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26 de septiembre de 2015

Querer a todos por igual (Nancy Samalin)





Pablo, con sus cinco años recién cumplidos, despliega toda su imaginación contándole un cuento a María, su hermana de cuatro meses, que le mira entre anonadada y admirada, olvidada de que hace tan solo unos minutos estaba llorando a lágrima viva por un más que probable ataque de cólicos. 

Pablo sentado en su taburete de juguete, María tumbada en la hamaca, y sus padres encantados mirando esta escena y deseando que la relación que han desarrollado ambos en estos escasos meses sea solo el comienzo de un futuro aún mejor, creyendo que hemos conjurado la terrible amenaza de los celos, el odio, la competencia y la violencia de todo tipo.

Porque las experiencias de amigos, conocidos, colegas del trabajo y demás, siempre parecen concluir en lo inevitable de esa relación entre hermanos en la que el odio se combina en una dosis variable pero siempre importante, con el amor.


Así, cuando decimos que por ahora todo parece ir bien, que Pablo adora a su hermana, le deja todos sus juguetes de bebé, le encanta verla con sus pijamas, que se preocupa por ella a cada momento y que nos riñe si la llamamos “gordita”, todos parecen mirarnos con cierta condescendencia, previniéndonos en experiencia propia o ajena. Que no nos confiemos, que María ande, Pablo la odiará, que ahora no es competencia, que cuando hable con lengua de trapo y todos le riamos las gracias, él se sentirá desplazado y actuará en consecuencia. En suma, que es inevitable que la relación se tuerza.

Porque parece lo normal que el panorama entre hermanos sea esa pelusa persistente que no desaparece ni siquiera con la edad. Y uno se pregunta, ¿realmente es inevitable? ¿Influimos los padres con el modo en que tratamos a unos y otros? En suma, ¿queremos a todos por igual?


Ésta es la pregunta que, desde el propio título, nos lanza Nancy Samalin (Querer a todos por igual - Ed. Médici), una conocida autora americana, especialista en temas de educación y que ha trabajado con numerosos grupos de padres de los que ha aprendido sus increíbles experiencias, los graves errores que debemos evitar y esas mejores prácticas que pueden ayudar a que la vida familiar no sea un volcán siempre a punto de estallar.


Cuando Nancy tuvo a su segundo hijo revivió su propia experiencia familiar y decidió mejorar los resultados para lo que comenzó a trabajar en sus grupos de padre el modo en que estos afrontan la labor de educar a más de un hijo.

Lo primero que constató fue que los padres siempre citan entre los principales razones para tener un segundo y sucesivos vástagos el no dejar solo en el mundo a un hijo único, ese estigma que parece marcar al desafortunado con todos los prejuicios de que somos capaces, para juzgar con suficiencia su comportamiento.

Pero todos los padres, tras ese noble y humanitario propósito, parecen lamentar que nada resulta como habían previsto. Sus hijos, en lugar de agradecer el regalo de una vida familiar más amplia, de las infinitas posibilidades de compartir juegos y experiencias, de formar un frente común contra los padres, lo que hacían era pelear constantemente, discutir inútilmente como políticos viejos e ignorarse mutualmente la mayor parte del tiempo. Así que en muchos de los padres quedaba sembrada la duda de si sus hijos habrían sido más felices viviendo solos y no acompañados por hermanos y, en todo caso, si merece la pena el esfuerzo y dedicación necesarios ante tan flaca recompensa.

A partir de esta terrible constatación, el libro va desplegando en sucesivos capítulos la variada problemática de la convivencia filial. Aprovechando las experiencias de unos y otros, Nancy Samalin nos explica cómo el cumplimiento de los horarios, la alimentación sana, hacer las camas antes de salir de casa o simplemente acordarse de los deberes, tiene una importancia inversamente proporcional al número de hijos de una familia.

Ciertas experiencias resultan aliviantes, como la de aquella madre que renuncia a hacer limpieza cuanto tiene visitas ya que cree que cualquiera que visite una casa con cinco niños debe comprender que hay cosas más prioritarias que pasar el plumero (y si no lo entienden así, el problema lo tienen ellos, no ella).

Los capítulos abordan problemáticas tan diversas como las peleas entre hermanos, cuándo dar un trato de favor a un hermano frente al resto evitando caer en la trampa de la ecuanimidad, cómo repartir las tareas domésticas o enfrentarse a los deberes.


La autora no busca tanto exponer técnicas o recursos para mejorar la vida familiar. Más bien, lo que pretende es dejar claro que no hay reglas universales y que la experiencia de criar a varios hijos debe estar presidida por la improvisación y la adaptación a cada momento, liberando culpas en el caso de que poco resulte como se esperaba.

Para ello, se explaya con cierto regusto maligno en experiencias tan divertidas como terroríficas, siendo precisamente éste el mejor aspecto del libro, el ser tremendamente divertido y liberador. Nancy Samalin no es una doctrinaria que te mirará con reprobación si un días estás cansado y mandas a la cama a tus hijos sin postre porque tienes prisa por recoger y ver tu serie favorita.  

Pero quizá el mejor capítulo es aquél en el que la autora cuenta cómo decidió dejar por un tiempo a los padres y preguntar directamente a los hijos qué significa para ellos tener un hermano y qué sienten realmente hacia él. El resultado es reconfortante. En todos los grupos de niños con los que aborda esta cuestión espinosa el resultado viene a ser similar. Los hermanos mayores son insoportables, acaparan los privilegios paternos, abusan de su superioridad y ejercen de padres subsidiarios. Los hermanos pequeños no son mejores: son delatores, infantiles, empeñados en inmiscuirse en los importantes asuntos de sus hermanos mayores y forman parte de las tareas domésticas obligatorias que se presuponen en un hermano mayor.  Sí, tener un hermano es una lata, pero sean mayores, menores o, peor aún, ambos a la vez, la conclusión a que llegan los niños es que no concebirían la vida sin ellos. Que detrás de las peleas hay una relación y una dependencia inquebrantable que vale la pena reconocer y no olvidar. Y es que los hermanos se pelean porque conviven, porque luchan por un mismo espacio, porque se aburren, porque así aprenden y consolidan sus personalidades. Y esto no es poco.

Mi mujer cuenta orgullosa a quien lo quiera oír que, al poco de nacer María, preparando la comida, saltó la alarma de incendios y lo primero que hizo Pablo fue salir corriendo de su habitación camino de la cocina y sacar a rastras la hamaca en la que dormía María creyendo que teníamos un incendio en lugar de unas chuletas chamuscadas. Y serán cosas como éstas las que María le recordará a Pablo en el futuro, y viceversa. Porque de anécdotas como éstas está hecho el cordón umbilical que une a dos hermanos, más allá de la distancia y el tiempo.