Trieste
es una pequeña ciudad italiana a orillas del Adriático con un pasado convulso
que ha hecho de ella durante varios siglos una rara avis, un caldo de
cultivo para emprendedores y arribistas pero también un cruce de influencias
que permitió el desarrollo de una tradición literaria en torno a lo que se ha
venido llamar triestinidad¸ un
esfuerzo por definir la vida suspendida en ninguna parte que ha logrado
trascender las fronteras de su parco territorio.
Trieste (Ed. Pre-textos, 2007),
escrito por Claudio Magris (triestino y Premio Príncipe de Asturias) y Angelo
Ara, traza un recorrido por la peculiaridad del enclave desde la Edad
Moderna hasta nuestros días con el fin de examinar el humus que ha dado lugar a
la peculiaridad triestina, al alma de la ciudad.
Partimos
de una Trieste integrada en la monarquía habsburguesa cuyo papel clave resulta
de ser la única salida al Mediterráneo del Imperio. Poco importa que el
sustrato de la ciudad sea italiano, la monarquía aúna nacionalidades bajo la
idea de un bien común superior e integrador que a todos beneficie.
La
población autóctona pronto se beneficiará de la declaración de Trieste como
puerto franco y del crecimiento económico que trae consigo. Pero el despegue
mercantil conlleva los primeros cambios en un sustrato social hasta entonces
estable.
La
llegada de comerciantes de todos los rincones de Europa da un baño cosmopolita
a la pequeña urbe. Griegos, alemanes, austríacos, ingleses, franceses y una
importante colonia judía se asientan en Trieste. Al tiempo, la mano de obra
para el puerto e industrias aledañas llega del entorno rural, eminentemente
esloveno, rompiendo así el carácter nacional italiano de la mayoría de la
población.
Las
tensiones se asientan al coincidir nacionalidad y clase social. Los italianos
son la oligarquía tradicional, enriquecida por el comercio que debe luchar por
no ser aplastada por la clase dirigente impuesta desde Viena y que desprecia e
ignora a los trabajadores eslovenos, su lengua, sus costumbres, alentando en
estos un sentimiento nacional que los une y que en gran medida se verá unido a
las nacientes teorías revolucionarias.
Pero el dinamismo de la ciudad,
que sirve para crear grandes empresas como la Assicurazioni Generali
(recordemos que su filial en Praga dio el primer empleo a Franz Kafka) o para lanzar franquicias de Lloyds’s, no sirve
para impulsar más allá el potencial de la ciudad, ni para reunir el capital
necesario para participar en empresas de mayor calado como el canal de Suez o
incluso el trazado del ferrocarril que une Trieste con Viena y que surge tan
solo por el deseo de las autoridades del Imperio de acercar el puerto franco a
la metrópoli.
La
relación de los triestinos con la Italia dividida de la primera mitad del siglo
XIX es equívoca. De una parte, se cultiva la afinidad cultural, se emplea la
lengua como elemento diferenciador y se tejen lazos sin poner en duda lo
fundamental del pacto con la monarquía.
A
este corriente se suman los eslovenos que ven en la corriente italiana un modo
de asimilarse sin someterse a los orgullosos austríacos que aplastan su
sentimiento nacional. Pero esta oportunidad no es aprovechada por los italianos
que rechazarán cualquier tipo de contacto con los pueblos eslavos.
No
hay, por tanto, un movimiento triestino
irredentista en tanto el Imperio se muestre capaz de respetar a sus diversas
nacionalidades sin imponer una unificación excesiva y las ventajas de la unión
sean mayores que sus problemas.
Sin
embargo, a raíz de los conflictos que en 1848 sacudieron a toda Europa y
también a Trieste, la monarquía austriaca da un giro a favor de la
centralización y la homogeneización en torno a un ideal germánico.
Este
cambio de política no puede llegar en peor momento. El nacionalismo creciente
que se extiende por toda Europa se ve espoleado repentinamente. En Trieste el
conflicto es doble. De una parte, un número creciente de italianos comienza a
creer que la ciudad y su cultura y espíritu ya no son protegidas por la
monarquía austríaca y vuelven sus ojos al movimiento nacionalista italiano que,
en breve, verá realizado su objetivo reunificador. Por otro lado, los eslovenos
creen llegado el momento de ser reconocido su papel en la ciudad, un mero
enclave en una tierra poblada esencialmente por eslovenos. Las tensiones saltan
en diversos enfrentamientos que radicalizan y enquistan el problema aguzado por
los conflictos en los Balcanes.
El
estallido de la Primera Guerra Mundial deja a Trieste en una mala posición. La
entrada en guerra de Italia en 1915 contra Austria empuja a muchos triestinos a
enrolarse como voluntarios en las filas italianas (su idealismo casi poético
llevará a la tumba a la mayoría) contrastando con cierta tibieza de los
eslovenos que dudan entre oponerse al Imperio que les oprime o entregarse en
brazos de una nación que les desprecia. Por el momento, su deseo de
consolidación nacional parece no estar lo suficientemente maduro y los tiempos
les dan la razón. El final de la guerra supone la entrega de la región a Italia
que ignora cualquier tipo de reivindicación nacional eslovena.
Una
Trieste ya integrada en Italia parecería deber tener resuelto su perpetuo
dilema de identidad. Sin embargo, la prepotencia de los italianos llegados a
Trieste exaspera a los triestinos que se ven tratados como casi como tierra
ocupada. Pasado el primer momento de exaltación patriótica, llega el momento de
la duda, del comienzo de la añoranza de una autonomía que realmente nunca se
tuvo.
El
nacionalismo italiano se convierte en bandera del fascismo que toma el poder e
impone en Trieste sus excesos, en especial, frente a la población de origen
eslovena entre la que había una gran implantación comunista.
Italo Svevo |
Pero
Trieste no se opone al fascismo, no levanta su voz, la resistencia es callada,
de conciencia, individual. El rechazo a la tosquedad favorece que en ciertas
conciencias florezca ese cosmopolitismo que el Duce niega y que define a
Trieste como elemento clave de diferenciación.
La
Segunda Guerra Mundial pasa por Trieste con la vergüenza de la persecución a la
ya muy mermada colonia judía, la ocupación nazi tras el armisticio y la
liberación del territorio a dos manos, los partisanos yugoslavos y el ejército
angloamericano.
La
región pasa a ser un enclave controlado militarmente y con la intención inicial
por parte de los vencedores de convertirlo en un territorio autónomo bajo
supervisión aliada.
El
status quo se mantiene de mala manera
mientras las zonas de predominio esloveno tienden lazos con Yugoslavia y las de
predominio italiano hacen lo propio con la antigua metrópoli. Ante lo
insostenible de la situación y después de interminables negociaciones
favorecidas por el enfrentamiento entre Tito y Moscú, se alcanza en 1954 un
acuerdo que divide ambas zonas entre Italia y Yugoslavia y que parece resolver
de manera definitiva, aunque ninguna parte quedó plenamente satisfecha, el
problema territorial de la región.
Trieste
pasa a ser nuevamente territorio de soberanía italiana recibiendo un importante
número de emigrados de las zonas que pasan a control yugoslavo e introduciendo
un nuevo elemento para esta fecunda tierra.
Clausio Magris |
Durante
el periodo que ha durado la indefinición y en el que Trieste se ha mantenido
suspensa en el tiempo, entre dos bloques ideológicos opuestos y con sus propios
miedos internos aplazados, va surgiendo una nueva conciencia, un interés
novedoso por el otro, un acercamiento más real entre italianos y eslovenos que
se plasmará décadas más tarde al ser elegido por primera vez un alcalde de
origen esloveno.
Pero
también se sufre un ataque de nostalgia, la fábrica de un recuerdo de otros
tiempos en los que Trieste representaba un papel de primer orden dentro de la
economía del Imperio, en que su italianidad era una excentricidad que llevaban
al centro mismo de Europa y que le valía de reconocimiento y definición. Ahora
se da la paradoja de cumplir el efecto contrario, Trieste aporta a la Italia
mediterránea su pasado austriaco, su conexión con el mundo germánico (Magris es
catedrático de Lengua y Literatura germánica en la Universidad de Trieste).
La
agitación descrita y los vaivenes políticos y sentimentales de los triestinos
han permitido el surgimiento de figuras claves en la literatura europea del
siglo XX.
Scipio Slataper representa como pocos el espíritu
confuso de Trieste. Su participación en La
Voce, la revista triestino irredentista le coloca del lado de la Italia por
la que luchó y que se cobró su vida en los primeros compases de la contienda. Nada
de eso impidió que su figura se alce como un faro truncado en un mundo de
ciegos en el que reivindicó unos ideales en los que la misión de la
civilizadora de la monarquía austriaca seria asumida por la monarquía italiana.
Umberto Saba, cuyo padre abandonó a la familia tras su
nacimiento y fue criado por una criada eslovena, no logró superar su
italianidad pero sí reflejar la extrañeza de un mundo con el que disentía. Este
rechazo le llevó a renunciar a su apellido Poli
a favor de Saba. Su origen judío forzó su exilio a París tras la llegada
del fascismo.
Aron
Hector Schmitz también adoptó un nombre más próximo a sus sentimientos, Italo
Svevo, con el quería reflejar un acercamiento al sentimiento italiano.
Su obra cumbre, La conciencia de Zeno, es
la historia que engaña a su mujer, miente a su terapeuta refugiándose en la
escritura, en la ficción, para tratar de explicarse a sí mismo. Su vida, como
la de Trieste, se aferra a una realidad que sólo puede entreverse a través de
otra ficción que acomode lo real a lo imaginario.
Otras
muchas figuras aparecen por estas páginas, muchas conocidas, otras muchas que
sólo han gozado de fama dentro de las fronteras de sus propias nacionalidades.
También aparecen los fantasmas de figuras de renombre como Rilke, Joyce o
Kafka, otros escritores suspendidos del tiempo y lugar que les tocó vivir pero
de los que supieron exhumar los sedimentos que fosilizaron en grande obras de
la Literatura.
Del
certero retrato que Magris y Ara hacen de esta tierra y su complejo espíritu
resulta una historia lúcida que ejemplifica la de esta Europa, hecha de
extraños giros del destino, de pactos ilógicos y acuerdos imposibles, de
concordia y mutua comprensión. De ella aprendemos que no siempre es fácil
lograr ese entendimiento pero que la zona de confluencia siempre es un
territorio fértil para las ideas, no siempre cómodo para los gobiernos. Y esto
vale para la Trieste del pasado, la del presente, también para nosotros.