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20 de noviembre de 2024

Kafka (Pietro Citati)

 


¿Quién fue realmente Franz Kafka? En Kafka, Pietro Citati no busca simplificar, sino explorar las complejidades de un autor cuyo genio parece inabarcable. Esta obra no es una biografía, ni un análisis literario al uso, sino un viaje por los recovecos de su mente y sus textos. Desde las tensiones con su padre hasta su obsesión por la literatura como un veneno y un salvavidas, Citati nos sumerge en las contradicciones que definieron al hombre que vislumbró, sin alcanzar, su propia Tierra Prometida.

 

 

Continuamos leyendo obras en torno a Kafka con motivo del centenario de su fallecimiento y, en este caso, toca el turno a este volumen de Pietro Citati, titulado Kafka, sin más, que fue publicado por Acantilado hace ya unos años. Citati es un autor italiano que tiene, entre diversos honores y reconocimientos, el de ser duque del reino de Redonda, lo que nos puede dar una idea del tipo de literatura a que se dedicó este notable intelectual italiano fallecido en 2022.


La principal dificultad de este volumen viene a la hora de definirlo. No se trata de una biografía ni de un estudio de la obra de Kafka. Tampoco pretende ofrecer interpretaciones sobre la misma ni discurrir sobre la vigencia de su obra. Y, sin embargo, es un poco de todo ello.


El esquema central son las obras de Kafka, y para los periodos más vacíos de las mismas, como su vida preliteraria, su periodo de romance con Felice o los últimos meses de vida, los capítulos toman más bien un tono biográfico. En el resto de casos la obra deriva más bien en cierta perífrasis de los principales textos de Kafka y la glosa detallada que de ellos hace Citati.


Precisemos que, por textos, entendemos cualquier narración, novela (esbozada o concluida), diarios, correspondencia, capítulos sueltos y así hasta completar la más diversa de las escrituras del autor. Porque con todas ellas construye Citati un todo completo y coherente en el que pretende hallar un espíritu propio de Kafka, espíritu que como el de todas las personas evoluciona en el tiempo y en el que las prioridades van mutando según la vida nos empuja de uno a otro lado.


Pero la obra de Kafka es tan compleja pese a su brevedad y ofrece tantas posibles interpretaciones, vías de escape y recovecos que Citati no siempre logra salir de algo más que la mera repetición de los argumentos sin ir más allá, así ocurre en el caso de algunos relatos breves que parecen escabullirse entre las manos sin lograr ir más allá de la interpretación convencional.  


Sin embargo, Citati tiene hallazgos muy relevantes a la hora de afrontar el objeto de su estudio. Uno de los mejores ejemplos es el que se refiere a la metáfora de la tierra de Canaán, es decir, un destino liberador, tal vez prometido por un Dios omnímodo pero ausente, territorio al que Kafka debería aspirar, un lugar en el que todas las dificultades parecen menos gravosas. Y esa tierra de Canaán puede ser Felice y, por eso, a ella se aferra pese a todas las dificultades. Porque Kafka es conocedor de que la promesa sagrada implica la renuncia a un veneno que le atormenta y que le tiene atenazado, la Literatura. Sabe que caer en los brazos de la berlinesa es abandonar la Literatura, ambos mundos son incompatibles. Las preocupaciones burguesas por la casa de la pareja, los muebles, las visitas familiares, todo ello conspira contra la creación de Kafka, contra la pureza de la que cree nace toda su inspiración. Al menos así lo cree desde la epifánica noche en la que escribió La condena, trágica puesto que le crea una ilusión de la creación algo alejada de lo que será capaz de reproducir en el futuro, arrastrando sus nervios, su salud o su vida entera. Y esa tierra de Canaán se le muestra sugerente, una forma fácil de salir del torrente en que vive, pero tal vez solo para caer en otro.


Como muy bien reflexiona Citati, Kafka ya vivió en la tierra de Canaán y decidió renunciar a ella. Y en ese tiempo, Moisés era su padre, el temible Hermann Kafka y Canaán era Praga, los alrededores de la Plaza Vieja, ese pequeño círculo al que quedaba constreñida la vida del escritor pero en el que tenía asegurado su porvenir en el próspero negocio familiar, en las rutinas de una familia judía germanófila del Imperio. Tan solo debía someterse a esas manías de su padre, a los cuidados de su madre y a las conveniencias de sus amistades. Y a ello renunció Kafka.


Y la metáfora llega hasta Milena, una amante voluptuosa frente a la casta, tal vez frígida Felice, un torbellino que aúna ese atractivo sexual que Kafka siempre vió como ajeno al matrimonio, más propio de los encuentros casuales (o no) con prostitutas. Pero, además, Milena era una intelectual checa brillante, solo aplastada por su vida en una Viena que veía lo checo como una rusticidad que debía esconderse y por un marido lleno de ego que temía que su esposa le hiciera sombra. Milena era todo lo contrario de Felice de quien tan solo podía admirar su talento práctico, una cualidad totalmente ajena a Kafka. En ella se personifica nuevamente la promesa de una tierra sagrada, de un lugar en el que asentar la nueva vida de Kafka y compatibilizar todas sus inclinaciones. Con Felice la Literatura quedaba proscrita, con Milena podía abrazar ambas, no en vano ella había sido incluso traductora al checo de algunas de sus obras.


Y, sin embargo, Milena tampoco sería el destino feliz de Kafka. Su complicada vida matrimonial se interponía con firmeza. También podemos plantearnos si una relación presidida por una fuerte pulsión sexual que no quedaría reprimida como seguramente hubiera ocurrido con Felice, no habría agotado las fuerzas espirituales de Kafka. Sea como fuere, lo cierto es que en ambos casos el curso de la correspondencia sigue un ritmo similar. Desde el encandilamiento inicial a la contramarcha. Ama pero pone encima de la mesa todas las pegas y miserias que puede aportar a la relación, se desprecia y, con ello, desprecia el amor que se le ofrece, quiere pero a la vez no quiere, prefiere que las cosas ocurran, un impás que ninguna de las mujeres soportará, sin lograr obtener un rechazo explícito del autor, como sí lo recibió otra prometida menos compleja, Julie, la camarera praguense con la que Kafka se comprometió, probablemente con el único fin de cavar una ancha trinchera entre su vida privada y su familia.


También en la comparación entre El castillo y El proceso, obras que muchos autores consideran variaciones sobre el mismo tema, muestra Citati su finura de análisis. Para él, en El proceso, el protagonista se ve cuestionado, amenazado, acorralado (claramente es conocedor de la teoría de Canetti) y esto le hace saltar, tratar de buscar incansablemente el modo de probar su inocencia. Sin embargo, en El castillo, K. es quien inicia la búsqueda, es él quien quiere llegar al castillo, quien muestra ese interés, esa intención, en el sentido de la interpretación de Brod, de buscar a Dios. Un Dios que, señala Citati, semeja un remedo del relato extraído de El proceso titulado Ante la Ley, porque el castillo parece el destino puesto expresamente a disposición de K. y solo para K.


Y es que en el momento en el que Kafka inicia la escritura de El castillo, ya ha tenido el brote de tuberculosis y, pese a sus esfuerzos por tratar la enfermedad en diversos sanatorios, sabe que ha perdido la partida. Ya no aspira a esa tierra prometida, sabe que el tiempo se agota y sale a buscar la verdad. Ya lo hizo a través de los impresionantes aforismos que redacta en su retiro campestre de Zürau, pero agranda su búsqueda con esta gran novela.


Sin embargo, lo poco que K. logra entrever del castillo no es muy reconfortante. Nos recuerda otros relatos que parecen traídos de su imaginación onírica. En El mensaje del emperador nos habla de la metáfora de la imposibilidad de huir, siempre queda atrapado. El emperador (Dios) muere pero no pasa nada, todo sigue igual, tampoco él quedará liberado aunque muera su padre, huya de él, aunque se case con Felice, no hay escape. Tampoco en La metamorfósis hay posibilidad de huida, el hijo es tolerado, se le alimenta pero se le oculta, todo queda dentro, los trapos sucios se lavan en casa si bien es la hermana la que rompe las normas, la que deja de mostrarle afecto condenando ya a Gregor Samsa a la muerte real.


Por otro lado, también nos ofrece la explicación del cambio entre la dickensiana El desaparecido y el cambio a El proceso. La primera es una obra que fluye, con diversos personaje, riqueza de paisajes, una complejidad que terminó por desbaratar el intento de Kafka y llegar a un final que su técnica es incapaz de completar, le fallan las fuerzas.



Por ello, el siguiente intento novelístico es más acorde a las capacidades que Kafka ha aprendido a reconocer. Los personajes suelen limitar sus apariciones a un capítulo concreto. Cada uno de estos se constriñe a un asunto específico, una escena con comienzo y fin. Un esquema, por tanto, menos fluido, pero más eficaz a la hora de transmitir esa angustia, la asfixia vital que va ahogando poco a poco a Joseph K.


Citati, como escritor, nos ofrece una excelente oportunidad de conocer la trastienda de Kafka, ese modo de construir una historia, de construir un relato portentoso, eficaz, la infinidad de pistas que el autor deja tras de sí, sus referencias, todos los instrumentos narrativos a que un autor puede recurrir. No estamos ante un crítico, sino ante un compañero de profesión de Kafka que se maravilla de los logros de su colega y los comparte con nosotros. En este sentido, la lectura de este libro es gozosa y abre el apetito de volver a los originales, de releer a Kafka con esta nueva visión.


Pero terminemos nuestra historia siguiendo la estela de Canaán. ¿No consiguió Kafka vislumbrar siquiera esta tierra prometida? Como Moisés, quedó varado a orillas del Jordán sin poder llegar a la tierra prometida pero habiéndola vislumbrado en la distancia. Traduzcamos. Los últimos meses de la vida de Kafka suponen su único y auténtico romance puro. Dora Diamant fue la afortunada y quien le permitió atisbar la felicidad que siempre se le había derramado como arena en la palma de las manos. Con ella logra reunir las fuerzas suficientes para abandonar definitivamente Praga y mudarse a Berlín, la peor ciudad en el peor momento, prueba de que su esfuerzo fue decidido. Ni las penurias económicas ni los problemas sociales que permitían atisbar un futuro convulso lograron apagar el entusiasmo de la pareja. Kafka no tuvo que renunciar a la Literatura, al menos no cuando su debilitada salud se lo permitía.


Y con este recuerdo de lo visto abordó su último viaje a Kierling, el último sanatorio, donde falleció hace cien años acompañado de Dora y de su amigo de los últimos años, Robert Klopstock.



 



12 de noviembre de 2024

Cointeligencia: Vivir y trabajar con la IA (Ethan Molick)


I


La inteligencia artificial ha dejado de ser una noción distante para instalarse en nuestras rutinas. En Cointeligencia: Vivir y trabajar con la IA (editorial Conecta), Ethan Mollick se adentra en las repercusiones y posibilidades de la IA, no como sustituto de nuestras facultades, sino como una extensión de ellas. Este título, en el que cointeligencia alude a la sinergia entre la IA y nuestra propia capacidad de razonar y crear, nos propone explorar un mundo donde, en lugar de competir, humanos y máquinas colaboran y se enriquecen mutuamente.


Lejos de ser un manual de uso práctico, Mollick plantea un análisis teórico que nos anima a entender cómo la IA no solo nos complementa, sino que abre puertas a una nueva era de personalización, especialmente en ámbitos como la educación. Aquí, la IA promete alcanzar uno de los grandes sueños pedagógicos: una enseñanza adaptada a cada estudiante, que contemple sus fortalezas y desafíos individuales, permitiendo, en cierto modo, que cada alumno tenga su propio profesor virtual. Y es en esta idea de personalización y apoyo continuo donde Cointeligencia brilla, al mostrar cómo la IA puede ayudarnos a lograr aquello que era impensable hace solo unos pocos años.


Para aquellos que se pregunten por el impacto de la IA en el empleo, Mollick traza un paralelismo con otras grandes innovaciones, como la máquina de vapor, que si bien destruyó ciertos trabajos, creó muchos más en su conjunto, y contribuyó al bienestar de la sociedad. El autor sugiere que, aunque la implantación de la IA será más rápida que la de otras tecnologías y, por tanto, la transición más breve y compleja, sus efectos podrían seguir el mismo patrón: un cambio en la naturaleza de ciertos trabajos y, a la vez, una expansión de nuevas oportunidades, siempre que se gestione con prudencia.


El autor también introduce una advertencia esencial sobre el cómo de esta interacción. Empezando por un consejo inusual para mejorar nuestras consultas a la IA —“Trátala como a un humano”— Mollick sugiere que la clave de su eficacia reside en la precisión y empatía con la que nos dirigimos a ella, y que los mejores resultados los obtendrán aquellos que comprendan al destinatario final, quienes posean un sentido intuitivo de lo que otros necesitan y sepan explicarlos, un campo abonado para los humanistas. Es, en otras palabras, una habilidad que trasciende lo técnico, y donde el éxito dependerá tanto de la empatía como de la técnica.


Los cinco escenarios que Mollick vislumbra para el desarrollo de la IA en el futuro abarcan posibilidades asombrosas y también perturbadoras. En su hipótesis más radical, imagina un futuro en el que la IA supera globalmente las capacidades humanas, tal como los reptiles superaron a los dinosaurios. En esta visión extrema, la inteligencia humana podría quedar relegada a un peldaño evolutivo intermedio, lo cual redefine nuestra identidad como especie y, en última instancia, el sentido de nuestra existencia.


Sin embargo, el libro no se queda en la teoría; algunos de sus pasajes fueron creados inicialmente por IA para generar ideas o enfoques atractivos que luego fueron adaptados por el autor, un ejercicio experimental que ilustra en la práctica cómo humanos e IA pueden colaborar para dar claridad y accesibilidad a las ideas. Es esta relación única de “coautoría” la que Mollick considera un preludio a las cointeligencias que podrían definir el futuro de la creatividad humana.


Con un estilo que equilibra cautela y entusiasmo, Cointeligencia es una lectura imprescindible para quienes buscan entender el potencial y las implicaciones de la IA más allá de los titulares. Mollick nos invita a reflexionar sobre cómo, en esta simbiosis de inteligencias, podemos no solo adaptarnos, sino elevarnos a nuevas formas de creatividad, eficacia y, en última instancia, humanidad.



II



El texto anterior ha sido generado por Inteligencia Artificial. Siguiendo la inspiración de Mollick, indiqué a Chat Gpt algunas consideraciones sobre los puntos del libro que quería que abordase. También le facilité algunas reseñas de este blog para que tratara de emular el tono y vocabulario del mismo. Sobre el texto inicialmente propuesto, sugerí algunos puntos para adaptar mejor el estilo y  destacar los mensajes que me habían resultado más seductores del texto hasta llegar a la versión arriba reproducida.


Dentro de ese proceso llegué a discutir con la IA sobre algunos aspectos tratados,  como la posibilidad de que ésta quedase estancada por el continuo aprendizaje sobre material creado por la propia IA en un círculo vicioso que vaciaría las oportunidades de creatividad que ofrece hoy en día. También abordamos la probabilidad de que la cointeligencia  a que se alude en el libro pasara a ser una dependencia del humano respecto de la IA al perder habilidades que hasta la fecha nos eran consustanciales.


Las respuestas siempre fueron adecuadas, sin llegar a tener la impresión de que estaba hablando con un humano, puesto que había cierta inocencia naif en los presupuestos manejados, tal vez por condicionantes de los programadores que quieren evitar que la AI diga lo que “realmente piensa”, como ha ocurrido en algunos momentos iniciales del desarrollo de esta tecnología según relata el propio Mollick. Pero, en todo caso, pude tener la impresión de mantener un debate "real" hasta cierto punto, en especial cuando le pedía a la IA que se mostrara furibunda y cortante con mis argumentos, momento en el que especialmente se mostraba belicosa en sus contraargumentos.


En todo caso, como experimento está bien, pero sin duda, el placer de pensar en el libro que he leído, el tratar de seleccionar yo mismo lo que quiero resaltar, el trabajar el modo dec ontarlo,  y así sucesivamente, es un placer que en este caso no he experimentado y creo que tampoco me va a ayudar a recordar mejor lo leído, como sí suele ocurrir cuando dedico un tiempo a pensar  después de leer y antes de escribir. Pero que no me sea útil o no le encuentre ventajas para mi caso concreto no quiere decir que no tenga otras muchas utilidades a las que se debe estar abierto sin caer en un patético futurismo utópico creyendo que todo va a cambiar. Las cosas quedarán en un término medio pero, como ha ocurrido siempre, el futuro siempre se encuentra delante, nunca detrás, y hacia allí es a  donde nos dirigimos, haremos bien en tenerlo claro.

 

 

 

 

18 de octubre de 2024

El coloso de Marusi (Henry Miller)

 


Descubrir la Grecia de Henry Miller en El coloso de Marusi es sumergirse en una reflexión profunda sobre la esencia humana, en un mundo al borde del caos. No es solo un libro de viajes, sino una meditación sobre la vida, la pobreza, y la cultura. Miller nos invita a cuestionar nuestros propios valores y la dirección en la que nos lleva la civilización moderna.



Llego a El coloso de Marusi (Edhasa), de Henry Miller, gracias a varias referencias contenidas en Corazón de Ulises de Javier Reverte y a otros encuentros casuales con este título en revistas o internet. La obra es presentada como una especie de libro de viajes, basado en la estancia de su autor durante un año aproximadamente al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, huyendo de la amenazada Francia y accediendo a una generosa invitación de Lawrence Durrel quien residía en Corfú en aquellos tiempos.


Pongámonos previamente en contexto. Henry Miller contaba con cuarenta y ocho años. Había vivido una década en París desde donde había publicado dos novelas, Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, que aún no gozaban de la fama y reconocimiento que tendrían más tarde y que le llevaron por primera vez a ser juzgado en los Estados Unidos por obscenidad viendo cómo sus libros pasaban al comercio clandestino.

 

Miller había dejado los Estados Unidos en parte por la pobreza en que vivía, en parte buscando ese viaje literario por excelencia que otros ya habían hecho y proclamado al mundo, como Hemingway o Scott FitzGerald. No solo París es una fiesta, sino que también es enormemente barato en comparación con Nueva York. Allí uno puede escribir por las mañanas, comer en un figón una comida decente bañada por un vino aceptable y barato, y pasear por la tarde por sus bulevares y junto al Sena.  

 

Pero el París de los años treinta ya no es el de los felices veinte. Ha habido una intentona por acabar con el régimen de la III República en el 34; dos años después hay unas elecciones que dan el poder al Frente Popular, una cierta simetría con el conflicto que nace en España y por el que, a diferencia de otros coetáneos como el propio Hemingway o Dos Passos, Henry Miller parece no sentir interés especial.

 

Entre tanto, Lawrence Durrel, a quien ha conocido unos años antes en la bohemia parisina, le envía continuas misivas invitándole a instalarse con él en la soleada Corfú alejándose así de las amenazas de una guerra inminente. Y es así como Miller viaja a Grecia para pasar allí un año y visitar Corfú, Atenas, Esparta, unos cuantos recintos arqueológicos o Creta.

 

En su viaje, Miller parece arrostrar la gran tragedia de que se le note a la legua que es americano. Y no menos duro de sobrellevar para él es el que parezca que no hay griego con el que se cruce que no haya vivido en América y se lo quiera hacer saber. En Chicago, Montreal o la propia Nueva York. Todos estos griegos lamentan su decisión de volver a la patria, un país pobre y sin posibilidades, con gente rústica y ordinaria. Nada parecido a la riqueza americana, a sus avanzados conceptos económicos, a sus comodidades, sus coches, sus edificios altísimos, en suma, a su papel señero de la modernidad.

 

Estos emigrantes griegos que ahora, ya regresados a su país de origen, sienten nostalgia de su exilio, quieren noticias, quieren confirmar sus convicciones y prejuicios, pero encuentran en Miller una dura piedra. El autor no disimula en muchas ocasiones el rechazo y odio que siente por los Estados Unidos. Considera que el camino elegido por esa nación, el protagonismo del individuo en detrimento de la comunidad, sus ideales expansivos que obvian lo que de natural tiene la sociedad humana, son la prueba de la espantosa deriva a la que se asoma el mundo entero. Para él, Grecia simboliza precisamente todo lo contrario. Es precisamente en esa pobreza que avergüenza a los griegos en la que encuentra el fundamento de su grandeza y de la admiración que siente por el país. Como bien señala, pobreza no es igual a miseria y afirma que en Grecia ha visto mucha pobreza, pero apenas miseria, todo lo contrario de lo que ha podido vivir en Estados Unidos y, en menor medida, en otras naciones como Inglaterra o la propia Francia. El autor gusta de sorprender a todos sus contertulios asegurando que no desea volver a Norteamérica en lo que le queda de vida, tan grande es su resquemor por su país.

 

Pero no solo de griegos está poblada Grecia. Otra gran desgracia que sufre Miller en este viaje es la de parecer atraer a todo extranjero que se encuentre en esta tierra. Así, los cónsules, agregados comerciales o funcionarios varios, de diversas nacionalidades, los turistas americanos o los viajeros ingleses, siempre llegando de alguna parte con destino a cualquier otro lugar, parecen anhelar la connivencia con Miller en contra de esta tierra dura y agreste, de su pueblo endurecido, casi salvaje, nada que ver con sus ilustres antepasados idealizados.

 

En estos encuentros, pocos parecen ser capaces de sortear el desprecio de nuestro viajero. Ni los extranjeros por su desconocimiento del verdadero espíritu griego, ni los ciudadanos de su arcadia soñada por no estar en la mayoría de ocasiones a la altura de las ensoñaciones ideales de Miller. Nadie, ni siquiera su amigo Durrell, especialmente Durrell. Su amigo poeta es un inglés que lo sigue siendo pese a no haber vivido casi en su tierra natal pero que, como todos los ingleses, gusta de vivir en una pequeña burbuja anglosajona, buscando mantener sus costumbres más allá de lo razonable, haciendo esperar a todos horas hasta lograr su desayuno de huevos pasados por agua al punto exacto. Miller va quedando hastiado de todos ellos ya que, a su juicio, solo él mismo parece ser capaz de exprimir la esencia de esta tierra, lo que no deja de revelar una soberbia propia de ese espíritu occidental que tanto deplora.

 

Pero no para todos existe un reproche de Miller, para todos no. Para Katsimbalis Solo hay bellas palabras y una sincera amistad, afecto y reconocimiento. Katsimbalis era un héroe de la guerra, de la Primera Guerra Mundial y de la lucha frustrada contra Turquía en la que Atatürk logró la victoria. Pero, más allá de sus méritos y hazañas militares, Katsimbalis es un escritor, editor e intelectual griego de gran altura. Su obra y, especialmente, la comprensión de su lugar en el mundo, es lo que causa la admiración y respeto de Miller.  De hecho, el título de este libro hace referencia a la talla que confiere al griego y a su residencia, Marusi, una fea población del extrarradio ateniense.

 

A estas alturas, no sorprende que afirmemos que no estamos ante un libro de viajes, al menos no al uso, salvo que tengamos por tal el propio viaje interior, de renacer espiritual, que nos narra Miller. De sus peculiares obsesiones nace un profundo sentimiento de incomodidad con su tiempo, con la civilización que progresivamente se extiende por todas partes, manchando cuanto toca. Un mundo en el que el individualismo y la falta de comunión espiritual entre los hombres y de estos con la Naturaleza va corroyendo progresivamente toda esperanza de salvación.

 

Este sentimiento se refleja en las tierras griegas, en un momento de duda e incertidumbre mundial, con Alemania ocupando Polonia y la amenaza de guerra en Grecia a manos de un vecino italiano, marrullero y taimado, que ha ocupado Albania y tiene ya a su alcance la Grecia continental. Es en este momento de incertidumbre, cuando la máquina militar amenaza la vida, cuando Miller siente con mayor fuerza la importancia del pueblo griego, volcado en su pobreza, en sus cortas tradiciones, sin comprender la grandeza de su pasado y, por tanto, pudiendo sentirse orgulloso de ella con más motivo, sin altanería ni soberbia a la que tan afines son los norteamericanos o, más aún, los ingleses a los que tanto parece despreciar Miller.

 

Los paisajes áridos, abruptos, el carácter algo asilvestrado, el florecimiento repentino de los sentimientos, el orgullo feroz, todo eso es lo que Miller valora. Pero sus altas opiniones son siempre teóricas y no acostumbran a resistir la realidad. Sus encuentros con los locales suelen estar teñidos de resentimiento. No se ahorran descripciones de la zafiedad, agresividad e incultura de los griegos a los que, pocos párrafos atrás, se ha ensalzado por esos mismos motivos. Pero Miller no pretende la coherencia, tan solo explora su propia percepción de la vida.

 

Y solo guarda buenas palabras para Katsimbalis, por encima de su amigo Durrell, siempre el griego se alza con la admiración del autor, sin que uno termine de tener claros los motivos, sin que llegue a expresarse nunca de manera clara qué es lo que hace que ese titán, el héroe de guerra, pueda con sus palabras, con sus actos, encarnar todo ese ideal sencillo y sincero que Miller no termina de vislumbrar en las tabernas de Creta o del Peloponeso.

 

 

Y así visto, no como ese libro de viajes, esa descripción acerada de la Grecia clásica que se nos quiere vender, sino más bien como ese viaje hacia el nudo gordiano de todas las cosas, es como el libro cobra todo su sentido y valor.

 

Las páginas son ahora vistas como ese largo proceso por el que se concluye una búsqueda la que Miller había dado inicio años atrás, sin rumbo, sin sentido, tan solo dando bandazos pero que, de un modo u otro, le han dirigido aquí, a esta tierra en la que comprende el secreto de la vida, algo similar a la meditación en la que la concentración lleva a la falta de atención en nada particular, tan solo al ser y existir, al pasar, sin dejarse llevar o atar por nada o nadie.

 

Tal vez el punto clave de esa inflexión llega de la mano de Katsimbalis cuando le hace visitar a una especie de adivino que vive en un asentamiento de refugiados armenios y que le revela un impresionante futuro, un futuro al que ansía llegar, hacer presente, una adivinación que le confirma en todo aquello que viene removiendo su espíritu desde hace tiempo, ese sentimiento que ha visto nacer visitando ruinas de antiguos santuarios griegos, pocos días antes. 

 

Eleusis, el famoso enclave arqueológico, cuna de ritos iniciáticos secretos, en los que las drogas se empleaban con fines desconocidos es, junto al adivino armenio, el culmen espiritual del libro, el clímax en el que Miller alcanza la comprensión de su destino en la vida. Tal vez restos de las supuestas hierbas embriagadoras que se empleaban en aquellos ritos, flotaban en el ambiente el día en que Miller visitó las ruinas. Pero, sea como fuere, lo cierto es que cualquier lugar es bueno para renacer, mejor aún si tiene ese pasado mezcla de misticismo y liberación, de ritos ocultos e introspección mental.

 

Nace así un nuevo deseo, el de retornar a los Estados Unidos, contradiciendo así todas las afirmaciones que había hecho en sentido contrario a cuantos se interesaban por la cuestión. Henry Miller ya era célebre por la publicación de sus provocadoras primeras novelas pero será a partir de su regreso a los Estados Unidos en 1940 y la publicación de este testimonio de admiración a Grecia y a ese coloso de Marusi cuando su influencia crecerá en la Literatura y más allá. Cuánto debe a Katsimbalis, al anciano armenio, a Eleusis, a las ruinas de Cnosos y Festos o a los paisajes rocosos de la Ática es algo que deberá decidir cada lector.