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8 de agosto de 2016

Escuelas Creativas (Ken Robinson)




Ken Robinson es un reputado experto en Educación. No es tarea fácil ya que cada padre, madre, profesor o alumno, político de turno, y así hasta el infinito, creen serlo. Pero lo cierto es que su experiencia en la materia le avala. Ha asesorado desde los años setenta a numerosos gobiernos, asociaciones y agencias estatales. Ha colaborado con muy diversas instituciones educativas y ha sido (aún lo es) profesor en diversas universidades, tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos.

La fama, no obstante, le llegó gracias a una charla TED, titulada de una manera bastante provocadora “¿Matan las escuelas la creatividad?”. En los escasos minutos que dura la charla, plagada de sentido del humor, ironía e ideas brillantes, Robinson desarrolla una de las ideas centrales de su pensamiento: las escuelas actuales nacieron en el siglo XIX con el fin de formar el tipo de profesional y trabajador que era necesario para la Revolución Industrial que se estaba viviendo.

En aquellos años, cada trabajador era una pieza de un engranaje a la que no se podía exigir sino el cumplimiento diligente de tareas. La creatividad, las artes visuales, el pensamiento disruptivo o el cambio de paradigma no formaban parte de las necesidades de la época.

Los tiempos han cambiado pero no lo ha hecho la educación. Creemos que sigue siendo igual de importante aprender los rudimentos de las matemáticas o que adorna lo mismo que antaño una buena cita literaria, pero la realidad es que solo se trata de nuestra resistencia al cambio.


 Peor aún. Según Robinson, incluso si fuéramos capaces de encapsular en un programa educativo todas las habilidades y conocimientos que hoy son necesarios, de nada le servirían a un alumno que ingresase en el sistema educativo. Cuando acceda al mercado laboral, dentro de un mínimo de 12 años, probablemente 16 o 17, poco de lo que hoy consideramos necesario lo será ya. Y es que los tiempos cambian que es una barbaridad, y si esto era válido en los tiempos de la zarzuela, cómo no lo será hoy en día.

Por ello, la escuela solo puede ayudar a sus alumnos a sacar el mayor provecho de sus habilidades, de sus mejores aptitudes, de sus talentos, sean cuales sean, porque en el futuro, tan útil podrá resultar saber expresarse por escrito con precisión, como la propia expresión corporal o el dominio de las artes. La escuela debe ayudar a potenciar lo innato de cada alumno y no tratar de encajar en un molde prefijado a todos sus sujetos pasivos, uniformando y matando todo atisbo de diferenciación.

Esta idea ha sido desarrollada en El elemento, obra en la que Robinson se explaya sobre aquella actividad que resulta tan placentera, vamos, que es como si no estuvieras trabajando, y que está relacionada con aquella habilidad, o habilidades que podemos desarrollar plenamente. En suma, es aquello que envidiamos en las personas que disfrutan totalmente de su trabajo. ¿Ayudan las escuelas a ello? No. Pero es cierto que la culpa no es de la institución como tal. Tampoco la sociedad parece dispuesta a fomentarlo cuando se está más pendiente de la posición en los informes PISA que en el número de buenos alumnos que son empujados al fracaso escolar.

Pero de todo esto ya hablamos en su día. Ahora nos toca dar cuenta del último libro publicado por Ken Robinson, Escuelas Creativas (Ed. Grijalbo, con traducción de Rosa Pérez). En este libro, el autor parte de la idea de que muchas personas se muestran interesadas en los cambios que propone pero el movimiento no termina de tomar forma, más aún, las principales corrientes impulsadas por los gobiernos buscan mejorar los resultados en los rankimg internacionales, lo que representa la antípoda de lo que él propone. Por ello, lo que busca en esta ocasión es dar cuenta de las experiencias positivas que muestran que otro tipo de escuela es posible, que no siempre se trata de un salto al vacío con resultados dudosos o de instituciones para niños problemáticos que solo pueden dedicarse al teatro o a otro tipo de actividades porque, en el fondo, no valen para otra cosa.


 Porque Robinson es consciente de que éste es el verdadero talón de Aquiles de todas las reformas educativas: el temor a que los cambios supongan la pérdida de un tren que realmente ya se nos ha escapado. De ahí la importancia de dar a conocer experiencias positivas, de demostrar que el cambio no solo es posible sino necesario.

Para ello, el autor saca provecho de todos sus años visitando escuelas, dando charlas, trabajando codo con codo con profesionales implicados en cambiar la realidad y pretende convertir a cada lector en un apóstol para la causa.

No trataré aquí de dar cuenta de los numerosos casos descritos, esta labor queda reservada para el lector curioso. Sí que me detendré en algunos de los puntos que tienen en común todos estos proyectos.

El primero, y sin duda, más importante de todos ellos, es la implicación del profesorado. En todos los centros descritos, la Dirección y. por extensión, el resto de personal, se toma su trabajo muy en serio no entendiendo por ello la diligencia en completar informes y currículos o en conocer al dedillo las materias impartidas o corregir los interminables exámenes en tiempo y forma. Se trata más bien de un compromiso con la educación, con la materia prima que es el alumno, tratando de hacer realidad esa intención de dar y exigir a cada uno según sus posibilidades.

Otro principio común a todas estos casos de éxito es el de estar entroncadas en su comunidad, adecuarse al entorno socioeconómico y ofrecer un verdadero servicio a la Comunidad. Esto puede significar que la escuela ofrece un refugio a chavales con problemas de integración en escuelas convencionales, escuelas que ofrecen programas de enseñanza adaptados a las necesidades reales del entorno o, simplemente, escuelas que ofrecen un abanico de actividades que implican a toda la sociedad, no solo a la comunidad educativa. Convertir una escuela en una institución sin la que la comunidad no se entienda como tal no es una tarea fácil, pero es una pieza clave del éxito.

Otro factor común en todas estas escuelas es la ausencia de presión por los resultados inmediatos. Esto quiere decir que, en la mayoría de los casos, los exámenes no son la herramienta principal de evaluación, en muchas de estas escuelas ni siquiera existen. Se trata de entender la educación como una carrera de fondo y confiar en el proyecto aún sabiendo que a corto plazo tendremos tal vez peores resultados que aplicando otros métodos.


Este tipo de escuelas no se centran necesariamente en la enseñanza académica, abstracta, en la mayoría de las ocasiones lanza a los chavales a retos como los que pueden encontrar los adultos en su día a día. Crean empresas, dirigen proyectos, fabrican robots y, a consecuencia de ello, aprenden. La relación que se crea así entre alumno y profesor es colaborativa, no le resta autoridad como propugnan algunas corrientes educativas que identifican al profesor con un tirano. No, estas escuelas creen que el profesor debe enseñar, forzar el aprendizaje y exigir. No es un colega, debe ser un líder que ejerza como tal.

Aunque las nuevas tecnologías parecen la solución a todos nuestros males, no todas estas escuelas se apoyan en ello como método de aprendizaje, algunas de hecho, las apartan de sus planes. Sin embargo, en todas ellas, estas tecnologías son una ayuda para el profesor, para elaborar sus propios materiales, para organizar los trabajos, como método de seguimiento de los alumnos. Es decir, la tecnología como herramienta, no como un fin en sí misma.  

Otra escuela es posible, lo que ocurre es que como este libro pone de manifiesto, los caminos son casi infinitos y ninguno es necesariamente mejor que el resto. Tal vez se trate precisamente de aprender que la escuela del futuro no será tan homogénea como hoy la conocemos, que debería ofrecer multitud de enfoques diferentes con los que tratar de hacer posible esa idea por la que Ken Robinson lucha, el que cada niño sea capaz de descubrir cuál o cuáles son sus dones, su elemento, y que la escuela sea lo que lo potencie y no lo que lo arruine.





19 de julio de 2011

El Elemento (Ken Robinson)

I
En el instituto, un profesor nos aconsejaba escoger estudios de Filosofía, Historia o Políticas porque, al ser tan grande la especialización de nuestra sociedad, cada vez serían más necesarios y demandados aquellos profesionales capaces de actuar como nexos de unión del resto de conocimientos. Otra profesora nos daba ánimos en los duros tiempos del desempleo juvenil de los años ochenta y primeros noventa, afirmando que la ventaja que teníamos era que, dado que acabaríamos en el paro estudiáramos lo que estudiáramos, teníamos la suerte de poder elegir, al menos, la carrera que más nos gustase.

Como buenos estudiantes, olvidamos pronto estas palabras (y tantas otras) y sólo las he recordado viendo en internet varias conferencias de Ken Robinson. De algún modo, aquellos profesores ponían de manifiesto dos ideas centrales en la teoría de este autor.


Por un lado, estudiamos para las necesidades del presente, pero el mundo cambia tan rápidamente que mañana estos conocimientos no servirán de mucho o actuarán como rémora. Realmente no sabemos qué tipo de conocimiento es necesario trasladar a los alumnos para prepararles para el mundo que les espera cuando salgan de las aulas. Por otro lado, elegimos estudios que creemos que serán más útiles para nuestra vida profesional, aquellos con mayores expectativas de colocación, pero no solemos tener en cuenta si realmente deseamos dedicarnos a ellos profesionalmente o si nuestras aptitudes y talentos apuntan a otra dirección.

Para Ken Robinson, la educación pública actual sigue los mismos esquemas que en el momento de su creación, allá por los años en que se consolidaba la Revolución Industrial. La instrucción pública nació con el fin de formar obreros y técnicos capaces de enfrentarse a la nueva realidad industrial para la que los rígidos moldes de la capacitación gremial no ofrecían respuestas eficaces. En ese momento se organiza la educación con una jerarquía de disciplinas que perdura hasta hoy en día: Matemáticas (y otras asignaturas técnicas) en la cúspide, seguidas de Lengua (e Historia y Filosofía). Con el tiempo, a la educación pública se le han dado numerosas responsabilidades adicionales (tal vez demasiadas: primeros auxilios, educación sexual, vial, cívica, ...) que en nada han alterado la anterior jerarquía.

Pero los tiempos han cambiado. La velocidad a la que se transforma la sociedad hace que lo que hoy se enseña a nuestros hijos haya quedado desfasado antes de que comiencen su vida profesional. No sabemos qué debemos fomentar en la formación, ¿las matemáticas, la informática, la filosofía? ¿Cuál será el conocimiento realmente útil para ayudarles a enfrentarse a ese futuro inaprensible? No lo sabemos, ésa es la verdad. Por eso, éste es el momento en el que la escuela debe preservar cada uno de los talentos de los niños que le son confiados y que no serán necesariamente matemáticos o lingüísticos. Cada niño está lleno de talentos para las cosas más diversas, para imaginar, para soñar, para bailar, moverse, cantar, dibujar, inventar soluciones tan simples y hermosas a problemas en apariencia irresolubles que hacen sonrojar a sus padres. La escuela ha logrado hasta la fecha obviar estos talentos para tratar de hacerlos pasar por un molde uniforme que simplifique la formación y la evaluación; pero el reto actual consiste en mimar esos talentos, reconducirlos y potenciarlos, mostrar en qué pueden ser útiles y abrirles vías. Así es la escuela soñada, así es la escuela que propone Ken Robinson.

II

Ken Robinson ha prestado especial atención al papel de la creatividad y, en particular, al modo en el que las escuelas acaban con ella. Los niños son tremendamente imaginativos y nada parece obstáculo para ellos pero, pocos años después, su espontaneidad parece haber desaparecido. La convencionalidad y el seguidismo se convierten en las pautas más seguras para la travesía de la época escolar.

Sin embargo, en aquellos casos en los que la escuela ha cumplido con su papel, o cuando el alumno ha sabido resistirse al pensamiento lineal, los resultados son espectaculares. La creatividad se adueña de la vida de estas personas (no pensemos necesariamente en artistas famosos, también en bomberos que adoren su trabajo o contables enamorados de sus balances) llevándoles a un estado de especial conciliación entre sus aspiraciones personales y profesionales.

En sus viajes por todo el mundo, Ken Robinson ha ido conociendo muchos ejemplos de este tipo de personas y ha entrevistado a muchas de ellas para poder elaborar su teoría sobre la creatividad y su poder transformador, teoría que centra sobre la idea del “elemento”.

Ken Robinson define ese elemento como el punto de encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales. Cada persona está dotada para determinadas actividades y tareas; descubrirlas es vital. Pero sólo generan un torrente de energía cuando se combinan con una inclinación personal. Kafka era un empleado meticuloso, responsable y apreciado por sus superiores. Sin embargo, para él, su empleo no era más que una esclavitud, una prueba de su falta de decisión a la hora de dedicarse a lo que consideraba su verdadera vocación, la Literatura. Su habilidad para el mundo del Derecho le era indiferente dado que su inclinación personal era la Literatura.

Cuando uno descubre su elemento, el nivel de satisfacción se eleva notablemente hasta el punto de asumir las partes menos agradables asociadas al mismo. Los bailarines profesionales son capaces de ensayar sus pasos interminablemente durante días exactamente iguales al anterior, hasta lograr la perfección absoluta. Estas sesiones agotadoras no restan un ápice a la pasión que sienten por el baile y precisamente esa pasión es la que les lleva a soportar un esfuerzo que a otros nos parecería inhumano.

Pero, ¿cómo surge la creatividad?  Ken Robinson cree que todos nacemos creativos pero que con el tiempo vamos dejando de serlo, empezamos a tener miedo al fracaso, a la opinión de otros y, en definitiva, nos acomodamos al modo de pensar de la mayoría, más cómodo, menos arriesgado.
Es evidente que el punto de partida debe ser pensar diferente al resto, ver lo que el resto no ve, sin dar nada por supuesto. En nuestro país tenemos varios ejemplos de creadores que lograron el éxito con algo tan básico como añadir un palito a un caramelo (chupa chups) o a un trapo (fregona). Nadie antes había pensado en ello y pocos entendemos cómo se tardó tanto en hacerlo, pero tuvieron que ser ellos quienes lo hicieron.

Sin embargo, enfrentarse al modo de pensar vigente no siempre es sencillo. En muchas ocasiones requiere romper con todo, abandonar el entorno que nos aprisiona y buscar a nuestros iguales. Bob Dylan no tenía mucho que ver con sus compañeros de colegio de Minnesota; sólo cuando decidió viajar a Nueva York y se instaló en el Greenwich Village descubrió un mundo al que quería pertenecer, una estética, un lenguaje y una actitud que le permitieron impulsar una carrera que cambiaría el concepto que el público tenía de la música hasta la fecha.

La creatividad es algo muy parecido al juego del “¿y por qué no?”. Cuando en 1965 los Beatles trataban de elegir la fotografía para la portada de su próximo disco, la cartulina sobre la que el fotógrafo Bob Freeman proyectaba las imágenes cayó hacia atrás mostrando una imagen distorsionada, los cuatro beatles saltaron al instante, ésa era la portada que querían y aquella fue la fotografía elegida, una de las más famosas de la historia de la música.


Sigamos con la música. En 1966, The Who ya era un grupo famoso con varios discos en los primeros puestos de las listas de éxitos. Pese a ello, se encontraron con la negativa de su productor a incluir como acompañamiento en uno de sus nuevos temas, una sección de cuerda durante un breve pasaje. Hoy se habría solucionado recurriendo al sonido de un sintetizador que imitase las cuerdas. Los Who, faltos de este recurso, idearon una solución ingeniosa a la vez que mordaz y que avergonzara a su productor cada vez que oyera el tema: sustituyeron las cuerdas por coros en los que cantaban “cello, cello, cello!” (minuto 06:59)


Pero la creatividad no es un regalo innato. Según Pablo Picasso, la inspiración existe, pero debe encontrarte trabajando. Por tanto, ser creativo es un proceso que se debe aprender a desarrollar y en el que hay que emplearse a fondo para sortear las numerosas trabas que nos encontraremos.

El miedo al fracaso puede ser el mayor peligro para la creatividad. Sólo una gran confianza en uno mismo permite superar los obstáculos. Paul McCartney fue rechazado en el coro de la catedral de Liverpool por no tener buena voz. Tampoco su profesor de música en el instituto detectó ningún tipo de talento musical en él. Años después, ya con los Beatles, vio cómo varias compañías se negaban a contratarles y sólo finalmente lograron un contrato con el sello Parlophone, especializado en discos cómicos. ¡Un comienzo desalenador! Nada de eso les frenó ni minó su confianza. Cuando se encontraban cercanos al desánimo, Lennon les decía, "¿A dónde vamos, chicos? Arriba del todo, Johnny. ¿y dónde está eso? ¡En lo más alto de lo más alto!"

Todos tenemos talentos innatos. El problema es que no siempre sabemos que los tenemos, no confiamos suficiente en los mismos o carecemos del tesón para saber desarrollarlos. En la experiencia de muchos de los entrevistados por Ken Robinson, la figura de un mentor es clave a la hora de detectar el potencial y saber encauzarlo. El mentor es una persona que se siente como próxima y que actúa como inspiradora y orientadora aunque no debe existir necesariamente contacto (de hecho, muchos mentores –empleando el término en el sentido en que lo hace Ken Robinson- no saben que lo son). Con mayor propiedad podríamos hablar de inspiradores. 
Lo deseable es que fueran los profesores quienes alentaran esos pequeños brotes de originalidad, pero lo cierto es que en muchos casos la escuela no está preparada para este desafío, pesan más los programas y los requerimientos curriculares. Por eso la figura de un mentor juega un papel vital. El propio Ken Robinson narra su experiencia personal. Educado en una escuela para niños con diversas discapacidades (la poliomielitis acabó prácticamente con la movilidad de una de sus piernas), fue apadrinado por un inspector del ministerio de Educación que, por alguna extraña razón, supo ver en él algo que le diferenciaba del resto de sus compañeros de clase, una especial aptitud para la docencia tal vez, que le llevó a sacarle de dicha escuela y seguir apoyándole hasta que logró su titulación como profesor.

Este libro no es un manual de autoayuda, ni una guía para ser más creativo. No ofrece recetas de sencilla aplicación, ni nos hace sentir mejor. Tan sólo (y no es poco) pone el acento en que los caminos para alcanzar nuestra satisfacción personal no deben ser trazados a priori, obviando nuestras capacidades reales. En que nuestros hijos deberían tener la oportunidad de no repetir los errores de sus padres y en que, tal vez, lo que necesiten para el futuro no sea un título o unos conocimientos iguales que los de sus bisabuelos. No queremos que se conviertan en Dylan o en Paul Auster, bastaría que fueran felices con lo que hacen. Que la realidad no se cierra a nada y así debemos ser nosotros.