Cuando
A.S. Neill fundó en 1921 la escuela de
Summerhill, venía de diversas experiencias en el campo de la educación que no
terminaban de encajar en su ideario ni de ofrecer los resultados que anhelaba.
La
escuela ha sobrevivido desde entonces fiel a los principios de su fundador a
través de la labor de su hija, Zoé Neill, pese a los embates de una insuficiencia
crónica de ingresos, la generalización de una educación oficial dirigida a los
resultados y a la competitividad entre alumnos e instituciones educativas o,
incluso, a los ataques del gobierno del Reino Unido que en 1999 pretendió la
clausura del centro en base a informes técnicos de la Secretaría de Estado de
Educación. La gerencia de la escuela recurrió ante los Tribunales obteniendo
una victoria incontestable: en lo sucesivo, el marco legal al que estaría
sujeta la escuela a efectos de inspecciones y evaluaciones oficiales, sería ad hoc, con el fin de respetar sus
propios valores y principios, y poder realizar una comparativa apropiada con el
resto del sistema educativo inglés con el que guarda escasos puntos en común.
Pese
a este éxito, lo innovador de su aproximación a la educación y lo estable de
una experiencia que se acerca con paso firme a su primer siglo de existencia,
su fama no ha trascendido fronteras del modo en que lo han hecho otros sistemas
como Reggio o Montessori.
Tal
vez lo que diferencia Summerhill de estas otras escuelas es su ambición global,
su valoración del niño más allá de mero receptor de enseñanza. Para estos
métodos más conocidos, la educación debe perder su formalismo, acercarse al
niño provocando su natural interés usando su curiosidad como palanca para
lograr mejores resultados, una comprensión más global. En suma, se buscan los
mismos resultados que en la enseñanza tradicional pero cambiando el enfoque, de
ahí lo apropiado de calificarlos como método.
Para
Neill, la educación debe partir del alumno, de su interés. Carece de sentido
aprovechar que el día sea lluvioso para explicar el ciclo del agua ya que al
niño la lluvia le interesa porque le impide salir a jugar a la calle o tal vez
porque le permite saltar y embarrarse. Cualquier intento de aprovechar la
lluvia para enseñar algo que no sea del interés del alumno no es sino una forma
de aprovecharse de él, de manipularlo para lograr forzar un conocimiento que
resultará inútil puesto que no ha sido buscado sino impuesto y que morirá al
poco tiempo sin haber dejado semilla alguna.
Pero
es que para A. S. Neill el conocimiento no es lo más relevante, más bien
resulta accesorio en el proceso educativo. Para él, la finalidad específica de
la educación es la de favorecer que el niño pueda convertirse en un adulto
capaz de comportarse con naturalidad, sin imposturas o afectaciones, capaz de
defender sus ideas y de buscar su propio destino, dondequiera que éste pueda
hallarse.
A
tal fin, las clases son voluntarias. Ningún niño es obligado a acudir a clase,
pudiendo dedicar ese tiempo a jugar, andar en bici, dibujar o dormir. De hecho,
hay varios ejemplos de alumnos que nunca pisaron un aula. Normalmente, los
primeros días en que un alumno llega a Summerhill procedente de escuelas
tradicionales, hace un uso amplio de esta libertad pero pronto se aburre porque
sus compañeros de juego suelen asistir a las clases. Ése es tal vez el mayor
estímulo que reciben los alumnos de Summerhill.
Cuando
A. S. Neill escribió en 1960 la más célebre de sus obras (Summerhill, un punto de vista
radical sobre la educación de los niños, Editorial Fondo de Cultura
Económica 1999) expuso con claridad, desde el propio título del libro, cuál era su visión de la educación, un
enfoque radical que se basa en respetar la libertad del niño, para aprender o
para no hacerlo, para tomar sus propias decisiones y enseñarle a asumir las
consecuencias, para aprender a regirse a si mimo y a participar de manera
activa en una comunidad, poco de ello guarda que ver con la trigonometría o con
las declinaciones.
La
premisa de Neill es que la sociedad está enferma. La competencia, la búsqueda
del éxito a costa de la persona, la huida del cultivo de la personalidad propia
en favor de la uniformidad, de la moda, las exigencias que nos vamos creando y
que nos atrapan llevándonos muy lejos de donde soñamos cuando éramos jóvenes,
todo ello es lo que pretende dejar a las puertas de Summerhill.
El
funcionamiento de la escuela es totalmente paritario. Las decisiones se adoptan
en una asamblea general en la que él, en tanto que director de la escuela, como
el resto de personal docente o de apoyo, son solo un voto más junto con el
resto de alumnos (de tres a dieciséis años) a la hora de fijar los horarios de
las clases, imponer sanciones, fijar normas o incluso cuestionar la continuidad
de alguno de los profesores menos populares.
Ninguna
puerta está cerrada, todos tienen acceso a todo, hay muy pocos límites y estos
siempre son fijados claramente por la asamblea general. Se trata de límites tan
básicos como que ningún menor podrá bañarse en el río sin presencia de alguien
mayor, no se podrá pasar la noche fuera del recinto sin autorización del
director ... y poco más.
Frente
a lo que111 podría temerse, Summerhill es una escuela bastante ordenada en la
que los niños no tratan de hacerse notar, donde la violencia y disputas son muy
escasas. Los conflictos suelen reconducirse a la asamblea general cuando las
partes no pueden alcanzar un acuerdo y a pocos les gusta que otros decidan por
ellos así que las negociaciones suelen ser la norma general de resolución de
conflictos.
Según
Neill, la razón de esta arcadia es la ausencia de un marco estricto y represivo
que permite aflorar la verdadera naturaleza de los niños, el fiel reflejo de lo
que podríamos llegar a ser en el caso de que sociedad en que vivimos suprimiera
esa misma violencia institucionalizada o encubierta, su pasión por la
apariencia, por reglamentar cada aspecto de la vida y por negar las pulsiones
más elementales del ser humano, como es el sexo.
Precisamente
en este aspecto, clave en la visión de Neill, es en el que Bertrand Russell, prologuista
del libro, expone sus mayores reparos. Y es que en ocasiones, la obra parece
casi un libro de Freud con sus propias experiencias de niños curados
milagrosamente de secretas iras tras darse cuenta de que odiaban a su padre por
prohibirle masturbarse o casos similares.
Sin
embargo, el mayor problema que podemos encontrar en Summerhill es el de formar
niños para una sociedad que realmente no existe. El proyecto parece condenado a
no prosperar en una sociedad que ha dado la espalda a los ideales que defendía
Neill. Si bien el anhelo del autor era precisamente plantar su semilla de
hombres nuevos que ayudaran a cambiar la sociedad y contribuir así a un cambio
global.
De
poco sirve que la obra recoja un capítulo completo con las dudas y preguntas
más frecuentes que el autor debía contestar en sus numerosas charlas o en la
correspondencia con padres interesados o preocupados por sus métodos. De poco
sirve el nuevo marco legal creado para la escuela pueda garantizar su futuro.
Lo cierto es que no ha sido capaz de llevar su modelo más allá de su propio (y
único) centro. Esta limitación la confina a un carácter de mero ensayo, un experimento
empírico que no ha logrado dar el salto preciso para lograr ese objetivo
último.
Y
tal vez ello se deba a que la peculiar y compleja vida encerrada en Summerhill
requiere de una dirección en manos de personas como Neill, su esposa o su hija
y de pocos más, capaces de impulsar hasta sus últimas consecuencias la idea de
la libertad. También se requiere de unos padres con el temple suficiente para
sobrellevar una presión por los resultados inmediatos y por no temer un futuro
en el que nos han hecho creer que la ausencia de una titulación (o varias), el dominio
de diversos idiomas y la destreza en las más variopintas disciplinas no será
suficiente para garantizar un mísero puesto de trabajo.
Pero
los méritos de una iniciativa no pueden medirse con criterios cuantitativos
sino cualitativos (sé que Neill estaría plenamente de acuerdo con esta idea) y
tampoco por el número de sus adeptos. La lectura de este libro traerá un soplo
de aire fresco -pese a sus más de cincuenta años- para todos aquellos que crean
que las cosas siempre se pueden hacer distinto, siempre se pueden hacer mejor.