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3 de octubre de 2010

Mal de escuela (Daniel Pennac)



Daniel Pennac es un conocido y prestigioso profesor y pedagogo francés. Pero fue y será siempre un zoquete. Cómo ha logrado engañar durante tanto tiempo a tanta gente es un misterio que sólo él conoce. En Mal de escuela (Editorial Mondadori con traducción de Manuel Serrat Crespo), Pennac ha decidido -¡qué otra prueba más necesitamos de su zoquetería!- contarnos su experiencia escolar para poder responder en alto a varias preguntas.

¿Es posible burlar el fracaso escolar cuando ya hemos dado pruebas de ser unos auténticos zoquete?¿Cómo se produce esta rebelión, qué mecanismos la desencadenan?¿En qué medida nuestro sistema educativo posibilita este pequeño milagro o, por el contrario, trabaja parecerlo improbable?

Para dar respuestas, Daniel Pennac comienza por preguntar. Pregunta a su hermano para que, gracias a sus recuerdos infantiles, comprenda por qué se le atragantaban las matemáticas o cómo era posible acostarse con la lista de capitales europeas perfectamente memorizada y ser incapaz de recodar una sola en la tarima de la escuela al día siguiente.

Y pregunta también a sus propios recuerdos, y encuentra la imagen de su madre y su padre. La primera, aún siendo ya un conocido divulgador, con apariciones televisivas estelares y libros en los primeros puestos de ventas, seguía convencida de su zoquetería y de que ésta antes o después saldría a la luz. Su padre, por el contrario, sin palabras expresas, pareció guardar una inagotable confianza en su hijo (o quizá indiferencia).

Dos actitudes que marcan las sendas principales de reacción familiar. Y es que quizá el fracaso escolar nace en el seno de la propia familia. Puede tomar la forma de falta de confianza -“es que al niño no se le dan bien las matemáticas”- lo que exime al alumno de la exigencia de esfuerzo. Subyace la creencia de que el conocimiento es un don regalado de manera cruel y arbitraria, igual que el talento natural para la pintura o la música. Memorizar la tabla de multiplicar se asemeja a la composición de una sinfonía, ímprobo esfuerzo para nuestros pobres hijos. Pero también hay quienes sin intervenir, en un segundo plano, reducen la enseñanza a un asunto entre dos: el niño y la escuela -"al final, todo se arreglará, saldrá adelante, ya lo sé yo, …"- pero no siempre ocurre.

En cualquier caso, la familia de Penca buscó la solución a través de la educación en diversos internados. Y lo logró. Gracias a tres profesores que lograron atarle a la silla con las cadenas de su pasión por las asignaturas que impartían, que plantaron un comienzo de amor propio y confianza que fue suficiente para dar alas a un Daniel Penca que aprendió a decir adiós a su zoquetería (aunque su recuerdo le perseguirá en sus muchos años de enseñanza y en la figura de muchos de sus alumnos, tan zoquetes o más que él en su misma edad).


Algo anticuados, hoy en día asociamos el internado más con una institución represiva y cuasi penitenciaria que con centros educativos y ello pese a la profusión que de ellos da muestra nuestro cine (El club de los poetas muertos, Harry Potter, Los chicos del coro, …). Pero, ¿qué le aportó a Pennac su paso por estos internados?

Por primera vez en su corta vida, logró distanciarse de su familia. En el internado desaparecía esa presión del “qué tal en la escuela, qué tal el examen de hoy”. No era precisa la mentira piadosa para ocultar el tirón de orejas, el dictado repleto de correcciones en rojo o la maldita lista de ríos y afluentes que parecía secarse con la misma facilidad que el agua en los desiertos de los que tampoco guardaba recuerdo nominal. Eliminar esta presión, le liberó de un tiempo y unas energías preciosas que ahora pudo reconducir de manera más provechosa.

El internado también permitía que los profesores no pusieran en duda las excusas del alumno que no ha logrado resolver el problema o que no ha completado más que un mero y triste esbozo en lugar de la redacción con presentación, nudo y desenlace que se le había pedido. No valen excusas sobre la situación familiar, el padre alcohólico o la pandilla de semidelincuentes.

Se logra romper así una de las piedras clave de la vida del zoquete, recuerda Pennac: la mentira. Se miente en casa y se miente en la escuela donde es preferible fingir desprecio por el conocimiento que reconocer las dificultades. Y el problema de estas mentiras es que están totalmente aceptadas por todos, como un elemento más que a nadie se oculta pero que todos silencian: un profesor prefiere creer que su alumno zoquete no hace sus deberes por vagancia o por rebeldía a reconocer que no ha sabido o podido insuflar la llama que alienta el conocimiento. La familia preferirá ver a su hijo como víctima del sistema educativo, de un profesor envidioso o incapaz, antes que reconocer la falta de esfuerzo filial. Y sobre este tejido, la zoquetería se sienta, sonriente.

Y no hablemos de futuro, de labrarse un porvenir, del “llegar a ser algo” (más que alguien, cruel paradoja de una enseñanza finalista de cortas miras). Ese devenir poco importa al zoquete. Atrapado en un presente sin esperanza, el futuro se presenta como una amenaza aún peor. Ganarle la partida al tiempo es su profesión, su eterna por oponerse al mundo de sus mayores, al que le espera pero al que quiere burlar. Un círculo vicioso de fatales consecuencias.

¿Pero qué hizo cambiar al zoquete de Daniel Pennac? En su caso no fue ningún método didáctico propio, ningún plan de enseñanza redentor. Tan sólo tres profesores que dieron con los temblorosos rescoldos que aguardaban con paciencia el calor que los hiciera revivir. Un profesor que sustituyó las redacciones semanales por la escritura de una novela a presentar a fin de curso sin faltas de ortografía (lo que le ató de por vida al diccionario, ¡él que lo había temido como a un libro prohibido¡). Un profesor de matemáticas, de aspecto algo ridículo y que en sus clases sólo hablaba de su Ciencia, suspendiendo entre tanto el mundo. Por último, una profesora de Historia que logró hacer de los siglos pasados un mosaico actual y vívido.

¿Qué tenían en común estos tres profesores? Poco, asegura Pennac. Tal vez que “estaban presentes” en todo momento en sus clases. Que no hacían como tantos alumnos (y profesores): sustituir su presencia real por un remedo de maniquí, un mero formulismo, un tiempo perdido que hay que dejar pasar.

Y, sin embargo, estos profesores ejemplares, llevaban su pasión más allá de sus aulas pero -¡sorpresa!- no en aspectos docentes, no, en cualquier actividad a la que se dedicaran, preferentemente ajena a las Matemáticas, la Historia, … Es decir, no discurseaban sobre los métodos, la trascendencia de su labor o su éxito laborar; vivían con pasión y ésta fue la que removió al pequeño Pennac.

En un encuentro casual con uno de ellos, años más tarde, resultaría que el profesor salvador ni siquiera recordaba a su devoto alumno. No le quiso salvar a él en especial, pero quizá sólo a él salvó de entre toda su clase. Pennac no necesitó de especiales cuidados ni atenciones, de un seguimiento específico. Un paso más allá, Pennac está convencido de que estos mismos profesores dejaron escasa huella en otros alumnos. Lección: no hay recetas únicas. Su redención surgió de la relación nacida entre él y el profesor (aún con la ignorancia de éste). De esta simbiosis que hace del aprendizaje una aventura compartida, un desafío.

Entonces, ¿no hay recetas? No. Quizá a ello responda el título del libro: Mal de escuela. Pennac reflexiona sobre algunos de los tópicos frecuentes en los debates actuales sobre la educación. Por ejemplo, la importancia de la memoria o el papel del dictado como elementos fundamentales en la formación de los alumnos, al margen de modas y tendencias. Nos brinda numerosos ejemplos sacados de su experiencia de cómo emplear ambos para sacudir las mentes perezosas de sus alumnos.


También el sistema de calificaciones merece su atención, en particular, la ambigüedad del “cero” que iguala a quien no conoce la respuesta correcta y formula una errónea y a aquel otro que elabora una respuesta absurda. ¿Y es esto relevante? Según Pennac, sí. La respuesta errónea presupone un esfuerzo. La respuesta absurda representa la salida fácil del zoquete.

Subimos el telón:
- ¿Qué río pasa por Valladolid?
- El Rin
- Un cero
- Pues vale.

¿Qué ocurriría si el zoquete contesta con un sincero “no lo sé”? Resultaría que el profesor debería interrogar por los motivos de la ignorancia, repasar los ríos, saltar el orden de exposición que había preparado para la clase, en definitiva, “no dejar saltar la presa”. ¿Y el zoquete? Habría tenido que responder a numerosas preguntas. Es mejor la mentida como se dijo antes, más cómoda para ambos. El zoquete ha logrado salir indemne y el profesor se ha ahorrado la tarea de averiguar el motivo del rechazo al conocimiento que de modo tan manifiesto plantea se le plantea.

Bajamos el telón.

Y es que aquí ya perfilamos al zoquete desafiante. El que desprecia la enseñanza, pero también al profesor y a sus compañeros e incluso a sus padres. ¡Cuánta tarea pendiente para un educador! Y aquí surge otro de los equívocos que pretende rebatir Pennac: la violencia en la escuela. Sostiene que siempre la ha habido, sea ahora más agresiva o patente; pero no es propio y exclusivo de nuestros días. Sí lo es la de atribuirla y etiquetarla para asociarla a los barrios periféricos y a la inmigración.

Porque los alumnos ya no son los que eran, también esto lo reconoce Pennac. El alumno actual vive en un mundo creado para él por los adultos en el que la manipulación resulta brutalmente explícita. Las propias palabras son usurpadas sustituyéndose por marcas (las Adidas, el Mp3, ..., sustituyendo a los sustantivos zapatillas, reproductor de música).


Frente al alumno contestatario y rebelde de los setenta y ochenta, el alumno actual se caracteriza por su condición de niño-cliente, demandante de bienes de consumo (la mayoría muy caros) por los que pagan con un dinero que no han ganado, por el que no han debido esforzarse. Quizá éste sea el mejor diagnóstico que contiene el libro. Lejos de centrarse en la manida imagen de los padres conformistas que conceden a sus hijos todos los caprichos haciendo de ellos unos caprichosos compulsivos, Pennac centra su mirada en los aspectos extrafamiliares, en el chico de barrio que debe competir, no en conocimientos, sino en sus posesiones visibles para conservar su prestigio aún a riesgo de convertirse en un ridículo hombre anuncio.

Es en este contexto donde aparece la escuela, único lugar en el que se exige a este niño que se esfuerce como paso previo para conseguir su meta, el único lugar en el que lograr destacar requiere sacrificio, una disciplina a la que no están habituados. Difícil tarea la de diferir la meta para unos jóvenes acostumbrados al aquí y ahora. De ahí ese mal de escuela que ninguna justa reivindicación presupuestaria logrará solventar.

Pennac no niega los problemas económicos, sociales y psicológicos. Lo que viene a defender es que estos problemas deben quedar fuera de la escuela; ésta debe ser el terreno del alumno y el profesor, separados tan sólo por el conocimiento que parte de uno y aspira a llegar a otros. La labor del profesor no es arreglar el mundo ajeno a la escuela -para eso tenemos demasiados voluntarios: políticos, periodistas, famosos sin oficio, .- sino arreglar su pequeño reino, su cuadrilátero y con eso ya es bastante.

Y, al fin, volvemos la mirada a Pennac y a sus tres ángeles salvadores cuya tenacidad y esfuerzo por no “perder la presa” lograron rescatarle de un futuro de zoquete. Porque sólo profesores como ellos, como tantos otros, pueden llevar a que unos alumnos acostumbrados a mascar consignas ajenas, se tomen la molestia de cuestionarlas y tomar en sus manos la decisión de ser o no unos zoquetes.

9 de mayo de 2009

Como una novela (Daniel Pennac)


Nacemos ávidos de historias. Desde que somos capaces de entender un vocabulario mínimo nos convertimos en tiranos de nuestros padres, reclamando esa dosis diaria de cuentos para irnos a dormir, para comer o para atarnos los zapatos. En un principio puede ser el gusto de escuchar una voz conocida y tranquilizadora, pero pronto ésta pasa a ser un elemento que cede su lugar a las historias que salen de su boca. Hechizados, pasamos (o podemos pasar) horas enteras escuchando cuentos, incluso el mismo, una y otra vez, agotando la paciencia paterna, materna o filial.

Y sabemos que todos esos mundos se esconden detrás de signos tipográficos para cuya comprensión parece ser necesario el concurso de todos los esfuerzos y conocimientos del mundo. Pero también a ellos llegamos y, tras ingresar en la escuela, comenzamos a casar las palabras escritas con los sonidos que las dan vida. Nuestros ojos se adaptan para detectar meras líneas sin sentido alguno que, sin embargo, ahora parecen dotadas de una coherencia evidente.

Y con descanso, nuestros padres se alejan de nuestros cuartos dejándonos con un gran libro infantil en el regazo para que seamos nosotros quienes, autónomos, nos adentremos en la Literatura. Y, años después, confiarán en que sea la escuela la que continúe caldeando los rescoldos de ese amor infantil por aquellas hermosas historias. Y la escuela, con su racionalismo, sus programas y sus objetivos, trazará el destino de nuestra tarea lectora bajo la forma de textos obligatorios, comentarios, que copiaremos a compañeros de años anteriores, ¡afortunadamente esas lecturas obligatorias gozan de mayor estabilidad que las leyes educativas!.

Llegados a la compleja edad de la adolescencia, acosados por múltiples estímulos -unos biológicos y, por tanto, atemporales y naturales; otros alentados por quienes nos despreciarán por caer en los tentáculos que fabrican y con los que se enriquecen- nos alejaremos del libro. No en vano, el libro parece resultar ajeno a ese hermoso ideal de nuestra sociedad que ve con malos ojos cualquier actividad solitaria, que ensalza los placeres inmediatos y accesibles, sin previo esfuerzo. Y sólo años después, con las decepciones (o alegrías, quién sabe) de la vida, algunos volverán al libro, recuperarán el gusto por un esfuerzo cuya recompensa no está en el horizonte del "ahora" sino más allá de trescientas o cuatrocientas páginas. Pero otros muchos, lectores en potencia, mentes claras, con imaginación, con gusto por aquello que no está manido, perderán sin saberlo un goce que dificilmente sacia. Y tampoco tendría la mayor importancia, nadie es mejor por leer, simplemente les privaron del derecho de elegir, de equivocarse por sí mismos. Eso perdieron. Eso les robamos creyendo que todo les era dado en esta tierra de promisión.

Pennac ha dedicado parte de su obra a la reflexión sobre la escuela y la lectura. Este segundo aspecto lo aborda en Como una novela, libro en el que trata de enumerar y analizar las causas por las que un lector en ciernes se convierte en un renegado de la lectura que huye de las páginas escritas como si éstas representaran el peor de los castigos.

Sin afán de analizar todas las ideas que Pennac aborda en su libro (intenso y fecundo, en contraste con su brevedad) y sin intención jerárquica, podemos empezar por los propios padres que, acosados por un horror vacui legendario, tratarán de completar el tiempo de su hijo en una lucha contra el reloj y a favor de la ansiedad, con todas las actividades extraescolares que impidan el pecaminoso aburrimiento o que acredite la buena salud económica familiar y la preocupación por nuestros hijos (o por alejarlos de nosotros cuanto sea posible, según se mire). El tiempo para madurar lentamente una novela, para saborearla, queda eternamente aplazado. Los padres tampoco son una referencia válida en muchos casos; el lamento de que mi hijo no lee suele provenir de quienes tampoco lo hacen.

La escuela es otra gran destructora de lectores en potencia. Convirtiendo la lectura, ese placer ameno, en una obligación monótona y repetitiva, cumpliendo unos programas que suelen comenzar puntualmente en autores medievales y rara vez culmina en una Literatura más próxima (¿es necesaria esa enseñanza cronológica?¿es pedagógica?).

Otra reflexión de Pennac: "¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!"

Pero la escuela no puede competir, aunque quisiera, con esa bestia negra de todo intelectual al uso, o de quien se vanaglorie de serlo aún no siéndolo: la televisión y, más recientemente, los videojuegos e internet. Sabiamente Pennac recoge la escena de un joven obligado a terminar un libro, "mientras no lo acabes, no hay televisión" y expresa claramente nuestras terribles contradicciones: elevamos la televisión a premio y reducimos el libro (cualquier otra actividad) a un castigo, un peaje previo para el paraiso televisivo.

Y toda la mítica que rodea al libro se asocia inevitablemente a aspectos tales como el silencio y el aislamiento. ¿Nadie recuerda que el libro nace para fijar aquello que previamente deriva de una profunda tradición oral? ¿Nadie concibe ya una sesión de lectura en público? ¿Qué pensaría Dickens que recorrió toda Inglaterra y parte de los Estados Unidos haciendo de sus lecturas acontecimientos sociales y culturales imborrables para quienes los presenciaban? ¿Qué Kafka quien leía en voz alta sus relatos a Max Brod, a su hermana favorita o incluso en público (él, el gran tímido)? ¿Cómo lloraría Whitman si viera sus Hojas de Hierba como briznas muertas en una biblioteca en manos de un lector contraído y temeroso? ¿Dónde dejamos espacio para esa otra mítica, la del lector arriesgado, la del que vive para leer con la misma fuerza que vive para amar y para gozar? ¿A alguien le extraña que la lectura no parezca demasiado atractiva?

Pennac, haciendo honor al título de la obra, no quiere terminar con un mal sabor de boca. En las últimas páginas nos regala sus Diez Derechos del lector que, a modo de piedra mosaica, nos permitirán hacer llegar el goce de la lectura a quienes les resulta ajeno, derribando barreras, tópicos, imposiciones carentes de sentido, desacralizando la figura del libro, del autor y del propio lector, acercándolo a ese goce caprichoso que nos conquistó en la infancia.

El derecho a no leer, a no ser presionados para ello, a que nadie ponga en duda nuestra inteligencia porque no leamos. ¿Quién, a fin de cuentas, no tiene rachas en las que, simplemente, no siente apetito lector? Pero también, el derecho a no terminar un libro, a levantarnos del sofá y devolver el libro a su estantería. Quizá años después, retomemos el libro y nos preguntemos vagamente, ¿por qué no nos gustó hace años? Y también, por supuesto, el derecho a no leer todas las palabras, de principio a fin, el poder saltarnos pasajes, centrarnos en lo que más nos gusta (yo añadiría el gusto por volver atrás e, incluso, por saltar adelante libremente sin sentirnos contrabandistas de la peor calaña). El derecho a releer lo que más nos gusta (¿de verdad hay que leer todo lo que se publica sin echar la vista atrás sobre lo que más nos ha enriquecido? ¿tanto perderemos si volvemos a leer lo que nos impresionó o marcó? ¿no serán acaso las editoriales las menos interesadas en la relectura?). Y, por encima de todos, el derecho a leer lo que me de la gana. Que nadie me mire con soberbia o condescendencia si leo determinados libros, si disfruto con Harry Potter aunque tenga cincuenta o setenta años. Que nadie me juzgue por ello y que yo no juzgue a quien lea a Sartre o a Sófocles.

Y así, hasta diez derechos fundamentales para orear nuestra conciencia lectora, despejarla de mitos que la enturbian y degradan. Derechos que vuelvan a hacer del lector el protagonista de los libros.

Otra nota de optimismo; pese a las estadísticas con índices de lectura bajísimos, pese a los periódicos informes sobre la escasa habilidad en lectura comprensiva y los vaticinios de los pedagogos mediáticos que, desde sus ventanas televisivas, denuncian que precisamente la televisión acabará con la lectura, los signos evidencian lo contrario. Que nadie nos engañe, no me imagino a los españoles de los años cincuenta como ávidos lectores impenitentes, siempre con un libro a cuestas; me temo que sus preocupaciones eran otras. Pasear por la Feria del Libro revela colas de adolescentes que han hecho enrojecer de envidia a Antonio Gala; viajar en Metro permite asombrarse de ver a jóvenes leer libros que yo, algo mayor, pero tampoco tanto, he demorado para cuando tenga tiempo que es lo mismo que decir, para nunca. Y también he leído bitácoras escritas por alumnos de Instituto compartiendo sus gustos sobre Literatura, entre opiniones sobre un concierto, un estreno de cine o una serie de dudoso gusto, todo ello con la naturalidad de quien habla de lo que le gusta, lee lo que quiere, sin necesidad de buscar aprobación de nadie. Ese espíritu es el que lleva a los libros, por tanto, los libros (sea cual sea su formato futuro) seguirán vivos, o al menos tan vivos como lo han estado siempre.