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6 de junio de 2023

Los Terranautas (T. C. Boyle)



 

En 1994, en el desierto de Arizona, un millonario visionario, Jeremiah Reed, financia la construcción de una superestructura denominada Ecosphere 2, para replicar de algún modo la vida en la Tierra. Se trata de crear un entorno biológico lo más completo posible y estudiar cómo evoluciona la vida, qué especies son compatibles entre sí, cuáles pueden evolucionar de un modo diferente, qué nivel de oxígeno pueden tolerar los arrecifes, ... pero, por encima de todo, la mayor de las especies, el hombre, cómo se relaciona con sus congéneres, cómo se ven afectados en sus hábitos sociales, mentales o físicos por la reclusión y la continua exposición de su intimidad.

 

A nadie se le escapa que todos estos estudios pueden aportar información muy relevante, por ello, las personas escogidas para entrar, son científicos capaces de estudiar, investigar y rentabilizar de algún modo la inversión. Sin embargo, el objetivo último es tratar de obtener información para una posible vida más allá de la Tierra, es el comienzo de una nueva era, la semilla de la vida extraterrestre en previsión de un desastre nuclear, climático, de un asteroide desorientado, de una tormenta solar.

 

Los Terranautas (Ed. Impedimenta, con traducción de Ce Santiago) nos cuenta la historia de la Ecosphere 2, la segunda tanda del experimento tras un final algo abrupto de la primera ronda. Y comenzamos por el mismísimo día en que la junta directiva hace la selección de los ocho elegidos, cuatro hombres, cuatro mujeres, para encerrarse en ese pequeño mundo a medida durante dos años. Dos de ellos nos contarán la historia desde dentro, una de las excluidas nos dará su visión desde el exterior.

 

Dawn Chapman es una rubia joven, atractiva, cuya misión es encargarse de la agricultura en la Ecosphere. Aunque deja un novio fuera, pronto comienza a sentir atracción por un compañero, otro galán que parece jugar a todas las bandas, una persona, que como tantas otras en la vida, parecen hacer depender su autoestima del efecto que causan en otros. Ramsay Roothoorp es ese otro joven atractivo, seguro de sí mismo, que, en ocasiones, da la impresión de considerar la Ecosphere como un coto cerrado en el que sus víctimas no pueden escapar, donde antes o después, pondrá sus ojos en sus cuatro compañeras.

 

 

 

Pero el contrapunto ideal es Linda Ryu, una joven de origen oriental que en la fase previa a la entrada, realiza las mismas funciones que Dawn y que, por tanto, sabe que si ella es elegida, Dawn será excluida, y viceversa.  De ahí que la noticia de la selección de Dawn creará una brecha insalvable entre Ambas. Judy quedará relegada a la Misión de Control, los encargados de monitorizar todos los aspectos de la vida dentro de la Ecosphera. Desde ahí nos ofrecerá una visión, mezcla de sus sentimientos encontrados, de su objetividad, pero siempre afilados y algo crueles.

 

 

Porque ésta es la estructura de la novela. Los capítulos se nombran en función de cada uno de estos tres protagonistas y en ellos nos ofrecen su particular narración y visión de lo que acontece. Y así, el lector ha de hacerse con la idea real de lo que ocurre ahí dentro sobre la base de estas tres visiones parciales. Y es una perspectiva interesante. Cada uno interpreta los hechos de una manera, cada personaje ofrecerá su particular versión, y de ahí debe extraerse una verdad más o menos objetiva, un ejercicio que presupone la complicidad del lector, su implicación en el proceso.

 

Pero poco de esto ocurre. Sorprendentemente, T. C. Boyle, dotado magistralmente para un lenguaje abigarrado, barroco, lleno de humor y energía, de riqueza apabullante, en esta ocasión, en boca de sus personajes, se torna rutinario, sin matices, tedioso en ocasiones, irrelevante en otras. Triplicar la voz narrativa no sirve para enriquecer la obra ya que uno apenas puede distinguir si el capítulo que lee corresponde a Dawn, Ramsay o Judy por su modo de hablar, su pensamiento. De este modo, la complicidad que decía que debía presumirse en el lector, se desvanece poco a poco en el desencanto de tener que leer por triplicado anécdotas que poco aportan a una tesis de conjunto que tampoco termina de tenerse muy a la vista.

 

Si T. C. Boyle quería escribir una fábula con tintes futuristas, no lo logra al desviar pronto la trama a la relación y conexión entre los personajes, especialmente dentro de la Ecosphere 2. Si lo que pretendía era tratar precisamente cómo nos relacionamos y evolucionamos en una vida conjunta forzada y artificial, qué dinámicas se crean en esos entornos, al modo de El Señor de las moscas, referencia explicitada en el propio texto, tampoco logra su objetivo y los personajes parecen más bien presa del síndrome de Gran Hermano y su zafiedad insulsa. El posible juego que la Misión de Control podía ofrecer a modo de dioses del pequeño grupo encerrado en la estructura no es más que esbozado, tampoco la posible ideología del millonario excéntrico ofrece juego a la historia. Los personajes no logran generar empatía, la trama no avanza sino a golpe de ocurrencias que parecen traídas más por el azar que por un plan preconcebido. En suma, una pequeña decepción, tal vez agravada por la extensión excesiva de la novela.   

 

En algún lugar he leído que la fecha de su publicación en España (2019) venía de perlas con el momento que se vivía, los confinamientos pandémicos. Sin embargo, afortunadamente, poco tiene que ver la realidad vivida con lo aquí fabulado. Sin duda, una referencia más comercial que real. Confiemos en que el talento de T. C. Boyle vuelva a reencontrarse consigo mismo, con su verdadero estilo y su buen saber hacer.



 

18 de diciembre de 2022

Faster (Eduardo Berti)




Hay autores que tienden a creer que el relato de sus anécdotas personales, de episodios concretos de su vida o, en el peor de los casos, de toda ésta, pueden resultar del mismo interés para cualquier lector que el que despierta en ellos mismos la evocación de tales recuerdos.

Esto resulta especialmente frecuente y doloroso en autores jóvenes, noveles, precisamente aquellos que menos tendrían que contar sobre ellos mismos, los que aún deberían esperar para atesorar vivencias y experiencias, conocimientos y heridas, no para verterlas en un libro a modo de diario personal de un adolescente con acné sino para incorporarlas a su modo de dibujar personajes, escenas y tramas, para dotar de vida lo que no es más que el fruto de unos pocos rasgos dibujados en breves frases o diálogos ocasionales, enriqueciéndolos con su propia experiencia.

Y es este conocimiento el que puede aplicarse a hechos vividos con la suficiente generosidad como para hacer que no devengan en insufribles ejercicios de egocentrismo vacío. Así, la experiencia personal puede convertirse en un apoyo para el autor sin perder de vista la idea de que al lector le resultará totalmente indiferente la fidelidad a los hechos que, por otro lado, le resultan totalmente ajenos.

De ahí que este género resulte siempre un arriesgado juego del que no es fácil salir bien parado. Y en esto he ido pensando mientras leía Faster (Editorial Impedimenta), una novela breve que narra un episodio cierto de la juventud del autor, Eduardo Berti, que de alguna manera le marcó definiendo su rumbo, primero como periodista, después ya como escritor y que, como él mismo asegura, no pretende tanto dar cuenta de los hechos concretos, como reflexionar sobre ese devenir, el modo en que nos convertimos en lo que somos, apenas conscientemente, sin que atendamos a un plan trazado, sin quererlo ni saberlo.

Porque Faster puede ser más o menos fiel a la realidad, poco nos importa, su lectura es lo bastante valiosa como para merecer el tiempo que se le debe dedicar, que no es mucho debido a su corta extensión. En ella, vemos cómo el autor, en compañía de un alumno de su mismo centro, escondido bajo el nombre falso de Fernán, y de la inestimable aunque menos longeva en el tiempo ayuda del Bujías, dan vida a una pequeña revista deportiva. Ellos, que no son deportistas y que, en cambio, dedican su atención a la música, la Literatura y el Arte, optan por razones incomprensibles, por el mundo de los deportes, tratando de ofrecer una mezcla de novedades, historia, reflexión, curiosidades y otros tantos aspectos que consideran que forman un gancho irresistible para sus lectores, básicamente compañeros de colegio o colegas de trabajo de sus padres, que hacen las veces de impresores en las fotocopiadoras de sus trabajos.

Pero el detonante de la historia que nos cuenta en primera persona Eduardo Berti es la entrevista que hacen a Fangio, el legendario campeón de Fórmula 1 argentino, que según han averiguado, trabaja en la capital y ocasionalmente recibe a admiradores. Logran concertar una entrevista, aunque el campeón les trata un poco como a pequeños sobrinos, con limonada y galletas, una visita de cortesía, en la que le arrancan supuestas confesiones sobre sus años de éxito y gloria, un tiempo en el que la maña de los pilotos era más relevante que la tecnología de los bólidos o el trabajo de los equipos técnicos.

La entrevista será tal vez el punto culminante en la vida de la revista y el episodio que convence a los dos amigos de que desean tomar el rumbo del periodismo. Traicionarse y respirar, aunque sea por breves momentos, el mismo aire de aquellos a quienes admiran y respetan, una vida algo idealizada pero lo suficientemente atractiva como para convertirse en meta de ambos. Y así será, en el caso de Berti, hará el tránsito al periodismo musical, cultural y, finalmente, a la Literatura. Su amigo Fernán, quedará en el campo de los noticieros y publicaciones, manteniéndose fiel a su propósito inicial, no aventurándose en la ficción, en el invento y falsificación.

 

 


Pero hay otro profundo nexo de unión entre ambos amigos, la música, y de entre ésta, la de los Beatles, que ya se han separado, estamos en los finales de los setenta y sus referencias al grupo musical vienen prestadas de sus mayores. Pero aún pueden seguir la peripecia de sus carreras en solitario y, ambos, admiran en especial al mismo ex beatle, George. Tal vez por su carácter, quizá por su elegancia o, más seguramente, por su férrea decisión de tocar y componer lo que le gusta y al diablo con el público, no buscar el halago y la canción que asalte las cimas de las listas, solo las que quiere componer, sean sobre religión hindú, sobre la belleza de un jardín o sobre su amor por la Fórmula 1 y su amistad con Fitipaldi y otros ases del circuito.

Porque éste es el punto en común entre Fangio, Berti, Fernán y Harrison, el amor por las carreras, por la velocidad y, por ello, el título de estas memorias selectivas se toma directamente de la canción Faster de George Harrison, dedicada en 1979 al mundo de la Fórmula 1. Y este single, una hermosa versión picture disc que Fernán atesora con pasión, será el regalo elegido por los chicos para Fangio en agradecimiento por la entrevista concedida una vez publicada en su pequeña revista amateur.

Los dos héroes de Berti y Fernán presentan aspectos paradójicos. Por un lado, Fangio asegura a los jóvenes que para ganar una carrera, se debe correr a la menor velocidad posible. No se trata de forzar la velocidad por encima del contrario, si no de correr tan solo un poco más que él para llegar antes porque, como también aseguraba en otra de sus frases paradigmáticas, para ganar, primero es necesario llegar a la meta. Y también George, aficionado a la velocidad, multado en innumerables ocasiones por los límites, era conocido como el Beatle tranquilo, el que aseguraba en The Inner Light que no era necesario viajar para conocer el mundo.

 

Y tal vez estas aparentes contradicciones son las que nos enseñan que no siempre lo obvio es lo probable, que la respuesta inmediata no ha de ser siempre la correcta y que de innumerables experiencias como éstas terminamos por saber que la vida no es un juego de blanco y negro, un simple sistema binario, sino que las brújulas que nos guían por ella tienen infinitos nortes magnéticos.

Y también tal vez por esta razón, Eduardo Berti y su amigo Fernán se lanzan a esa travesía con unas buenas armas, con la clara conciencia de que cada episodio se lucha en una lenta y constante batalla y que solo la rapidez del paso de los años se aprecia cuando se mira hacia atrás y vemos desdibujados los contornos del recuerdo.

Y así llego a entender el sentido de este relato, a medias ficticio, a medias real. La mirada de Berti se remonta a sus años jóvenes consciente de que lo que recuerda es tan solo la forma en la que esos hechos han sido reconstruidos en su imaginación tantas veces, en la trascendencia que ahora les otorga y en el sentido que les da para articular su propio relato vital. En sus páginas, incluso manifiesta su temor a que Fernán no corrobore parte de estas remembranzas, en especial todo lo relativo al fin de la entrevista con Fangio. Y vemos divertidos como Fernán se niega a ofrecer su propia versión de los hechos para no condicionar la de Berti, consciente de que no han de coincidir necesariamente, de que tan válida será una como otra y que las versiones contradictorias resultan tan enriquecedoras como las reales que nunca sabremos que lo fueron.

La perspectiva de Berti como voz narradora de Faster es de gran importancia. No nos habla el autor adolescente que vive estos hechos, nos habla otro Berti, ya padre, que refleja en su vida pasada los miedos y dudas que la paternidad le generan, pero también de este modo queda aún más de manifiesto que estamos ante un recuerdo fragmentario y arbitrario, una reconstrucción interesada y falsa, como lo es toda la buena Literatura.

Concluimos con una lista de reproducción con algunos temas tal vez admirados por Berti y Fernán de su amado George, no los más conocidos, tal vez los menos rápidos, los que le permitieron llegar antes al lugar que deseaba, en busca de su luz interior.



 

 

2 de octubre de 2022

El fantasma y la señora Muir (R. A. Dick)

 


 

La tradición literaria inglesa presenta un conjunto de grandes figuras de talla enorme que conforman una especie de gran canon clásico. Autores teatrales como Shakespeare, o Wilde, poetas como Milton, Tennyson o Yeats o novelistas como Dickens, Scott o Kipling. Y eso es cierto. En el siglo XIX la preeminencia de la lengua inglesa en el mundo literario solo comparte halagos con la francesa.

 

Pero tal vez lo que significa de mejor manera esta gran tradición literaria, no es tanto la presencia de grandes figuras sino la existencia de un casi inabarcable séquito de secundarios. Una completa nómina de autores menores, algunos brillantes, otros más acomodaticios, creadores de géneros menores o cultivadores del pastiche, pero en todo caso, figuras que aportan un sustrato literario notable.

 

Así, esta gran tradición presupone una importante red de lectores que soporten con sus ventas el trabajo de numerosas editoriales, muchas de ellas capaces de especializarse en géneros concretos o de generar el suficiente ingreso económico para poder justificar su supervivencia. También implica una apreciación social de la literatura como medio de vida y, por supuesto, como una actividad elevada, no propia de trapisondistas, titiriteros y gente de mal vivir. En suma, no era necesario ser un genio de las letras para publicar, para ganar dinero con ello, aún en cantidades modestas, y no se cuestionaba esta actividad en términos generales.

 

Otra característica diferencial de esta tradición literaria es la presencia comparativamente relevante de mujeres. Incluso en géneros como el detectivesco, tan sórdido en ocasiones o tan alejado en la vida real de la vida de estas escritoras, la presencia de voces femeninas destaca como una gran renovación de la estética literaria. Porque, a diferencia de lo que ocurre en muchas ocasiones, no se trata de literatura escrita por mujeres para mujeres, sino de literatura con una sensibilidad o una frescura diferente a la de los varones, pero que pronto comenzó a influir en la obra de estos.

 

Y es en este caladero en el que Impedimenta ha centrado parte de su labor editorial, recuperando pequeñas obras que nunca antes habían sido publicadas en España, o que lo fueron en su momento sin pena ni gloria. Dentro de esta política, nos encontramos con la publicación de la primera obra de R. A. Dick, de verdadero nombre Josephine Leslie, El fantasma y la señora Muir, con traducción de Alicia Frieyro.

 

La obra fue publicada originariamente en 1945, y este año puede no ser casual. Ha terminado la guerra y parece llegado el momento de borrar las heridas, los temores, la seriedad y gravedad que el conflicto llevó a la vida británica. No parecería apropiado a los tiempos del Blitz las historias humorísticas sobre fantasmas. Pero también el largo paréntesis del conflicto pudo permitir a R. A. Dick.  meditar sobre su manuscrito, hacerlo crecer y madurar, dándole tal vez ese toque melancólico y reflexivo que le aparta de las obras al uso.

 

Pero comencemos ya con la historia de la señora Muir. Ésta ha enviudado a una joven edad, librándola así de la esclavitud que ha venido viviendo con su marido, absorbida y custodiada de continuo por las hermanas de aquél y su suegra. Impidiéndola tomar sus propias decisiones y forzándola a limitarse a consagrar su vida a su marido convaleciente y a sus dos hijos.

 

Muerto el marido, ve la oportunidad de retomar el control de su vida y librarse de su familia política. Así que lo primero que hace es visitar un pequeño pueblo costero cercano que había conocido años antes y entra, sin apenas pensarlo, en una inmobiliaria donde se encapricha de una vivienda, la que claramente menos le conviene y la que, el agente más se esfuerza en menospreciar. Es precisamente ese sentimiento de que, una vez más, alguien quiera tutelar sus decisiones, lo que empecina a la señora Muir para visitar la casa y, cómo no, alquilarla de manera definitiva, mudándose con sus dos hijos.

 

 

 

 

No podía ser de otro modo, la casa está encantada. Pero no al modo tradicional, de un fantasma que la mora recorriendo sus vacíos pasillos arrastrando cadenas y con tremendos quejidos buscando eterno consuelo por algún horrendo crimen, de que fue autor o víctima. No, el señor Greg es un fantasma algo más maduro, no busca el dolor ajeno ni aflorar el temor de los que tienen la desdicha de toparse con él. Antes bien, le complace que su casa esté habitada por la señora Muir, convencido de que, de este modo, podrá lograr lo que no llegó a consumar en vida, destinar su vivienda a ser el hogar de retiro para marineros sin fortuna.

 

La relación entre el señor Gregg y Lucy Muir es el corazón de la novela. Un entramado de enfados, confidencias, consejos y tejemanejes que, lejos de como señala la sinopsis de la obra, se aleja de una historia de amor romántica, adentrándose en las complicadas relaciones entre dos personas (o una y un fantasma). Porque la novela se extiende desde la mudanza de Lucy a Cull Cottage hasta la muerte de ésta permitiéndonos asistir a las tribulaciones de la viuda, sus dudas y desconsuelos, sus ardores sentimentales o los conflictos con sus hijos. El firme deseo de no perder su independencia es la guía de toda su vida, un recto fin que el señor Gregg trata de favorecer en la medida de sus posibilidades, no siempre bien tramadas, no siempre puras e inocentes.

 

Descifrar los sentimientos de la señora Muir, describir sus necesidades y miedos, sus deseos y sus intenciones es un proceso que se va desvelando en la novela de manera progresiva. R. A. Dick sabe dejar a un lado los clichés más habituales en las novelas folletinescas en las que sin duda se inspira y traza un relato ciertamente complejo y maduro de la protagonista. Viajaremos con ella a la madurez y, desde ella, a la senectud, de una manera hermosa y sencilla, con pocas escenas que van ilustrando el proceso de una manera magistral.

 

Esta novela fue llevada al cine por Joseph L. Mankiewicz en 1947 de manera bastante acertada por lo que dejan ver las críticas que he podido consultar ya que no conozco la película. Por tanto, anticipo un juicio totalmente arbitrario, lo sé, pero creo que mucho de lo que la autora refleja en esta novela ha de quedar por fuerza al margen de las luces del objetivo. El complejo nudo de matices y emociones de los que se compone la obra, junto a algunas dosis de ese inevitable humor inglés, ese concepto tan difícil de definir pero tan evidente cuando se tiene a la vista, son elementos que, de por sí solos, hacen más que destacable esta obra y recomendable su lectura. Que nadie tema enfrentarse a una noche de insomnio o a un remedo de Ghost, como mucho, algún lector se podrá sobrecoger al verse reflejado en los vericuetos mentales de la señora Muir, y quizá esto resulte lo más terrorífico de la novela.



 

24 de agosto de 2013

La Buena Novela (Laurence Cossé)


 
Titular un libro La Buena Novela no deja de resultar pretencioso, y ello aunque se utilice el subterfugio de que ése sea precisamente el nombre de la librería en torno a la que se organiza la trama. En cierto modo no puede haber resultado ajeno al autor el pensamiento de que quien lea su obra se planteará si ésta realmente hace honor a su título.

Pero nos movemos en un terreno pantanoso porque, ¿qué entendemos por una buena novela? Claramente dejamos al margen la acepción relativa a las intenciones subjetivas, nunca atribuibles a los libros que, a estos efectos, no son ni malos ni buenos (no así sus lectores). Sobra decir que por buena novela hacemos referencia a un conjunto de circunstancias relativas a la calidad de la misma o a su cualidad.

La distinción no es gratuita. Algunos considerarán buenas novelas aquellas que les entretengan, que cuenten una historia conmovedora o que deje un regusto que impulse a leer una inevitable segunda parte. Sobre estos aspectos poco o nada se puede discutir puesto que resultan totalmente subjetivos y, como tales, perfectamente respetables.

Los problemas surgen cuando tratamos de definir la calidad de una novela. Porque está claro que a estos afectos una novela, o es buena, o no lo es. No buscamos una subjetividad, una inclinación del gusto por un estilo u otro. Buscamos una certeza, un canon absoluto al que aferrarnos. ¿Cómo enfrentarnos a este desafío?

Éste es precisamente el punto de partida de La Buena Novela. Francesca es una extraña dama con un patrimonio heredado con el que planea un negocio que no busque el beneficio económico sino el placer de retar la visión capitalista de su marido y satisfacer su pasión por la Literatura. Francesca encuentra a su socio perfecto en la figura de Iván, un aventurero a la antigua que ha recalado en el mundo de las librerías ganando experiencia como empleado de exquisitos gustos, no siempre lo suficientemente comerciales para las necesidades de los establecimientos en que trabaja. Ambos planean la apertura de una librería que llevará el provocador nombre de La Buena Novela y que sólo venderá buenas novelas. 

Comprendidas las dificultades de definir y concretar esa calidad novelesca, deciden dejar la tarea a un comité de expertos formado por varios reputados escritores a los que admiran y que deberán elaborar cada uno de ellos un extenso listado de títulos que consideren de una calidad innegable. Cada autor elegirá libremente, sin interferencias ni componendas, de la manera más sincera posible. Para garantizar esta independencia, los miembros aceptan guardar secreto sobre su pertenencia al comité y sus nombres sólo serán conocidos por Francesca e Iván, ni siquiera conocerán los nombres de los otros miembros del comité.

La pareja de emprendedores sueña con dar inicio a un movimiento por el que pronto se propagará como el fuego la demanda de buena literatura, haciendo surgir iniciativas similares por todo el país y el extranjero. Su objetivo es claramente subversivo.

Pasados los momentos iniciales en los que la librería se llena de curiosos, periodistas y críticos, y en los que es vista como una inocua excentricidad, la situación cambia radicalmente. El movimiento parece prender y las ventas se multiplican. Y La Buena Novela deja de ser un pequeño negocio para convertirse en una amenaza para muchos, para demasiados.


Comencemos la lista de damnificados. Los autores cuyos libros no se venden en la librería se sienten ofendidos. Las editoriales más comerciales muestran su encono. Los críticos que ven desafiadas sus opiniones, muchas veces compradas por las grandes editoriales. Los libreros que ven desacreditada su labor, convertidos en meros tenderos. Y así sucesivamente.
Demasiados enemigos que pronto se organizan para poner en jaque a La Buena Novela y a todas sus buenas intenciones. Comienzan a publicarse artículos en prensa poniendo en duda que un tribunal de sabios pueda o deba pontificar sobre lo que merece la pena ser leído y críticas por entender que el sistema  representa un ataque a la democracia cultural, al soberano gusto del consumidor. Pero la cosa pasa a mayores cuando comienzan a circular historias sobre la vida pasada de Iván y Francesca, sobre el origen de los fondos que sostienen un negocio de improbables beneficios; en una palabra, chantaje puro y duro.

Nuestros libreros no se amedrentan pero la amenaza se extiende a los miembros del comité, llegando incluso a la agresión física. Cómo se ha descubierto la identidad de los mismos y quiénes son los que amenazan, agreden y persiguen a estos refinados literatos es uno más de los misterios a que se enfrentarán Iván y Francesca, y junto a ellos, los lectores de esta novela que, ahora sí lo podemos decir, hace honor a su titulo.

La Buena Novela es muchas novelas a un tiempo, todas ellas buenas, si podemos continuar con el juego de palabras. Es, ante todo, una novela sobre novelas y escritores reales (se cita por ejemplo a Enrique Vila-Matas y a Arturo Pérez-Reverte) que hará las delicias de todos los amantes de la buena literatura con las opiniones y juicios vertidos, en muchas ocasiones de autores desconocidos (o casi) para el público de lengua española.

Laurence Cossé
Pero es también, ya se ha dicho, una novela sobre qué entendemos por calidad en este mundo. Sobre la licitud de dictar el buen gusto dejando al margen lo que excluye nuestros criterios (la mayoría de los títulos seleccionados para su venta en La Buena Novela son francófonos, por ejemplo). ¿Juzgar las novelas implica igualmente juzgar a quienes las leen?

Pero esta obra es también una novela de amor, de amores más bien, algunos públicos y notorios, y otros callados y llevados a la tumba, sólo desvelados por el narrador (cuya identidad solo se desvelará en la última parte de la novela). Es en esta parte de la trama, tan alejada en principio del centro de gravedad argumental, donde la novela alcanza sus mejores momentos, con pasajes propios de la correspondencia entre Kafka y Felice Bauer, con movimientos de idas y venidas incomprensibles, trufados de referencias literarias.

También se ha dicho, La Buena Novela es una novela que comienza y muere con intriga. Una novela de misterio, detectivesca en la mejor tradición, con su propio investigador privado, gran lector y conocedor del mundillo de las editoriales y los críticos.

Pese a que esta mezcla de temáticas puede hacer parecer algo disperso el conjunto, lo cierto es que el texto no pierde en ningún momento el pulso narrativo que lo impulsa desde su inicio. En las diferentes tramas, el estilo se adapta a las necesidades del tema tratado permitiendo al lector disfrutar de diversos estilos narrativos sin confundirlo ni hacerle perder de vista la línea de avance establecida.

Laurence Cossé es la genial autora de esta novela traducida al castellano de manera ejemplar por Isabel González-Gallarza y presentada por la ya imprescindible editorial Impedimenta. Solo queda recomendar su lectura para todos aquellos que gusten de las buenas novelas, sea lo que sea que entiendan por tales. 


11 de noviembre de 2012

La librería (Penelope Fitzgerald)



Puede parecer una buena idea inaugurar una pequeña librería en Hardborough, un pueblo de la costa este inglesa, en la actividad cultural se reduce a un ciclo de conferencias anual sobre cuestiones locales que organiza el párroco.

Y puede que la idea aún resulte más atractiva cuando la emprendedora ha trabajado previamente en una gran librería de Londres y, por tanto, conoce el negocio.

Todo ello conforma un escenario idílico, pero La librería, de Penelope Fitzgerald es cualquier cosa menos bucólica y amable. Su lectura resulta inquietante desde las primeras páginas y parece que la humedad que todo lo corroe en Hardborough salta del texto al lector. Algo extraño e inaprensible flota sobre toda la novela sin que podamos ponerle nombre.

Comencemos por las fuerzas sobrenaturales. Old House, la casa que compra Florence Green para su librería está habitada por un rapper, nombre con el que los lugareños designan a pequeños espíritus algo juguetones que acostumbran a alterar la vida cotidiana en los hogares, y que con sus ruidos y movimientos de muebles atormentará a los clientes de la librería.

Sigamos con la climatología que hace de los inviernos un largo paréntesis en el que la vida del pueblo queda suspendida en medio de un vendaval que azota la costa y que amenaza con llevarse por delante las pocas infraestructuras que se han logrado mantener. Los breves meses de verano apenas parecen suficientes para que el gasto de los turistas que visitan la costa palíen los destrozos. Tampoco los rayos del sol logran ahuyentar las manchas de humedad y el olor a moho.


Pero sin duda, son los habitantes de Hardborough el mayor obstáculo que deberá superar Florence en su empeño librero. Y aquí es donde comienzan sus verdaderos problemas. Aunque la mayoría de sus vecinos muestran una frialdad y recelo difícilmente explicables, la oposición a Florence se articula en torno a Violet Gamart, verdadera referencia social en el pueblo. Ser invitado a las veladas en The Stead, su mansión, es la aspiración de quien pretenda ser alguien en el pueblo. Como todos quienes no tienen otro oficio conocido que el de gastar el tiempo que su posición económica les ofrece en exceso, pretende tener interés en mejorar la vida cultural de la comunidad. Pero Florence no encontrará un apoyo en ella, al contrario. Violet entablará una lucha sin cuartel contra la pequeña librería, dedicándole toda su inquina y capacidad de intriga para lograr sus fines.

Y es que el interés de Florence por el negocio literario hace despertar las ambiciones artísticas de la dama. Ni siquiera el edificio que compra mediante un costoso crédito logra esquivar la codicia de Violet. Old House es una casa antigua, en estado casi ruinoso, con mala fama por su activo rapper y con serios problemas de humedades. Pero Violet ha decidido que es la ubicación ideal para un centro cultural en el que dar pequeños conciertos y conferencias a su gusto.

La determinación de la librera por llevar a buen fin su negocio soñado tendrá un aliado en la persona de un anciano de porte aristocrático que se alza como contrapoder en el pueblo frente a The Stead. Aunque el anciano ha perdido gran parte de su influencia, tomará partido a favor de Florence, cuya librería se convertirá en el último capítulo de esta lucha casi eterna.


Y visto ya el escenario que nos describe la autora, podemos adentrarnos en algunas reflexiones sobre los temas que nos plantea esta espléndida novela.

Violet no recela de las librerías, de la literatura o del arte en general; sólo de aquello que escapa a su control. Lo que querría es organizar ella misma los programas y actos que verdaderamente merecen la pena. En pocas palabras, Violet cree que los habitantes de Hardborough precisan de su juicio y buen gusto, de verdadera cultura y se prepara para ofrecerla a través de su propuesta para crear un Centro Cultural.

No es de extrañar que la decisión de Florence de poner a la venta la última y controvertida novela de Vladimir Nabokov, Lolita, sea la disculpa que esperaba Violet para lanzar su ataque final, porque lo que no puede tolerar es que alguien ofrezca a los rudos habitantes de Hardborough la libertad de leer y formarse una opinión de un libro que le disgusta profundamente, aunque no lo haya leído.

Florence no actúa como una provocadora propagandista, siempre manifiesta que no es quien para valorar las obras que vende, tan solo es una comerciante que vende libros, no una crítica literaria. Y esto es lo que Violet denunciará, ya que envolverse en la moral y en los principios es lo que caracteriza a los inmorales y faltos de escrúpulos.

Al igual que los reyes españoles encerraban en salas reservadas determinadas pinturas que consideraban que podían ser perjudiciales para el común de los mortales, para así poder gozar tan solo ellos de su contemplación (se supone que sin menoscabo de su moralidad) hay quienes gustan de ejercer de policías de la moralidad e incluso del gusto ajeno, reduciendo al público general a una minoría de edad vergonzante.

Por ello no es de extrañar que, en su inmensa sabiduría literaria, Penelope Fitzgerald haya creado el personaje de Christine como ayudante a tiempo parcial de Florence. Pese a ser una niña, es plenamente consciente del papel que desempeña su jefa en el drama cotidiano de Hardborough. Solo ella asumirá conscientemente el riesgo que supone tomar partido por el bando equivocado y, al fin, pagar por ello.


Penelope Fitzgerald
No es el único ejemplo de talento literario que nos ofrece La librería. Gran parte del texto se construye sobre sutiles diálogos en los que las palabras y su verdadero sentido se disocia aumentando la impresión de sofocante asfixia, de claustrofobia que emana toda la obra. La hipocresía que impregna las relaciones de los habitantes del pueblo quedan magníficamente retratadas en el texto a través de silencios y evasivas que van dibujando el mapa real de Hardborough.

El ritmo de la narración es otro acierto ya que los episodios se suceden complicando progresivamente la trama hasta llevarnos a su final inevitable.

Impedimenta ha acertado nuevamente al recuperar a esta autora para el público español presentando la primera traducción a nuestro idioma (a cargo de Ana Bustelo) de este libro, finalista del Premio Booker.

Aunque Hardborough puede representar la resistencia al cambio y la imposición de unos criterios morales por parte de unos pocos, lo cierto es que no debemos juzgar con soberbia a sus habitantes sin antes examinar en cuantas ocasiones nos hemos creído mejores por nuestras opiniones y gustos, cuántas veces hemos jugado el papel de Violet Gamart.

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