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6 de mayo de 2012

Historias de Londres (Enric González)

Una ciudad es la suma de sus habitantes, masa homogénea e informe, un cuadro de conjunto que, sólo en la distancia, se ofrece como imagen de un todo. Sin embargo, ese afán unificador al que tan apegados estamos nos hace olvidar en muchas ocasiones que la vida de una ciudad no existe, que su historia no es tal, sino la suma de muchas vidas, de muchas historias inaprensibles en su totalidad pero imprescindibles para conformar el todo.

Y aunque no es habitual centrar la atención en esos pequeños detalles, este libro responde precisamente a ese propósito, de ahí lo acertado de su título, Historias de Londres, pues no es otra cosa que eso, una selección personal y arbitraria, sentimental si se quiere, de algunas de esas historias que hacen de Londres una gran ciudad.

Enric González ocupó la corresponsalía de El País en Londres a comienzos de los años noventa cumpliendo un sueño largamente. Durante los siguientes años, Enric se encariñó de esa ciudad que otros desprecian por su clima o su gastronomía. Conoció a sus gentes y sus lugares, a sus políticos y periodistas, sus anécdotas y sus fobias, su lado amable y su lado oscuro (que todos tenemos). Del recuerdo y añoranza de aquellos años nacen estas páginas, una guía personal para adentrarse en una ciudad no por conocida menos interesante.
Enric González
Y es que, por diversas razones, la mera evocación de nombres como Baker Street, Abbey Road, Savile Row o Charing Cross hacen remover algo de mi espíritu. Tal vez pocas ciudades reúnen tantas referencias literarias, históricas o musicales como Londres. Me consta que en esto, el autor de este libro y yo mismo no somos una rareza. 


Durante unos días he podido pasear (cortesía de Google Street View) por las mismas calles que recorre el autor. Me he plantado en la calle en la que Jack el Destripador asesinó a Mary Ann Nichols, me he asomado a la puerta de la taberna Cutty Sark o he espiado por las ventanas opacas de los más selectos clubes de Saint James Street (perspectiva idéntica a la que habría obtenido si me hubiera desplazado físicamente a esa calle dado su exclusivo acceso).
Royal Albert Hall
Mis paseos por Kesington o a lo largo y ancho de Oxford Street han sido memorables llegando a perderme en varias ocasiones. Porque, como señalaba George Mikes, la toponimia de las calles londinenses está diseñada para confundir a cualquiera que no sea londinense. Una misma vía puede cambiar de nombre de una manzana a otra, o mantenerlo pese a serpentear irracionalmente y girar la primera a la derecha y la segunda a la izquierda. Frente a los muy clásicos y manidos, "calle", "avenida" y "paseo" de que hacemos gala en esta tierra, Londres ofrece una panoplia digna de un desequilibrado: “hill”, ”road”, ”street”, ”mews”, “rise”, “grove”, “lane” y así hasta casi el infinito. Todo para confundir al pobre continental, como si conducir por la izquierda no fuera suficiente.

También he podido comprender (al fin) las divergencias ideológicas (y sociológicas) de los principales diarios británicos y las he corroborado leyendo los titulares sobre la crisis del euro en unos y otros. Desde el temor prudente del FT o la tibieza del Telegraph, hasta la alegría vengativa y manifiesta de The Sun o del Daily Mail.

Incluso me he asomado a la peculiar prensa deportiva inglesa y sus intrigantes secciones dedicadas a las carreras de caballos, el rugby o el críquet, si bien, en definitiva y como ocurre en su equivalente hispano, la mayor parte de sus páginas se dedica a cuestiones más propias de la prensa rosa o de sociedad que a acontecimientos deportivos propiamente dichos.

Los continentales nos deleitamos leyendo anécdotas sobre esa flema inglesa tan característica. Como muestra, valga la siguiente: la Cámara de los Lores cuenta con un trono para las solemnes ocasiones en las que el monarca hace acto de presencia. El trono, además de para sentar las reales posaderas, está hueco en su interior para albergar la aspiradora con que se limpia la moqueta, perdón, la alfombra roja.

Pero la historia de Londres no es sólo la de sus racionales ciudadanos, acostumbrados a un pragmatismo radical. En ocasiones, la fiera asoma y los conflictos han dejado una notable huella en su paisaje urbano.

En el oeste, Notting Hill, un barrio de moda desde los años noventa pero que en las postrimerías del siglo XIX comenzó a nutrirse de lo peor de Londres. En esta colina de las afueras se refugiaban los inmigrantes sin recursos, los delincuentes que preferían alejarse del centro, allí donde la policía no se atrevía a penetrar. En contraste, la expansión de Londres hacia el oeste llevó a muchas grandes fortunas a construir mansiones que fueran prueba de su éxito camino de lo alto de la colina. Lo más bajo y lo más alto de una sociedad, arremolinados en torno a una colina símbolo de una tensión social que se acentuó por la llegada de innumerables inmigrantes afrocaribeños durante los años cincuenta.


Tanta provocación no podía ser pasada por alto para algunos descerebrados, decididos a hacer pagar la osadía de instalarse en la metrópoli. En agosto de 1958 grupos de enardecidos racistas asaltaron el barro dando comienzo a los incidentes raciales que sembraron de caos el barrio con muestras de violencia que nos recuerdan otras más recientes. Como conmemoración de aquellos terribles días, la comunidad local organizó pocos años después el carnaval por todos conocido.

En el punto cardinal opuesto, el este, justo donde termina la City, comienza el East End, barrio obrero. En los años treinta, el fascismo en el Reino Unido era una fuerza en ascenso, embravecida por la toma del poder en Italia y Alemania. Para mostrar su poder, su líder, Oswald Mosley planeó un desfile para hacer gala de su fuerza y apoyo y para ello eligió precisamente el East End, territorio “enemigo”.

Pese a las protestas y peticiones para que la marcha fuera prohibida, la única medida que se tomó fue destinar un numerosísimo contingente policial para prevenir los intentos de los antifascistas de impedir la marcha, poniendo en duda la neutralidad de las fuerzas del orden.

Tuvieron que ser los propios ciudadanos los que, haciendo suyo el lema de los defensores del Madrid republicano, “no pasarán”, levantaron barricadas y lograron impedir el paso de la marcha. En Cable Street la defensa llegó incluso desde las ventanas de los edificios donde los fascistas y la policía recibieron una lluvia de huevos, botellas de leche y otros variados objetos domésticos en lo que se conoce como la batalla de Cable Street.


Una vez visto lo que hay al este y al oeste, el autor no se olvida del subsuelo, empezando por la historia de los toshers, los furtivos de las galerías y canalizaciones de Londres, una auténtica casta cuyo oficio, al margen de la Ley, no se aprendía sino de la mano de otro tosher. La esperanza de hallar un tesoro oculto mantenía a estos hombres en una ocupación de la que apenas obtenían más rendimiento que unas monedas y otros objetos de poco valor perdidos por los que arriesgaban sus vidas expuestos a bruscos cambios de corriente, gases asfixiantes o pérdidas fatales de equilibrio. Los toshers se extinguieron en torno a 1850 pero su leyenda continúa. Hoy son los viajeros del Metro los que transitan bajo los palacios y museos, menos romántico pero algo más seguro que el oficio de sus predecesores.
Una de las claves de esta ciudad reside en que ha mantenido intacta gran parte de su estructura original sin verse amenazada por los deseos racionalistas de monarcas o arquitectos, siempre ansiosos por demoler las sinuosas y desordenadas construcciones en favor de líneas rectas, amplias avenidas y cuadrados perfectos. Al contrario, Londres ha sabido mantener su trazado desordenado, formado por aluvión y asimilación de suburbios y guetos. Nada similar a un ensanche, experimentos de ciudad jardín o utopías similares.

Porque el pragmatismo lleva a una sabia combinación de renovación y apego a las tradiciones, verdadera marca de la casa. Nada parece merecer el derribo (salvo las casas de los asesinos en serie para evitar la peregrinación de los morbosos del terror) y todo parece reaprovecharse. La casa en la que se instala el autor a su llegada a Londres es una antigua caballeriza del Victoria & Albert Museum, la actual mezquita Jamme Masjid en el East End fue previamente sinagoga, previamente iglesia metódica y anteriormente iglesia hugonote.
Queen Victoria
El Londres de Enric González es, fundamentalmente, el Londres del siglo XIX en adelante. Algunas referencias al siglo XVIII pero poco más se puede leer sobre épocas anteriores y es que la verdadera gloria de esta ciudad llega con el reinado de Victoria que terminó de moldearla y enriquecerla con alumbrado público, mejorando el saneamiento o embelleciendo sus calles con edificios como el Royal Albert Hall, el Parlamento de Westminster o el Covent Garden. De esa época datan los innumerables ejemplos de arquitectura neoclásica (en un intento por equiparar el Imperio Británico con las antiguas glorias de Grecia y Roma) y neogótico (en un intento de no perder de vista ese pasado medieval, casi de leyenda artúrica, del que también se enorgullecían).

Creo haber dado a entender suficientemente que éste es un libro para amantes de Londres, no una guía para conocer la ciudad. Como tal, contará con nuestra anticipada benevolencia, si bien el principal reproche que podemos elevar contra el autor es su brevedad. Pero aunque estas páginas saben a poco, Londres nos reserva más historias de las que cualquier libro pueda guardar. Ahí están para quien quiera buscarlas. ¡Adiós!