“Soy Milena de Praga” era el modo en que Milena Jesenská se presentaba cuando se encontraba fuera de su ciudad natal. Y este peculiar comportamiento puede derivar de una notable autoestima, casi como un personaje de la nobleza, Leonor de Aquitania, Cristina de Suecia, o una franca manera de relacionarse sin rodeos ni distanciamientos. Sea como fuere, Monika Zgustova toma ese concepto para escribir una biografía novelada de la joven checa, Soy Milena de Praga (Ed. Galaxia Gutenberg).
Si bien la vida de Milena es principalmente conocida por su breve relación con Kafka, epistolar en gran medida, como todas las relaciones que mantuvo el escritor, lo cierto es que su vida presenta gran interés más allá de este encuentro. No solo la vida de Milena nos permite conocer de primera mano la evolución histórica del convulso periodo de entreguerras en centroeuropa, sino también el papel de las mujeres en ese tiempo en el que la liberación comenzaba a ganar relevancia.
La obra se articula en la influencia que diversas personas tuvieron en Milena. Comenzando por sus padres. Su madre, Milena también de nombre, falleció cuando apenas había cumplido los dieciséis años, marcando profundamente el porvenir de la niña. Su ausencia dejó al padre, un cirujano y profesor universitario, con la ingrata labor de criar a una pequeña rebelde. Jan Jesenská era un patriota checo en una Praga sometida al Imperio Austrohúngaro en la que la cultura dominante era la alemana, la lengua oficial la alemana y el novio de su hija, germanoparlante. Aunque su rigor extremo fue un freno para la alocada Milena, lo cierto es que su figura semi ausente, siempre preocupado por sus altas ocupaciones, dejó a Milena tiempo libre para desarrollar su espíritu artístico y desinhibido al tiempo que mostraba una especial preocupación por su hija en un tiempo en el que no era frecuente que las jóvenes continuaran estudios más allá de una formación mínima.
Y la joven no desaprovechó la oportunidad. En efecto, Milena solía frecuentar el café Arco en el que sin duda tuvo que coincidir con Kafka cuando éste apenas era conocido fuera de su círculo de íntimos, pero en el que realmente se enamoró de Ernst Pollak, un joven banquero con grandes intereses culturales, especialmente en o referido a la crítica literaria, que pasaba su tiempo libre en tertulias y círculos literarios. Pese a que Jan Jessenská hizo todos los esfuerzos posibles para que su hija abandonara la relación, poco pudo lograr. Incluso cuando Milena quedó embarazada y recurrió a su padre para que solventara la situación, y éste le apoyó en el aborto, creyendo que era el modo de vencer al pretendiente, erró en su juicio. Finalmente, aceptó la boda a cambio del compromiso de la pareja de abandonar Praga y mudarse a Viena para evitar al padre la vergüenza pública.
Corría el año 1918, final de la guerra en una Viena derrotada, que perdía su capitalidad imperial y se veía humillada por las naciones aliadas. Y en esa Viena Milena comprende que igual que no habría sido aceptada en la Praga recién refundada como capital del estado checoslovaco, tampoco lo sería en la Viena republicana, siendo vista como una checa, una especie de campesina paleta, de emigrada. No creamos que pudo hallar consuelo en su recién creado matrimonio. Cuando la pareja llega a Viena, en la misma estación, Pollak la deja plantada para reunirse con su amante y así Milena entiende desde el primer momento cuáles son las reglas de la relación. Cuando se asienten en un domicilio la casa quedará dividida en dos partes, la de Pollak, para sus tertulias, trabajo y amantes, la de Milena, para consumirse viva.
Trabajará donde pueda y como pueda, tratando de abrirse camino como reportera, escribiendo para algunos diarios checos sobre las duras condiciones de vida de la población vienesa durante aquellos años, seguro que una lectura que haría las delicias de los praguenses.
Sus esfuerzos literarios son motivo de burla en el círculo praguense de Viena que frecuentan los amigos de Pollak y en el que conoce a célebres personajes como Broch, Werfel y otros tantos. Pero la necesidad sigue apretando y llega a ofrecerse incluso como profesora de checo. No se plantea abandonar a su marido haciendo de la necesidad virtud creyendo que antes o después volverá a nacer el amor que tuvieron cuando fueron novios. Y así, escribe sobre las esposas modernas, desenvueltas y liberales que permiten conductas dudosas en sus maridos como lo más normal del mundo, escribe sobre la Milena que le gustaría asumir que es pero que realmente no se corresponde con su ser íntimo. Trata de suicidarse, sufre de continuo, pero no abandona a Pollak.
Cada vez se refugia más en la Literatura, no tanto en escribirla, por ahora su mundo es el periodístico, sino en la obra de otros, la de Kafka en particular, a quien admira y comienza a traducir algunas de sus obras. Da inicio el intercambio epistolar que culmina en la visita de Franz a Viena durante varios días, un episodio feliz y redentor en la vida de ambos.
Pollak se muestra celoso cuando conoce los escarceos amorosos de su mujer, pero Milena lo interpreta como un rescoldo de amor y se siente atada a una Viena a la que llama su madrastra, relación similar a la que Kafka mantiene con la madrecita Praga. Ambos comparten también una figura paterna autoritaria y la anécdota de Kafka durante el viaje de regreso a Praga, sus problemas con el visado, dan lugar a la sugerencia de Milena para el germen de El Castillo.
Y tal vez el poder literario de Kafka, no le permita unirse a él, pero sí le da fuerzas para regresar a Praga, reconciliarse con su padre y romper con Pollak. Ya en la ciudad, trata de encontrar empleo como periodista aunque solo recibe la proposición de dirigir la sección femenina de un diario conservador. Y se convierte en una espléndida y conocida periodista en la ciudad, todo un personaje de una renaciente Praga. Conoce a Jaromír Krejcar, un arquitecto comunista del que se enamora y con el que terminará casándose por segunda vez. Su vida es el ejemplo de los felices veinte, aunque el embarazo de Milena y los problemas consiguientes le traerán la desgracia. A punto de dar a luz sufre una caída en uno de sus habituales paseos montañeros y se lesiona una pierna malamente. Los dolores terminan por hacerla adicta a la morfina y debe caminar ayudada por un bastón. Jana su hija es una gran alegría, pero llega en un momento terrible como lo son los días que están marcando el signo de los tiempos. Los años treinta traen la gran crisis económica y el surgimiento del fascismo, junto a la anexión y ocupación de Checoslovaquia por Alemania.
Su marido viaja a Rusia causando la separación definitiva de Milena y ésta comienza a apoyar a los grupos de izquierdas opuestos a los nazis, terminando por ser detenida e internada en el campo de Ravensbrück . Allí habrá conocido a Margarette Buber-Neumann que ha pasado por los campos de Stalin y ha caído en los de Hitler. Milena la admira y terminará por pedirle que escriba sobre su vida, lo que su amiga cumplirá en un libro que es el verdadero testimonio biográfico de la joven que perdió la vida a los cuarenta y siete años por una infección renal mal tratada. Es curioso ver cómo Kafka confió sus diarios a Milena y ésta cumplió su compromiso y cómo ella confió el recuerdo de su vida en Greta quien, contra todo pronóstico, sobrevivió al fin de la guerra y también cumplió el suyo.
Monika Zgustova ha construido una versión novelada de la vida de Milena de la que apenas disponemos de más información de la que se recoge en la citada biografía, así como de los textos que se conservan de sus artículos o las palabras que Kafka le escribió, dado que las respuestas de Milena se perdieron. Con estos mimbres la historia se convierte en esfuerzo desigual al tener periodos de la vida de la checa que son pasados por alto de manera algo precipitada mientras que, en otras ocasiones, la autora se regodea con una escena, como los reencuentros con Kafka en su lecho de muerte o con Jaromir a su regreso de la URSS, en los que concentra gran parte del conocimiento de la relación con ambos hombres. En todo caso, estamos ante un esfuerzo notable por ofrecer un cuadro realista, más allá de las pocas notas conocidas, y tratando de darle un papel propio, no accesorio de sus amantes o maridos, tal y como merece el personaje.
Cuando José María Gironella publicó la última parte de su trilogía sobre la guerra civil española, eligió como título, Ha estallado la paz, para narrar lo acaecido tras el 1 de abril de 1939. Y este título refleja de un modo excepcional la idea de que, tras una guerra, la paz tarda en llegar, no es un estado que se alcanza de inmediato, y que este proceso no siempre es fácil de gestionar, que puede resultar tan tormentoso como el estallido de un conflicto.
Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial de Keith Lowe, publicado por Galaxia Gutenberg y con traducción de Irene Cifuentes, es la terrible evidencia de este hecho. Estamos ante un libro revelador y que, de alguna manera, desafía el relato tradicional según el cuál la caída de Alemania puso fin al Mal, y que la estabilidad se instaló a ambos lados del Telón de Acero. Pero el trabajo de Lowe pone de manifiesto que, entre 1945 y 1948, los conflictos internos, las venganzas, la violación de todo tipo de derechos humanos, los abusos y las injusticias fueron casi tan habituales y frecuentes como lo fueron durante el conflicto.
Y comenzamos por lo más evidente, por los que no volvieron nunca. Tras el humo de los bombardeos y el derrumbe nazi, se pudo comenzar el recuento de cuantos perdieron su vida, tanto en los campos de batalla, como en las ciudades y pueblos; nunca antes una guerra alcanzó a la práctica totalidad del territorio en conflicto como durante la Segunda Guerra mundial. Los bombardeos de Liverpool o Dresde son la prueba de que la muerte podía estar a miles de kilómetros del frente. Y estas muertes, contadas por millones, supusieron un vacío imposible de cubrir. No solo en forma de brecha natalicia, también como pérdida de talento de todo tipo, de capacidades que eran imprescindibles para la recuperación. Zonas enteras quedaron devastadas y tardaron muchos años en volver a poblarse con normalidad. La ausencia de padres marcó la vida de sus huérfanos y viudas, como es natural, pero la ausencia tan abrumadora y extendida, generó un efecto multiplicador que acrecentó las consecuencias de su ausencia.
Y aunque esta muerte se cebó principalmente en los hombres, el número de mujeres y niños fallecidos fue igualmente terrible. La suerte de los supervivientes se complicó sobremanera. El número de viudas y huérfanos alcanza unas cifras inmanejables para unos servicios sociales que apenas eran una estructura administrativa en un papel. Los niños debieron acostumbrarse a jugar entre escombros, con habituales apariciones de restos de cuerpos humanos, cuando no, de munición y proyectiles que no habían explotado pero que lo hacían años después del fin de la guerra, recordando con nuevas muertes de inocentes, un conflicto que apenas había dejado de estar presente para todos.
Las mujeres no solo sufrieron al perder a sus maridos y deber sacar adelante a sus hijos, buscando trabajos precarios, descuidando involuntariamente el cuidado de sus pequeños, priorizando el poder llevarles algo de comer. Además, las mujeres, especialmente las que vivían en la Europa Oriental, y entre éstas, principalmente las de origen alemán, sufrieron la venganza en sus cuerpos de los ocupantes, soviéticos pero también de otras naciones. Las violaciones hasta la muerte, los golpes y amputaciones por mera venganza, el asesinato de sus hijos ante sus ojos; todo ello hizo de las mujeres las principales víctimas de este periodo de posguerra. Como el mismo autor señala, esta es una historia aún pendiente de estudiar y sacar a la luz con toda su crueldad.
La situación tampoco era admirable en la Europa Occidental donde muchas jóvenes que por desliz, interés, miedo, cálculo o puro amor, fueron perseguidas, humilladas en público, rapadas por completo, paseadas desnudas por las plazas públicas, marcadas con enormes cicatrices con la esvástica, por el mero delito de haberse acostado o tener mínimas relaciones con los alemanes invasores.
El caso de los hijos de estas relaciones fue aún peor. Noruega es el único país que ha abierto no hace muchos años una comisión de investigación parlamentaria, a instancias de los propios afectados, para conocer la extensión del dolor ocasionado. De sus conclusiones podemos extrapolar las consecuencias a muchos otros países. Así, ahora conocemos la crueldad de la que las democracias occidentales podían hacer gala. A estos niños, hijos de alemanes, se les expulsó de Noruega cuando fue posible, incluso en contra de la voluntad de sus madres, enviándoles sin más a un país destruido. Cuando esto no era posible, se les negaba la nacionalidad noruega hasta cumplir la mayoría de edad. Se les discriminaba en el colegio, se les insultaba en las calles, se consentía todo tipo de vejaciones y, en todo momento, se les consideraba que encarnaban no solo la maldad que se suponía a sus padres, sino la vergüenza y oprobio de sus madres que, acostándose con estos soldados invasores, desmentían la heroicidad y orgullo del relato de la resistencia antinazi.
Más estridente y contradictoria aún resulta la historia de los padecimientos de los innumerables trabajadores extranjeros, verdadera mano de obra esclava, que residía en Alemania al fin de la guerra y que siguieron muriendo a miles por enfermedades, hacinamiento en campos, en ocasiones campos de exterminio reconvertidos a toda prisa para servir a estos fines, mientras se organizaba el retorno a sus países de origen. Muchos de ellos huían y cruzaban toda Alemania para regresar a sus naciones de origen. En su camino, tomaban cuanto encontraban, mataban y violaban, en el convencimiento de que el dolor que causaban no llegaba a compensar tan siquiera una mínima parte del sufrido por ellos.
Y de esos mismos campos de exterminio salían los judíos, para caer en una realidad peor que la anterior al advenimiento de los nazis. De una parte, no podían volver a sus casas, la mayoría destruidas, pero las que aún se mantenían en pie, ya habían sido ocupadas por otras personas tras la reclusión de sus propietarios en guetos. Impensable era pretender recuperar haciendas y dineros. El trato de los antiguos vecinos era cualquier cosa menos amigable. La violencia y desprecio de los soldados soviéticos tampoco era propia de unos libertadores. En suma, los judíos se encontraron con que el Holocausto no les hacía merecedores de ningún tipo de compensación, ni tan siquiera de una mínima justicia que les permitiera recuperar sus bienes, sus antiguas vidas quebradas. No es de extrañar que, en masa, especialmente los judíos orientales, huyeran hacia Palestina en un éxodo migratorio sin precedentes dando la razón a las tesis sionistas, convencidos de que ningún Estado europeo garantizaría en el futuro su seguridad.
Pero poco de esto podía importar en una Europa en la que el final de la guerra traía consigo un ajuste en todas las fronteras. Alsacia y Lorena volvían a Francia, los Sudetes y otras extensiones alemanas a Checoslovaquia. Polonia perdió sus fronteras ganadas a Rusia en los años veinte y parte de su territorio oriental. A cambio se les compensaba con territorios prusianos o austríacos. Millones de personas pasaron a vivir en un estado que no era el suyo, que les odiaba y amenazaba, que nada hacía por protegerlos frente a ataques y venganzas. Más aún, esos mismos Estados forzaban el realojo de estos ciudadanos de segunda en las tierras menos fértiles, en las peores zonas. No es de extrañar que, tal vez como se pretendía, grandes masas, se pueden contar por millones, pasaron a formar parte de lo que denominamos eufemísticamente como desplazados.
Estas personas salieron a los caminos, a la carrera, con sus pocas pertenencias, para alcanzar las nuevas fronteras de su país. Nueva violencia contra estos desvalidos y desprotegidos ciudadanos que huían en busca de una protección. Miles de personas perdieron la vida en este éxodo y nuevos conflictos surgieron entre las etnias enfrentadas. Ucranianos contra polacos, finlandeses de Carelia, austríacos de los Cárpatos, ...., millones de personas en busca de su Estado de referencia ante la impasible mirada de las autoridades que poco o nada hacían ante las agresiones de que eran objeto.
Porque la premisa era que si Alemania no hubiera tenido la disculpa de proteger a sus minorías en otros Estados (Checoslovaquia, Austria, Polonia, ...) las probabilidades del conflicto habrían sido menores. De ahí que una Europa en la que sus Estados no tuvieran minorías raciales sería una garantía de estabilidad y paz futura. Nada importaba que esto supusiera pervertir la realidad de los lazos en esta vieja Europa, forjada por las mezclas que habían evolucionado como espacios de cooperación y convivencia. Por contra, en aquellos años parecía preferible expulsar a ciudadanos alemanes de ciudades alemanas y repoblarlas, renombrándolas con topónimos polacos sin demasiado criterio.
Pero estos cambios arbitrarios no solo afectaron a Alemania. Todavía hoy podemos sorprendernos de que Lviv, antes de ser la principal ciudad de Ucrania occidental, fuera Lemberg perteneciente al Imperio Austrohúngaro o Lwów, una importante capital de la II República Polaca para pasar, poco después, a ser la Leópolis de la URSS.
A la vista de los conflictos que han continuado sacudiendo a esta Europa en la que vuelven a aflorar esas minorías étnicas que reclaman independencia o protección a otro Estado, se demuestra que los tableros políticos, los mapas dibujados en servilletas y la brutalidad más abyecta, nunca sirve para borrar la mezcolanza y mixtura de una Europa que tiene en ellas su principal signo de identidad.
Pero la guerra tenía muchos más flecos. ¿Qué hacer con los soldados alemanes capturados? ¿Cómo separar a los ciudadanos enrolados a su pesar de los nazis convencidos? ¿Cómo identificar y juzgar a los criminales de guerra? Estas dificultades llevaron a que en ocasiones, el proceso de liberación de estos prisioneros fuera muy lento, como en el caso de los prisioneros tomados por los norteamericanos, o muy rápido en el de los británicos. La mayor profundidad del análisis de cada expediente llevaba a alargar el tiempo del apresamiento. Esto, unido a las pésimas condiciones de vida de estos prisioneros, que en muchas ocasiones vivían en campamentos sin pabellones para refugiarse, con apenas un grifo para decenas de miles de soldados, trajo la muerte en cantidades inconcebibles a nuestros ojos, y que solo las pésimas condiciones en que se encontraba toda Europa parecerían justificarlo.
Aún peor era la situación de los prisioneros en manos del ejército polaco. No se podía esperar demasiada piedad de sus mandos después del trato que Alemania había dispensado a este país. Las muertes por hambre y enfermedad debían ser sumadas a las provocadas por los asesinatos directos por parte de guardianes polacos coléricos, por las brutales palizas, los desmembramientos y otros tipos de torturas. Quizá una muerte menos terrible que la de los soldados que cayeron en poder de los soviéticos y que fueron deportados a Asia, en marchas interminables de las que pocos volvieron.
También podríamos creer que la vida de los prisioneros aliados en manos de los alemanes tendría mejor suerte tras la liberación. En muchos casos fue así, pero en otros tantos, especialmente, en el de los prisioneros soviéticos, no es así. Muchos de ellos tuvieron que enfrentarse a procesos militares por cobardía y alta traición, de los que resultaban condenas a muerte, a trabajos forzados, a envíos a Siberia. Una suerte no muy preferible a la de vivir en un campo de concentración nazi.
La guerra siempre aflora todas las tensiones larvadas en una sociedad y, alcanzada la paz, tardan en remitir. La violencia en un país como Francia resulta difícilmente comprensible hoy en día. La persecución a los colaboracionistas comenzó en 1944 mientras se liberaban zonas del país por parte de los ejércitos aliados, pero muy especialmente, en aquellas zonas donde fue la Resistencia la que logró expulsar a los alemanes ya en retirada. La brutalidad ejercida y el desprecio por recurrir a la Justicia ordinaria, es un baldón en la historia francesa. Paradójicamente, el freno a esta violencia vino no tanto por el restablecimiento del orden y el convencimiento de que la Justicia podía hacer honor a su nombre, sino porque la denuncia y existencia de tantos colaboracionistas, traidores a la Patria, ponía en entredicho el relato oficial de una Francia indómita que había opuesto una feroz resistencia a los alemanes y que, casi, había logrado ganar la guerra con el apoyo de ingleses y americanos. En este relato no cabían los miles de ciudadanos que colaboraron de buen gusto con los alemanes, los que contribuyeron a la deportación de judíos, los que denunciaban a antiguos militantes de partidos de izquierdas o sindicalistas.
Lowe establece una correlación entre la violencia de estos movimientos internos de venganza y el nivel de confianza en que las instituciones harían justicia. En países como Bélgica, los episodios de venganza pronto amainaron. En Italia, donde el armisticio de 1943 supuso una inmensa zona gris donde un juez fascista podía mantener su cargo y legitimidad y, por tanto, sembrar dudas sobre su imparcialidad, los actos de venganza se prolongaron en el tiempo y resultaron más brutales que en ninguna otra parte de Europa Occidental.
Sin embargo, según viajamos hacia el Este, más venganza incontrolada encontramos. Yugoslavia es un caso paradigmático. La victoria partisana hizo que las acciones de venganza entremezcladas con antiguos odios sembraran sus tierras de sangre en una orgía totalmente equiparable a la persecución nazi. No solo el movimiento partisano logró por sí mismo la derrota de los alemanes en su territorio, sino que el peso del partido comunista en esta lucha condicionó el futuro del país. El ideal internacionalista de Tito no podía verse empañado por el peso de la diversidad lingüística, cultural y religiosa del nuevo Estado. Por eso, Yugoslavia no sufrió la reacomodación de fronteras para dar cabida a cada minoría. Por eso continuó siendo el principal referente multicultural de Europa. Tal vez, también por eso, terminó saltando por los aires a finales de los años ochenta, reviviendo una violencia que parecía haber quedado encapsulada cuarenta años atrás.
También en el Este se daba un nuevo elemento que trajo más violencia: la necesidad de la URSS de imponer el socialismo a todos los países de su zona de influencia. En países como Rumanía o Grecia (que en principio debía quedar fuera del área de influencia soviética) se originaron auténticos conflictos civiles. En países absorbidos por la URSS como los bálticos, los movimientos guerrilleros jugaron un importante papel desestabilizador hasta entrados los años cincuenta y volvieron a formar parte del imaginario colectivo con motivo de su independencia tras la caída de la Unión Soviética.
Esta lucha ideológica también supuso tensión en Occidente, aunque la Guerra Fría dejó en segundo término a los partidos comunistas, sin apenas posibilidades reales de tomar el poder y habiendo renunciado a la vía revolucionaria para alcanzarlo.
Por último, no se puede dejar de lado la inmensa destrucción física del paisaje europeo. Gran parte de las ciudades desde Alemania a la Unión Soviética habían sido destruidas total o parcialmente. Las vías de comunicación, puentes, sistemas de alumbrado, telegrafía, gas, residuos, aeropuertos, puertos, granjas, escuelas, bibliotecas, universidades, grandes fábricas, todo había desaparecido. Los aliados se las vieron y desearon para poder alimentar no solo a los millones de prisioneros que custodiaban, sino también a toda la población civil que podía llegar a pensar que, incluso bajo el yugo de Hitler, nunca faltó algo de comida.
El esfuerzo titánico de reconstrucción se plasmó en el Plan Marshall que buscaba no solo la recuperación económica, sino el traer estabilidad a través del progreso material y social a una tierra que llevaba demasiados años sin conocerla. La reconstrucción en el lado oriental fue más dura, más larga. También allí la destrucción había sido mayor. Pero no olvidemos que todavía en los años cincuenta, naciones victoriosas como Gran Bretaña seguían sometidas a racionamiento y que muchos edificios de Londres o Canterbury no se reconstruyeron, o sus solares limpiados, hasta entrados los años sesenta.
El estilo de Lowe ofrece un catálogo lacónico e imperturbable de desgracias, casi al modo de un forense. Con precisión estadística elabora un catálogo de horrores que siempre se ve superado por el capítulo siguiente hasta hacer casi intolerable la lectura continuada y sin pausa del libro. Pero, como todas las buenas obras, también nos ata a una historia real, a una que no nos es tan conocida como la del relato de los grandes héroes de la guerra, de esas gestas que sirvieron para tapar las miserias que aquí salen a la luz con toda su crudeza.
Pero Lowe no cae en el error de equiparar la violencia de estos años a la acaecida durante la guerra. Prisioneros alemanes pudieron morir en condiciones lamentables, pudo haber actos de venganza y odio en gran número, guardianes pudieron asesinar por placer a muchos de aquellos a quienes debían vigilar y proteger. Se pudo perseguir nuevamente a judíos y a los alemanes desplazados. Pero, en ningún caso, se puede hablar de la existencia de un plan preconcebido e ideado con el fin de exterminar a una raza o a un pueblo enemigo. El horror no llego a formar parte de la esencia y justificación del propio Estado, como sí ocurrió en la Alemania del Reich. Por eso Lowe insiste en que esta historia, debiendo ser conocida, no puede emplearse por los revisionistas como la muestra de que Alemania fue tratada tan mal por los vencedores como ella les trató cuando ganaba la guerra. La violencia siempre es detestable, pero la organizada desde el propio Estado resulta la peor de todas ellas, el nivel más perverso que en pocas ocasiones se ha alcanzado. Tanto horror, tan planificado y premeditado, resulta aún hoy intolerable desde cualquier punto de vista que no admite comparaciones.
La lectura no solo es pertinente por lo que tiene de completar la visión de un periodo no demasiado conocido de nuestro tiempo reciente, de nuestra historia más cercana, sino porque recoge muchas de las pulsiones que hoy en día afloran con testarudez y nos habla mejor de quiénes somos que otras muchas obras plagadas de optimismo etnocentrista. Leerla es un duro trago, no hacerlo es un ejercicio de estupidez y ceguera.
El concepto de relato, cuento largo, novela breve o como se prefiera denominar (sabios habrá que los diferencien) siempre ha resultado difuso. Las fronteras no están claramente dibujadas y cualquier intento de sistematización se reduce a la expresión de una opinión personal.
Tampoco es fácil precisar el momento en el que nace este tipo de relatos. Por remontarnos a nuestro Siglo de Oro, y olvidando otro tipo de precedentes, tenemos las Novelas Ejemplares de Cervantes, que tomaban su nombre del italiano para referirse a narraciones de corta extensión. Siguiendo con la obra de Cervantes, también podemos considerar como relatos las novelas dentro de El Quijote. La novela picaresca es otro ejemplo de la contribución de nuestras letras al prestigio de este género.
Incluso algunos sostienen que muchas de las grandes "novelas" del siglo XVI o XVII (el Quijote, Gargantúa y Pantagruel y otras similares) no son sino la sucesión de narraciones breves que comparten protagonistas articulando cierta coherencia interna.
Quizá sea en el siglo XVIII, cuando se comienza a sistematizar y teorizar sobre todas las artes, el punto en el que comienzan a definirse los perfiles de este tipo de narrativa. Voltaire ganará fama con sus cuentos en los que denuncia con brío los defectos de la sociedad de su tiempo y la hipocresía clerical.
Según señala Rosa Sala Rose, traductora y prologuista de Mozart de camino a Praga, en palabras del propio Goethe, una novella era “un acontecimiento inaudito que ha tenido lugar”. Es decir, toda la narración debe apoyarse en un único momento que exprese la totalidad de la intención del autor.
Pues bien, en el caso de Mozart de camino a Praga, este hecho único e inaudito es una breve anécdota ideada por Mörike en la que Mozart, en una parada en su camino a Praga para el estreno de Don Giovanni, es confundido con un vándalo por arrancar de un naranjo uno de los frutos reservados para la ceremonia de compromiso de una bella joven, Eugenie. Aclarada la confusión, la noble familia de la novia invita a Mozart y a su esposa a pasar con ellos la velada dada la afición que todos ellos sienten por la música.
La cena es opípara, la conversación animosa y la figura de Mozart sobresale por su ingenio y buen humor. Al término de la sobremesa, todos se dirigen a la sala de música donde Mozart interpreta varios pasajes de la ópera Don Giovanni, aún incompleta pese a su inminente estreno, y narra cómo compuso la escena final del drama.
En principio puede parecer una historia trivial y sin mayor atractivo. Sin embargo, atendiendo a los detalles de este delicioso relato podemos comenzar a apreciar los esfuerzos de Mörike por condensar en pocas páginas, y en torno a una anécdota mínima, todo el genio del compositor, con sus luces y sus sombras. A modo de diversas voces narrativas, Konstance, esposa de Mozart y el propio músico van desgranando episodios banales de su vida que, sin embargo, en todo momento definen su figura.
Así, conocemos sus impulsos compositivos geniales junto a la penosa labor de profesor de música que le proveía de su única fuente estable de ingresos. De los sueños de su esposa por lograr fama y reconocimiento que sirvieran para tranquilizar el inquieto espíritu de su marido. Este mismo espíritu lleno de generosidad para sus amigos (e incluso para los desconocidos) con quienes malgastaba sus ingresos y arruinaba su salud parecía el principal responsable de impedirle centrarse en ese ansiado ascenso social.
Pero Mörike también nos deja entrever el destino trágico de Mozart, la muerte que le ronda, como a don Giovanni, y que le visitaría finalmente poco tiempo después mientras concluía la partitura de su Réquiem.
Mörike era un apasionado de la música de Mozart pero en este breve relato parece sostener la inevitabilidad de ese destino trágico; la incompatibilidad entre una obra genial y las necesidades cotidianas, las envidias mezquinas entre músicos que pugnaban por hacerse con los escasos cargos que las Cortes les ofrecían. Combinar la manutención digna con los destellos magistrales era una difícil tarea que sólo algunos compositores lograron, como por ejemplo Bach, quien sin embargo lo hizo a costa de su reconocimiento, más bien tardío.
También plantea Mörike la conexión entre la genialidad del músico y su carácter inconstante, arbitrario y ligero, desapegado de las exigencias que tanto atenazan a su mujer. ¿Acaso esa genialidad lleva inevitablemente su carga terrena?
En apenas ciento dieciocho páginas, Mörike convoca las facetas más luminosas de Mozart y sus ángulos más sombríos, compartiendo protagonismo en un interesante diálogo coral.
Mörike desarrolló su carrera literaria como poeta por lo que este relato es prácticamente su única mirada a la prosa. Notable resulta por tanto su empeño ya que el texto tiene ese gusto antiguo y demorado de las historias bien hiladas en las que poco está de más. Los párrafos se suceden con soltura, las descripciones se limitan a las necesarias centrándose principalmente en las narraciones de los protagonistas.
En esta edición de Galaxia Gutenberg la traducción corre por cuenta de Rosa Sala quien logra mantener el estilo arcaizante y algo rococó del texto original y aporta como ya he señalado, un brillante análisis de esta obra en un prólogo en el que da cuenta de la vida de Mörike, los paralelismos con la de Mozart, su intención original de añadir al texto una partitura apócrifa de Mozart completando así el juego de la ficción y muchos otros aspectos que ayudarán al mejor entendimiento de este breve relato.
Para quienes sientan debilidad por la música y vida de Mozart este relato será un placer dado que podrán disfrutar identificando las diversas facetas del espíritu mozartiano que Mörike va deslizando. El conocimiento de la biografía del compositor y de los personajes célebres de la época también ayudará a una mejor lectura. Para aquellos que no tengan esa afinidad con Mozart, la lectura de esta narración les permitirá familiarizarse con una vía muerta (o así lo creo) del relato, un camino que pudo ser pero que no fructificó ya que la narración breve se perpetúa en el tiempo en la medida en que su flexibilidad le permite adaptarse a todo tipo de géneros y estilos sin moldes tan estrechos como los pretendidos por Goethe.
Iván Grigórievich regresa al mundo de los vivos tras largos años de confinamiento en la Rusia Oriental, en los campos para disidentes, decadentes, socialdemócratas, judíos o médicos, que se fueron llenando a golpe de paranoia de un Stalin que ha fallecido recientemente permitiendo que el país se recupere levemente del miedo que le mantenía encogido. Y sin embargo, este momento de plenitud, de recuperar la posesión de su destino, no parece alegrar a Iván Grigírievich. Enfrentarse a un mundo que ha cambiado, que ha mantenido su pulso mientras el suyo se debatía a menudo entre la vida y la muerte, entre el hielo y las alambradas, la enfermedad y el hambre, parece una tarea excesiva para un débil Iván; la seguridad, la rutina del campo parece más real que todo aquello que sus ojos ven ahora. Nikolái Andréyevich espera a su primo en Moscú mientras repasa lo que ha sido su vida en estos años. Su carrera científica parecía no tomar la altura que todos aseguraban que le correspondía. Otros más ineptos alcanzaban con facilidad los puestos que creía reservados para él. Como científico no se ve excesivamente envuelto en las convulsiones políticas de los años treinta pero la realidad pronto le alcanza y compañeros suyos brillantes comienzan a caer en desgracia. Primero serán judíos, luego simpatizantes de los judíos, luego otros, como en el famoso poema erróneamente atribuido a Bretch. Nikolái teme haber caído también él en desgracia pero realmente está en el lado de los vencedores; no es que acuse a nadie en particular, que denuncie o promueva persecuciones; aunque sí callará ante acusaciones terribles, no alzará la voz ante bárbaras mentiras ni se interrogará a sí mismo sobre las sorprendentes autoacusaciones de los purgados y no tendrá demasiado tiempo para lamentarse por ello ya que las enhorabuenas y los proyectos científicos que antes le eran arrebatados, le son ahora concedidos con pleno reconocimiento. Y es sólo ahora, cuando la cohorte de Stalin ha desaparecido, cuando los excluidos vuelven a sus casas y, si bien no recuperan lo que les fue arrebatado, su sola presencia resulta vergonzante; cuando los discursos públicos reconocen la manipulación de los juicios, de las confesiones de culpabilidad, es ahora, digo, cuando Nikolái siente el susurro acusador de su conciencia. Y más aún cuando espera a su primo, que nunca transigió, que nunca acusó a nadie ni sacó partido de las acusaciones y por ello vio su vida condenada al infierno de los campos. Y prepara su discurso, su argumentación, su justificación. Para todos fue difícil la vida, para todos hubo sufrimientos, querido primo, para todos, no sólo para quienes os levantabais con los miembros congelados, para los que cavabais con palas rotas en el duro hielo y comíais con las manos lo que os arrojaban los guardias, alimentándoos como a las bestias. No sólo hubo dolor, muerte, hambre y enfermedad en los campos. Aunque me veas grueso, en una casa elegante, con una hermosa mujer que sabe cómo hacer de buena anfitriona, no me juzgues por ello, no te creas mejor, más recto, más noble, sólo porque elegiste el camino en el que lo justo era evidente, en el que no había matices, ni dudas, en el que todo lo que hacías es hoy visto como justo. E Iván Grigórievich abandona la casa de su primo sin haber siquiera acusado a éste de nada. Humilde, sin apenas orgullo (quizá con dignidad, esa dignidad tan grande que apenas le cabría en su pequeña maleta de presidiario excarcelado) abandona el comedor de su primo, pisa la alfombra con cuidado, para no dejar la huella de su zapato, como en la nieve, y escapa de Moscú, a Leningrado, en busca de su pasado y de allí escapará de nuevo, haciendo justicia al título de la novela, al igual que Grossman huirá del planteamiento inicial de la novela aquí relatado, del estilo narrativo empleado hasta el momento y buscará, como Iván, el camino que le permita orientarse en este mundo que precisa de una explicación para tanto horror, que no puede ser contemplado con la tranquilidad del novelista sosegado que despliega con arte y oficio una trama que desvela por sus costuras la realidad social, en definitiva, busca una novela que rompa con la novela para afrontar el desafío de describir la historia de su país, su esperanza de futuro. Como queda dicho, hasta este punto, todo el libro parece discurrir por el cauce más tradicional de la Literatura rusa, en el que dos mundos, el de los acomodados y el de los excluidos, ocasionalmente se cruzan mediante enrevesados argumentos que permiten el libre discurrir de sus personajes atormentados. Pero pronto esta apariencia de tradición salta por los aires y la novela se adentra en un nuevo campo en el que la reflexión política, filosófica, histórica se entrevera con unos personajes cuyos perfiles quedan meramente trazados en su esencia, sin descripciones que les pongan cara, sin perfil biográfico que les ubique, simples sombras portadoras de historias o reflexiones que son el sustento de Todo fluye. Grossman, al igual que Iván Grigórievich, tampoco juzga. En uno de los pasajes más célebres del libro, describe las maldades de los informantes, de los delatores, de los simples envidiosos que inventaron acusaciones infundadas, de aquellos que inflamados por el ardor de la Revolución llevaron demasiado lejos sus fines, de quienes antepusieron sus intereses profesionales a los humanitarios y acusaron a colegas que les entorpecían y así, hasta casi agotar los tipos de canalla. Pero no, nosotros tampoco juzguemos, Grossman asegura por boca de uno de estos personajes que no hay inocentes en el mundo de los vivos, todos son, somos, culpables. Sin embargo, tras este trágico enunciado parece no esconderse otra cosa que la dificultad de enjuiciar a cada hombre en sus circunstancias ya que los planteamientos de Todo fluye toman otro derrotero y comienza la implacable denuncia que constituye su parte central. Desde los albores de la Revolución, sus primeros pasos, los regímenes de Lenin -un delicado admirador de la música de Beethoven- y de Stalin, Grossman analiza sagazmente el origen de sus dictados, la discrepancia entre sus políticas y sus vidas personales y los fundamentos de su poder. Grossman, pues no es otro quien actúa como verdadera voz narrativa, describe su teoría sobre el alma esclava de Rusia que la Revolución no hizo otra cosa que perpetuar sojuzgando a millones de ciudadanos, arrojando a la muerte a otros tantos en los campos de prisioneros o matando de hambre a millones de campesinos (la descripción de la extinción de los kulaks es estremecedora). Pudiendo haber optado por el camino de la libertad, abriendo un futuro nuevo para Rusia, se prefirió la más conocida vía de la opresión y la esclavitud a través de las leyes escritas pero también de la política de los hechos, de las denuncias y las amenazas, de la acusación de antipatriotas... Todo ello para mantener al pueblo esclavizado, para impulsar una industria pesada, una economía que permitiera el sostenimiento de una clase privilegiada y de un peso internacional que no sirve para beneficiar al pueblo oprimido. Parece el propio Vasili Grossman quien habla por boca de Iván cuando dice: "Y ahí estoy, acostado en la litera, medio muerto, y siento que en mí sólo queda viva mi fe: la historia de los hombres es la historia de la libertad, de la más pequeña a la más grande; la historia de toda la vida, desde la ameba hasta el género humano, es la historia de la libertad, es el paso de una libertad menor a otra libertad mayor; que la vida en sí misma es libertad. Esa fe me da fuerzas, palpo la preciosa, espléndida, luminosa idea escondida en mis andrajos carcelarios: Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil". Ese anhelo de libertad que empañó la vida de Grossman (en lo personal y en lo literario ya que no pudo ver publicada en vida su principal obra, Vida y destino) resulta el oscuro objeto de deseo, el monumental altar ante el que se postra Todo fluye. Pero no sólo reflexiones de este tipo forman el cuerpo central de Todo fluye. Numerosos pasajes de hermosa belleza y lirismo contrastan con la dureza de lo narrado y crean un ambiente de ensoñación continua en el que es difícil no perder el sentido de la realidad, el no olvidar que lo narrado corresponde a una verdad histórica dolorosa. Es en estos momentos en los que mejor se revela el talento literario de Grossman. Este talento permite combinar todos los elementos citados (política, historia, moral, ...) sin desmerecer los aspectos estéticos, creando una obra literaria de gran altura y originalidad cuya lectura es un constante desafío a nuestra comodidad y pereza. Pese a que la fama de Vida y destino, y el reciente éxito editorial en España de la traducción directa del ruso, puede empañar Todo fluye, creo que esta última resume de mejor modo todas las cualidades de su autor. Su estilo literario avanzado, su delicadeza y atención por los pequeños detalles que iluminan toda una escena, su complejo juego de voces narrativas, la inclusión de largos (pero amenos) excursos metaliterarios tienen un mejor campo de juego en Todo fluye. Tal y como se señala en la solapa de la edición, esta obra es el testamento literario de Grossman que ya conocía que Vida y destino no sería publicada (pese a sus numerosos intentos cada vez que se abría un breve periodo de distensión política; sorprendente resulta que Todo fluye sí obtuviera el beneplácito para su publicación ), por lo que no es difícil conjeturar que en ella sintetizó todas sus ideas sobre la vida y la literatura. Sería lamentable por tanto, dejarla de lado como mero apéndice para seguidores incondicionales de este autor o para quienes la prefieran a Vida y destino por su brevedad.