Afirman los psicólogos que en el pódium,
son el oro y el bronce quienes más satisfechos se sienten. Frente a ellos, el
medallista que obtiene la plata rumia su frustración por haber perdido el
primer puesto. Si esto es cierto, bien nos puede servir como símil para definir
la vida del célebre -no en nuestro país- Cyril Connolly (1903 – 1974).
Educado en Eton y Oxford con
cierta brillantez y mucha presunción, todo parecía favorecer la promesa de una
brillante carrera, probablemente en el mundo de las letras. Nada de eso
ocurrió. Su única novela (The Rock Pool - 1936) fue un pobre intento de
ironizar sobre los miembros de la bohemia inglesa que otros supieron hacer
mejor, en fondo y forma. Nunca volvería a intentarlo recluyéndose en la crítica
literaria, la bibliofilia y el esnobismo intelectual para proteger su endeble
autoestima.
En 1939 publicó Enemigos de la
promesa (título en cierto modo autoparódico), una obra que resumía sus
opiniones sobre la literatura de su tiempo, tratando de hacer balance y anticipar
las características que serían necesarias en los siguientes diez años para
escribir libros perdurables, al menos otros diez años. Expone su teoría sobre
la contraposición entre lo que denomina el estilo mandarín (cierta afectación
manierista propia de grandes figuras como Joyce o Proust que dominaron la
literatura de los años veinte) y un estilo más directo caracterizado por una
naturalidad y limpieza que busca comunicar hechos antes que sensaciones. En
este grupo incluye a autores como Hemingway que dominaban la escena literaria
de lo años treinta. Connolly creía que la ley pendular ejercería su dictado
volviendo a preponderar el estilo mandarín durante un tiempo. Lo que no pudo
prever fue el impacto que la Segunda Guerra Mundial tendría en la
democratización de la cultura (algunos preferirían llamarlo vulgarización), su
masificación, la influencia de la prensa y el cine, ... demasiadas cosas.
Pero Enemigos de la promesa
es mucho más que un libro sobre crítica literaria. Su segunda parte recoge los
peligros que, según Connolly, acechan la vida del literato que desee crear una
obra perdurable. No sorprende la extensión y precisión con que los describe (el
ejercicio de la crítica literaria, el periodismo, la bebida y otros vicios, los
éxitos tempranos, la política, ...) dado que él ya había caído en varios de
ellos. La tercera parte de este volumen es, sin duda, la que mejor pone de
manifiesto lo que pudo haber sido Connolly de no haber caído en sus propios
demonios y haberse dejado llevar por cierta indolencia (de la que siempre hacía
gala con gran sentido del humor) y su gusto por la buena vida. Sus recuerdos de
los años de formación en las prestigiosas escuelas de St. Cyprian’s y de Eton
son relatos memorables de un sistema congelado en el tiempo, capaz de crear
grandes hombres o monstruos temibles. Nos describe el modo de enseñar a los
clásicos de la Antigüedad (según Connolly, la versión que de ellos se ofrecía
en Eton era tan ajena a la realidad que finalmente quedó sorprendido cuando pudo
traducir directamente los textos en cuestión sin pasar por las traducciones
“oficiales” y las interpretaciones de sus maestros).
Eton |
En 1939 Connolly fundó la revista
Horizon que dirigió hasta su desaparición en 1949 convirtiéndola en la referencia del movimiento
moderno en la que escribirían genios como Ezra Pound, Yeats o T.S. Eliot.
En 1943 la ruptura de su
matrimonio con la americana Jean Bakewell le sumió en una crisis profunda que
plasmó en un diario en el que dejó constancia de sus reflexiones sobre el amor,
la muerte, la literatura y otras mil cuestiones. Estos textos vieron la luz en
1944 bajo el título de La tumba inquieta siendo uno de los libros más
inclasificables de su tiempo.
A partir de ese momento y
superada la crisis personal (otros dos matrimonios –incluso el ultimo de ellos,
feliz- lo acredita) Connolly limitaría su actividad a las columnas
periodísticas y a raros artículos y opúsculos como el dedicado a ofrecer su
personal explicación sobre la fuga a Rusia de dos agentes dobles del Servicio
Secreto Británico a los que conocía personalmente (Los diplomáticos
desaparecidos – 1952).
Su labor periodística es la que,
a la postre, le concedería el reconocimiento y aplauso que no pudo encontrar
como poeta, su verdadero sueño. La variedad de estos textos es tan amplia que
no se explica tan solo por lo amplio del periodo que abarca (1929 - 1974) sino
por su soberbia erudición y su talento para un género en el que siempre evitó
la rutina y el convencionalismo.
Escritos que abarcan todos los registros
imaginables. Comencemos por la crónica viajera (El arte de viajar –1931),
sus recuerdos de la Francia de la Costa Azul en su juventud (La hormiga
león – 1936) o la Grecia de la posguerra bañada por su ironía sobre la
creciente masificación del turismo que tanto difería de su aristocrático modo
de entender el viaje (Volver a Grecia – 1954).
Sus propias aficiones no escapan
a la crítica de este irreverente escéptico. La bibliofilia (y las manías
obsesivas de estos peligrosos amigos de nuestros más preciados libros) tuvieron
buena presencia en títulos como La fiebre de las primeras ediciones
(1963) o El año del bibliófilo (1967). Impagable también su relato de
las desdichas en la búsqueda de mansión por todos los alrededores de Londres,
siempre atado a las dudas sobre los vicios ocultos de cada inmueble y la sombra
de sus actuales propietarios (Confesiones de un cazador de casas -
1967).
Memorables sus piezas sobre la
crítica literaria a la que describe como una actividad de a tiempo completo y
salario de media jornada en la que, a su juicio, no se precisa ni tan siquiera
leer completo un libro para poder hacer una buena reseña. ¿Acaso un catador de
vinos precisa consumir toda la botella? (Nuevas novelas – 1935)
De estilo más serio resulta el
interesante Barcelona (1936) en el que el autor hace una descripción a
los lectores del New Statesman de lo que allí vio al ser enviado como
corresponsal durante los primeros meses de nuestra guerra civil.
Connolly tampoco abandonó para
siempre la ficción dando prueba de su estilo humorístico en títulos como Bond
cambia de chaqueta (1962) mofándose de un James Bond travestido para una
misión secreta que resulta de lo más sorprendente. O La caída de Jonathan
Edax (1961) en el que se burla de los coleccionistas (un poco de él mismo).
Volviendo a la crítica literaria,
sus artículos sobre los más célebres autores del movimiento moderno al que
consagró su vida (Ezra Pound, Cummings, Yeats, Auden, Eliot, Dylan Thomas, ...)
son un buen ejemplo de su modo de entender la crítica literaria.
Su estilo irónico y subjetivo
puede no resultar muy ortodoxo. Nunca pretendió ser objetivo. Sus pasiones y
sus fobias aparecen claramente en estas páginas por lo que nadie deberá
recurrir a él para tener una visión completa de la literatura del pasado siglo,
pero sí para conocer la obra de aquellos autores por los que profesaba una
auténtica admiración. Su encendida pasión es contagiosa y alegre. Su continuo
uso de versos como ejemplo de sus afirmaciones son una guía perfecta y una
muestra de su aquilatado buen gusto.
Lumen ha recopilado
en un volumen los dos libros principales de Connolly (Enemigos de la Promesa
y La tumba inquieta) así como el resto de artículos aquí citados y
muchos otros hasta completar más de mil páginas en la versión de bolsillo. La
edición a cargo de Andreu Jaume (con traducciones de Miguel Aguilar,
Mauricio Bach y Jordi Fibla) ofrece algún aditivo respecto a la
versión inglesa, lo que es de agradecer.
La extensión de estas "obras
selectas" no debe desalentar su lectura dado que su estilo ameno pronto nos
atraerá. Su fragilidad emocional expuesta tan de manifiesto nos permitirá
acogerlo pasando por alto su elitismo (algo forzado en ocasiones) o sus
peculiares gustos. Tras la última página culparemos a la editorial por no haber
publicado un segundo volumen con más material y apenados, nos quedaremos ante
la inmensa tarea de digerir la obra de un hombre que siempre se consideró un
fracasado por no satisfacer las expectativas que otros depositaron en él. Las
mías se cumplieron sobradamente.