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2 de noviembre de 2023

Todo en su sitio (Oliver Sacks)

 



Todo en su sitio (Anagrama 2020) es el título que recopila los últimos artículos escritos por Oliver Sacks, muchos de ellos inéditos, dos incluso en los que anticipa una muerte que le llegaría a las pocas semanas, en 2015.

El hecho de tratarse de una miscelánea de artículos y ensayos sobre las más variopintas cuestiones, refleja tanto o mejor que cualquiera de sus otros libros la profundidad de la mirada de este científico que combinó y supo compartir su amor por los helechos y la geología, por la tabla periódica y el tungsteno, por la literatura, la música y el arte en general, sin dejar a un lado su vocación médica, y su respeto por la dignidad humana de sus pacientes y de cuantos pasamos por este planeta.

Los amantes de sus descripciones de casos clínicos encontrarán aquí un buen muestrario de dolencias y padecimientos sorprendentes al estilo de los aparecidos en obras como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o Un antropólogo en Marte. Historias en las que nos encontramos con personas, como un conocido cómico aquejado por dolencias derivadas de extrañas afecciones mentales que le impulsa a una constante amenaza de suicidio manteniendo a sus familiares en una ansiedad constante. Tenemos también la historia de un amable y atento marido que, sometido a unas intervenciones clínicas y a una fortísima medicación, se torna en un obseso sexual que termina por ser detenido, juzgado y condenado por descargar pornografía infantil en un frenesí insaciable  que interiormente le carcomía pero al que no era capaz de poner fin. El tiempo pasado en prisión y la nueva medicación le permiten volver a su hogar en paz consigo mismo y su esposa y familiares.    

Todo en su sitio también tiene artículos sobre el aparatoso síndrome de Tourette y la historia de cómo Sacks recorre las calles de Amsterdam acompañado de un espasmódico amigo ante el asombro de los transeúntes y cómo, tras la entrevista en torno a este síntoma que se le hace esa misma tarde en la televisión holandesa. Al día siguiente vuelve a repetir el paseo y cree percibir que el conocimiento de la patología trae mayor comprensión de los circunstanciales peatones que les observan.

Sacks también desarrolla su ya conocida idea de que nuestro concepto de normalidad neurológica tal vez debiera ser matizado, sin que implique necesariamente menoscabo en otros modos de ser o de estar en el mundo. Afirma que, a diferencia de lo que ocurre con otros sistemas mecánicos como el cardíaco o el motor, nuestro cerebro es un órgano nunca finalizado, nunca agotado, siempre en necesidad de interpretar un entorno, de reconstruir lo que ve y ansioso por asimilarlo, sea en personas afectadas por a utismo, Parkinson o demencia. Se resiste, por tanto, a dar por finalizada la existencia psíquica íntegra de una persona en tanto su cerebro se esfuerce por reconstruir el informe mundo sensorial y afectivo que le rodea.

También se plantea lo correcto de emplear el término de trastorno bipolar para quienes viven entre la depresión y la euforia, ya que considera más certera la antigua denominación de síndrome maníaco depresivo. Cree que todos caminamos envueltos en sombra sobre una cuerda, un filo por el que fácilmente podemos caer a un lado u otro pero en el que los extremos se tocan porque tan anormal es un polo como el otro y porque otras tantas dolencias presentan los mismos intervalos diametralmente opuestos en el espíritu.

Sacks no oculta su admiración por la descripción de casos clínicos, materia prima de toda su obra, y comparte su entusiasmo por obras importantes en la materia como el relato novelado del trastorno que padece Frigyes Karinthy y que describió magistralmente en Viaje alrededor de mi cráneo, o en el libro Hacia el amanecer de Michael Greenberg en el que describe magistralmente precisamente ese síndrome maníaco depresivo de su hija Sally.

Su pensamiento se muestra en ocasiones como contraintuitivo. Así, con motivo de la lectura de un libro en el que se recogen infinidad de fotografías de antiguas grandes instituciones de asilo y acogimiento para enfermos mentales, reflexiona sobre los mismos. Explica cómo estas instituciones comenzaron a cerrarse y a perder financiación cuando, a comienzos de los años cincuenta, la nueva medicina, con un inagotable caudal de drogas, prometió aliviar síntomas, curar los casos más simples y, por tanto, hacer innecesarios estos centros. Más aún, señala con sorna cómo evolucionaron de modo que pasaron de ser pequeñas instituciones en las que los enfermos colaboraban en actividades como la cocina, el huerto y la limpieza, a ser aparcaderos de enfermos sentados todo el día delante de televisores, sin nada que hacer, sin un motivo para levantarse y sentirse útiles, todo ello bajo la equívoca razón de protegerles de la explotación laboral.  

Paradigmáticos son también otros dos casos que nos cuenta. El primero de ellos, el del jefe del hospital en el que trabajaba Sacks, y que fue ingresado por su deterioro cognitivo en la misma institución que en su día dirigió, en el convencimiento de que un entorno conocido ralentizaría el proceso de deterioro. Y así fue hasta que, accidentalmente, tuvo acceso a su propio informe y conoció su diagnóstico, transtornándole de manera definitiva. Por contra, en otro caso, el antiguo vigilante de un colegio, pasó a ser el encargado por parte del personal médico de revisar puertas y ventanas cada noche, haciéndole creer que seguía desempeñando sus habituales funciones, logrando su relativa estabilidad y sosiego. Sacks se pregunta qué postura es la mejor, qué solución es la más humana y, sobre todo, nos cuestiona sobre el modo de ser y estar en este mundo y los límites de lo que creemos verdad y mentira.

Pero, sin duda, los artículos más emotivos son los que toman otros derroteros. Así, el volumen comienza con Bebés de agua, la evocación poética de la pasión por la natación que no abandonó a Sacks desde su primera semana de vida hasta sus últimos días, igual que le sucedió a su padre de quien heredó este goce. Sacks nos describe  el fluir en el agua como una fuente regeneradora, una oportunidad para la reflexión serena y para el propio autoconocimiento físico y psíquico. Pero seguimos con otros artículos en los que reflexiona sobre la importancia de los museos en su vida, tanto los que visitaba de niño junto a sus padres, afamados científicos, como los que había en Oxford. Nos cuenta cómo se enamoraba de las piedras, de los escritos de naturalistas y geólogos o cómo los vigilantes de los centros le permitían acceder a las salas de restauración y clasificación y cómo ese conocimiento, lejos de mostrarse petrificado y muerto, supuso un espoleante empuje para su curiosidad científica.

Lo mismo ocurre con su pasión por las bibliotecas, nuevamente comenzando por la de su hogar familiar, en la que tenía un estante reservado a ras de suelo para las obras clásicas de infancia, como Dickens, Scott o Verne, pero que pronto quedaron desplazadas por poesía o teatro, novelas modernas y, sobre todo, textos científicos que devoraba cual fagocitador de celulosa. No es extraño, por tanto, escuchar en otro de sus artículos un lamento por esas bibliotecas públicas en las que ya apenas quedan los viejos volúmenes con la disculpa de que todo está al alcance de un clic y en las que uno puede pasearse como si cruzara un cascarón vacío y sin vida, vacío de lectores, abandonado de libros.

También queda espacio para la reflexión sobre su salto de la Gran Bretaña de finales de los años cincuenta, aún apegada al clasismo más anclado en el pasado y en el que el acento delataba toda una genealogía. De ahí su amor por América y aquella sensación de libertad que experimentó en su viaje iniciático por aquel país en el que decidió establecerse. En aquellos días pudo gozar por primera vez y sin culpa de sus inclinaciones sexuales, de su infinita curiosidad, pudo conocer a gentes a las que no debía explicar dónde o con quién había estudiado, un lugar en el que las conversaciones podían fluir sobre cualquier tema sin mayores temores de ofender o pretender haber sido ofendido, donde el paisaje parecía ofrecer la misma libertad que él estaba experimentando.

Pero los intereses de Sacks son amplios, y sus artículos dan buena prueba de ello. Nos relata el seguimiento de la disputa sobre si los elefantes corren o andan deprisa y la relación que este asunto guarda con la antigua polémica sobre si los caballos, al galopar, quedaban suspendidos en el aire o si siempre tenían alguna extremidad posada en la tierra. También nos cuenta su momento de mayor intimidad en un zoológico al pegarse a la cristalera y ser mirado fijamente por una hembra orangután que daba de mamar a su cría, sentimiento que seguramente cualquiera que haya estado cerca de estos simios puede corroborar.

Pero quizá sea en el mundo vegetal en el que Sacks se desenvuelve con mayor placer. No solo pertenece a una sociedad de amantes del helecho, interesados por la vida y misterios de esta planta antiquísima, sino que participa en los paseos de esta sociedad por nueva York a la caza y captura de esta especie donde quiera que se halle y en el entorno más hostil que pueda conocerse. También nos habla con delectación de los jardines botánicos, instituciones que siempre trata de visitar en sus viajes para tener una muestra del propio respeto e interés que cada nación siente por su entorno y cómo lo escenifica.

 

 


Pero este extraño a la vez que entrañable científico, es a la vez un gran amante de la vida. Así, nos cuenta en otro artículo su pasión por el arenque, un pez que forma parte de una larga tradición para los judíos, y que fue el mejor plato que su padre pudo probar mientras vivió en Lituania, antes de emigrar a Inglaterra. Y Sacks recuerda cómo comió arenques desde niño, así que no es extraño verle recorrer Nueva York para acudir a una especie de convención en un hotel para todos los amantes del arenque, una peculiarisima cofradía que se reúne una vez al año con motivo de la llegada de los primeros arenques procedentes de Europa para darse un festín.

Y, como hombre de ciencia, tampoco evita los temas más espinosos o controvertidos que tal vez incomoden a otros colegas, como la posibilidad de que exista vida inteligente más allá de la Tierra. Nos habla de las diferentes teorías sobre la casi milagrosa aparición de la vida en nuestro planeta, lo que pone de manifiesto lo extraordinario e irrepetible del fenómeno, pero también pone en valor las teorías opuestas, que señalan cómo, en idénticas circunstancias, las posibilidades de vida son enormes. Incluso explica la teoría de algunos científicos del siglo XIX, ahora recuperada y dotada de mayor rigor por nuevas investigaciones, de que la vida pudo llegar desde otros planetas dentro de asteroides y meteoritos lo bastante grandes como para que en su interior pudieran preservarse restos de vida, como semillas, igual que hoy en día se han descubierto formas de vida en entornos en los que se creía que ésta era totalmente inviables como en las fumarola bajo el océano.

Y sea como fuere, dejando ya casi todo en su sitio, como acertadamente sugiere el título de esta recopilación, Sacks va cerrando la puerta y comenzando la despedida. Nos habla de su placer infantil por comer una preparación de pescado típica de la noche de Sabbath que le retrotrae a su infancia en Inglaterra, y cuya sustancia gelatinosa le permite el aporte de la cantidad de proteínas que precisa en su deteriorado estado, cuando ya apenas puede masticar, y también nos hace partícipes de su preocupación por el nuevo curso que nuestra vida toma en estos tiempos, poseídos por la tecnología, alejados del contacto real y físico, de los libros y museos que tanto amó, poniendo en peligro las especies de animales y plantas que le maravillaron durante toda su existencia. La vida sigue, pero tal vez ya no la conoceremos porque ya nada terminará por ser lo que fue. Y se adivina, casi, un alivio en estas últimas palabras de este genio.

El último artículo del libro hace referencia a un pequeño relato de E.M. Foster de 1909, La máquina se detiene, en el que nos habla de un futuro aterrador en el que las personas viven en una especie de celdas apanaladas, bajo la tierra, sin contacto con el aire exterior, sometidos a lo que hoy podríamos llamar una inteligencia artificial que ha tomado el control de sus vidas. Unas vidas, por otro lado, llenas de cuanto uno puede desear, conectados con amigos a través de Zoom, Meet o Skype, en la medida en que Foster pudo anticipar inventos de esa clase. En las que unos mandos permiten escuchar música en streaming, controlar las luces del habitáculo, conectarse al mundo social exterior pero sin necesidad de ese contacto físico que tan desagradable resulta a estos personajes.

Un futuro en el que pocos podrían creer allá por los comienzos del siglo XX pero que ahora, en los días del chat GPT se me antoja escalofriantemente factible. Y, sin embargo, la máquina se detiene, como atestigua el título, y tal vez sea solo porque hay quienes prefieren una vida más complicada, sujeta a riesgos, pero vida al fin.

Tampoco quiero dejar de compartir el último artículo de Sacks, no recogido en este libro pero disponible en este enlace. En él, conocedor de su inminente muerte, traza un bosquejo de su vida, de sus logros y, lo más importante, de lo que aún le queda por hacer en esos días o semanas restantes. Una lección que nos deja tras haberla aprendido de David Hume. Igualmente, comparto este otro artículo, de poco antes, con motivo de su ochenta cumpleaños, otro ejemplo de su carácter y sabiduría.

Todo en su sitio tiene un tono triste, sin duda, el que le da el lector que ya conoce el desenlace. Sin duda, la vida de Sacks no fue fácil pero supo encararla siempre de una manera afable y positiva. Su secreto tal vez se expresa en el título de dos de sus libros, Gratitud y En movimiento. Dos máximas a la altura de cualquiera otras.

 

 

 

 

5 de julio de 2014

Musicofilia (Oliver Sacks)




Conozco a muchos amantes de la pintura que disfrutan de este arte profundamente, pero no me imagino a ninguno de ellos llorando ante un cuadro.

Conozco a infinidad de ávidos lectores que devoran cuanto pasa bajo sus ojos con ansia irracional, pero creo que de prácticamente ninguno de ellos podría decir que leer la primera línea de una novela les estremezca o arrebate hasta el punto de ser víctimas de sus propios sentimientos.

Pero lo que parece imposible o improbable con libros, cuadros, esculturas o arquitectura, está al alcance de cualquiera a través de la música. Porque sí conozco a muchas personas que aún sin estar dotadas musicalmente, sin ser capaces de cantar y acertar una sola nota de la canción más trivial, sin poder distinguir un bajo de un piano o sin poder apreciar la diferencia entre dos personas que cantan al unísono o en armonía, pueden emocionarse hasta las lágrimas o excitarse hasta el paroxismo con una determinada canción.


 Y todo esto es ajeno a la apreciación de un arte como tal. Nadie queda libre del influjo de la música. Quien la estudia y domina escalas y armonía podrá disfrutarla de un modo diferente a quien sólo es capaz de dejarse llevar y tararear en la ducha. Pero no me atrevería a apostar por quién disfruta más.

La música nos afecta de un modo que ninguna otra actividad creativa humana consigue, estableciendo una conexión directa entre nuestros sentimientos y lo que escuchamos, pero también entremezclando nuestras vivencias con los sonidos que nos rodean y que, posteriormente, permiten a nuestro cerebro recuperar lo vivido como una llave a un tiempo pasado y tal vez olvidado.

Tradicionalmente el primer aspecto, la conexión entre música y sentimientos, ha sido explotada a conciencia. Desde el movimiento romántico a los cantantes melódicos más histriónicos, la música ha modelado nuestros sentimientos y ha sido su más eficaz vehículo de expresión.

Solo en épocas más recientes se ha estudiado de manera sistemática el influjo de la música en nuestro cerebro. Los primeros psicólogos y neurólogos abrieron paso a través del estudio de casos singulares. Posteriormente, la tecnología ha permitido radiografiar la actividad cerebral favoreciendo un acercamiento más científico y evitando los casos más extremos y llamativos, creando una neurología de la normalidad.

El reputado neurólogo Oliver Sacks ha dedicado su último libro a recopilar gran parte de la información disponible sobre el cerebro y la música, el modo en que nos influye pero también los infinitos modos en que la música se adueña de nuestras mentes, no siempre para bien, y de qué modo la música puede acudir en ayuda del enfermo.
 
Oliver Sacks
 Resulta sorprendente que haya esperado al final de su carrera (Sacks nació en 1933) para escribir esta obra ya que la música forma parte de su vida del mismo modo que la neurología o la química. Buen pianista, aprendió de sus padres el amor por la música y ha vivido siempre rodeado de partituras e instrumentos. La música le ha servido para aumentar su disfrute de la vida y para salir airoso en momentos difíciles. Pero tal vez por todo ello, cuando ya no es esperable un nuevo gran trabajo, es concebible que  Sacks haya preferido esperar a escribir este libro como testimonio de su pasión.

Como es habitual en toda su obra, Musicofilia (Ed. Anagrama, 2009 traducida por Damián Alou) se compone de diversos capítulos alrededor de casos clínicos descritos con la delicadeza y cercanía que hacen de sus libros un goce continuo pese a lo arduo del tema o lo espantoso de las situaciones descritas.

Porque también la música engendra monstruos. La primera parte del volumen (Poseídos por la música) describe cómo en ocasiones la música puede convertirse en una obsesión. Es el caso de Tony Cicoria, un médico totalmente ajeno a cualquier interés por la música más allá del silbido camino del trabajo pero que, tras sobrevivir a un rayo, desarrolla una pavorosa afición por el piano que termina por dominar a la perfección a costa de su vida profesional y su matrimonio.

Parecido patrón siguen quienes sufren de lo que Sacks denomina “gusanos musicales”, pequeñas secuencias de apenas segundos, pocas notas, repetidas de manera insistente durante horas, hasta casi hacer enloquecer a quien las padece. Es curioso que, en muchos casos, esta dolencia sucede a músicos profesionales arruinando su carrera, incapaces de volver a tocar con normalidad o de lograr la concentración necesaria para sus tareas de composición.


Pero en otras ocasiones, estos músicos logran reconvertir su arte y explorar los sonidos de su mente para sus creaciones, un arte lunático o demente pero no por ello menos emotivo o hermoso.

En la segunda parte de Musicofilia (Una musicalidad variada) Sacks repasa casos como la sinestesia musical, en la que el sujeto identifica notas o escalas con colores o sabores, una experiencia más habitual de lo sospechado. Esto enlaza con la presencia excepcional de personas con tono absoluto, capaces de identificar una nota de manera perfecta. Pero esta perfección puede perderse con facilidad lo que altera de manera definitiva la percepción musical del individuo que, en ocasiones, termina por no ser capaz de distinguir una simple armonía.

En Memoria, movimiento y música,  Sacks destaca la conexión entre enfermedades como el Parkinson y la música como medio de mitigar sus manifestaciones más aparatosas o el síndrome de Tourette cuyos espasmos y tics parecen controlarse cuando el paciente se enfrenta a una actividad musical tal y como ya había relatado en obras anteriores. .

Parecida influencia parece ofrecer la música en el caso de la afasia, la incapacidad para el lenguaje (su emisión o comprensión)  y que, sin embargo parece ser burlada cuando la música entra en juego. Personas incapaces de pronunciar una frase completa pueden elaborar complicadas reflexiones empleando melodías conocidas.  

Por último,  en Emoción, Identidad y Música, el autor reflexiona sobre la depresión, los sueños musicales y otras interacciones entre los aspectos más sensitivos de nuestro espíritu y la música.

Los archivos de Oliver Sacks se nutren no sólo de su actividad clínica profesional sino de la inagotable correspondencia que los lectores de sus libros le hacen llegar con casos propios o de familiares y que, continuada en el tiempo, permite un estudio a medio y largo plazo realmente enriquecedor.

Musicofilia  lleva por subtítulo Relatos de la música y el cerebro, y nada más apropiado para definir este libro que da cuenta con pasión y amor de todas las manifestaciones que la música tiene en nuestro cerebro, en muchas ocasiones aderezadas con anécdotas personales del propio autor o con referencias a célebres músicos o compositores.

No recomendaría este libro para quienes aún creen que poner a su hijo todas las noches la Pequeña serenata nocturna de Mozart hará a sus hijos más inteligentes. Sí para quienes crean que la música se puede disfrutar con pasión y racionalidad y que, escuchen a Satie o a los Ramones, sean capaces de vibrar con la combinación de 12 doce notas.  


1 de octubre de 2011

El tío Tungsteno (Oliver Sacks)



Oliver Sacks es un reputado neurólogo que reparte su talento entre el ejercicio de su profesión con pacientes que sufren las más extrañas patologías y la labor divulgativa a través de numerosos libros en los que ha descrito muchos de los casos clínicos que trata. Si algo caracteriza a su obra es su humanismo, entendiendo por tal, su capacidad para describir cada caso, por extraordinario y extraño que nos parezca, en el contexto de la vida personal del paciente. Oliver Sacks no nos habla de enfermedades, sino de personas, lo que da a sus libros y conferencias una cualidad especial.

La fama le llegó gracias a su experiencia en el tratamiento de pacientes aquejados de encefalitis letárgica, una enfermedad que afectó a muchas personas en los años veinte y cuya "epidemia" tan pronto como vino se fue. Muchos de los pacientes que sobrevivieron en la ciudad de Nueva York fueron agrupados (o arrinconados más bien) en el Hospital Beth Abraham del Bronx donde llevaban una vida apática, casi vegetal.



Oliver Sacks trabajó en dicho hospital a partir de 1966 y experimentó con estos pacientes el uso de una droga, la L-dopa, empleada para el tratamiento del Parkinson. Los resultados fueron sorprendentes y muchos de los pacientes despertaron a la vida. Sin embargo, efectos secundarios de la droga forzaron a abandonar el experimento reduciendo nuevamente a los pacientes a su estado vegetativo anterior.

Sí, muchos habrán creído reconocer el argumento de Despertares, la película protagonizada por Robert De Niro y Robin Williams y, efectivamente, esta película se basa en la experiencia real de Oliver Sacks y en su libro del mismo título.

Sacks ha dedicado libros al síndrome de Tourette, a las alteraciones en la visión del color, al mundo de los sordos, a las alucinaciones, la música y el cerebro, etc. Sin embargo, en El tío Tungsteno, aborda un género inédito en su obra hasta la fecha: la autobiografía. Este libro no es otra cosa que una colección de recuerdos del joven Sacks, sus aficiones científicas, su vida familiar y sus ensoñaciones sobre el mundo que le esperaba. En sus páginas no encontraremos ninguna de los apasionantes (aún siendo terribles) afecciones que pueblan el resto de su obra, tampoco hay un rastro preciso por el que seguir la pista de su futura profesión en el mundo de la neurología.

Entonces, ¿tiene sentido su lectura?¿Es Sacks una figura tan relevante de nuestro tiempo como para que sus días de infancia merezcan nuestra atención? Hablaré de aquello que he aprendido de este libro y algunas reflexiones que me han surgido durante su lectura.

El tío Tungsteno, como todos sus libros, está impecablemente escrito. Su lectura es fácil y, pese a abordar temas de cierta complejidad para los profanos en Ciencias Químicas, en ningún momento se pierde la comprensión o el interés por lo que cuenta. Sacks nos presenta a su familia, judía ortodoxa, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, en su enorme casa londinense, siempre llena de invitados, familiares o personal de servicio. Sus padres eran médicos reputados y el ambiente científico se respiraba por toda la casa, alentándose la observación y la experimentación.



Pero no sólo sus padres. La mayoría de sus tíos tienen inclinaciones científicas. Desde la tía Len, apasionada botánica, al tío Abe un enamorado de la “luz fría” o lunibniscencia que comparte la propiedad de una fábrica de iluminación con el tío Dave (el tío tungsteno) enamorado de este extraño metal y que actuará como mentor de Sacks en su introducción al mundo de la experimentación química.

Su pasión por la Química crece poco a poco y sus visitas al Museo de Ciencias Naturales se convierten en verdaderos festines. También se aficiona a los libros antiguos de química, tanto a los Principios de autores reconocidos, como a los pequeños manuales que recopilan experimentos que el joven Sacks no duda en llevar a la práctica, en ocasiones con excesivo entusiasmo y escasas precauciones. En su narración dedica muchas páginas a relatar cómo surge la Química, mezclada en sus inicios con la tradición de la alquimia, el proceso de prueba y error que va completando la tabla periódica que conocemos actualmente. Sacks logra unir la personalidad extravagante de muchos genios de siglos pasados como John Dalton, Robert Boyle o Mendeléiev con explicaciones científicas que resultan interesantes incluso para los que apenas recordamos las clases de Química.


En este entorno acomodado irrumpe la guerra y el traslado forzoso de los menores fuera de Londres para evitar los bombardeos alemanes. Los dos hijos más pequeños del matrimonio Sacks (Oliver y Michael) asistirán a una escuela especial para niños refugiados en Braefield donde el trato vejatorio e intimidatorio reforzará la introversión de Sacks. La arbitrariedad de los profesores, y en especial del director del centro, le harán querer aferrarse a un mundo previsible y sujeto a normas claras y controlables, como es el de las Ciencias, fortaleciendo así una afición que pasa a convertirse en una verdadera obsesión.

Parece claro que el amor por la Ciencia, por extensión podríamos hablar de cualquier otra disciplina, no le viene de la escuela (luego la educación reglada no siempre es la culpable de todo), tampoco de modernas y amenas obras divulgativas (Sacks manejaba textos escritos ochenta años antes, probablemente poco didácticos, incluso desfasados pero que para él eran tan apasionantes como la mejor lectura) sino de la experimentación en primera persona y de un ambiente propicio. Cuando sus padres encendían la chimenea, le hablaban de los gases culpables de los diversos colores de las llamas, arrojaban sal para que viera las reacciones, … No todos somos químicos, pero todos podemos ser embajadores de nuestras aficiones y pasiones, podemos hacerlas vivas e interesantes, no desde la imposición o la teoría, sino desde el día a día.

En las comidas familiares no era infrecuente que sus padres hablaran de sus pacientes, a los que en muchos casos conocían personalmente y que los comentarios entremezclasen la medicina y la biografía a partes iguales. Sin duda, de esto Sacks aprendió mucho para su futura carrera. Pero también, la pasión de sus padres tuvo sus excesos. Apenas adolescente, su madre le empujó a diseccionar fetos y, posteriormente, cuerpos adultos, lo que suscitó un profundo rechazo y aversión en el joven. Todo debe tener su medida.


La timidez e introspección de Sacks (que es perceptible incluso en las charlas y conferencias que imparte) le empujó a las Ciencias (como a muchos otros científicos) pero ello no le convirtió en un frío observador, en un teórico airado. Todo lo contrario, su conocimiento le afincó más en el terreno de la práctica, en la vida diaria. ¿A qué se debe? Tal vez a su ambiente familiar (sus tíos combinaban la labor científica con la mercantil, sus padres atendían a personas, no a pacientes), tal vez a una inclinación personal propia. Lo cierto es que su perspectiva es notablemente enriquecedora y pone de manifiesto que las Ciencias, los avances, no deben hacernos temer un mundo más frío e insensible si así no lo deseamos e investigadores como Sacks son la mejor prueba que enlaza con una tradición ancestral en este sentido.
El carácter reservado de Sacks le aleja progresivamente de la religión de sus padres en la que sólo ve un ritualismo de escaso valor y otra fuente de intranquilidad con un Dios omnisciente y vengativo. Las discusiones sobre el naciente sionismo (una de sus tías fue una gran impulsora en Inglaterra) que alteraban algunas reuniones familiares, le alejan igualmente de la controversia pública. Por el contrario, la demencia de su hermano mayor, Michael, le causará un profundo impacto ya que la cree debida a las condiciones que sufrió en las escuelas durante la guerra y, por tanto, intuye que él sufrirá la misma suerte.

Sin duda este libro no atraerá la atención de muchos, de hecho, sería deseable que Anagrama conservara el ubtítulo de la obra (Recuerdos de un químico precoz) en la portaqda de su edición de bolsillo para evitar confusiones.

La infancia de Sacks parece guardar poca relación con su labor neurológica que es lo que más puede interesarnos, pero no puedo evitar simpatizar con ese niño aterrado por las presiones y violencias de su entorno, que llena los bolsillos de su chaqueta de todo tipo de minerales, que observa las luces del Metro de Londres con un pequeño espectroscopio o que copia en su cuaderno escolar afanosamente la Tabla Periódica de los Elementos en el Museo de Ciencias. Puedo seguir sus miedos y sus pequeñas rutas de escape, sus noches en vela observando las estrellas y sus intentos por dominar una parte del vasto Universo para ganar una tranquilidad que le sirviera para extraer fortaleza, quizá para sentirse especial y valioso a sus propios ojos.

Este niño se identifica con los esforzados investigadores de otras épocas a los que trata de emular pero  también es capaz de emocionarse con la Literatura (no sorprende que sea Dickens el autor más citado en estas páginas). Y creo que este niño, algo regordete a la vista de sus fotos familiares, explica a la perfección al adulto Sacks. Y la lectura del libro me ha obligado a buscar también mis propias raíces y qué hay del niño que fui en el adulto que soy. Y me ha hecho añorar muchas de las cualidades que he perdido por el camino (tal vez sólo a cambio de unas pocas nuevas) y me ha obligado a tener presente que el futuro siempre es un campo de posibilidades, no de amenazas, si así lo queremos.




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Un antropólogo en Marte
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero

Otras reseñas

16 de septiembre de 2007

Un antropólogo en Marte (Oliver Sacks)


Como un antropólogo en Marte es como describe su experiencia de la vida Temple, la autista del último capítulo de este libro de Oliver Sacks. Temple es un ejemplo de autista altamente funcional que ha superado gracias, entre otras cosas, al lenguaje y su esfuerzo denodado, la terrible triple carencia que asfixia a otros autistas (carencias sociales, comunicativas e imaginativas). Ha logrado desarrollar una brillante carrera profesional a través de su trabajo de investigación en materia de ganado, convirtiéndose en asesora de numerosos proyectos pioneros en todo el mundo, dando clases en la Universidad, escribiendo innumerables ensayos, dando conferencias y dedicando el tiempo que le queda a estudiar el fenómeno del autismo, a escribir sobre él (su libro más importante al respecto es su propia autobiografía) y dar charlas sobre el autismo. Pese a este tremendo éxito, Temple vive incapaz de asumir los sentimientos ajenos, no maneja correctamente el lenguaje irónico, no es capaz de valorar conceptos como "espiritualidad, belleza, amor".
Ha creado una fachada que le permite pasar por uno más, a costa del tremendo esfuerzo de "aprender" comportamientos sociales que observa e imita. Esta extrañeza ante el mundo es lo que la convierte en un antropólogo en Marte.


En la misma situación se encuentra el autor, Oliver Sacks que contempla y nos relata con asombro y cariño las tremendas historias que conforman este volumen y que, al igual que ocurre en El hombre que confundía a su mujer con un sombrero, nos enfrentan a un mundo sobrecogedor del que apenas podemos atisbar una sombra gracias a divulgadores como Sacks.


Las historias de Un antropólogo en Marte vuelven a recoger casos clínicos realmente sorprendentes sin perder nunca la perspectiva humana. El autor acude a casa de los protagonistas, convive con ellos y de ellos aprende que, en muchas ocasiones, lo que parece una grave "deficiencia" no es más que una forma diferente de ser, de comprender o percibir el mundo. ¿De poder superar el autismo, Temple aceptaría la propuesta? La respuesta clara y directa de la bióloga es inmediata: No. No está dispuesta a renunciar a las “ventajas” de su autismo (capacidad de análisis, dedicación a su trabajo, pensamiento visual, retentiva, etc) a cambio de unas aptitudes que parece no necesitar.


Paradójico resulta también el caso del pintor que, tras un leve accidente de tráfico, pierde la percepción del color. Este pintor, cuya obra se basaba en el extenso uso de colores brillantes, reconstruye su vida y obra, sobre el blanco y negro. Sus cuadros ganan fuerza y expresividad y su ambiente social pasa a ser el nocturno dado que la luz del sol le molesta y dificulta la visión. El proceso de adaptación a las nuevas circunstancias es largo y no está exento de dificultades, de pruebas y errores, pero finalmente le conduce a un nuevo equilibrio que le permite sacar partido a una grave incapacidad. ¿Cabe definir su percepción como atrofiada o anormal?¿Desearía volver a ver el color? Nuevamente la respuesta es clara: No.


Otro pintor en apuros es Magnani quien abandonó de niño el pueblo de la Toscana en el que había nacido y en el que su padre había fallecido dejando a su madre abandonada con todos sus hijos por criar. Magnani "congeló" el pueblo de su infancia y lo guardó en su memoria tal cuál quedó a finales de los años 40 con una precisión tal que sus cuadros (cuyo único tema es Pontito) pueden ser vistos como fotografías, reproduciendo detalles nimios con fiel precisión. Su cerebro "vive" en Pontito de modo que, cuando está ante un lienzo, incluso gira la cabeza para poder ver lo que hay a los lados del camino que está pintando. Magnani hace girar toda su vida sobre Pontito al igual que hace su obra pese a no haberlo visitado en decenios. Cuando finalmente acude al pueblo en dos ocasiones, sufre un choque tremendo dado que el pueblo ha seguido el curso de la historia, a diferencia de lo que ocurre con los cuadros que lo representan, y la realidad lucha por abrirse paso. Después de un parón en su obra, Magnani vuelve a pintar como lo hacía antes, añadiendo algún nuevo detalle que ha visto en sus visitas (por ejemplo una antena de televisión, un poste de electricidad) pero dejando la esencia de "su pueblo" intacta, su cerebro se ha impuesto a la realidad.


El último hippie es incapaz de vivir más allá de los primeros años 70, su mundo quedó congelado en aquella época en la que comenzaron sus mareos y fiebres y en que los Grateful Dead eran el grupo de moda en la Costa Oeste con todos sus miembros al completo, mientras para el resto del mundo son recuerdo de una época muerta, al igual que varios de sus integrantes. Greg parece comportarse como las personas lobotomizadas de los años 40 y 50, sin impulsos propios, totalmente ausente y pasivo. Sin embargo, al primer estímulo (unas palabras que se le dirijan, música que suene al fondo de la sala) se convierte en una persona expansiva, atenta y conversadora, aunque anclada en los 70. ¿Sería más feliz en su vida sabiendo que los Dead dejaron de ser lo que representaron para él? Greg no está en disposición de contestar por sí mismo a esta pregunta pero adivinamos la respuesta.


Bennet padece el síndrome de Tourette, una afección neurológica que reduce al individuo a una serie de tics gestuales, orales y de todo tipo que parecen hacer imposible una vida sosegada. Sin embargo, Bennett está felizmente casado, conduce un coche, pilota una pequeña avioneta, da clases en la universidad local y es el cirujano de mayor prestigio en todo su hospital. En las reuniones semanales con sus colegas alarga los brazos hacia el techo, estira las piernas de manera compulsiva, lleva la cabeza hacia el suelo mientras sus hombros se agitan pero su opinión es respetada y nadie parece sorprenderse de su comportamiento. Para poder estudiar y preparar las operaciones más complejas debe consultar sus libros de medicina sentado en una bicicleta estática preparada a tal efecto mientras fuma en pipa. La realización de movimientos mecánicos y rítmicos parece concederle un poco de paz para poder leer sin que su cabeza salte a otra parte. ¿Renunciaría a todo lo que ha conseguido a cambio de perder esas "pequeñas rarezas" como las define su feliz esposa? Seguramente no.


La adaptación no siempre resulta feliz y en ocasiones fracasa. Virgil fue operado de cataratas con más de 40 años tras haber vivido sin visión prácticamente desde los 6 años. Su vida era estable, a punto de casarse, trabajaba como masajista para la YMCA que, al tiempo, le facilitaba una casa, había aprendido a leer en Braille y era autónomo. Su cerebro había hiperdesarrollado el tacto ocupando parte de las zonas que correspondían a la visión. Tras las operación Virgil no logró ver correctamente ni dar coherencia al mundo que se le presentaba ante sus ojos. Incapaz de comprender que la conjunción de dos ojos, una nariz y una boca eran una cara, o de tener una visión tridimensional que le permitiera distinguir qué objeto está cerca, cuál lejos, etc, acabó retornando a su mundo de tinieblas con graves problemas de autoestima y una creciente frustración. Problemas de salud previos (peso excesivo, presión arterial, ...) agravados por su desánimo acabaron por poner punto y final a su vida sin que su cerebro pudiera "recuperarse" de los años que había vivido ciego.


El cerebro es en ocasiones capaz de utilizar sus recursos libres concentrándolos en una determinada aptitud. La capacidad memorística o la habilidad de cálculo más prodigiosa son características comunes a muchos savants generalmente despreciados como espectáculos circenses. Stephen es un niño incapaz de comunicarse pero con unas dotes especiales para el dibujo que suscita interés y se ve alentado a desarrollar una brillante carrera con la publicación de varios libros de dibujos y viajes alrededor del mundo en busca de temas para sus ilustraciones. Stephen es capaz de "atrapar" el estilo de Matisse y hacerlo suyo. No copia los originales, asume su estilo y le agrega el suyo propio. Incluso se aprecia cierta ironía en sus retratos que, sin embargo, no es capaz de transmitir en su vida cotidiana, circunscrito a su condición de adolescente asocial con los conflictos y represiones que ello supone. ¿Tiene capacidad de empatizar o de sentir apego por las personas?¿Siente verdadero aprecio por quienes se esfuerzan por atenderle?¿El contacto social podrá modelar su cerebro para dotarle de cierta capacidad de sentimientos?


Éstas son las historias que nos presenta Sacks y éstas las cuestiones a las que, en ocasiones responde, y en otras deja para futuras investigaciones o para la simple especulación. Una idea subyace, nuestra concepción de integridad y plenitud, de normalidad, determinan lo que, a sensu contrario, es anormal o deficiente. Los personajes de este libro nos hacen ver que no ser réplicas de nuestro modelo no las hace imperfectas, minusválidas o incapaces. Como un antropólogo, deberíamos abstenernos de juzgar con nuestros prejuicios y etnocentrismo. Este libro es un estupendo antídoto contra esa amenaza y un ejercicio para conocer mejor a nuestros semejantes o a nosotros mismos.

16 de julio de 2006

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Oliver Sacks)




Oliver Sacks es un neurólogo que combina su trabajo clínico con la divulgación del conocimiento de los trastornos neurológicos. A este esfuerzo ha dedicado numerosos libros entre los cuáles destaca precisamente "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero".

Cada capítulo del libro nos presenta un trastorno neurológico más sorprendente si cabe que el anterior, al menos para el lector no familiarizado con esta temática. Desfilan así ante nuestros ojos la afasia, la amnesia retroactiva profunda, el síndrome de Tourette, el retraso mental, etc., todo ello tratado desde la exposición de un caso real y no desde los presupuestos de la ciencia teórica.

Por encima de todo, es de destacar que, pese a que los casos descritos podrían dibujar un panorama desolador y pesimista, el tratamiento que de ellos hace el autor hace que simpaticemos con los protagonistas, no mostrándolos como seres extraños sino como limitados en un determinado aspecto de su vida pero completos en todo el resto. Esta "neurología humanística" que abandera el autor, no busca tanto la "curación" del paciente sino la compresión del mismo en su totalidad. Se trataría no tanto de ver el “déficit” que presenta el sujeto sino de valorar el mejor modo de ayudarlo en función de su completitud.

Así, en el caso de unos gemelos deficientes mentales con una gran capacidad para determinadas operaciones matemáticas, se intentó mejorar su integración social separándolos, lo que favoreció que accedieran a un puesto laboral adecuado a sus capacidades pero que les privó de su felicidad y serenidad sacrificadas a las convenciones sociales de que fueron objeto por sus médicos.

Cada uno de los diferentes capítulos que forman el libro podrían ser el punto de partida de una novela o un guión. Tenemos el caso de un marinero que vivía instalado en 1945 después de haber caído en el alcoholismo durante los años sesenta o el del hombre incapaz de reconocer su pierna como suya propia, la mujer que oía realmente como si de una radio se tratara todas las canciones que sus padres le cantaron en sus primeros años de vida en Irlanda y que no había vuelto a escuchar después de la muerte de ambos cuando ella cumplió los cinco años.

Igualmente, Sacks trata a sus personajes con humor, de modo que nos presenta a los afásicos como seres capaces de detectar la vaciedad de los discursos políticos, frente a la credulidad del público "normal" o reconoce las ventajas de sus enfermos, por ejemplo el caso de un afectado por el síndrome de Tourette que abandonaba su medicación los fines de semana para conservar su capacidad de improvisar a la batería en un grupo de jazz.