Se
suele decir que todos tenemos un precio y que solo se trata de encontrarlo.
Esto es lo que viene a pensar Guy Grand, el protagonista de El cristiano
mágico. Este excéntrico millonario está convencido de que, ricos y
pobres por igual, están dispuestos a padecer humillación y escarnio a cambio de
un puñado de dólares. Que por aparentar lo que no tenemos, somos capaces de
hacer las mayores estupideces y que por el mero hecho de ser rico, uno debe
serlo todavía más estúpidos que el resto.
Y
a demostrar esta tesis se aplica con ansia y fervor de cruzado, emprendiendo
una serie de locos experimentos en los que invierte una gran parte de su
fortuna por el mero deleite de contemplar el lamentable espectáculo de sus
congéneres cayendo en sus trampas y trucos.
Nada
más es El cristiano mágico, una obra en la que Terry Southern volcó toda
su acidez y sarcasmo contra casi todos los estamentos de la sociedad de su
tiempo. El autor fue símbolo de la contracultura de finales de los años
cincuenta, referencia en literatura breve y en novelas como ésta en la que
demolía los mitos de una sociedad a punto de sufrir las convulsiones de los
años sesenta, con su carga de optimismo y desesperación, cantos de paz y
violencia en las calles.
Igual
hace con el mundo del cine, comprando una sala en la que proyectará películas en
las que insertará subrepticiamente fotogramas que alteran el sentido de la
obra, cambiando la percepción íntima de los espectadores. A partir de ese
punto, aumentará su nivel de manipulación para luego desvanecerse.
Y
así, el interés de Guy Grand pasa de un sector a otro, del mundo de la prensa
al de los viajes de lujo (para ello fletará el más lujoso barco conocido, de
nombre El cristiano mágico a cuyo
viaje inaugural querrá asistir toda la aristocracia, de cuna o hucha, y que
terminará convertido en un viaje a los infiernos gracias a las artimañas del
protagonista).
Porque,
aunque el libro es una crítica cierta a la sociedad americana y a su pérdida de
referencias, las locuras de Guy también le dibujan a él, y a todos aquellos que
pretenden criticar y mofarse de sus semejantes, que pretenden estar por encima
del resto. En cierto modo, la obra puede verse como una autocrítica para
quienes, como el autor, pretendían denunciar las contradicciones e hipocresías
de su tiempo, sin lograr evitar crear las suyas propias.
Guy
no es un protagonista simpático, pero a su lado, las “víctimas” de sus
sainetadas parecen mejores. Lección para todos los moralistas.
La
edición para esta obra, de la mano de Impedimenta, es tan impecable como resulta
habitual en esta editorial, dedicada a traer a nuestras letras muchas obras que
parecen haber pasado inadvertidas por estos lares. La traducción corre de
cuenta de Enrique Gil-Delgado que
logra un estilo ágil y desenfadado, que tan importante resulta para mantener la
coherencia entre el fondo y la forma de esta sátira.