Esta entrada ha sido publicada previamente en el blog Notas para lectores curiosos de Elena Rius en una serie sobre bibliotecas de lectores, escritores, bloggers y similares. Mi agradecimiento a Elena por haber contado conmigo y mi recomendación para visitar su estupendo blog.
Generalmente
entendemos por biblioteca el lugar en el que se colocan los libros y, por
extensión, el conjunto de libros en ella conservados. Es una definición
elemental pero con la que no me siento especialmente cómodo. Trataré, por tanto,
de exponer mi propia noción de biblioteca, a la fuerza personal y provocadora. Si
de niños se nos decía que el mejor amigo era un libro, la biblioteca debería
ser, simple regla de tres, un bar atestado de amigos.
Mi
biblioteca tiene algo de ese trasiego y desorganizado ambiente que se respira
en los bares de toda la vida, los de clientela fija que ha trabado amistad
recíproca y en los que los recién llegados son mirados con circunspección hasta
que se tornan en habituales.
Me
explico y voy entrando en materia. No me atrevería a decir que mi biblioteca
carezca de orden, tan solo que éste resulta del azar. Por mucho que en cada
mudanza los libros se coloquen con ciertos criterios convencionales
(determinadas editoriales, algunos autores favoritos, ciertas temáticas
recurrentes e, inevitablemente, altura y fondo de algunos volúmenes
especialmente desproporcionados), a los pocos meses apenas nada pervive de
aquel ordenamiento ideal.
El paraíso de los elefantes |
Pero
lo más frecuente es que, al tomar un libro, uno repare en el que tiene al lado
o dos posiciones a derecha o izquierda y tenga el impulso de cogerlo igualmente
y llevarlos por un tiempo a la mesilla de noche, a la mesa del salón o a
cualquier otro lugar que permita disfrutar nuevamente del viejo amigo
reencontrado, lo que supone que la biblioteca está en mutación permanente.
La
falta de metodología en la clasificación supone un interesante experimento que
favorece la libre asociación. Vuelvo a sentarme a escribir estas líneas después
de revisar algunos estantes. ¿Habría algún motivo que llevara a que La toma del poder por los nazis y El Pentateuco de Isaac hayan terminado
uno junto a otro, portada sobre contraportada? ¿Qué interesantes asociaciones
evoca la yuxtaposición de El mundo según
Garp y Lamentaciones de un prepucio?
¿Ha sido acaso la lógica geográfica la que unió Berlín Alexanderplatz y La
Praga de Kafka, o tal vez la coincidencia del tiempo histórico relatado o,
simplemente, que los últimos días felices de Kafka fueron los disfrutados en la
capital alemana?
Indagar
en estas íntimas conexiones puede ser una buena forma de pasar el tiempo pero,
por encima de todo, nos obliga a conocer mejor nuestros libros, a darle un sentido
a lo que leemos y al motivo que nos lleva a escoger esas lecturas y no otras.
La
biblioteca es el resultado de un largo periplo acumulativo que va dejando
estratos como los revelados en las excavaciones arqueológicas y que nos sirve
para explicar cómo hemos ido cambiando con el tiempo. ¿Por qué durante los
estudios las novelas parecían frívolas y actualmente los ensayos tienden a
convertirse en una rareza?¿Cuándo fue la última vez que compré un libro de
poesía?¿Cómo es posible que tenga más libros de teatro que asistencias a representaciones?
Mi
biblioteca me interroga de este modo insolente cada vez que me acerco a ella.
Pero ya no se lo tengo en cuenta porque su origen es algo callejero y mestizo.
En ella se entremezclan ediciones baratas, colecciones entregadas por un precio
irrisorio junto a un periódico, algunos volúmenes con un poco más de lustre y
ninguna joya bibliográfica. Pero a mis ojos, como a los de un padre, todos los
libros son iguales (aún sabiendo que no lo son) y todos -bueno, casi todos- me
han hecho disfrutar enormemente.
Libros en lista de espera |
Así,
pese a tener la extraordinaria versión de Galaxia
Gutenberg de las Obras Completas
de Kafka, sigo abriendo con placer la versión de Laurent, publicada en España
por la editorial Teorema pese a
conocer sus trampas, su origen en una traducción de una traducción, su más que
discutible criterio cronológico y otras tantas faltas. Pero gracias a ella llegué
a Kafka, y en muestra de agradecimiento, a ella sigo recurriendo con frecuencia.
Más aún, algunos textos sólo me resultan reconocibles en la traducción de esta
edición innoble.
Pero
mi biblioteca, tal y como la describo, no solo es fuente de placer. Por
desgracia, cuando hay necesidad de buscar un libro concreto, se echa de menos
un criterio más claro, un orden alfabético o similar, algo simple pero eficaz.
Así, en los últimos dos años he iniciado diversas exploraciones con el fin de
localizar la biografía de John Lennon escrita por Philip Norman y la de Tolstoi
escrita por Mauricio Wiesenthal (El viejo
León) sin el menor éxito. He sopesado el posible robo por parte de familia,
amigos o empleada del hogar pero, la verdad, aún no he logrado encontrar un
móvil común que explique ambas desapariciones. Tal vez si tuviera un estante
reservado exclusivamente a los grandes
maestros de la novela detectivesca u otro para los relatos de los grandes
exploradores del pasado, podría reiniciar con mejor fortuna la búsqueda.
Precisamente
estas tristes desapariciones me han llevado recientemente a tomar una drástica
decisión: los libros por leer se relegan a una estantería menor, un mueble
reservado para películas y otros objetos que uno acumula en la vida. Sólo tras su
lectura pasan del limbo al paraíso libresco.
Pero
allí donde se reúnen dos o más libros terminan por aplicarse las mismas leyes
eternas de la biblioteca. Así, paso largas temporadas ponderando la evidente
conexión entre Los amores de un
bibliómano y su inmediato vecino, Leer Lolita en Teherán, nuevamente leo
hojas sueltas de una biografía sobre Stefan Zweig mientras hago y rehago mi lista
de próximos libros a leer. Dicho sea de paso, una promesa que suelo incumplir
con infidelidades de última hora.
Pero
peor aún es el recuerdo de los libros que sabes robados a ciencia cierta, ante
tus propias narices. Es el caso de la edición de La isla del tesoro de Tus Libros
(Anaya) que aún sigue sembrando disputa familiar con mi hermano y que,
espero que al leer estas líneas, recapacite y me devuelva aquello que es mío y
reconozca que nadie en su sano juicio renunciaría con catorce años a tal
monumento de las letras y que, aún si lo hubiera hecho, sólo la estupidez
propia de esa edad explicaría una donación que, a todas luces, es nula. Conste
que para ese ejemplar sí guardo un lugar en mi biblioteca, justo al lado de la
primera y segunda parte de Robinson
Crusoe.
Dejemos
a la familia y volvamos a los libros. ¿Cuántas lentejas se pueden contar en un
kilo de lentejas? Carezco de referencias ciertas y tanto me da quinientas que
mil doscientas. Aventurar una cifra de los libros atesorados es tan inapropiado
como inconveniente enumerar las antiguas amantes como argumento para una nueva
conquista. Lo cierto es que el número es lo suficientemente amplio como para
comprar dos veces el mismo libro y llegar a leerlo hasta casi completarlo sin
percatarme de que lo que parecía un leve déjà
vu no era sino una muestra de senilidad precoz. Dejemos sentado que este
triste incidente fue, al menos, el origen de Confieso que he leído, un intento de emular a San Pedro con sus
llaves al pie de la laguna Estigia que separa el estante de libros aún no
leídos de la biblioteca propiamente dicha.
Pero
la biblioteca encierra en su interior el germen de su destrucción. Los libros
se convierten en un problema de espacio público. Se amontonan sin mesura. Uno
no puede evitar comprar para leer en verano, para cuando se jubile o por si
llega el caso en que la historia de los maragatos le resulte lo suficientemente
atractiva como para devorarla con apasionamiento. Pero, forzoso es reconocerlo,
las leyes físicas tienden a poner puertas al campo bibliófilo.
Por
esta razón, entre otras muchas, soy un ferviente defensor de los libros
digitales, al menos en tanto el precio de la vivienda no baje. Aunque me precio
de reconocer determinados libros por su olor y tacto (aquel fue el día en que
mi mujer se dio cuenta de que algo andaba definitivamente mal en mi cabeza) lo
cierto es que, por encima de todo, aprecio el contenido. Con hermosas
ilustraciones o tipografía excelsa El
Aleph es una colección de relatos que se acurruca en nuestro inconsciente
más allá del concreto soporte que nos lo reveló.
Ahora
ya puedo acumular sin miedo todos esos libros que sé que no podré leer, y a
nadie debo rendir cuentas. El único espacio que ocupo es el de un disco duro y
un dispositivo de lectura. ¿Tiene sentido tener tres traducciones diferentes al
inglés de la Odisea? Ninguno. Pero, ¿alguien podría resistirse a comprobar el
modo en que los ingleses veían esta obra antes de pretender convertirse en los
herederos de la Grecia Clásica, durante la consolidación de su Imperio y con
posterioridad a su caída? Yo no, aunque anticipo que sólo llegaré a comparar
las primeras líneas, si llega el caso.
Por
otro lado, la biblioteca digital permite acabar definitivamente con el problema
del orden. Puedo adoptar criterios racionales en apenas un segundo. Orden
alfabético de títulos o autor, extensión o fecha en las que las he adquirido.
Todo a un clic. Más aún, se acabaron los esfuerzos por localizar un libro
concreto o un pasaje determinado. Todo sencillo y limpio.
Demasiado
sencillo y demasiado limpio. Me apena mi hijo que no disfrutará de horas y
horas husmeando sus propios libros, estornudando por el polvo acumulado o
jurando en arameo cuando al sacar un libro otro nos cae en la cabeza. Nunca
alcanzará la gloria de localizar finalmente El
viejo León (aún confío en rescatarlo de su cautiverio). Una vulgar copia de
seguridad prevendrá estos incidentes a los que hoy somos tan propensos. Podrá
prestar libros sin desprenderse de ellos (los libros digitales permiten igualar
la multiplicación de panes y peces) y la nube perpetuará su posesión más allá
de este mundo físico.
Pero
yo me refugio en mi biblioteca, en el sentido que aún tiene para mí, pese a que
poco a poco también lo va perdiendo. Estos libros me acompañaron hasta hoy,
como mis mejores amigos, y lo seguirán haciendo. Pronto serán embalados para
una nueva mudanza y no habrá consejo decorativo que me detenga a la hora de
reabrir mi viejo bar, tan concurrido o más que siempre. Y aunque quizá con el
tiempo lo visite menos, que nadie lo dude, jamás colgaré el cartel de Se traspasa.