Milan Kundera defiende la vitalidad del género novelesco por encima de las voces que claman por su inevitable extinción. Con una perspectiva historicista, el autor checo evita considerar la novela como expresión del ideal decimonónico en el que las páginas no eran sino el intento por reflejar una realidad de la manera más fidedigna posible. Los personajes venían definidos por sus peculiaridades psicológicas, actuaban en un marco espacial y temporal bien definido e identificable por el lector. El espacio para la fantasía o el libre discurrir de la ficción era muy limitado.
Este modelo agota sus fuerzas con el siglo veinte que ve una profunda renovación del género al superarse ese esquema y retomarse de algún de manera el espíritu que definió el nacimiento del género. Cervantes, Voltaire o Rabelais crean una nueva forma de expresión en la que el todo se resiste al esquema, los personajes entran y salen de las escenas sin justificación aparente, las historias se entremezclan de manera confusa aderezadas por un sentido del humor y una imaginación desbordante.
Y es en este rastro en el que Kundera encuadra su labor creativa tal y como ha tenido ocasión de manifestar repetidamente (Los testamentos traicionados, El arte de la novela). La novela se convierte en un “medio” de expresión, un vehículo en manos de su autor quien, con su omnisciencia, determina su curso mediante la acumulación de materiales diversos a los que dota de sentido precisamente por su puesta en relación.
La inmortalidad responde a estos criterios de manera ejemplar. Toda ella aspira a resultar natural, espontánea, aunque sospechemos desde sus primeras páginas un poso de reflexión que actúa como argamasa de todos los hilos argumentales. La novela se abre con el propio autor observando el curioso gesto de una mujer madura dirigido a su monitor de natación en el preciso instante en que sale de la piscina del gimnasio al que acude asiduamente Kundera.
Ese gesto atrae su atención por la disociación entre su desenfado y jovialidad y la edad avanzada de la mujer. De esta primera atracción surge la reflexión. Muchos son los gestos, pero por fuerza, su número es menor que el de los hombres que los realizan. De ahí que los humanos seamos sólo portadores de los gestos, estos no nos pertenecen, no son definitorios de nuestra personalidad.
Al igual que esa mujer repite un gesto empleado por otras mujeres, otros hombres, nuestras vidas caminan en círculos. El tiempo es visto en la juventud como un camino hacia adelante; sólo cuando alcanzamos el cenit de nuestra vida comprendemos que el tiempo nos atrapa como un círculo; cada vida se cimienta de unos materiales que apenas podemos alterar, de modo que giramos en torno a dicha materia, a dicho tema, del que no podemos huir; no es posible el comienzo de “una nueva vida” tan pregonado por la mercadotecnia de la Nueva Era.
En fin, no desvelaremos las escenas del libro, o la trama interna, o el final del mismo. Baste decir, como mérito indubitado, que son totalmente irrelevantes para el goce de la lectura. Que el verdadero placer se encuentra en el discurrir del propio Kundera, en sus reflexiones (explícitas o por boca de personajes) desperdigados generosamente por toda la novela. Que el inteligente juego entre ficción y realidad (tan querido por Cervantes) es una constante en sus páginas por las que Kundera se asoma para, seguidamente, ceder paso a otros personajes ficticios. Que la primera página del libro desvela el incidente que origina la obra, al tiempo que el último lance festeja el fin de la tarea de su escritura.
Y tampoco habrá que explicar la presencia de Goethe y su peor pesadilla, Bettina, quien amenazó de manera directa la más grande aspiración del genio alemán: su fama eterna. Esa inmortalidad a la que algunos aspiran por sus propios méritos y a la que otros llegan a despecho de sus intenciones y deseos, fotografiados en pose poco favorable para toda la Eternidad, inmortalidad fruto de la visión de otros, visión e imagen en la que vivimos y sobre la que tratamos de influir.
Tampoco hablaremos del triángulo amoroso que describe Kundera, o de las extrañas teorías impropias de su edad o época, del profesor Avenarius y su relación con Kundera y con las protagonistas de la novela.
Y no lo haremos porque el lenguaje claro y preciso, frío en apariencia, de esta novela lo explica mejor, lo encadena de manera precisa sin necesidad de más explicaciones. Y porque al igual que el gesto es la excusa de la novela, y el gesto se encarna en las personas, esas tramas argumentales no son sino la excusa por la que Kundera da rienda suelta a su increíble capacidad para la creación.
“Pienso, luego soy es la frase de uno intelectual que menospreciaba el dolor de muelas. Siento luego soy es una verdad de una validez mucho más general y se refiere a todo aquello que vive” es un ejemplo del tipo de reflexión que contiene La inmortalidad, en esta ocasión en referencia al nacimiento del Homo Sentimentalis; metaliteratura dentro de la Literatura.
Otra breve cita que espero sirva para resumir el espíritu de esta novela y de la obra de Kundera en general: “una novela no debe parecerse a una carrera de bicicletas, sino a un banquete con muchos platos distintos”. Kundera nos asegura un extraordinario menú degustación a bajo precio, que no se debe rechazar en tiempos en los que la comida basura dicta la norma e impone su precio.
¿Cuál es el papel del autor?¿Debe prevalecer su criterio respecto de su obra o, una vez escrita, compuesta, ésta debe ser “patrimonio público”, no en un sentido económico, sino artístico? ¿Puede consentir el novelista una traducción inapropiada de sus palabras?¿Y el músico una alteración de sus arreglos? Pero, al tiempo, ¿no es eso lo que hacemos de continuo adaptando las obras de Shakespeare o Sófocles a nuestros tiempos?¿No es eso lo que ayuda a mantenerlas vigentes y a que después de tantos siglos podamos seguir admirando su genialidad? ¿No es lícito que Picasso tomara como modelo Las Meninas de Velázquez? A todas estas preguntas (y muchas más) pretende dar respuesta Milan Kundera en Los testamentos traicionados
Es conocido que a la muerte de Kafka, su amigo Max Brod encontró entre sus papeles dos cartas (que ya conocía puesto que el propio Kafka le había anticipado su contenido) en las que se recogían instrucciones precisas sobre qué manuscritos debían destruirse, cómo debía recuperarse para su destrucción toda correspondencia que hubiera intercambiado en vida con amigos, familia o amantes y que cualquier papel escrito por él debía correr la misma suerte con la excepción de ciertas obras ya publicadas que eran nombradas de manera expresa y como lista cerrada.
Max Brod no sólo incumplió los deseos de su amigo sino que se encargó de recopilar todos los manuscritos dispersos y comenzó la tarea de publicarlos. Su celo alcanzó incluso a las obras no literarias de Kafka y así se publicaron sus diarios y su impresionante correspondencia (desde la más banal a la más íntima). Al margen de los concretos motivos de Brod para tal desobediencia -y de la justificación que éste ofreció en diversas publicaciones, comenzando por el prefacio de la primera edición de El proceso-, Kundera plantea una oposición frontal al credo actual según el cuál la voluntad del autor debe quedar supeditada a su obra y el público tiene “derecho” a la obra sin que los deseos de su creador deban interferir. Así, es lícito publicar manuscritos que el propio autor no consideró dignos del conocimiento público, borradores de obras ya publicadas, etc.
Pero la mayor traición de Brod a Kafka es la creación de una imagen falsa del autor, la supresión de textos de sus diarios que no convenían a la imagen de santo-mártir que Brod postulaba para su amigo y, en definitiva, la fundación de la kafkología, nacida al amparo de su interpretación de las obras de Kafka. Esa kafkología que discute sobre sí misma, totalmente al margen de la obra del autor praguense, construyendo un método, una cábala, que la aleja día a día de la realidad. Pero no sólo Brod y los críticos, también los editores suprimiendo reiteraciones (queridas y escritas intencionadamente por Kafka), alterando la peculiar puntuación del autor, o los traductores dando rienda suelta a una interpretación libre de las palabras de Kafka.
Pero no sólo Kafka, otros muchos autores (¿alguno no?) ven cómo sus palabras son tapadas, adulteradas, reinterpretadas. Hemingway, por ejemplo, es un ejemplo de cómo sus cuentos pueden ser diseccionados para llegar a conclusiones preconcebidas. Colinas como elefantes blancos es el ejemplo que emplea Kundera para demostrar cómo la crítica obvia las palabras de los personajes del cuento suplantándolas por las suyas propias de manera que acaben diciendo lo contrario de lo que escribió su creador.
No sólo en la Literatura sufre el creador el acoso de los mediocres que pretenden enmendar y manipular su obra. Stravinsky es otro ejemplo. El célebre autor ruso decidió al final de su vida dejar un registro sonoro de sus obras a modo de versión definitiva de sus obras de modo que nadie pudiera “interpretarlas” suplantando su propia versión. Menos suerte tuvo el compositor checo Janáceck quien tuvo que ver cómo su obra era despreciada en su propio país y cuando finalmente se aceptó la interpretación de una de sus más importantes óperas en Praga, tuvo que ser previa adulteración de sus arreglos y de la estructura de la obra de modo que su sentido más profundo quedó totalmente distorsionado.
Pero este libro no es sólo un cántico egocéntrico y narcisista a favor del autor como creador de un arte intocable, airado con el mundo que se apresta a destrozar y vulgarizar su elevada obra. Kundera despliega una brillante teoría sobre el devenir histórico de la novela, organizada en tres tiempos. Según esta teoría (y de manera muy resumida) la novela nace en el momento en que la épica abandona la poesía. Ese vacío narrativo lo asume una nueva forma de expresión que se caracteriza en estos primeros pasos indecisos por la total falta de estructura: normalmente los primeros textos de este género (Rabelais, el Quijote, la novela picaresca, Diderot, …) no son sino aquello que le ocurre al protagonista en su quehacer. La sucesión de escenas sin más conexión que el propio protagonista o algún otro personaje, crean un rico tapiz en el que el humor absurdo, la exageración y la hipérbole trenzan un estilo rico y ágil que aún nos sorprende. Asimismo, la novela es ese espacio en el que se suspende el juicio moral, de nodo que esta independencia de la moral es lo que permite identificar más claramente, siempre según Kundera, la novela con Europa. La incomprensión de este aspecto de la novela explica la persecución a la obra de Rushdie; la postura general del mundo de la cultura en Occidente, considerando que la novela ha podido faltar al respeto de los creyentes musulmanes, supone una amenaza directa a la propia idea de novela y, por tanto, a la propia esencia de la Europa que hoy conocemos.
Pero la novela se consolida como género literario y asume nuevos elementos, como el drama que abandona igualmente a la poesía, o el afán por reflejar la realidad. Los personajes pasan a tener un pasado, una herencia que les hace actuar de un modo determinado en función de sus circunstancias; ya no se trata de personas de las que todo se ignora (¿alguien conoce algo relevante de la vida de Alonso Quijano previa a su locura?), se destierra el absurdo y se sustituye por la descripción minuciosa; la novela imita a la vida y las novelas pasan a ser una sucesión de escenas bien planeadas, todas ellas con un papel dentro del gran proyecto de la obra.
Pero el género se agota, y llega el tercer tiempo, un tiempo en el que el agotamiento del modelo anterior obliga a tomar aire y mirar al pasado. La transición comienza sutilmente. Unos, como Hemingway, tomarán la minuciosidad para sus diálogos, olvidando el marco temporal y espacial que pasan a un segundo plano. Otros, como Joyce, se centrarán en la cotidianeidad para hacer crecer sobre ellas su obra. Kafka tomará como modelo para su primera novela inconclusa (El desaparecido o América) el Oliver Twist de Dickens pero eludiendo lo que define a la obra del inglés (“sequía del corazón disimulada detrás de un estilo desbordante de sentimientos” según el propio Kafka).
Los nuevos caminos romperán definitivamente el esquema de la novela del siglo XIX. Autores de una tradición distinta a la occidental contribuirán a dar un nuevo tono a la novela (Kundera habla de la tropicalización de la novela para describir cómo autores de América Latina introducen nuevamente aspectos mágicos, irracionales, barrocos, en sus obras o subraya las bondades similares de obras como Los versos satánicos de Rushdie, criticando que el enfoque mediático sobre la misma nos ha privado de los aspectos literarios sobresalientes que atesora).
Kundera también aplica su teoría de los tres tiempos de la novela a la música. Así, el primer tiempo caracterizado por la invención y la destreza, la improvisación y la armonización tiene en Bach y las fugas su más alto exponente. Posteriormente se abandona el bajo continuo o los juegos de instrumentos para centrarse en la melodía. Todo se supedita a la melodía y el fin de ésta no es otro sino el evocar sentimientos en el oyente. ¿Cómo definir la música sino es como sentimiento puro, hecho ondas? Pero el modelo se agota y se debe volver al pasado, a la sencillez y a la invención, al gozo en definitiva de crear. Stravinski retoma a los clásicos renacentistas, Janáceck recorre las calles de Praga con un cuaderno y un lápiz anotando las melodías de sus vecinos en sus conversaciones diarias.
Cientos de ideas sobre música, sobre literatura, sobre el arte en general. Riqueza de ejemplos y anécdotas, pero sin perder de vista una visión más global. Todo ello con la vehemencia propia de Kundera, con bastantes (quizá excesivas) referencias a sus obras y un estilo ameno que ayuda a asimilar sus teorías (no necesariamente a compartirlas) y que enriquece a todo aquel que se acerque a las páginas de este libro. Kundera ofrece una visión coherente de la evolución de la novela, de las razones por las que su fin no se adivina próximo (pese a otras voces en sentido contrario) pero dibuja un horizonte inquietante en la medida en que la importancia nominal del creador se pone en tela de juicio por la vía de los hechos día a día, sin disimulo, en el convencimiento de que su obra no le pertenece.