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25 de julio de 2008

Inglaterra, Inglaterra (Julian Barnes)


¿Llega un momento en el que el original comienza a dejar de parecernos auténtico?¿Es posible que prefiramos una copia, limpia, aséptica y sin genética propia, al original mismo? ¿Reducimos la realidad a una serie de imágenes simplistas que podemos manipular a nuestro antojo? En estas cuestiones se zambulle Inglaterra, Inglaterra, una original obra de Julian Barnes en la que plantea una fábula orwelliana con su habitual habilidad para la narración.

Julian Barnes fue una de las varias promesas de la literatura inglesa de los años ochenta, junto a autores como Martin Amis, Ian Mcewan o Kazuo Ishiguro. Desde entonces ha tenido ocasión de mostrar su talento en diversas obras. La reciente publicación de Arthur & George, soberbia recreación del fugaz cruce entre la vida del escritor Arthur Conan Doyle y el abogado de origen indio George Edalji, es un ejemplo perfecto de su interés por lo "inglés", sus símbolos y valores o la herencia de esa Inglaterra de finales del siglo XIX y principios del XX.

No es la primera vez que Barnes vuelve su mirada a Inglaterra, para repasar sus tópicos, su pasado e, inevitablemente atisbar el futuro en un mundo que le ha dejado de pertenecer. En 1998, Barnes publicó una obra íntegramente dedicada a esta materia, escrita desde la ironía (y el cariño) en la que fantasea sobre la creación de un parque temático que recoja la esencia de lo inglés.

Sir Jack Pitman, un multimillonario cuya nacionalidad original es dudosa (siempre los patriotas más vocingleros suelen ser los de adopción) desea culminar su vida invirtiendo una fortuna en la compra de un territorio (la isla de Wight será el objetivo final) para recrear al modo de un parque de atracciones temático, todo aquello que se debe ver y conocer de Inglaterra. De este modo, pretende, de una parte, conservar las esencias (o la imagen popular de éstas) de su país, así como preservarlas de los propios ingleses.

La idea que fundamenta el proyecto es la de que el público desea antes la copia que el original, más aún cuando la reproducción se le presenta de manera aceptable y cómoda, pudiendo visitar en un día aquello que requeriría varias semanas de fatigosos esfuerzos en la Inglaterra real. Desayunar sobre los acantilados de Dover, almorzar en Stratford-upon-Avon para luego tomar el té en un cottage con tejado de paja y cenar ante una espléndida puesta de sol en Stonehenge son sólo algunas de las múltiples posibilidades que ofrece la nueva Inglaterra, que, para destacar más su pretensión de sustituir a la original, lleva por nombre Inglaterra, Inglaterra.

En el catálogo de lo british más puro no faltan los taxis londinenses, los beefeaters, los autobuses de dos pisos, las cabinas telefónicas o el Big Ben. Pero para demostrar que no hay nada que la imaginación y el dinero (junto con la dosis adecuada de chantaje y coacción) puedan conseguir, también se podrá compartir una velada con el Dr. Samuel Johnson y sus inteligentes disertaciones, asistir a un asalto de la alegre pandilla de Robin Hood, contemplar en los cielos de Wight una representación de la Batalla de Inglaterra o disfrutar del cambio de guardia y la salutación de unos monarcas auténticos.

Para ello, Sir Pitman se rodea de un equipo de colaboradores multidisciplinar que le ayude a plasmar su idea en hechos concretos. Conviven así, un historiador estrella mediática de la televisión, un captador de ideas cuya única tarea inicial es la de grabar las ocurrencias espontáneas de su jefe, o una psicóloga -Martha Cochrane, cuyo papel fundamental es aportar negatividad y cinismo a las reuniones.

Martha es precisamente el personaje conductor de la novela, eclipsada en ocasiones por el todopoderoso Pitman. Su infancia difícil, abandonada por su padre, y su madurez compleja debido a varias relaciones insatisfactorias, configuran una visión del mundo que atrae de inmediato al millonario, que admira su crudeza y sarcasmo, y a otros miembros del equipo. De ser una empleada más pasa a ocupar un papel relevante dentro de la empresa (no explicaremos el cómo, sólo que Cochrane ha aprendido a manejar los mismos instrumentos que su jefe) y consigue convertir Inglaterra, Inglaterra en un completo éxito mercantil.

La identificación de la copia con el original es tan grande que, con el tiempo, los propios empleados del parque comienzan a identificarse con sus personajes. Robin Hood roba animales de granjas próximas, Johnson cae en una profunda melancolía abúlica y la copia empieza a querer parecerse demasiado al original, a cobrar vida propia, a reclamar su autonomía. Se da así la paradoja de que el modelo estático, destinado a eternizar Inglaterra, acaba por tornarse dinámico, asumiendo los valores mercantiles y falsarios de los que Pitman renegaba inicialmente.

Martha, tras su caída en desgracias, regresa a Inglaterra (a secas) y Barnes nos ofrece el contrapunto a lo que ocurre en la feliz Inglaterra, Inglaterra. Debido a su éxito comercial la pérfida Albión ha perdido todo su empuje económico, los especuladores han hundido la libra, el turismo abandona las islas, las instituciones internacionales le dan la espalda y la aristocracia se exilia en el Continente. Escocia y Galés aprovechan la oportunidad para independizarse y expandirse comprando tierras a los condados ingleses empobrecidos. Sin embargo, lo peor es que, tras ver arrebatada su historia, Inglaterra ha perdido la conciencia de sí misma (terrible pesadilla en un mundo en el que la globalización favorece la uniformidad) y debe buscar una nueva.

La nueva Inglaterra se rebautiza como Anglia, en un intento de recuperar sus raíces históricas. El regreso de los inmigrantes a sus países de origen ha convertido a Anglia en un estado rural y despoblado. Los transportes recuperan la fuerza animal como principal energía y la alimentación se limita a aquello que puede producir la tierra. Finalmente, Anglia ha vuelto a su más pura esencia medieval y rural, frente a Inglaterra, Inglaterra que tras crearse con la finalidad de copiar el original, recrear su pasado se convierte en futuro. Paradojas del destino de las que Martha tampoco logra escapar en su viaje por reconstruir su trayecto vital.

Inglaterra, Inglaterra, está escrita con la habitual maestría de Julian Barnes, con su preciosismo detallista y su ritmo narrativo impecable. No obstante, en algunos momentos, el esfuerzo de Barnes parece dirigirse a explicaciones excesivamente prolijas de aspectos claramente accesorios, mientras que en otros pasajes los acontecimientos se desencadenan con excesiva precipitación lo que hace perder el equilibrio narrativo. La combinación de aspectos psicológicos, la fabulación sobre el futuro de Anglia o el contraste entre realidad y copia resultan en ocasiones confusas.

Pese a no ser una de las mejores obras de Barnes, su argumento es tremendamente atractivo, original y muy sugerente; su estilo, brillante; y el resultado general más que aceptable. Ironía y reflexión, historia y ficción combinadas con acertadas reflexiones del autor sobre aspectos tan dispares como el arte, la felicidad y el amor la convierten en algo más que una curiosidad.



2 de septiembre de 2007

Arthur & George (Julian Barnes)


Arthur & George es un díptico que enfrenta la vida de dos contemporáneos cuyas vidas se cruzaron fugazmente pese a su natural divergencia. George es un joven abogado de origen indio que, en la Inglaterra eduardiana de principios del siglo XX, es acusado, juzgado y condenado por rajar el vientre y causar la muerte de varios animales en un condado rural. Su carácter reservado, sus escasas dotes para la comunicación humana, su origen racial y su exclusivo interés por el mundo del Derecho, despreciando otras aficiones más mundanas como las mujeres o el alcohol, le convierten en un espécimen extraño, una rareza en una comunicad intransigente y dispuesta a atribuirle cualquier iniquidad por no querer ser uno más.
Arthur es, naturalmente, el gran escritor Conan Doyle cuya infancia se vio influida por una educación centrada en los elevados principios morales de la Vieja Inglaterra según los cuáles, el ejercicio de deportes físicos servía para templar las tentaciones de la carne, fumar delante de una dama era considerado una absoluta grosería y el honor propio estaba por encima de cualquier otra cuestión terrenal. Pese a que en su infancia conoció la pobreza relativa como consecuencia de la conducta errática y bohemia de su padre – lo que forzó a su pobre y adorada madre a sacar adelante a su parentela- logró abrirse camino, primero como médico, posteriormente como oftalmólogo y, finalmente, dado que la escasez de clientes le permitía escribir en su despacho profesional, como autor de éxito.
Es conocida la aversión que Conan Doyle acabó desarrollando por Sherlock Holmes a quien mató y posteriormente resucitó ante los ruegos de su público (y de su propia madre). Arthur siempre prefirió sus novelas medievales en las que el ideal caballeresco era la esencia. Precisamente ese ideal es el que le llevó a lo largo de su vida a consagrar sus esfuerzos a diversas causas que consideraba justas. Así, organizó numerosas colectas a favor de desvalidos que llamaban su atención por cualquier motivo- por ejemplo el ganador de la maratón de las olimpiadas de Londres descalificado por haber sido ayudado a levantarse a pocos metros de la meta-, se manifestó en contra del sufragio femenino, tomó partido por la mayoría de asuntos públicos de la Inglaterra de su época e intervino activamente en diversos casos judiciales.
En esta última faceta es donde se encuentran fugazmente la vida de estos dos hombres. Arthur Conan Doyle investigó, escribió artículos, promocionó una comisión del gobierno y logró, finalmente, la anulación de la sentencia que condenaba a siete años de trabajos forzados al bueno de George Edalji, incapaz por otro lado de acercarse a una vaca, no digamos ya de abrirle la panza.
A primera vista se podría establecer una relación natural entre las labores “reales” de investigador justiciero de Conan Doyle y las “ficticias” de su creación literaria. Sin embargo, y a diferencia de lo que señalan facilonamente la mayoría de las críticas que se han publicado de este libro, creo que el origen de este impulso está más relacionado con el carácter de desfacedor de entuertos, casi quijotesco, propio de sus ideales elevados. Su interés era limpiar la vergüenza que sentía como inglés por el estrepitoso fracaso que la administración pública (policía, jueces, jurado popular y políticos) había jugado en este episodio. De hecho, a partir de este suceso, y con el fin de prevenir injusticias similares se crearon los Tribunales de Apelación.
Sin duda, y pese a que el título parece mostrarnos a dos personajes en igualdad de condiciones, el libro gira inevitablemente en torno a la vida de Conan Doyle, no sólo por ser más conocida, sino porque su carácter, su infinita energía, su concepción del honor y la visión que de sí mismo tenía (no precisamente modesta) son un poderoso imán al que Barnes sabe sacar un brillo especial que le hace aún más atrayente.
Sin embargo, y a un nivel puramente literario, es la recreación de la vida de George Edalji, cómo se construye ante nuestros ojos asombrados la personalidad y el esbozo de sus pensamientos más íntimos, lo que da la medida del enorme talento de Julian Barnes. El autor sabe tomar una historia real y trocarla, más allá de la pura anécdota, en un territorio literario propio. Mediante un estilo engañosamente sencillo (apenas parece advertirse el trabajo del autor) y con precisión aritmética, se nos desgrana en paralelo el curso de la vida de estos dos hombres ejemplificando dos formas de entender la vida y afrontar sus desafíos.