Sin embargo, hecha la salvedad oportuna, el libro presenta un interesantísimo diálogo epistolar entre el filósofo Umberto Eco y el Arzobispo Emérito de Milán, Carlo María Martini seguido de un “coro” de intelectuales italianos de reconocido prestigio. La premisa del intercambio, publicado por la revista Liberal a partir de marzo de 1995, es la reflexión sobre los principales claroscuros que se abren ante el Hombre en estos tiempos de cambio y duda desde la perspectiva de quienes ven una trascendencia en la vida y en los actos y de quienes, partiendo de otras premisas, se esfuerzan por encontrar motivos para la Esperanza y para no morir en la apatía frente a un televisor, incapaces de tomar partido, en palabras de Umberto Eco.
Y es la idea del fin la que inicia el debate. Eco destaca cómo la Iglesia ha convivido pacíficamente con la idea del Apocalipsis, del fin de los tiempos, pero logrando darle un sentido cada vez más metafórico, espiritual y menos catastrófico. En aparente contradicción, el temor ante un colapso general que ponga término a la Vida en la Tierra parece haberse instalado en el mundo laico, y así, señala los múltiples apocalípticos que desde la Política, la Ecología y un sinfín de corrientes de todo tipo hacen de esta nueva prédica su principal argumento (y medio de vida en muchos casos). Todo ello con el pesado agravante de que estos nuevos milenarismos vienen apoyados por tesis científicas, mejor diremos, por premisas que han buscado apoyatura científica ad hoc (lo que se puede definir como la negación de la Ciencia). Por ello, Eco se pregunta si existe aún una noción de Esperanza que permita iluminar nuestro concepto de la Historia como un devenir de progreso, en el que el Hombre sea el artífice de dicho avance.
Martini acepta los presupuestos de Eco y se interroga sobre si cabe una Esperanza en el sentido declarado por Umberto Eco que pueda devenir en un campo de juego común para creyentes y no creyentes. Y lo cree posible a la vista de la experiencia de quienes, desde ambos campos, se esfuerzan por crear un mundo mejor, por actuar de manera responsable en su entorno y todo ello sin obtener retribución visible de ningún tipo; es decir, evitando nombrar los motivos de cada cuál para no entrar en debate estéril, sino centrándonos en los actos y hechos, observamos esa coincidencia al margen de creencias. Y esa Esperanza parece, a su juicio, capaz de iluminar el futuro (y aún el “fin”, siempre y cuando éste tenga un valor que dote de sentido al pasado) haciéndonos críticos con nuestros errores y arrancándonos del confort de nuestra sala de estar.
Pero no creamos que el diálogo se limita a aquellos aspectos genéricos en los que se puede presumir una cierta concordancia de criterios. Pronto Eco se lanza al espinoso tema del aborto partiendo de la premisa de que él no apoyaría el aborto de un nasciturus por él concebido por considerarlo un atentado contra el mayor de los milagros, que es el nacimiento de una nueva vida pero, al tiempo, se siente incapaz de imponer su criterio a quienes no piensan como él. Repasando los debates de la Iglesia describe cómo para ésta tampoco ha quedado claro en cada momento histórico el exacto y preciso minuto en el que se transfiere la vida y el alma al nasciturus, y tampoco la ciencia moderna parece capaz de definir un momento clave que determine el comienzo de la vida y, por tanto, el instante a partir del cuál, ésta debe recibir la protección jurídica que a todos nos es concedida. Por ello, finaliza, o bien no se debe permitir el aborto en ningún caso, o bien se debe dejar tal decisión a la madre, quien asumirá las consecuencias de su decisión respondiendo ante su conciencia de sus actos. No parece muy convincente en este caso puesto que la imposibilidad de determinar el nacimiento de la Vida puede ser argumento para el legislador, que debe atender al pragmatismo y definir claramente qué y qué no es delito, pero un filósofo debería asumir un mayor riesgo dialéctico.
Para Martini, no es una sorpresa, la concepción es el momento en el que la potencia del ser vivo se transfiere a un embrión que está llamado a este mundo, que depende de su madre pero que tiene independencia de la misma, que es esperado y definido y vivido por sus padres como un tercero. Polémica zanjada. Si bien no parece posible en este caso un campo común de acuerdo más allá de que todos consideren el aborto como una desgracia y ultima ratio.
Desviándose de un tema tan espinoso pero abordando otro no menos polémico, Umberto Eco manifiesta sus dudas sobre la ordenación sacerdotal exclusiva para los varones no encontrando sustento en las Escrituras que pueda justificar dicha discriminación, máxime cuando el propio Jesucristo dio muestras de superar las limitaciones culturales del Israel de sus días, cuando en muchos momentos primó a las mujeres sobre los hombres. Martini se refugia en los misterios revelados para defender la actual postura de la Iglesia, si bien, concluye que los misterios son eso, misterios, cuya comprensión es tarea de la Iglesia que debe avanzar en su iluminación. En definitiva, que la puerta no está cerrada pero queda por definir si estos ojos lo verán
Sin embargo, más importante al menos a mi juicio, que el tema de la ordenación de las mujeres es el planteamiento previo que hace Umberto Eco para justificar su “intromisión” en una decisión exclusiva de la Iglesia. Y es que Eco defiende la libertad para que un credo establezca sus reglas de manera autónoma (dentro del respeto a las normas del Estado correspondiente) y niega la crítica externa de quienes no perteneciendo a dicha confesión pretendan su modificación. Defiende, por tanto, que la pertenencia a una confesión -al igual que a un club- conlleva unas normas que se aceptan y se entra en dicha comunidad, o se rechazan y se busca una más acorde con nuestro pensamiento. En contra, defiende la posibilidad de que un credo exprese sus opiniones y aún su crítica sobre aspectos de ética natural siempre y cuando no trate de imponer sus propios principios a los ajenos a dicho credo. Martini coincide con esta opinión, si bien hace la salvedad de que el límite que establecen las leyes del Estado no excluye el papel de la Iglesia o los seguidores de cualquier creencia a instar su modificación en la medida en la que lo puedan hacer otros grupos sociales y siempre desde la perspectiva del bien común.
Y digo que esta reflexión me parece interesante, aunque aparezca dispersa entre el diálogo sobre el sacerdocio femenino, puesto que va mas allá del aspecto religioso. En estos días en que la religión católica ya no es patrimonio del Estado, ni la única opción de los fieles, y debe convivir con otras tantas religiones, algunas próximas y otras extrañas con las que se nos trata de enfrentar, se debe aceptar la expresión de la opinión de su jerarquía (pero también la de otras confesiones) así como la licitud de sus decisiones internas y autónomas puesto que a nada nos obligan si así no lo deseamos. Claro que lo mismo se debe predicar de judíos o musulmanes, mormones o adventistas, cuyas creencias deberán ser respetadas (aunque no se compartan) con el límite del derecho ajeno, lo que choca con esa exigencia tan burda (a mi juicio) de la “integración” de aquellos que vienen a nuestras tierras no por la admiración que sienten por nuestras costumbres o cultura, sino para alimentar a sus hijos. Y es que por integración muchos entienden asimilación.
El siguiente carteo se adentra en el punto más complejo, a saber, en qué se basa la moral de aquellos que no la fundan en un Absoluto que trascienda el sentido de la vida de cada uno de nosotros, qué impulsa a un no creyente a sacrificar incluso su vida por sus convicciones. La respuesta de Eco es clara y parte de la aclaración de que la existencia de un Absoluto no excluye que un creyente obre de forma inmoral por lo que tampoco cabrá extrañarse de que un no creyente también actúe de ese modo sin que dichos actos quepa atribuirlos a su condición de no creyente. Para Eco hay una serie de conceptos comunes a todo hombre, que le definen en el espacio, en su relación con el Universo, y que permiten establecer un punto común intercultural sobre el que fundar una ética laica que ordena el respeto a la corporeidad ajena.
Y aquí es donde el diálogo a dos se abre en forma de coro y entran en escena dos filósofos, dos periodistas y dos políticos para, alumbrar desde sus personales posiciones las posibles respuestas al guante lanzado por Carlo María Martini. Y este coro resulta en ocasiones disonante ya que cada cual apunta sus propias razones.
El filósofo Severino defiende que la técnica es el verdadero sustento de la ética dado que el progreso, la idea del devenir y la conciencia de que se debe hacer todo lo que esté en nuestra mano para favorecer el progreso técnico supone el ocaso de la civilización occidental y los valores que propugna, como esa idea del Absoluto, sea la propuesta por Martini (un Absoluto autónomo) o la de Eco (un Absoluto derivado de la dignidad humana o como quiera llamarse el principio natural en que se base). Sin embargo, parece que esa ética que propugna Severino adolecería de un relativismo que la haría inviable en la práctica favoreciendo a minorías que pretendieran imponer su criterio aún a costa de cualquier sacrificio. Y es que no son tan lejanos los tiempos en que los hombres eran inmolados bajo el peso de la idea del Progreso.
Pero ni siquiera la técnica sirve para otro filósofo –Manlio Sgalambro- quien defiende que cualquier acto de bondad supone la negación misma de Dios, que Dios es una naturaleza inferior que dispone un mundo propicio para el crimen y la maldad, de ahí que todo intento ético suponga la negación del plan divino.
Algo menos radical y más asentado en la realidad cotidiana y en la necesidad de fundar la ética laica en principios válidos y aplicables se manifiesta el periodista Eugenio Scalfari que niega que el Absoluto pueda fundar en la práctica una ética autónoma del contexto cultural e histórico para lo que pone el ejemplo de los actos de la Iglesia a lo largo de su historia, actos de violencia y odio pese a defender el Amor como uno de sus principios rectores. Para él, la pertenencia a la especie humana y el deseo de su preservación pugna con el sentimiento egoísta de la supervivencia propia y en esa lucha nace precisamente el impulso ético laico. Montanelli proclama su tristeza y pesar ante su imposibilidad de creer, ante el vacío de su vida y la imposibilidad de fijar un fin y sentido para la misma.
Desde el bando político, Vittorio Foa reclama el respeto que los otros merecen. Proclama que en un siglo presidido por el exterminio y la persecución cobra todo su sentido y nos hace preguntarnos cómo es posible que tanta diatriba sobre la ética, toda una tradición en la filosofía occidental, no sirviera para poner pronto freno a tanta barbarie. En parecidos términos se manifiesta Claudio Martelli quien hace una poda de los valores absolutos, rememorando los tiempos de la Ilustración, para alcanzar un mínimo común y practicable desde lo que denomina la ética de la tolerancia.
Y como cierre final, Carlo María Martini retoma la palabra para expresar su idea de que los tiempos actuales predisponen a la apatía, con su relativismo y su confianza ciega en la tecnología favoreciendo la presencia del Mal, tenga éste la manifestación que queramos, sin poder oponer al mismo una idea del Bien que nos permita, retomando las palabras iniciales de Umberto Eco, recuperar una Esperanza que nos arranque de las poltronas para proteger el único valor sobre el que todos estamos de acuerdo, la Vida, con independencia de cuál sea el fundamento en que basemos tal creencia.
Como iniciaba este largo comentario, el libro no contiene la respuesta a la pregunta que lanza desde su portada pero nadie en su sano juicio puede esperar una respuesta fácil a tal pregunta. Y en muchas ocasiones es de más utilidad la pregunta que la respuesta, el camino que la conclusión final. Para esto sí sirve este libro.