcurrido desde 1917 hasta nuestros días, sea el sentimiento de superioridad moral, cultural, económica, de todo tipo, incluso para Gaztel, quien aún viéndose heredero de una larga tradición histórica, no vivía en un país ejemplo de modernidad y progreso. El autor no se priva en ningún momento de mostrar su condescendencia hacia los griegos, con una continua comparación entre los antiguos filósofos y artistas clásicos y los bárbaros e iletrados campesinos que tan poco parecen merecer la tierra que pisan a ojos de Gaztel. Claro que siempre se puede culpar a la influencia otomana, un descenso aún mayor a la bajeza moral de un pueblo sobre el que cree poder exhibir una superioridad indubitada.
Pero De París a Monastir también es una espléndida oportunidad para conocer de primera mano la realidad de la población sefardí de Salónica, en un momento en el que aún era una comunidad fuerte, con grandes lazos con todo el Mediterráneo oriental y que mantenía su lengua ladina y gran parte de la cultura que se llevaron de la España anhelada. Tampoco Gaztel mira con buenos ojos a estos judíos, pese a su origen, sino que les atribuye todos los defectos y vicios que el antisemitismo de la época hacía circular sin mayor complejo. Tristemente, pocas décadas después, todo ese mundo se disolvería en forma de humo de los hornos crematorios.
Por todo esto y por muchísimas más razones que el lector deberá descubrir por sí mismo, este libro es una excelente lectura. Conocerá la historia de un aspecto poco conocido de la Primera Guerra Mundial, tendrá un espléndido retrato de una época y un mundo que estaba en pleno proceso de transformación, disfrutará con los pensamientos del autor, los comparta o no. Pero, por encima de todo, sabrá que el periodismo es algo más que un titular en busca de un clic.