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20 de noviembre de 2024

Kafka (Pietro Citati)

 


¿Quién fue realmente Franz Kafka? En Kafka, Pietro Citati no busca simplificar, sino explorar las complejidades de un autor cuyo genio parece inabarcable. Esta obra no es una biografía, ni un análisis literario al uso, sino un viaje por los recovecos de su mente y sus textos. Desde las tensiones con su padre hasta su obsesión por la literatura como un veneno y un salvavidas, Citati nos sumerge en las contradicciones que definieron al hombre que vislumbró, sin alcanzar, su propia Tierra Prometida.

 

 

Continuamos leyendo obras en torno a Kafka con motivo del centenario de su fallecimiento y, en este caso, toca el turno a este volumen de Pietro Citati, titulado Kafka, sin más, que fue publicado por Acantilado hace ya unos años. Citati es un autor italiano que tiene, entre diversos honores y reconocimientos, el de ser duque del reino de Redonda, lo que nos puede dar una idea del tipo de literatura a que se dedicó este notable intelectual italiano fallecido en 2022.


La principal dificultad de este volumen viene a la hora de definirlo. No se trata de una biografía ni de un estudio de la obra de Kafka. Tampoco pretende ofrecer interpretaciones sobre la misma ni discurrir sobre la vigencia de su obra. Y, sin embargo, es un poco de todo ello.


El esquema central son las obras de Kafka, y para los periodos más vacíos de las mismas, como su vida preliteraria, su periodo de romance con Felice o los últimos meses de vida, los capítulos toman más bien un tono biográfico. En el resto de casos la obra deriva más bien en cierta perífrasis de los principales textos de Kafka y la glosa detallada que de ellos hace Citati.


Precisemos que, por textos, entendemos cualquier narración, novela (esbozada o concluida), diarios, correspondencia, capítulos sueltos y así hasta completar la más diversa de las escrituras del autor. Porque con todas ellas construye Citati un todo completo y coherente en el que pretende hallar un espíritu propio de Kafka, espíritu que como el de todas las personas evoluciona en el tiempo y en el que las prioridades van mutando según la vida nos empuja de uno a otro lado.


Pero la obra de Kafka es tan compleja pese a su brevedad y ofrece tantas posibles interpretaciones, vías de escape y recovecos que Citati no siempre logra salir de algo más que la mera repetición de los argumentos sin ir más allá, así ocurre en el caso de algunos relatos breves que parecen escabullirse entre las manos sin lograr ir más allá de la interpretación convencional.  


Sin embargo, Citati tiene hallazgos muy relevantes a la hora de afrontar el objeto de su estudio. Uno de los mejores ejemplos es el que se refiere a la metáfora de la tierra de Canaán, es decir, un destino liberador, tal vez prometido por un Dios omnímodo pero ausente, territorio al que Kafka debería aspirar, un lugar en el que todas las dificultades parecen menos gravosas. Y esa tierra de Canaán puede ser Felice y, por eso, a ella se aferra pese a todas las dificultades. Porque Kafka es conocedor de que la promesa sagrada implica la renuncia a un veneno que le atormenta y que le tiene atenazado, la Literatura. Sabe que caer en los brazos de la berlinesa es abandonar la Literatura, ambos mundos son incompatibles. Las preocupaciones burguesas por la casa de la pareja, los muebles, las visitas familiares, todo ello conspira contra la creación de Kafka, contra la pureza de la que cree nace toda su inspiración. Al menos así lo cree desde la epifánica noche en la que escribió La condena, trágica puesto que le crea una ilusión de la creación algo alejada de lo que será capaz de reproducir en el futuro, arrastrando sus nervios, su salud o su vida entera. Y esa tierra de Canaán se le muestra sugerente, una forma fácil de salir del torrente en que vive, pero tal vez solo para caer en otro.


Como muy bien reflexiona Citati, Kafka ya vivió en la tierra de Canaán y decidió renunciar a ella. Y en ese tiempo, Moisés era su padre, el temible Hermann Kafka y Canaán era Praga, los alrededores de la Plaza Vieja, ese pequeño círculo al que quedaba constreñida la vida del escritor pero en el que tenía asegurado su porvenir en el próspero negocio familiar, en las rutinas de una familia judía germanófila del Imperio. Tan solo debía someterse a esas manías de su padre, a los cuidados de su madre y a las conveniencias de sus amistades. Y a ello renunció Kafka.


Y la metáfora llega hasta Milena, una amante voluptuosa frente a la casta, tal vez frígida Felice, un torbellino que aúna ese atractivo sexual que Kafka siempre vió como ajeno al matrimonio, más propio de los encuentros casuales (o no) con prostitutas. Pero, además, Milena era una intelectual checa brillante, solo aplastada por su vida en una Viena que veía lo checo como una rusticidad que debía esconderse y por un marido lleno de ego que temía que su esposa le hiciera sombra. Milena era todo lo contrario de Felice de quien tan solo podía admirar su talento práctico, una cualidad totalmente ajena a Kafka. En ella se personifica nuevamente la promesa de una tierra sagrada, de un lugar en el que asentar la nueva vida de Kafka y compatibilizar todas sus inclinaciones. Con Felice la Literatura quedaba proscrita, con Milena podía abrazar ambas, no en vano ella había sido incluso traductora al checo de algunas de sus obras.


Y, sin embargo, Milena tampoco sería el destino feliz de Kafka. Su complicada vida matrimonial se interponía con firmeza. También podemos plantearnos si una relación presidida por una fuerte pulsión sexual que no quedaría reprimida como seguramente hubiera ocurrido con Felice, no habría agotado las fuerzas espirituales de Kafka. Sea como fuere, lo cierto es que en ambos casos el curso de la correspondencia sigue un ritmo similar. Desde el encandilamiento inicial a la contramarcha. Ama pero pone encima de la mesa todas las pegas y miserias que puede aportar a la relación, se desprecia y, con ello, desprecia el amor que se le ofrece, quiere pero a la vez no quiere, prefiere que las cosas ocurran, un impás que ninguna de las mujeres soportará, sin lograr obtener un rechazo explícito del autor, como sí lo recibió otra prometida menos compleja, Julie, la camarera praguense con la que Kafka se comprometió, probablemente con el único fin de cavar una ancha trinchera entre su vida privada y su familia.


También en la comparación entre El castillo y El proceso, obras que muchos autores consideran variaciones sobre el mismo tema, muestra Citati su finura de análisis. Para él, en El proceso, el protagonista se ve cuestionado, amenazado, acorralado (claramente es conocedor de la teoría de Canetti) y esto le hace saltar, tratar de buscar incansablemente el modo de probar su inocencia. Sin embargo, en El castillo, K. es quien inicia la búsqueda, es él quien quiere llegar al castillo, quien muestra ese interés, esa intención, en el sentido de la interpretación de Brod, de buscar a Dios. Un Dios que, señala Citati, semeja un remedo del relato extraído de El proceso titulado Ante la Ley, porque el castillo parece el destino puesto expresamente a disposición de K. y solo para K.


Y es que en el momento en el que Kafka inicia la escritura de El castillo, ya ha tenido el brote de tuberculosis y, pese a sus esfuerzos por tratar la enfermedad en diversos sanatorios, sabe que ha perdido la partida. Ya no aspira a esa tierra prometida, sabe que el tiempo se agota y sale a buscar la verdad. Ya lo hizo a través de los impresionantes aforismos que redacta en su retiro campestre de Zürau, pero agranda su búsqueda con esta gran novela.


Sin embargo, lo poco que K. logra entrever del castillo no es muy reconfortante. Nos recuerda otros relatos que parecen traídos de su imaginación onírica. En El mensaje del emperador nos habla de la metáfora de la imposibilidad de huir, siempre queda atrapado. El emperador (Dios) muere pero no pasa nada, todo sigue igual, tampoco él quedará liberado aunque muera su padre, huya de él, aunque se case con Felice, no hay escape. Tampoco en La metamorfósis hay posibilidad de huida, el hijo es tolerado, se le alimenta pero se le oculta, todo queda dentro, los trapos sucios se lavan en casa si bien es la hermana la que rompe las normas, la que deja de mostrarle afecto condenando ya a Gregor Samsa a la muerte real.


Por otro lado, también nos ofrece la explicación del cambio entre la dickensiana El desaparecido y el cambio a El proceso. La primera es una obra que fluye, con diversos personaje, riqueza de paisajes, una complejidad que terminó por desbaratar el intento de Kafka y llegar a un final que su técnica es incapaz de completar, le fallan las fuerzas.



Por ello, el siguiente intento novelístico es más acorde a las capacidades que Kafka ha aprendido a reconocer. Los personajes suelen limitar sus apariciones a un capítulo concreto. Cada uno de estos se constriñe a un asunto específico, una escena con comienzo y fin. Un esquema, por tanto, menos fluido, pero más eficaz a la hora de transmitir esa angustia, la asfixia vital que va ahogando poco a poco a Joseph K.


Citati, como escritor, nos ofrece una excelente oportunidad de conocer la trastienda de Kafka, ese modo de construir una historia, de construir un relato portentoso, eficaz, la infinidad de pistas que el autor deja tras de sí, sus referencias, todos los instrumentos narrativos a que un autor puede recurrir. No estamos ante un crítico, sino ante un compañero de profesión de Kafka que se maravilla de los logros de su colega y los comparte con nosotros. En este sentido, la lectura de este libro es gozosa y abre el apetito de volver a los originales, de releer a Kafka con esta nueva visión.


Pero terminemos nuestra historia siguiendo la estela de Canaán. ¿No consiguió Kafka vislumbrar siquiera esta tierra prometida? Como Moisés, quedó varado a orillas del Jordán sin poder llegar a la tierra prometida pero habiéndola vislumbrado en la distancia. Traduzcamos. Los últimos meses de la vida de Kafka suponen su único y auténtico romance puro. Dora Diamant fue la afortunada y quien le permitió atisbar la felicidad que siempre se le había derramado como arena en la palma de las manos. Con ella logra reunir las fuerzas suficientes para abandonar definitivamente Praga y mudarse a Berlín, la peor ciudad en el peor momento, prueba de que su esfuerzo fue decidido. Ni las penurias económicas ni los problemas sociales que permitían atisbar un futuro convulso lograron apagar el entusiasmo de la pareja. Kafka no tuvo que renunciar a la Literatura, al menos no cuando su debilitada salud se lo permitía.


Y con este recuerdo de lo visto abordó su último viaje a Kierling, el último sanatorio, donde falleció hace cien años acompañado de Dora y de su amigo de los últimos años, Robert Klopstock.



 



26 de octubre de 2024

Soy Milena de Praga (Monika Zgustova)

 


 

“Soy Milena de Praga” era el modo en que Milena Jesenská se presentaba cuando se encontraba fuera de su ciudad natal. Y este peculiar comportamiento puede derivar de una notable autoestima, casi como un personaje de la nobleza, Leonor de Aquitania, Cristina de Suecia, o una franca manera de relacionarse sin rodeos ni distanciamientos. Sea como fuere, Monika Zgustova toma ese concepto para escribir una biografía novelada de la joven checa, Soy Milena de Praga (Ed. Galaxia Gutenberg).


Si bien la vida de Milena es principalmente conocida por su breve relación con Kafka, epistolar en gran medida, como todas las relaciones que mantuvo el escritor, lo cierto es que su vida presenta gran interés más allá de este encuentro. No solo la vida de Milena nos permite conocer de primera mano la evolución histórica del convulso periodo de entreguerras en centroeuropa, sino también el papel de las mujeres en ese tiempo en el que la liberación comenzaba a ganar relevancia.


La obra se articula en la influencia que diversas personas tuvieron en Milena. Comenzando por sus padres. Su madre, Milena también de nombre, falleció cuando apenas había cumplido los dieciséis años, marcando profundamente el porvenir de la niña. Su ausencia dejó al padre, un cirujano y profesor universitario, con la ingrata labor de criar a una pequeña rebelde. Jan Jesenská era un patriota checo en una Praga sometida al Imperio Austrohúngaro en la que la cultura dominante era la alemana, la lengua oficial la alemana y el novio de su hija, germanoparlante. Aunque su rigor extremo fue un freno para la alocada Milena, lo cierto es que su figura semi ausente, siempre preocupado por sus altas ocupaciones, dejó a Milena tiempo libre para desarrollar su espíritu artístico y desinhibido al tiempo que mostraba una especial preocupación por su hija en un tiempo en el que no era frecuente que las jóvenes continuaran estudios más allá de una formación mínima.   


Y la joven no desaprovechó la oportunidad. En efecto, Milena solía frecuentar el café Arco en el que sin duda tuvo que coincidir con Kafka cuando éste apenas era conocido fuera de su círculo de íntimos, pero en el que realmente se enamoró de Ernst Pollak, un joven banquero con grandes intereses culturales, especialmente en o referido a la crítica literaria, que pasaba su tiempo libre en tertulias y círculos literarios. Pese a que Jan Jessenská hizo todos los esfuerzos posibles para que su hija abandonara la relación, poco pudo lograr. Incluso cuando Milena quedó embarazada y recurrió a su padre para que solventara la situación, y éste le apoyó en el aborto, creyendo que era el modo de vencer al pretendiente, erró en su juicio. Finalmente, aceptó la boda a cambio del compromiso de la pareja de abandonar Praga y mudarse a Viena para evitar al padre la vergüenza pública.


Corría el año 1918, final de la guerra en una Viena derrotada, que perdía su capitalidad imperial y se veía humillada por las naciones aliadas. Y en esa Viena Milena comprende que igual que no habría sido aceptada en la Praga recién refundada como capital del estado checoslovaco, tampoco lo sería en la Viena republicana, siendo vista como una checa, una especie de campesina paleta, de emigrada. No creamos que pudo hallar consuelo en su recién creado matrimonio. Cuando la pareja llega a Viena, en la misma estación, Pollak la deja plantada para reunirse con su amante y así  Milena entiende desde el primer momento cuáles son las reglas de la relación. Cuando se asienten en un domicilio la casa quedará dividida en dos partes, la de Pollak, para sus tertulias, trabajo y amantes, la de Milena, para consumirse viva.


Trabajará donde pueda y como pueda, tratando de abrirse camino como reportera, escribiendo para algunos diarios checos sobre las duras condiciones de vida de la población vienesa durante aquellos años, seguro que una lectura que haría las delicias de los praguenses.


Sus esfuerzos literarios son motivo de burla en el círculo praguense de Viena que frecuentan los amigos de Pollak y en el que conoce a célebres personajes como Broch, Werfel y otros tantos. Pero la necesidad sigue apretando y llega a ofrecerse incluso como profesora de checo. No se plantea abandonar a su marido haciendo de la necesidad virtud creyendo que antes o después volverá a nacer el amor que tuvieron cuando fueron novios. Y así, escribe sobre las esposas modernas, desenvueltas y liberales que permiten conductas dudosas en sus maridos como lo más normal del mundo, escribe sobre la Milena que le gustaría asumir que es pero que realmente no se corresponde con su ser íntimo. Trata de suicidarse, sufre de continuo, pero no abandona a Pollak.


Cada vez se refugia más en la Literatura, no tanto en escribirla, por ahora su mundo es el periodístico, sino en la obra de otros, la de Kafka en particular, a quien admira y comienza a traducir algunas de sus obras. Da inicio el intercambio epistolar que culmina en la visita de Franz a Viena durante varios días, un episodio feliz y redentor en la vida de ambos.  


Pollak se muestra celoso cuando conoce los escarceos amorosos de su mujer, pero Milena lo interpreta como un rescoldo de amor y se siente atada a una Viena a la que llama su madrastra, relación similar a la que Kafka mantiene con la madrecita Praga. Ambos comparten también una figura paterna autoritaria y la anécdota de Kafka durante el viaje de regreso a Praga, sus problemas con el visado, dan lugar a la sugerencia de Milena para el germen de El Castillo.



Y tal vez el poder literario de Kafka, no le permita unirse a él, pero sí le da fuerzas para regresar a Praga, reconciliarse con su padre y romper con Pollak. Ya en la ciudad, trata de encontrar empleo como periodista aunque solo recibe la proposición de dirigir la sección femenina de un diario conservador. Y se convierte en una espléndida y conocida periodista en la ciudad, todo un personaje de una renaciente Praga. Conoce a Jaromír Krejcar, un arquitecto comunista del que se enamora y con el que terminará casándose por segunda vez. Su vida es el ejemplo de los felices veinte, aunque el embarazo de Milena y los problemas consiguientes le traerán la desgracia. A punto de dar a luz sufre una caída en uno de sus habituales paseos montañeros y se lesiona una pierna malamente. Los dolores terminan por hacerla adicta a la morfina y debe caminar ayudada por un bastón. Jana su hija es una gran alegría, pero llega en un momento terrible como lo son los días que están marcando el signo de los tiempos. Los años treinta traen la gran crisis económica y el surgimiento del fascismo, junto a la anexión y ocupación de Checoslovaquia por Alemania.


Su marido viaja a Rusia causando la separación definitiva de Milena y ésta comienza a apoyar a los grupos de izquierdas opuestos a los nazis, terminando por ser detenida e internada en el campo de Ravensbrück . Allí habrá conocido a Margarette Buber-Neumann que ha pasado por los campos de Stalin y ha caído en los de Hitler. Milena la admira y terminará por pedirle que escriba sobre su vida, lo que su amiga cumplirá en un libro que es el verdadero testimonio biográfico de la joven que perdió la vida a los cuarenta y siete años por una infección renal mal tratada. Es curioso ver cómo Kafka confió sus diarios a Milena y ésta cumplió su compromiso y cómo ella confió el recuerdo de su vida en Greta quien, contra todo pronóstico, sobrevivió al fin de la guerra y también cumplió el suyo.


Monika Zgustova ha construido una versión novelada de la vida de Milena de la que apenas disponemos de más información de la que se recoge en la citada biografía, así como de los textos que se conservan de sus artículos o las palabras que Kafka le escribió, dado que las respuestas de Milena se perdieron. Con estos mimbres la historia se convierte en esfuerzo desigual al tener periodos de la vida de la checa que son pasados por alto de manera algo precipitada mientras que, en otras ocasiones, la autora se regodea con una escena, como los reencuentros con Kafka en su lecho de muerte o con Jaromir a su regreso de la URSS, en los que concentra gran parte del conocimiento de la relación con ambos hombres. En todo caso, estamos ante un esfuerzo notable por ofrecer un cuadro realista, más allá de las pocas notas conocidas, y tratando de darle un papel propio, no accesorio de sus amantes o maridos, tal y como merece el personaje.

 



21 de junio de 2024

El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Benjamin Balint)



Ya hemos hablado en este blog sobre las instrucciones finales de Kafka a su amigo Max Brod (Los testamentos traicionados de Milan Kundera) o de cómo este amigo volvió a incurrir en terribles contradicciones en lo que se refiere a dejar atado y bien atado el futuro de su propio legado y del de los manuscritos originales que recibió como regalo de su amigo y que, por tanto, debían formar parte de su propia herencia (Los dibujos de Franz Kafka).


En El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Editorial Ariel, traducción de Joan Andreano Weyland), Benjamin Balint nos describe el complejo entramado jurídico que se abrió tras la marcha de Brod de Praga una fría noche del mes de marzo de 1939, cargando apenas con una maleta repleta de fotografías y recuerdos, de manuscritos propios y de Kafka.


Y aquí comienza ese periplo jurídico confuso del que haremos un breve resumen. Una parte de la obra original de Kafka era propiedad de su familia en tanto que herederos, y así se dispuso de ellos, tanto para su distribución literaria a nivel mundial, como para su entrega física a la Biblioteca Bodleiana de Oxford.


Sin embargo, otra parte de los legados de Kafka, así como otros materiales diversos como fotografías, cuadernos varios, manuscritos, ... pertenecían a Brod al haber sido recibidos como regalo o por haberlos rescatado directamente de la papelera de su amigo. Como muy bien decía Brod, lo que yo no salvé, se perdió definitivamente.


Ya en Israel, Brod trabó amistad con el matrimonio formado por Otto y Esther Hoffe, ambos también de Praga, si bien se conocieron en Tel-Aviv. Esther trabajó como ayudante y secretaria de Brod, hasta el punto de que éste le donó en documento privado los objetos que poseía de Kafka en 1947, ratificando el acto en 1952, con el fin de que pudiera disponer de ellos y, a su muerte, hacer entrega a alguna biblioteca pública, como la de Israel o similar. Ya en 1973, tras la muerte de Brod, Esther quiso disponer de parte de ese legado entregando manuscritos al Archivo de Literatura Alemana de Marbach. Sin embargo, esta transmisión no fue pacífica puesto que requirió la autorización de la justicia israelí que ya entonces comenzaba a plantearse asuntos como la posibilidad de declarar patrimonio nacional determinadas obras de judíos ilustres con preferencia a los legítimos derechos de propiedad de sus titulares. Sin embargo, en esta ocasión, Esther Hoffe se salió con la suya.


Cuando Esther fallece, ya en en 2007, a los 101 años, sus dos hijas acuden al notario a fin de legitimar el testamento de su madre mediante el que las nombra herederas universales. Por el camino Esther había heredado también la obra de Max Brod. Es aquí cuando el estado israelí comienza una pugna por evitar que las obras de Brod y Kafka pasen a manos privadas y alegan todo tipo de argumentos para hacerse con las mismas.


Entre estos argumentos consta el propio testamento de Brod que indica que Esther Hoffe podía disponer en vida de los manuscritos previamente donados por Brod pero que, a su muerte, debía hacerse entrega a una institución preferentemente israelí. Las hijas de Esther tienen a su favor el pronunciamiento derivado de la controversia de 1973 así como las dudas acerca de si los papeles de Kafka debían formar parte del legado de Brod o si ya habían salido del mismo por la donación privada a favor de su madre que se remontaba a finales de los años cuarenta del pasado siglo. Sea como fuere, se requirió el pronunciamiento de diversas instancias judiciales, llegando finalmente el asunto al Tribunal Supremo israelí quien ratificó todas las decisiones previas en contra de las Hoffe.


Si bien Balint dedica gran parte del libro a esta controversia judicial, como no puede ser de otra manera a la vista del título de la obra, lo cierto es que el volumen va mucho más allá y se convierte en un importante documento para reflexionar sobre el valor de los legados, la conservación de las obras maestras de nuestro tiempo, a quién pertenecen las mismas, las luchas nacionalistas y las consecuencias de un sentimiento de odio y culpa derivado de la Shoah que aún sigue afectando a las relaciones entre Alemania e Israel.

 

Vayamos por partes y remontémonos a los comienzos del siglo XX en la fría Praga en la que Kafka y Brod se conocieron trabando una amistad a todas luces improbable. Brod era enérgico, prolífico, confiado, con alta autoestima allí donde Kafka era apesadumbrado, reacio al elogio y a la autoindulgencia, cada línea que escribía era fruto de un gran esfuerzo que solía ser despreciado. Y pese a ello ambos mantuvieron una amistad constante, no sin sus altibajos, durante el resto de la vida de Kafka. Viajaron juntos a París, Suiza o Italia. Iniciaron una novela a dos manos. Planearon un negocio sorprendente anticipando el éxito de las guías Lonely Planet. Brod le publicitó e hizo las funciones de agente literario confiando en todo momento en la calidad de su obra.


Algunos de los capítulos de este libro dan fe de esa hermosa relación en la que el exitoso Brod es capaz de reconocer sin embargo, que el verdadero talento lo tiene su amigo y, en lugar de sufrir por ello, le empuja y anima, ayuda e incluso se encarga de la publicación póstuma de toda su obra dejando en segundo plano la suya propia.


Y continuamos así recorriendo la vida del amigo de Kafka tras la muerte de éste. El libro se torna en un periplo agridulce que da fe de los esfuerzos de Brod por dar a conocer al público la obra inédita de Kafka en un periodo tan complicado como el de entreguerras cuando la amenaza nazi ya comienza a materializarse, cuando su nombre aparece en las listas de autores prohibidos, cuando publicar supone un riesgo para la vida. Y en ese contexto Brod se afana en editar, recomponer, reordenar, titular y suprimir pasajes de los manuscritos de su amigo para conseguir versiones casi plenas de obras inacabadas y fragmentarias.   


Y no solo eso, también pone los primeros ladrillos del inmenso edificio de la kafkología publicando biografías, adelantando interpretaciones, sugiriendo una intención oculta en Kafka que trata de hacer coincidir con la suya propia. Y es tan grande su éxito en esta labor, que la obra de Kafka alcanza un reconocimiento mundial sin parangón. Y pronto llegan las críticas a su labor, a sus dudosos métodos, a su actuación como si fuera el propio escritor, como si la autoridad que emana de su amistad le confiriera los mismos e iguales derechos que al propio escritor. La publicación de testimonios de otros amigos de Kafka, de cartas y diarios, el estudio de los manuscritos en Oxford, todo ello termina por revelar algunas actuaciones no muy ortodoxas del infiel albacea.  


Es este Brod cuestionado y superado por una crítica metodológica contra la que no tenía suficientes herramientas ni conocimientos el que le hace pasar por un personaje algo antipático en nuestros días. Y es aquí donde Balint nos abre los ojos a un Brod distinto. Nos habla de cómo este incansable y voluntarioso hombre que se había convertido en una figura central de la vida cultural y política de Praga, en cierto modo de toda centroeuropa, que se carteaba con Stefan Zweig y otras tantas figuras relevantes de su tiempo, que había sido un gran impulsor y propagandista del sionismo y que, pese a ello, había gozado del respeto de los checos tras la creación de la República Checoslovaca, tuvo que rehacer su vida en esa patria anhelada de Palestina y cómo poco a poco todo su prestigio y labor quedó ensombrecida por la larga figura de su amigo Kafka.


Porque, llegado a Tel-Aviv, apenas pudo recuperar su impulso literario, su genio para trabar relaciones y crear círculos artísticos, revistas, organizar exposiciones o cualquier otro tipo de actividad para las que tanta facilidad había demostrado en su vida anterior.  


Porque lo cierto es que, aunque pronto obtuvo un discreto puesto en el naciente teatro oficial de la ciudad al concluir la guerra, su paso por esa institución se reveló más bien como un modo de apartamiento, de alejamiento oficial de todo tipo de acción relevante.


Brod, que supo hacerse un hueco en la complicada vida cultural centroeuropea, más allá incluso de Viena, que publicaba de manera incansable en todo tipo de revistas, que prolongaba sin tregua, que ejercía de agente literario de sus amigos, Kafka en especial, que pese a ello no dejaba de lado el activismo político y que, más aún, combinaba su vida matrimonial con continuas relaciones extramaritales, no pudo recrear siquiera en una mínima expresión todo aquel ímpetu y protagonismo. Así, pasó los años desde 1939 hasta su muerte en 1968 sumido en un destierro triste y gris. Y es doblemente terrible porque el alejamiento de la tierra natal siempre es doloroso, pero Brod creía ir a un lugar que era el destino sionista por excelencia, la nuEva tierra prometida en la que los judíos podrían liberarse de todos los yugos del pasado. Pero no eligió bien. Así como otros marcharon a Inglaterra, a Estados Unidos, él optó por la coherencia, por una promesa de Estado que aún tardaría años en materializarse y a la que creía poder contribuir.


Sin embargo, nada salió como esperaba. La escasa vida cultural de la futura capital israelí le ignoró de manera continua. No ayudó el hecho de que Brod fuera germanoparlante en un momento en el que los alemanes amenazaban a todos los judíos del mundo, cuando los italianos bombardeaban Tel-Aviv con sorprendente eficiencia, la que no hallaron para ocupar Malta, por ejemplo.


Tampoco ayudó el hecho de que parte de sus intentos de publicar nuevas obras lo fueran en alemán o de que tratase de separar este idioma de los actos de una parte de quienes lo hablaban. Una coherencia que sabemos no siempre es fácil de asimilar por quienes se ven repentinamente liberados de la opresión del pasado. No en vano, todavía la programación de un concierto con obras de Wagner es todo un ejercicio de riesgo en ese país


Brod murió solo, olvidado de todos, con una obra sumida en el olvido. Apenas había una sola librería en Israel que tuviera algún libro escrito por él a la venta. Ninguno en hebreo, todos en ediciones antiguas. Un destino triste.


Y junto a la reivindicación de la vida de Brod, Balint  también nos hace el retrato equivalente las Hoffe, la madre Esther y sus dos hijas Eva y Rut. Esther, quien dedicó su vida a acompañar a Brod en su trabajo y de quien se dice que mantuvo una relación con éste, hecho no muy contrastado, jugó un papel crucial en la vida de Brod ya que era una de las pocas personas en quien podía confiar. Pero la soledad de Brod parecía extenderse en todos aquellos que le rodeaban y así, también las hijas de Esther soportaron una tremenda presión durante el juicio. Balint  traba una cierta relación con Eva al cubrir el procedimiento judicial y nos traza un certero retrato de la desesperanza y desengaño en que vivió sus últimos años, perseguida por una campaña que trató de ridiculizarla y minusvalorarla, de mostrarla como incapaz de tutelar un legado tan impresionante como el que recibió de su madre. Por contra, Eva se veía como un mero actor secundario en un juego, consecuencia del cual, sus vidas fueron pasadas bajo un rodillo implacable.


Porque, y aquí llegamos al último punto tratado por el autor de este libro, el proceso judicial ponía de manifiesto cuestiones más generales que trascendían realmente a la posesión de unos papeles con más de cien años de antigüedad. Lo que estaba en cuestión era el derecho del estado israelí a poder considerar como patrimonio nacional la obra de cualquier judío con independencia del lugar en el que vivieran o la lengua en que escribieran. Y esto, sin duda, entraba en conflicto con el mismo derecho de otras naciones para las que la obra de un autor en su lengua, escrita en su territorio, con independencia de su religión, formaba parte de su legado nacional. ¿Podría acaso Austria renunciar a la figura de Freud o Zweig? ¿Podría Alemania dejar escapar la obra de uno de los autores en lengua alemana más representativos de su tiempo? Más aún, ¿debería hacerlo tras el Holocausto? No considerar como patrimonio propio estas obras, ¿podría ser visto como una nueva forma de antisemitismo? Rendir homenaje y honrar su memoria podría ser el modo de lograr la reconciliación con los fantasmas de un terrible pasado.



Ya se ha dicho que Esther Hoffe cedió algunos manuscritos a la Biblioteca de Marbach, entre ellos los correspondientes a El proceso. Esta biblioteca se había convertido en la receptora de los principales legados de autores en lengua alemana. Generosos fondos gubernamentales habían permitido la construcción de unas espléndidas instalaciones que permitían no solo la consulta ágil a infinidad de investigadores de los fondos en ella conservados, sino que estos eran custodiados a temperatura constante, con unos controles y cuidados excepcionales. Pero se llegó más allá, cuestionando el verdadero interés que había sentido hasta la fecha el estado israelí por la obra del autor checo. Ni una plaza, ni una calle, ni una biblioteca llevaban su nombre. Apenas había ediciones recientes de su obra. ¿Qué se pretendía reivindicar con la reclamación de sus manuscritos?   


Por contra, la alternativa que podía ofrecer el estado israelí era su Biblioteca Nacional, una institución que apenas poseía legados literarios equiparables, que no tenía instalaciones apropiadas para la conservación de objetos delicados y valiosos a diferencia de Marbach. No contaba con un departamento especializado en lengua alemana, lo que hacía casi inútil poseer los manuscritos de Kafka y aún los de Brod. En suma, la superioridad alemana era evidente en estos aspectos. Pero como no deja de ser habitual en estas controversias, el sentido nacionalista se interpuso con fuerza. La prensa israelí acusó a Alemania de abuso, prepotencia, de pretender hacerse con la obra de Kafka y de asegurar poder cuidar de ella cuando la obra del autor fue prohibida en aquel país durante el periodo nazi y cuando todas las hermanas de Kafka y muchos de sus amigos murieron en las cámaras de gas.


En la polémica terciaron expertos de talla como Reiner Stach o Kaus Wagenbach pero, finalmente, como era de esperar, la justicia israelí se pronunció a favor de su país. Cuando la justicia suiza convalidó la sentencia del Tribunal Supremo israelí, las cajas con el legado de Kafka llegaron de vuelta a Israel y fueron abiertas en la Biblioteca Nacional con gran aparato de prensa, cámaras y publicidad. Tal y como se habían comprometido las autoridades judías, la obra está a disposición de los estudiosos y curiosos a través de la página web de la institución. El sistema no es sencillo ni cómodo pero basta para cumplir formalmente con el requisito.


Ahora bien, queda la última cuestión suscitada por Balint a modo de epílogo: el sentido de los legados literarios hoy en día. Por una parte, la creciente relevancia de estos y la necesidad de que el autor en vida deje instrucciones concretas para su conservación y entrega a una institución apropiada. Solo así se podrán evitar problemas como los de Kafka o Brod. Pero también, y con independencia de que sea necesaria la conservación de estos legados, las nuevas herramientas tecnológicas vuelven en cierta medida irrelevante el destino concreto de los documentos. La difusión en línea de los mismos en formatos de alta definición permite a los estudiosos casi el mismo nivel de estudio que la presencia física en el archivo correspondiente, con los ahorros consiguientes y las dificultades de revisar un documento varias veces según avanza la investigación. Como en todas las cuestiones en que intervienen las nuevas tecnologías, apenas somos capaces de Evaluar el impacto de éstas en todos los campos de nuestras vidas, así que la respuesta aún se hará demorar por un tiempo, pero la pregunta queda formulada.


Llegado a este punto, podemos dar por zanjados todos los procesos a que fue sometida la obra de Kafka. Liberados los manuscritos, las consecuencias prácticas para la kafkología no han sido demasiado relevantes. Ninguna obra inédita, nada que se creyera perdido ha aparecido. Tenemos una apreciable colección de dibujos que sí resulta inédita en gran medida, algunas cartas desconocidas hasta la fecha que no arrojan cambios sustanciales a lo ya sabido sobre la biografía de Kafka. También los cuadernos primorosos con los ejercicios de hebreo, lengua que Kafka comenzó a estudiar ya cercano a su muerte. Tal vez sea éste el mejor consuelo que nos puede quedar, que los cuadernos de un estudiante de hebreo se codean hoy con las mejores obras escritas en esa lengua, que el destino tiene quiebros que nos hacen pensar que Kafka seguirá teniendo motivos para mantener su enigmática sonrisa.

 

 

 

2 de junio de 2024

Los dibujos (Freanz Kafka)

 


 

Franz Kafka es uno de los escritores más reconocibles del siglo XX, probablemente de toda la historia de la Literatura. Pero también sus dibujos son relativamente conocidos ya que han acompañado a muchas de las ediciones de sus obras. Normalmente tenemos a  unos trazos sencillos de una figura ante una barandilla, desplomada sobre una mesa o apoyada en lo que parece ser una farola o una pared. Para los más estudiosos de la obra de Kafka eran conocidos otros dibujos, pero realmente hasta hace pocos años apenas se tenía un conocimiento cierto sobre la extensión y calidad de esta faceta de Kafka.

 

Reconstruyamos brevemente la historia de estos dibujos. Kafka mostró interés por la pintura desde una temprana edad. Cursó estudios y asistió a conferencias sobre historia del Arte, frecuentó círculos artísticos y se interesó por las diversas vanguardias que bullían a comienzos de siglo y, por encima de todo, desarrolló un gusto por el dibujo que queda atestiguado por las numerosas ilustraciones que acompañan a cartas, diarios personales, diarios de viaje, apuntes de su carrera de Derecho o incluso, aunque en menor medida, en los manuscritos de sus textos literarios. Estos dibujos son tanto ilustraciones, como retratos, esbozos al aire libre o incluso meros dibujos geométricos al borde de sus cuadernos, pero en todo caso todos ellos se recogen en hojas sueltas, cuadernos, nunca en lienzos u otros formatos más tradicionales de la pintura.

 

Kafka dedicó considerable atención a estos dibujos hasta aproximadamente 1912 o poco antes, cuando la creación literaria toma el absoluto control de su vocación artística. Así se entiende que Brod se hiciera con algunos de estos dibujos tomándolos literalmente de la papelera de Kafka o recibiéndolos como regalo ante el evidente desinterés de su amigo. Como el propio Brod aseguraba, lo que él no había conseguido rescatar, había sucumbido. 

 

Pero pese a ese supuesto desapego, lo cierto es que los aspectos gráficos siempre fueron muy relevantes para Kafka. Es conocida su insistencia para que La metamorfosis no tuviera ilustraciones, ni tan siquiera en la portada y, de haberla, como finalmente la hubo, que no mostrara al insecto. Es decir, Kafka no deseaba que la lectura de la narración quedara condicionada por la imagen de la portada, quería separar ambos mundos porque era conocedor de esa fuerza plástica, incluso la veía como una posible competencia a su texto.

 

Algo parecido ocurrió con la publicación de El fogonero, primer capítulo del inédito El desaparecido, en el que se mostró reacio a la imagen elegida por el editor Kurtf Wolff tanto por mostrar una Nueva York algo desfasada temporalmente respecto al tiempo de la historia narrada como por esa posible afectación en la impresión del lector.


Sea como fuere, Kafka ya hablaba a Felice Bauer en una carta de los comienzos de su relación epistolar sobre estos dibujos como algo del pasado. Pero lo cierto es que nunca quedaron olvidados y en la redacción de las voluntades testamentarias que preparó para que Max Brod recopilara todos los manuscritos dondequiera que estuvieran y los destruyera, incluía de manera expresa todos sus dibujos. Es decir, Kafka colocaba al mismo nivel sus manuscritos literarios y sus dibujos.

 

Como es sabido, Brod incumplió las peticiones últimas de Kafka, recopiló todos los manuscritos y papeles que pudo y comenzó la ardua tarea de publicar los inéditos, dar forma a los textos incompletos, avanzar interpretaciones, incluso escribir la primera biografía del autor checo. Sin embargo, en marzo de 1939 tuvo que huir de Praga por la entrada de los nazis en Checoslovaquia y emigrar a Israel. Entre su equipaje, los documentos de Kafka, incluyendo sus dibujos.

 

Una parte de estos documentos pertenecía a la familia de Kafka, pero otra era propiedad del propio Brod, por ejemplo el manuscrito de El proceso o los textos de Descripción de una lucha y Preparativos de una boda en el campo. Estos documentos eran propiedad personal de Brod al haberle sido regalados por el propio Kafka. El total de estos documentos era custodiado en la caja fuerte de un banco, pero la tensión árabe-israelí y la crisis del Canal de Suez, hizo temer a Brod nuevamente por la seguridad de ese tesoro, por lo que en 1956  unas voluminosas cajas fueron depositadas en la cámara acorazada del USB de Zúrich.


En 1961 la familia de Kafka dispuso de los documentos entregándolos a la biblioteca Bodleiana de Oxford. Pero los manuscritos de Brod fueron legados a su secretaria, amiga y consejera Ester Hoffe mediante documento privado de 1947, ratificado en 1952.

 

Finalmente, Brod falleció en 1968 y en sus disposiciones testamentarias estipuló que dichos manuscritos pertenecían a Hoffe y que, salvo que se hubiera dispuesto por ella de los mismos (cosa que hizo respecto de manuscritos literarios, pero en ningún caso respecto de dibujos) a su muerte los documentos deberían revertir a la Biblioteca Nacional de Israel o alguna similar.

 

Ya Ester Hoffe tuvo que litigar para poder realizar dichas disposiciones, si bien, obtuvo el reconocimiento de su derecho gracias a la justicia israelí. A la muerte de Hoffe, a sus 101 años, en 2007, comenzó una batalla legal entre la Biblioteca Nacional de Israel, la alemana de Marbach, tras la que estaban también los intereses de Alemania como nación cultural a la que pertenecía Kafka, y las propias hijas y herederas de Hoffe. El veredicto final del Tribunal Supremo de Israel llegó en 2016 resolviendo a favor de la Biblioteca Nacional de Israel y, en 2019, tras la convalidación de la Sentencia por las autoridades judiciales suizas, se procedió a la entrega de las cajas fuertes depositadas en el USB de Zürich quedando, por tanto disponibles todos los documentos.

 

En lo fundamental, los manuscritos literarios eran ya conocidos, puesto que habían sido datados y censados por expertos literarios. Tan solo había novedades menores como los cuadernos con los ejercicios de hebreo de Kafka. Pero, por encima de todo, se tuvo al fin pleno acceso a los dibujos de Kafka en sus formatos originales. Nace así la posibilidad de hacer una publicación definitiva y completa de estas imágenes por primera vez. Brod ya propuso la publicación de una obra similar, de reducidas dimensiones, en los años cuarenta, época en la que mostró un verdadero interés por sentar la opinión de que los dibujos de Kafka eran obras meritorias. Sin embargo, con el tiempo fue rebajando sus propias expectativas y frustró gran parte de los intentos. Diversas propuestas fueron formuladas por expertos, editores y museos a lo largo de los años cincuenta y sesenta, pero encontraron o un desinterés manifiesto o una negativa rotunda. ¿Qué había ocurrido entre tanto?

 

De una parte, Brod comenzó a alegar que estos dibujos, recogidos en pequeños cuadernos, hojas estropeadas, postales y cartas, ofrecían una pobre calidad y un alto riesgo de deterioro ante una exposición de largo alcance. También, esos pobres materiales hacían que en el contexto de una exposición pudieran quedar claramente en evidencia, en suma, Brod comenzó a cuestionar el propio valor de los mismos. Tal vez no eran tan importantes, tal vez el esfuerzo sería visto como un empeño ridículo por dar valor a cualquier cosa que hubiera hecho Kafka, casi como si fuera un pequeño genio en cualquier faceta que hubiera intentado.

 

 


 

Pero también pesaban otras cuestiones más personales. Para la utilización de algunos dibujos en las publicaciones que había realizado de las obras de Kafka había llegado a recortar hojas de cuadernos, había manipulado con torpeza estos materiales y estos métodos le valdrían críticas razonables en un momento en el que había pasado de recibir el aplauso por su labor al sacar a la luz los textos inéditos de Kafka a ser vapuleado por sus dudosos métodos, por sus interpretaciones algo rígidas de la obra de su amigo, por el intento de hacerle pasar por un santo, un sionista convencido, un escritor religioso. En suma, por tratar de crear un Kafka que un estudio riguroso de los materiales literarios y biográficos no siempre respaldaban. Así, es comprensible que Brod no quisiera abrir otro frente de reproches. Por otro lado, no olvidemos que ya desde los años cuarenta Brod no era el propietario real de los dibujos, sino que lo era Hoffe.

 

Y tras este enorme culebrón que nos narra  Kitcher Andreas en la introducción al libro, se nos ofrecen, al fin, los dibujos completos de Kafka en reproducciones fotográficas íntegras, esto es, la imagen de la página del cuaderno correspondiente que lo contiene, incluyendo aquéllas que figuran recortadas por Brod, como monstruosas aunque bienintencionadas heridas.

 

Para un mejor entendimiento de estos dibujos, el libro continúa con dos breves ensayos a cargo de Andreas Kilcher y Judith Butler en los que se describen las relaciones de Kafka y Brod con el mundo del arte, las implicaciones de la relación entre imagen y texto, los aspectos teóricos del lenguaje visual, y otras muchas cuestiones, en ocasiones algo accesorios en relación a los dibujos aquí contenidos.

 

Seguidamente, Pavel Schmidt pasa a hacer una descripción pormenorizada de cada uno de los dibujos con su denominación cuando la tuvieran o una descripción suficiente, y los datos de referencia mínimos con posibles interpretaciones sólo cuando pueden resultar de utilidad sin tratar de influir de otro modo en la percepción del lector o visor.

 

A uno le cabe la duda del motivo de esta ordenación, sin duda algo extraña dado que los dibujos se separan de su explicación y quedan como un apartado más del libro perdiendo, por tanto, el aspecto central que realmente deberían tener.

 

Pero nada de esto importará a quienes admiramos la obra de este autor y para quienes cada pequeño trazo de su mano parece tener ese halo de misterio y profundidad, de extrañedad que le atribuimos a sus escritos. Galaxia Gutenberg ha publicado esta obra en un hermoso volumen, sin duda, un libro que solo interesará al fanático y que, precisamente por ello, aquí comentamos.