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10 de octubre de 2025

La ciudad sin judíos (Hugo Bettauer)



Las novelas en torno a la Shoah y el nazismo forman un género en sí mismas, muy apreciado por los lectores. Estas obras suelen ser bastante conocidas y accesibles y cuentan con notables propagandistas y fieles prescriptores, de ahí que el género parezca no tener fin. Por eso, sorprende notablemente que La ciudad sin judíos (Hugo Brautter), publicada por Cátedra con traducción de Miguel Ángel Vega Cernuda, no sea célebre, ni tan siquiera muy conocida, más bien lo contrario, ni siquiera en su país de origen, Austria.


A su favor tiene el tratarse de un texto breve, de muy fácil lectura, sin especiales complejidades estilísticas. No debemos olvidar en este punto el enorme mérito de esta edición de Cátedra. La breve extensión de la novela queda compensada por el abundante texto introductorio que aborda este libro desde muy diversos puntos de vista. La obra del autor, sus adaptaciones fílmicas, las implicaciones políticas, el asesinato del autor, el éxito de ventas, la caída en el olvido, la traducción, las relaciones de ida y vuelta entre las letras castellanas y las austríacas, etc. Asimismo, las notas son abundantísimas, tal vez excesivas al detallar cada mínimo aspecto que el autor cita, sea una calle, un modismo austriaco, un periódico, un personaje célebre, un edificio, un monte o un recodo de un río.


Pero el principal pensamiento que le viene a la mente a uno tras concluir la lectura de esta novela es cómo ha podido pasarle inadvertida por tanto tiempo. Y es que, al margen de la calidad del texto en sí a la que luego nos referiremos, esta obrita tiene todo para ser un título reconocido y leído por un público siempre ávido de lecturas en torno al judaísmo y la Segunda Guerra Mundial.


Comencemos por su argumento. En la Austria posterior al desmembramiento del Imperio austrohúngaro, la necesidad de recuperar el orgullo herido, de evocar una grandeza pasada que la estrechez territorial a que ahora se ve reducida es una afrenta continua y en la que la hiperinflación deja maltrecha la economía, los políticos mayoritarios encuentran una fácil solución: expulsar a todos los judíos, practicantes o asimilados, descendientes incluidos, incluso los convertidos al cristianismo y bautizados, de modo que la pureza de la raza cristiana se convierta en el factor aglutinador que permita dar el salto a una nación ávida de recuperar esplendor y riqueza de manera rápida y sencilla.

 

Evidentemente, las motivaciones raciales, la secular desconfianza, la acusación velada de que los judíos no penan por la crisis igual que los honrados austriacos cristianos, no esconde que esta migración forzosa y repentina viene acompañada por la expropiación de facto de todas las riquezas y propiedades judías, incluyendo empresas, grandes o pequeñas.

 

Pero los planes mejor trazados a menudo se tuercen y pronto se ve que los empresarios que sustituyen a los judíos no son tan avezados, que la crisis internacional golpea aún con mayor crudeza a Austria que ha perdido parte de su apoyo financiero internacional que lograban los judíos con sus empresas multinacionales. Pronto se ve que la vida, no solo en lo económico, también en lo mundano, decae y que las turbas, tan fáciles de manejar como complicadas de controlar cuando se vuelven contra uno, pronto buscarán culpables de las consecuencias de una decisión no muy bien meditada.

 

Continuemos por el contexto histórico de la obra. Ésta fue publicada en una fecha tan temprana como 1924, es decir, cuando los nazis apenas eran vistos como una facción más de los múltiples extremistas que trataban de obtener rédito político del descontento popular por la pérdida de la guerra en todos los países de habla germánica, así como por las terribles consecuencias de la crisis económica, acuciada por las indemnizaciones y desmantelamiento industrial que llegaron tras la firma del Pacto de Versalles.

 

Llegamos ya al autor, Hugo Bettauer un polemista, escritor de éxito, judío por más señas, que supo ver como nadie antes cuáles serían las dinámicas que paso a paso seguirían los miembros del NSDAP, los propagandistas de Goebbels, las camisas pardas de las SA. Todo esto lo vio con terrible premonición, o al menos lo puso por escrito, tal vez para conjurar sus miedos, tal vez para tratar de alentar una reacción que hiciera imposible su visión.

 

Pero Bettauer encarna de otro modo la tragedia que se cerniría sobre el pueblo judío. Su fama y posición militante le llevaron a ser asesinado poco después de la publicación de esta obra, es decir, Bettauer fue una de las primeras víctimas del nazismo en Austria y pagó por su denuncia, la que el lector tiene ahora entre sus manos.

 



 

Continuemos con los aspectos más formales de la obra. Ésta es breve, amena, muy ligera pese a que el tema parece de difícil tratamiento. Pero esa liviandad no deriva tanto de la maestría de Bettauer sino más bien de su manejo sencillo, casi simple, del argumento. La trama es sencilla y lineal, apropiada para los libros publicados a modo de folletines y que se vendían a miles en los quioscos de toda Austria. No se buscaba la maestría formal, tan solo la inmediatez y el entretenimiento. Pero aquí Bettauer nos ofrecía algo más, una advertencia, una señal que traía la imagen de un futuro que muchos leerían más bien como ciencia ficción.  


Los aspectos más generales del argumento tienen su correspondiente trama a nivel individual, en forma de una pareja de enamorados que han de separarse por esta incomprensible expulsión. En suma, la obra no es excesivamente meritoria, aunque sin duda, tampoco lo son muchas de las que abordan el tema judío. Así pues, ¿qué es lo que hace que este libro no sea más conocido, aunque solo sea por su carácter casi profético?.

 

Tal vez la razón se encuentre en la solución que propone el autor, ese desenlace happy-end con el que rebaja de golpe toda la gravedad y denuncia que se esconde bajo el planteamiento argumental. Pero, sin duda, este reproche es injusto y solo cobra todo su sentido desde nuestros días, desde nuestro conocimiento de lo que estaba por llegar. No podemos aceptar que, tras una conciencia tan reveladora, Bettauer no nos hable de cámaras de gas, de campos de exterminio y carteras hechas con piel humana. Por el contrario, en esta página se destila un humor e ironía que nos extrañan, precisamente porque creemos que este tema está reñido con esa ironía, porque no podemos aceptar un final feliz sabiendo que éste nunca llegó y que la inocencia del autor rebaja el don de la adivinación y presciencia que le atribuimos al leer las primeras páginas.

 

Sin embargo, Bettauer pagó con su vida por poner de manifiesto tendencias que se harían realidad en poco tiempo. Como tantas veces hemos comentado en estas reseñas, lo que seguramente más enfurecía a sus detractores era el humor. Los políticos partidarios de la expulsión de los judíos son retratados como torpes burócratas, borrachos, simples y codiciosos. Explicitan el deseo de expulsar a los judíos porque estos son mejores, más inteligentes y capaces que ellos, una competencia desleal en suma. Un supremacista tolerará pocas cosas, pero la burla no es una de ellas.    


La ciudad sin judíos es una lectura extraña por tanto, que nos gusta y nos causa incomodidad al tiempo, que nos coloca ante unos hechos tan reveladores y bien argumentados que casi olvidamos que en 1924 nadie parecía capaz de anticiparlo, pero si Bettauer lo hizo, tal vez todos pudieron, todos debieron poder hacerlo, ….. Muchas preguntas, escasas respuestas que Bettauer no nos pudo dar.





 





21 de septiembre de 2025

Frankenstein en Bagdad (Ahmed Saadawi)

 

¿Puede un monstruo hecho de cadáveres ser más humano que quienes lo rodean? Frankenstein en Bagdad de Ahmed Saadawi no revive solo el mito de Shelley: lo injerta en una ciudad destrozada por bombas, venganzas y ausencias. El resultado es una criatura literaria tan perturbadora como necesaria, espejo de un Irak donde lo fantástico se confunde con lo cotidiano y donde la verdadera pesadilla no es el monstruo, sino la realidad.

Frankenstein de Mary Shelley es un monstruo que surge del temor a los avances científicos, una chispa eléctrica que pone en pie todos los temores de un tiempo que se asoma al milagro de crear vida al margen del Creador y que, por tanto, ha de expiar esos pecados.

Pero nuestros días ya han conocido esos milagros biológicos o, al menos, conviven con la certeza de que están al alcance de la mano, y las cuestiones éticas quedan muy lejos de la opinión de la mayoría. En franco contraste con este futuro de promisión, muchos países viven entregados a otros miedos, más clásicos y conocidos: los miedos de siempre.

Un coche bomba arranca la vida de los niños (siempre hay niños en las calles de estos países), y sus madres gritan y se golpean el rostro porque está en nuestros genes enterrar a nuestros padres, pero nada nos prepara para enterrar el cuerpo de nuestros hijos. Y los padres, que siempre parecen llegar más tarde al lugar de los hechos, vociferan exaltados contra el culpable, directo o no, de la matanza, clamando venganza porque, en nuestra base tribal, todo daño recibido se paga con daño infligido: una justa equidad con milenios de tradición.

Y si no es un coche, será un registro armado de la vivienda que la destroza, expone las miserias a ojos extraños, avergüenza a los ancianos y a las mujeres. Y si no fuera esto, sería un ataque mal medido, un daño colateral, una bala perdida o una persona que desaparece sin más; no se sabe si por voluntad propia, para cumplir el mandamiento de la venganza, o privada de voluntad por haber estado, sin más culpa, en el lugar equivocado.

Y si todo esto no bastara, sería la falta de electricidad o su suministro intermitente, la falta de alimentos, la basura en las calles, la destrucción de hospitales y escuelas o la más absoluta pérdida de valor de la vida humana.

Porque todo esto sufren los personajes de Frankenstein en Bagdad (Libros del Asteroide, traducción de Ana G. Bardají), sin duda una de las mejores novelas que he leído recientemente, y que recrea de un modo original y hermoso el mito de Prometeo.

Se puede definir este libro como una obra coral en la que diversas tramas argumentales se cruzan como el dédalo de las calles de un bazar persa. La arteria principal la forma Hadi, buhonero en los lindes de la sociedad que, llevado por una misión que no alcanza a comprender, recoge restos humanos de los infinitos atentados que destrozan Bagdad para ir construyendo un cuerpo formado por todos esos desechos que los equipos de limpieza han olvidado, tal vez bajo un coche o más allá de la verja de un parque. Su idea es entregar el resultado final a las autoridades médicas como representación de todos los cuerpos insepultos que el conflicto deja a diario.


Sin embargo, por medios increíbles, la vida encuentra acomodo en el cuerpo parcheado de restos humanos. E insuflado de vida, el Sin Nombre, que es como Hadi lo llama, comenzará otro siniestro periplo para cumplir un destino no previsto por su creador.

Decidido a vengar la muerte de cada uno de los que han aportado alguna parte de su cuerpo al conjunto, el Como-se-llame emprende una cruzada que sólo concluirá cuando el último pedazo de carne que porta haya encontrado su justa compensación. Y para ello, amparado en una fuerza ciclópea, impropia de lo abigarrado de su cuerpo y de su naturaleza inmortal, inicia su tránsito terrenal en el que arrastrará a muchos otros.

Y en ese camino, mezcla de insensatez y locura, el Como-se-llame recorre el barrio de Karrada, en el que sus habitantes forman una comunidad heterogénea. Elisheva, una anciana cristiana que habla con el San Jorge de un cuadro colgado en su salón, implora el regreso de su hijo, desaparecido en la guerra con Irán. Una vecina envidiosa pero caritativa odia por encima de todo al arribista que se está haciendo con la mayoría de las casas del barrio, amenazando a sus ocupantes o engañándolos, aprovechándose del clima de violencia y terror en que viven todos ellos.

La brutal actualidad no es ajena a la novela, sacudida por los atentados y por la presencia de facciones que luchan por el control de barrios o incluso de una simple manzana, aún a costa de la vida de los pacíficos habitantes que no pueden confiarse a las fuerzas de un Estado que no solo es débil y está intervenido por las autoridades ocupantes, sino que refleja en su interior todas las contradicciones que Irak arrastra desde su independencia, tal y como da cuenta el coronel Surur.

Los soldados estadounidenses aparecen y desaparecen de manera casi caprichosa por los escenarios de la desgracia. Siempre sin rostro, siempre sin nombre: una fuerza mecánica, como rambos de atrezo, meros figurantes que carecen de personalidad y vestigio humano frente al Como-se-llame, no Ahmed Saadawi, sino el narrador de la novela, es un narrador caprichoso que, de un modo similar al de Cide Hamete Benengeli, nos desvela lo que le ha sido revelado por otras fuentes y entremezcla su narración con las mil y una historias que inventa Hadi, ese Homero que trata de buscar cordura en un mundo tan lleno de brutalidad y falto de sentido como pudo ser el de los aqueos.

Pero no hablamos de un tiempo pasado hace casi tres milenios, sino de nuestros días extraños, en los que se mezcla una ciudad atenazada por el miedo y la violencia, apenas sin suministro de agua potable, pero en la que muchos de sus habitantes disfrutan de un smartphone con el que consultar internet.

Y es en este tiempo extraño, pero a la vez tan parejo al de la Antigüedad, en el que se puede atribuir al Como-se-llame todos los sueños y esperanzas, o los temores y remordimientos que cada uno quiera atribuirle, porque lo inalcanzable e inexplicable tiene ese poder: el de un mito compartido en el que cada uno encuentra la explicación que le quiera atribuir.

El relato de Saadawi se mueve en esa fina línea en la que la crudeza y violencia que describe se suaviza por un genio narrativo deslumbrante. Su sabiduría para combinar los personajes más humanos y creíbles con un tono que se acerca al realismo mágico de autores como Rushdie hace de Frankenstein en Bagdad un libro memorable que nos hace recuperar el gusto por una lectura que ansía devorar capítulo tras capítulo, al tiempo que lamenta acercarse al final de la historia.

La triste realidad iraquí y las penurias de sus habitantes son un desaliñado decorado para esta obra maestra que, sin duda, el autor habría preferido no escribir. Pero su brillo literario nos permite acercarnos a una realidad desde una perspectiva más cierta y humana que la de cualquier titular del telediario, apenas quince segundos de sangre y terror. Aquí, por el contrario, la rabia y el dolor, la esperanza y la crueldad encuentran un mejor reflejo, puesto que la literatura es, a muchos efectos, el mejor espejo de una realidad cuando esta nos es negada por otras vías.

Y quizá por eso este Frankenstein moderno no provoque miedo, sino comprensión. Porque el verdadero horror no está en lo fantástico, sino en lo cotidiano: en una ciudad que sangra, en unos cuerpos mutilados, en una justicia imposible. Frankenstein en Bagdad no es solo una novela poderosa, es también una elegía política, una meditación moral, una advertencia universal.

 

 

10 de junio de 2025

Fahrenheit 451 (Ray Bradbury)

 


¿Y si el futuro no fuera un lugar de oscuridad, sino de luces brillantes que ciegan? En Fahrenheit 451, Ray Bradbury imaginó una sociedad feliz, veloz y entretenida donde pensar es subversivo y leer, un crimen. Un mundo en el que los bomberos prenden fuego a los libros y nadie se pregunta por qué. Al releer esta distopía en 2024, lo inquietante no es su exageración, sino lo cerca que estamos ya. 

 

Fahrenheit 451 es la temperatura a la que combustiona el papel, dato científico  que conoce bien Guy Montag, el bombero protagonista de la distopía escrita por Ray Bradbury en 1953. Y lo sabe bien porque lleva esa cifra, esos 451 grados en el escudo de su casco, un recordatorio de cuál es la función de un bombero en un tiempo en el que las casas son incombustibles y la misión de los apagafuegos ha pasado a ser la de prenderlos, rociar de queroseno los libros y quemarlos hasta reducirlos a cenizas y quemar seguidamente esas cenizas para asegurarse de la total destrucción de la palabra escrita.


¿Cómo hemos llegado a esta situación? Es fácil, el gobierno busca la felicidad de sus súbditos y, por tanto, interpreta qué es lo que trae la misma a la vida. El Estado provee diversión adecuada, provee de trabajos y provee de todo cuanto uno puede necesitar. Las casas son incombustibles, las paredes de las habitaciones son pantallas, podemos ser los protagonistas de las telenovelas que vemos, podemos escuchar buena música elegida por un burócrata en una especie de auriculares, viajamos en cómodos y asépticos trenes neumáticos, como el correo en la Europa central de entreguerras.


Ya no hace falta que uno piense, que alguien se tome molestias en hacer lo que otros han decidido por él. Las clases son simple visionado de videos, hay parques para destrozar cosas porque la violencia no ha sido totalmente suprimida y hay que dejarla salir, incluso la velocidad sirve como válvula de escape y los conductores aceleran de manera inverosímil, sus modernos coches, de modo que las vallas publicitarias han de alargarse cientos de metros para que puedan seguir siendo vistas a tal velocidad. La hierba, el pequeño brote ha desaparecido, no ha hecho falta extirparla, simplemente la velocidad reduce la vegetación a una mancha verde, nadie se toma la molestia de andar, para qué ir a cualquier lugar con esfuerzo y lentitud. Tampoco nadie se toma la molestia de hablar con su vecino, con su familia, de qué hablar, todo lo sabemos ya, es decir, nada sabemos. Los arquitectos, al servicio de esta nueva era han suprimido de sus proyectos las terrazas, los porches, los lugares que inviten a la reunión y la conversación.


Y menos que nada, quién necesita leer, envenenar sus pensamientos con los pensamientos del pasado, la más de las veces ideas peligrosas, que pervierten las mentes del nuevo mundo. Nadie necesita hacerse preguntas, sembrar dudas. Los libros comienzan a verse con desconfianza. y poco a poco van siendo aparcados. Se hacen versiones reducidas, se condensan los argumentos de los clásicos, se achata su extensión, para qué leer Crimen y Castigo si en una única página se puede concretar su argumento. Y es éste el paso previo al desprecio del esfuerzo como camino del deleite, la antesala a la prohibición de los libros por nuestro bien.


Bradbury cuenta en el postfacio de esta novela que la idea surgió cuando fue detenido por un policía que consideró sospechoso que se paseara por la calle charlando con un colega. Nadie pasea en Los Ángeles, una actitud bien sospechosa. Esta anécdota y el trasfondo del comienzo de la caza de brujas y la fuerte autocensura que se extendía por todos los medios americanos, periodísticos, cinematográficos, literarios, era un sordo aviso.


Es este contexto de Guerra fría el que también se trasluce en la novela con referencias a las bombas nucleares y a una guerra en contra del mundo; nosotros vivimos con las despensas llenas a costa del resto de la Humanidad que muere de hambre, una guerra aséptica, que solo se intuye por los bombarderos que sobrevuelan la ciudad constantemente y porque algunos hombres son llamados a filas y tal vez nunca vuelven, pero tampoco nadie debe hacerse preguntas.


Y aunque,al leer esta novela en 2024 no he podido obviar esta evidente referencia al tiempo en que fue escrita, no he podido dejar de hacer un constante paralelismo con nuestros días extraños, un tiempo en el que podemos tomar un discurso de Obama y cambiar la voz para que sea la de Putin, crear imágenes de la nada, ver al Papa bailar un tango o generar una canción sugiriendo sin más el estilo y escribiendo una letra. Un tiempo en el que los niños dejan de tener libros en la escuela y se aprende viendo videos, en el que la lectura retrocede ante otros medios de entretenimiento como las series o el omnipresente fútbol. Tiempo en el que la velocidad y la juventud son valores superiores y en el que lo que se espera es diversión, todo ha de ser gracioso, luminoso, agradable, ningún sentimiento melancólico es bien visto, nos aleja de nuestra mejor versión, ya se sabe. Hablamos de salir de nuestra zona de confort cuando nunca hemos estado más sepultados en ella, cuando esto significa hacer una sesión de crossfit con otra panda de gilipollas con los que solo podemos hablar de nuestra dieta o del programa de entrevistas en el que todos se rien y nadie entrevista.


Y es leyendo el libro cuando me sorprendo de que aún nadie haya escrito una especie de secuela o de actualización sobre un mundo en el que ya nadie sepa nada, para qué. Todo se puede preguntar a la inteligencia artificial, no es necesario saber multiplicar, memorizar hechos, ideas, todo se puede preguntar. Pero…, la respuesta que llega a una cabeza hueca, ¿puede ser interpretada correctamente? ¿Cómo se llena el vacío de contexto¿ Y, peor aún, si no sé nada, si me puedo entretener como un cretino con estúpidos divertimentos que alguien ha preparado para mí, ¿realmente querré saber algo? ¿Existirá aún la curiosidad?¿Qué sentido tendrá? Ninguno probablemente.



Y en ese terrible contexto, claramente el conocimiento acumulado, ¿dónde estará?¿En la nube? Tal vez no, es preferible tener los sesos vacíos a disposición de quien quiera vendernos sus productos, sus servicios, y así los libros pasarán a ser un artículo subversivo, a ellos llegarán quienes quieran contrastar la verdad con que nos alimentan, confirmar intuiciones o rebatir las verdades oficiales, los libros, los antiguos, no los digitales, manipulables, las wikipedias, los libros antiguos, el conocimiento que nos trajo hasta aquí. Creo que es un hermoso argumento para una novela distópica, no para una futura realidad.


Porque ese mundo perfecto, feliz que diría Huxley, tiene sus quiebras, incluso para que un bombero quemador de libros termine planteándose qué es realmente su trabajo, a qué fines sirve, qué es lo que debe quemar con tanta saña. Una niña, Clarisse, que vive en su vecindario, una niña rara, anormal diría él al principio, preocupada por un diente de león, le abre una pequeña mirilla. También una conversación con Fabel, un viejo antiguo profesor le expresa la verdad de un mundo que Montag no ha conocido, le habla de quienes se refugian en las espesuras del bosque, de aquellos que memorizan los libros para garantizar que el conocimiento que atesoran  no desaparezca. Y el bombero deberá tomar decisiones complicadas porque no es fácil nadar contracorriente, no es sencillo interrogarse, juzgar el propio pasado y decidir tomar las riendas  del futuro.


Bradbury lleva a cabo un trabajo excepcional. En momentos la novela se convierte en un frenético thriller, en otros momentos se torna de un lirismo profundo, de increíble belleza como en algunas conversaciones entre Fabel y Montag. Así, a Montag le late el libro que esconde en su chaqueta como un corazón o el modo en que las cosas aúllan, o gimen. Unas metáfora sugerentes y poco habituales, sorprendentes. También resulta, ya se ha dicho, tremendamente actual en cuanto a su planteamiento y argumento. Por desgracia, la realidad se acerca a gran velocidad a la distopía. Y cada lector debe elegir entre ser Montag, Mildred, su esposa narcotizada por el sistema, la niña extraña, el viejo profesor o Beatty, el jefe de bomberos, otro personaje peculiar, del que nunca se sabe muy bien qué quiere, de parte de quién está.  


La edición que he empleado es la de Minotauro, con traducción de Francisco Abelenda, y viene acompañada de dos relatos, que sin duda son muy interesantes pero no llegan a la altura del título principal. Todo un descubrimiento de una obra de la que, pese a conocer el argumento muy someramente, nunca me había sentido atraído. Error.

 

 

25 de abril de 2025

Actos humanos (Han Kamg)


En Actos humanos, Han Kang no solo narra, sino que revive, un oscuro capítulo de la historia de Corea del Sur: la masacre de Gwangju. La novela entreteje siete voces distintas, cada una marcada por el dolor y la resistencia, logrando un retrato íntimo y desgarrador del sacrificio colectivo. Kang no nos ofrece consuelo, solo una cruda verdad: el dolor de las víctimas es la única fuerza capaz de confrontar la barbarie. Al leer esta obra, el lector no es un mero espectador; se convierte en testigo y, quizás, en víctima.


Actos humanos es la continuación temática de La vegetariana. Siete años separan la publicación de ambas obras y tal vez una ambición literaria y estética diferente, más madura y concienciada, fruto de una evolución personal de la autora o, simplemente, creada en un momento en el que podía comenzar a hablarse sobre unos hechos que habían querido ser enterrados, olvidados por los criminales que los perpetraron y por las nuevas autoridades democráticas coreanas, más interesadas en ofrecer una imagen ante el mundo de modernidad y progreso que de remover el pasado inmediato del país.  


Porque donde La vegetariana nos habla de la presión social sobre el individuo, la violencia invisible o manifiesta, la opresión que mata, Actos humanos abre paso a la violencia militar explícita, a la imposición del poder del Estado sobre la sociedad y cómo ésta se resiste y organiza hasta sucumbir, y las heridas que todo ello traen consigo, cómo se sobrelleva ese dolor, esa rabia.


Los hechos a que se refiere Actos humanos tuvieron lugar en la llamada masacre de Gwangju, ocurrida en mayo de 1980 en dicha ciudad, cuando los ciudadanos se levantaron en protesta contra el régimen militar. El 18 de mayo, estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju comenzaron a protestar por la imposición de la ley marcial en todo el país reclamando el fin del régimen militar y la instauración de la democracia.


El gobierno desplegó tropas de élite para acabar con la revuelta pero la población logró expulsar a los militares de la ciudad instaurándose un gobierno popular que resistió hasta la definitiva entrada del ejército el 27 de mayo, con la consiguiente masacre, detenciones, ejecuciones sumarias, encarcelamientos y torturas. Doscientas víctimas según las fuentes oficiales, varios miles según observadores internacionales.  


La tragedia fue ocultada por la prensa del régimen militar y las familias apenas se atrevían a hablar de ello más allá de susurros en las cocinas, lejos de oídos extraños, casi como si hubiera que avergonzarse o disculparse por lo ocurrido. La familia de Han Kang residió en Gwangju hasta pocos meses antes de la revuelta y precisamente marcharon a Seúl tratando de huir de una situación que se anticipaba explosiva y peligrosa. Pero parte de la familia quedó allí, y Han Kang escuchaba a hurtadillas historias de muertos, mutilados, torturados, hasta que con el tiempo pudo tener una idea cabal de lo sucedido, estableciendo una conexión emocional que germina en Actos humanos.


Pero, ¿cómo abordar un tema tan duro y complejo? Han Kang que demostró una extraordinaria sensibilidad en su anterior novela se rebela aquí como una narradora portentosa al abordar esta temática de un modo realmente original y profundo, recurriendo nuevamente a un juego coral de voces que surgen desde casi todos los ángulos desde los que puede ser tratada la tragedia.



La novela, porque no podemos obviar que estamos ante una novela ficcionada sobre unos hechos reales y tomando gran parte de los mismos como base del relato, se articula en torno a siete historias, contadas cada una por diferentes partícipes, víctimas podríamos decir, de la tragedia, ofreciendo una visión parcial y reducida del colosal sacrificio sufrido pero cuya suma ofrece un fresco completo del sufrimiento humano ejemplificado en este concreto lugar y momento histórico.


Siete perspectivas que van completando el cuadro global, de los días previos, del desarrollo del conflicto, de las esperanzas ciudadanas, de la solidaridad y valentía de los resistentes civiles y de las consecuencias sufridas por todos ellos, los supervivientes y quienes terminaron convirtiéndose en mártires, un relato que compone un todo, llegando hasta los años en que la autora comienza a escribir la novela, cuando aún se pueden percibir en sus personajes el impacto de las torturas, de las ausencias.


Entre estas voces tenemos la de Dong-ho, un adolescente que decide, conmovido por el dolor que presencia a su alrededor, presentarse voluntario en el centro municipal en el que se custodia a los cadáveres de los resistentes a la espera de que sus familiares los reconozcan y se pueda ir haciendo el correspondiente entierro y homenaje. Un muchacho cuya determinación apenas sabemos de dónde nace pero que afronta con valor una situación que no ha buscado pero que acepta con todas las consecuencias que pueda traer consigo.

 


Otra voz narrativa es la de su madre, una reflexión sobre el dolor que perdura mucho más allá del fin de los hechos, que le acompañara hasta la tumba, el dolor de las víctimas trasplantado a sus deudos. Otra perspectiva la tendremos en los torturados que arrastrarán las terribles consecuencias físicas y psicológicas hasta sus muertes, trágicas o anodinas según el caso. Y en las personas que arriesgan sus vidas tratando de dar voz a todo este sufrimiento en libros, obras de teatro, cualquier manifestación en recuerdo y homenaje a cuanto sucedió.  


Y, nuevamente, la realidad asalta la ficción puesto que Han Kang resultó atacada en el momento de la publicación de Actos humanos, aumentando su prestigio internacional con un aura de resistencia pasiva que ya había sido puesta de manifiesto con su obra anterior y que desmiente su débil y tímida apariencia.


Otra originalísima y bella voz es la representada por las almas de los muertos, que aún se aferran a la carne mientras conserven el calor, el último rescoldo. Y así sucesivamente, hasta llegar a la séptima y última voz narrativa, la de la propia autora, narrando ficcionalmente cómo tuvo conocimiento de la tragedia, el modo en que fue haciéndose cargo de lo sucedido, del dolor ajeno haciéndolo propio. De cómo visitó los lugares que describe en la novela, cerrando así un círculo y dejando sembradas las reflexiones en el lector.


Y estas ideas giran en torno a la violencia organizada y su contrapeso en la sociedad resistente, esa obligación de reclamar lo que es propio, la reivindicación de la memoria de la crueldad, no solo por justicia con las víctimas, sino por justicia con nosotros mismos, porque merezcamos un futuro mejor.  


En Actos humanos la presencia de la Naturaleza vuelve a tener un importante papel. Los árboles, el color de la vegetación, la lluvia, las avecillas, juegan como contraste, como símbolo de un mundo no corrompido, como contrapeso estético del horror. El lenguaje resulta en gran parte frío y puramente descriptivo, sin pretensiones de suavizar la realidad. Sin embargo, hay pasajes donde la forma gana al fondo, en especial cuando se habla de las almas de los muertos. Es de agradecer la labor traductora de Sunme Yoon, en la edición de Rata.  


Como se indica en la solapa del libro, éste sólo ha de leerse si el lector está dispuesto a convertirse en víctima, porque aquí no hay espacio para los asesinos y torturadores, no hay oportunidad para el perdón, éste no se niega, pero tampoco se explicita. Uno debe adentrarse primero en el sufrimiento, luego ya veremos. Y también porque queremos creer en un mundo en el que la bondad de las víctimas se alza como parapeto contra la barbarie, un mensaje inocente y candoroso sin duda, pero que en manos de personas fuertes se torna en una verdad tangible, capaz de ser llevada a la práctica. Para Han Kang, el acto de escribir es una toma de postura, un modo de resistencia valiente, leer esta novela es la forma en que los lectores damos vida a su impulso.