Una
ciudad es la suma de sus habitantes, masa homogénea e informe, un
cuadro de conjunto que, sólo en la distancia, se ofrece como imagen de
un todo. Sin embargo, ese afán unificador al que tan apegados estamos
nos hace olvidar en muchas ocasiones que la vida de una ciudad no
existe, que su historia no es tal, sino la suma de muchas vidas, de
muchas historias inaprensibles en su totalidad pero imprescindibles para
conformar el todo.
Y
aunque no es habitual centrar la atención en esos pequeños detalles,
este libro responde precisamente a ese propósito, de ahí lo acertado de
su título, Historias de Londres, pues no es otra cosa que
eso, una selección personal y arbitraria, sentimental si se quiere, de
algunas de esas historias que hacen de Londres una gran ciudad.
Enric González ocupó
la corresponsalía de El País en Londres a comienzos de los años noventa
cumpliendo un sueño largamente. Durante los siguientes años, Enric se
encariñó de esa ciudad que otros desprecian por su clima o su
gastronomía. Conoció a sus gentes y sus lugares, a sus políticos y
periodistas, sus anécdotas y sus fobias, su lado amable y su lado oscuro
(que todos tenemos). Del recuerdo y añoranza de aquellos años nacen
estas páginas, una guía personal para adentrarse en una ciudad no por
conocida menos interesante.
Y es que, por diversas razones, la mera evocación de nombres como Baker Street, Abbey Road, Savile Row o Charing Cross
hacen remover algo de mi espíritu. Tal vez pocas ciudades reúnen tantas
referencias literarias, históricas o musicales como Londres. Me consta
que en esto, el autor de este libro y yo mismo no somos una rareza.
Durante unos días he podido pasear (cortesía de Google Street View) por las mismas calles que recorre el autor. Me he plantado en la calle en la que Jack el Destripador asesinó a Mary Ann Nichols, me he asomado a la puerta de la taberna Cutty Sark o he espiado por las ventanas opacas de los más selectos clubes de Saint James Street (perspectiva idéntica a la que habría obtenido si me hubiera desplazado físicamente a esa calle dado su exclusivo acceso).
Mis paseos por Kesington o a lo largo y ancho de Oxford Street
han sido memorables llegando a perderme en varias ocasiones. Porque,
como señalaba George Mikes, la toponimia de las calles londinenses está
diseñada para confundir a cualquiera que no sea londinense. Una misma
vía puede cambiar de nombre de una manzana a otra, o mantenerlo pese a
serpentear irracionalmente y girar la primera a la derecha y la segunda a
la izquierda. Frente a los muy clásicos y manidos, "calle", "avenida" y "paseo" de que hacemos gala en esta tierra, Londres ofrece una panoplia digna de un desequilibrado: “hill”, ”road”, ”street”, ”mews”, “rise”, “grove”, “lane” y así hasta casi el infinito. Todo para confundir al pobre continental, como si conducir por la izquierda no fuera suficiente.
También
he podido comprender (al fin) las divergencias ideológicas (y
sociológicas) de los principales diarios británicos y las he corroborado
leyendo los titulares sobre la crisis del euro en unos y otros. Desde
el temor prudente del FT o la tibieza del Telegraph, hasta la alegría vengativa y manifiesta de The Sun o del Daily Mail.
Incluso me he asomado a la peculiar prensa deportiva inglesa y sus intrigantes secciones dedicadas a las carreras de caballos, el rugby o el críquet, si bien, en definitiva y como ocurre en su equivalente hispano, la mayor parte de sus páginas se dedica a cuestiones más propias de la prensa rosa o de sociedad que a acontecimientos deportivos propiamente dichos.
Incluso me he asomado a la peculiar prensa deportiva inglesa y sus intrigantes secciones dedicadas a las carreras de caballos, el rugby o el críquet, si bien, en definitiva y como ocurre en su equivalente hispano, la mayor parte de sus páginas se dedica a cuestiones más propias de la prensa rosa o de sociedad que a acontecimientos deportivos propiamente dichos.
Los
continentales nos deleitamos leyendo anécdotas sobre esa flema inglesa
tan característica. Como muestra, valga la siguiente: la Cámara de los
Lores cuenta con un trono para las solemnes ocasiones en las que el
monarca hace acto de presencia. El trono, además de para sentar las
reales posaderas, está hueco en su interior para albergar la aspiradora
con que se limpia la moqueta, perdón, la alfombra roja.
Pero
la historia de Londres no es sólo la de sus racionales ciudadanos,
acostumbrados a un pragmatismo radical. En ocasiones, la fiera asoma y
los conflictos han dejado una notable huella en su paisaje urbano.
En el oeste, Notting Hill,
un barrio de moda desde los años noventa pero que en las postrimerías
del siglo XIX comenzó a nutrirse de lo peor de Londres. En esta colina
de las afueras se refugiaban los inmigrantes sin recursos, los
delincuentes que preferían alejarse del centro, allí donde la policía no
se atrevía a penetrar. En contraste, la expansión de Londres hacia el
oeste llevó a muchas grandes fortunas a construir mansiones que fueran
prueba de su éxito camino de lo alto de la colina. Lo más bajo y lo más
alto de una sociedad, arremolinados en torno a una colina símbolo de una
tensión social que se acentuó por la llegada de innumerables
inmigrantes afrocaribeños durante los años cincuenta.
Tanta
provocación no podía ser pasada por alto para algunos descerebrados,
decididos a hacer pagar la osadía de instalarse en la metrópoli. En
agosto de 1958 grupos de enardecidos racistas asaltaron el barro dando
comienzo a los incidentes raciales que sembraron de caos el barrio con
muestras de violencia que nos recuerdan otras más recientes. Como
conmemoración de aquellos terribles días, la comunidad local organizó
pocos años después el carnaval por todos conocido.
En
el punto cardinal opuesto, el este, justo donde termina la City,
comienza el East End, barrio obrero. En los años treinta, el fascismo en
el Reino Unido era una fuerza en ascenso, embravecida por la toma del
poder en Italia y Alemania. Para mostrar su poder, su líder, Oswald
Mosley planeó un desfile para hacer gala de su fuerza y apoyo y para
ello eligió precisamente el East End, territorio “enemigo”.
Pese a las protestas y peticiones para que la marcha fuera prohibida, la única medida que se tomó fue destinar un numerosísimo contingente policial para prevenir los intentos de los antifascistas de impedir la marcha, poniendo en duda la neutralidad de las fuerzas del orden.
Tuvieron
que ser los propios ciudadanos los que, haciendo suyo el lema de los
defensores del Madrid republicano, “no pasarán”, levantaron barricadas y
lograron impedir el paso de la marcha. En Cable Street la defensa llegó
incluso desde las ventanas de los edificios donde los fascistas y la
policía recibieron una lluvia de huevos, botellas de leche y otros
variados objetos domésticos en lo que se conoce como la batalla de Cable Street.
Una vez visto lo que hay al este y al oeste, el autor no se olvida del subsuelo, empezando por la historia de los toshers,
los furtivos de las galerías y canalizaciones de Londres, una auténtica
casta cuyo oficio, al margen de la Ley, no se aprendía sino de la mano
de otro tosher. La esperanza de hallar un tesoro oculto mantenía a
estos hombres en una ocupación de la que apenas obtenían más
rendimiento que unas monedas y otros objetos de poco valor perdidos por
los que arriesgaban sus vidas expuestos a bruscos cambios de corriente,
gases asfixiantes o pérdidas fatales de equilibrio. Los toshers
se extinguieron en torno a 1850 pero su leyenda continúa. Hoy son los
viajeros del Metro los que transitan bajo los palacios y museos, menos
romántico pero algo más seguro que el oficio de sus predecesores.
Una
de las claves de esta ciudad reside en que ha mantenido intacta gran
parte de su estructura original sin verse amenazada por los deseos
racionalistas de monarcas o arquitectos, siempre ansiosos por demoler
las sinuosas y desordenadas construcciones en favor de líneas rectas,
amplias avenidas y cuadrados perfectos. Al contrario, Londres ha sabido
mantener su trazado desordenado, formado por aluvión y asimilación de
suburbios y guetos. Nada similar a un ensanche, experimentos de ciudad
jardín o utopías similares.
Porque
el pragmatismo lleva a una sabia combinación de renovación y apego a
las tradiciones, verdadera marca de la casa. Nada parece merecer el
derribo (salvo las casas de los asesinos en serie para evitar la
peregrinación de los morbosos del terror) y todo parece reaprovecharse.
La casa en la que se instala el autor a su llegada a Londres es una antigua caballeriza del Victoria & Albert Museum, la actual mezquita Jamme Masjid en el East End fue previamente sinagoga, previamente iglesia metódica y anteriormente iglesia hugonote.
Queen Victoria |
Creo haber dado a entender suficientemente que éste es un libro para amantes de Londres, no una guía para conocer la ciudad. Como tal, contará con nuestra anticipada benevolencia, si bien el principal reproche que podemos elevar contra el autor es su brevedad. Pero aunque estas páginas saben a poco, Londres nos reserva más historias de las que cualquier libro pueda guardar. Ahí están para quien quiera buscarlas. ¡Adiós!