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29 de enero de 2022

Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain)

 


 

Releer es uno de los mayores placeres. A diferencia de lo que muchos puedan pensar, volver a pasar por páginas ya conocidas, poder anticipar lo que va a ocurrir, conocer el final, no resta un ápice de interés a la lectura, sino que nos libera de esa incertidumbre de quien va abriendo caminos, aventurando hipótesis sobre el curso futuro de la trama que luego resultarán mayoritariamente erradas, todos sabemos que un autor es un pérfido urdidor de trampantojos. Todo lo contrario, liberados de esa inocencia, conociendo los trucos argumentales, familiarizados con la historia, con el juego de los personajes, podemos concentrarnos en la esencia de la novela, regodearnos en su ritmo y estilo, en sus pistas falsas sin temor a confundirnos. Por ello, insisto, releer es uno de los mayores placeres.


En esta ocasión, le ha tocado el turno a Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, en la edición de Anaya con traducción de Antonio Ferres. Y recuerdo aún la primera vez que leí este libro, en una edición distinta, algo menos cuidada y cuyas páginas quedaron despanzurradas antes de que acabara la lectura, pero de la que disfruté enormemente. Por alguna razón, el libro previo, Las aventuras de Tom Sawyer, me había resultado algo tedioso, cosas de la edad, así que no me atreví con esta supuesta secuela hasta entrados largamente mis veinte. Y como digo, la frescura del libro, su tratamiento deshinibido de temas como la esclavitud, la brutalidad del mundo adulto o la franqueza del lenguaje de los protagonistas, me sorprendieron.


Y es ahora, al volver sobre la obra, cuando me siento más capaz de reconocer la fuerza vital que recorre sus páginas, la veracidad que emerge de sus personajes y la locura salvaje que habita en sus, a veces, laberínticos y enloquecidos enredos. Es en esta segunda lectura cuando puedo disfrutar sin distracciones del endiablado ritmo que tiene, en especial, el comienzo de la obra, con sus breves oraciones, sus descripciones mínimas para definir a cada personaje en boca de Huck o la certeza de que cada frase aporta una idea concreta, útil para el avance y desarrollo del argumento, ajenas totalmente a la retórica tan propia de autores contemporáneos de Mark Twain.


Porque, sin duda, ésta es la obra maestra de su autor, como él mismo reconocía, su mayor y mejor logro. En sus páginas, como ocurre en todas las grandes obras, mezcla sus propias experiencias como piloto de vapores por el Mississippi lo, con su fértil imaginación y sus opiniones críticas sobre la vida en el Sur en los tiempos previos a la Guerra de Secesión, la mojigatería religiosa de la época, o los vicios e iniquidades del mundo regido por los adultos.


Huckleberry es un mozo que se ha enriquecido al descubrir un tesoro, según se cuenta en Las aventuras de Tom Sawyer, y al no tener un padre decente que pueda hacerse cargo de su educación y tutela, el dinero es consignado bajo la vigilancia del juez local mientras que Huck es entregado a una viuda para su cuidado y educación. En este ambiente opresor Huck quiere morir. Hasta ese momento su vida ha discurrido libre de ataduras sociales, como un seminómada, mal vestido y peor educado, está acostumbrado a la libertad como pocos y se resistirá a todo esfuerzo de domesticación. Por eso, no es de extrañar que termine por huir, también atemorizado por su padre, que sigue rondando por su vida, amenazándole si no le entrega todo el dinero para gastarlo en una continua borrachera.


Huck huye y en su escapada se encuentra con Jim, esclavo de su anciana cuidadora que también ha dejado la casa al conocer que iba a ser vendido para servir en una plantación del Sur más profundo, con un régimen de vida brutal, sometido a un trabajo extenuante y continuos castigos físicos. Sus aventuras por el gran río forman el armazón de la novela y forjan un dúo protagonista parejo en algunos aspectos a otros dúos famosos de la literatura como don Quijote y Sancho Panza. En otros aspectos se asemeja a Los papeles póstumos del Club Pickwick al consistir parte del argumento en cuanto surge alrededor del camino de los dos protagonistas, poniendo de manifiesto la ruindad y bajeza de muchos de los compañeros de viaje que deben hacer a su pesar o de los violentos vecinos de los pueblos a orillas del río.  

 


 

La obra fue publicada en 1884 aunque está ambientada en un tiempo anterior a la Guerra de Secesión americana de 1861. En el momento de su publicación, recibió notables críticas por la rudeza de su lenguaje, uno de los rasgos del libro que más enorgullecía a Mark Twain, así como por el retrato que se hacía del fugitivo Jim, un negro mejor que la mayoría de blancos con los que se topan, más noble y cabal, el mejor compañero de viaje para Huck que se pudiera buscar. Pero el libro no es una obra maniquea, Huck se debate entre la solidaridad con Jim a quien le debe parte del éxito de su huida, y su convencimiento moral de que su deber es denunciarlo como fugitivo y entregarle a cualquier hombre blanco. También le vemos luchando contra su propio racismo, sorprendiéndose de la hondura de los sentimientos de un negro. Por tanto, la obra también puede ser vista como la narración del proceso por el que Huckleberry asume la igualdad moral entre blancos y negros como una dura conquista a la que tarda en llegar y solo lo hace tras la larga convivencia con Jim y las innumerables pruebas de lealtad y rectitud moral que éste le pone de manifiesto.


Pero, todo esto que causó escándalo en su época por atentar contra los convencimientos íntimos del americano medio recién salido del trauma de la guerra civil, es lo que también causa rechazo en nuestros días por atentar contra otro tipo de mojigatería que ha impuesto su censura contra Las aventuras de Huckleberry Finn, no considerándolo apropiado para promover su lectura en los centros educativos estadounidenses, privando así a sus jóvenes de la posibilidad de entender mejor su país, sus contradicciones y su proceso de  construcción y, por encima de todo, reduciéndoles a la estúpida condición de seres incapaces de entender e interpretar una obra, mejor que lo haga el Gran Hermano por todos nosotros.


Creo que cualquier lector que llegue al final de la novela, al capítulo en el que se describe el sueño que tiene Huck sobre el futuro que aguarda a Jim, creerá ver la génesis del discurso del Doctor King y no tendrá dudas de cuál es la verdadera naturaleza moral de este libro y de cuáles son sus méritos en este controvertido aspecto. Pero en lo que aquí respecta, esto es, en cuanto a su calidad literaria, su capacidad para emocionar, para construir un relato verídico y ameno, no se tenga ninguna duda. Este libro, junto a otros cuantos precursores, abre esa corriente de realismo americano que tanto ha influido en la literatura universal del siglo pasado y que aún extiende su poderosa influencia. Solo por eso deberíamos desempolvar nuestros ejemplares infantiles de la obra, darles vida nuevamente para recibir más de lo que esperamos y restituirlos al lugar verdadero que merecen.

 

 

 

9 de marzo de 2013

¿Ha muerto Shakespeare? (Mark Twain)



Mark Twain publicó en 1909 un pequeño ensayo bajo el irónico título Is Shakespeare Dead? en el que plasmaba su relación personal con la obra del dramaturgo y el amor que sentía por ella. El libro, sin embargo, es más conocido por su segunda parte, en la que resume las objeciones a que el inmenso talento tras las obras de Shakespeare sea el del propio Shakespeare, postulando la teoría, muy en boga en la época, de que el verdadero autor de las mismas era Francis Bacon.
El descrédito de esta obra menor no se debe tanto a la falta de argumentos que justifiquen su teoría, sino a que una gran parte del texto fue transcrito literalmente del ensayo de otro autor, George Greenwood, sin que Twain hiciera mención expresa a la fuente. No deja de ser irónico que quien trataba de explicar que los versos de Shakespeare no fueron escritos por él, se valiera de palabras que tampoco fueron escritas por él.

Fuera recurso de autor maduro o error del impresor que omitió la oportuna nota a pie de página, como alegó el propio Mark Twain, lo cierto es que el libro es una excelente prueba de la fuerza de una obra que, quien quiera que fuese su autor, ha conmovido y lo seguirá haciendo a todos los que se acerquen a ella.


Mark Twain
Pero acompañemos al joven Mark Twain en su viaje surcando el Misisipi y tomando su primer conocimiento de Otelo o El Sueño de una noche de verano. Fue el capitán del Pennsylvania, George Ealer, quien le contagió su afición al leer en alta voz las obras de Shakespeare con tal esmero y pasión que lograba convertir en estampas vivas lo que solo eran diálogos en papel. Hasta tal punto leía con vehemencia y exaltación que añadía sus propios comentarios al hilo de lo leído de modo que, hasta el día de su muerte, Twain seguía confundiendo las partes originales de lo que no eran sino anotación y comentarios de su patrón.

Ealer era un convencido defensor de la tesis, tan poco atractiva como evidente, de que Shakespeare era el verdadero y único autor de la obra de Shakespeare. Sus furibundos ataques contra todas las infinitas teorías que atribuían la autoría a cualquier otro candidato terminaban por convertirse en un soliloquio que aburría al joven Twain.


Éste, convencido de la razón de su patrón, pero deseoso de excitar su ánimo y alargar las veladas, dio en defender sin mucho entusiasmo cualquier candidatura sobrevenida. Finalmente, y como suelo ocurrir, tanto argumentó en defensa de la tesis baconiana que terminó por convencerse a sí mismo.


El resto del ensayo está dedicado a desgranar lo que denomina los “debería”, “podría”, “cabría pensar que” y “asumiendo que” necesarios para completar una biografía mínima de Shakespeare y que evidencian la imposibilidad de atribuir a éste el mérito literario que se le atribuye. 


Shakespeare


Y es que la vida de este genio de la Literatura ofrece pocas certezas a las que aferrarse. Según la lista del propio Twain (ligeramente acrecentada con el transcurso de los años, pero parca en extremo en todo caso) se ciñe a hechos de los que dan fe documentos oficiales como su licencia matrimonial, unos cuantos juicios menores, su papel de actor, algunas compras de terrenos en su Stratford-upon-Avon, su retirada temprana y su discreta vida hasta su muerte negociando préstamos, haciendo negocios (al parecer, una actividad poco lustrosa para un poeta de su talla) y redactando finalmente un ominoso testamento en el que no se cita su obra o sus manuscritos y, donde a pesar de ser tan puntilloso como para dejar a su mujer expresamente su “segunda mejor cama”, no se reparten libros, una posesión muy preciada en la época y que Shakespeare debiera poseer en abundancia. Según la ironía de Twain, si Shakespeare hubiera tenido un perro, lo habríamos sabido porque lo habría citado en su testamento, pero no dejó referencia alguna a su autoría poética.

Esta cortedad de hechos empujó a numerosos hagiógrafos a rellenar estos vacíos con multitud de “deberías”, “podría”, etc., etc. Los libros se llenaron de anécdotas inverosímiles, como la del joven Shakespeare trabajando de aprendiz de un carnicero, degollando terneros mientras atendía a los clientes en verso, tratando así de justificar un talento natural. También se nos describe, a gusto de cada biógrafo, a un Shakespeare que ingresa en la Armada, o que lucha en Flandes o en Italia, que se convierte en ayudante en un despacho de abogados o que estudia a los clásicos por las noches mientras actúa por el día (o viceversa).


Los enciclopédicos conocimientos que se atribuyen a su obra son uno de los mayores escollos para que Twain conceda al Shakespeare histórico la autoría de su repertorio teatral y poético. En particular, señala que si sólo pudiera exponer un único argumento que demostrase la imposibilidad de que el esquivo Shakespeare fuera el autor de Hamlet, le bastaría el de los conocimientos jurídicos que evidencian sus textos. Según el juicio de notables jurisprudentes del siglo XVII y XIX, la cultura jurídica que destilan las obras de Shakespeare solo puede atribuirse a un jurista de reconocido prestigio.


Es por ello necesario volver los ojos hacia una figura que sí pueda acreditar todo el conocimiento que se presupone al verdadero autor de Macbeth o los Sonetos. Y Twain tiene su candidato, siguiendo la teoría popular en la época: Francis Bacon. Resulta ciertamente sorprendente que la primera referencia a esta teoría parta de Delia Bacon, supuesta descendiente de Bacon y algo inestable emocional e intelectualmente.


Como uno puede imaginar de lo dicho hasta el momento, no resulta difícil cuestionar cualquier biografía del Shakespeare de Stratford-upon-Avon ante la ausencia de certezas y el horror vacui de todo biógrafo. Lo que resulta más dudoso es dar el salto y atribuir las obras a otro personaje histórico de reconocido renombre y una biografía completa, desde su nacimiento aristocrático, hasta su fallecimiento. Aunque las obras de Shakespeare acreditasen un buen conocimiento jurídico, sin duda, Bacon no era el único que lo poseía. El hecho de que despreciase en sus escritos el teatro no parece desalentar esta teoría ya que es una treta para disimular, y así hasta el infinito. 


Francis Bacon

En definitiva, Twain sustituye unos “debería”, “podría”, “cabría suponer que” por otros no menos inquietantes a los que hay que sumar una larga lista de interrogantes, ¿por qué no ha aparecido ningún documento que pueda hacer sospechar quién el verdadero autor?¿Por qué todas estas teorías surgen más de dos siglos después de la muerte de Shakespeare? En la época isabelina nadie dudaba de quién era el verdadero autor, habiendo varios documentos que le reconocen como tal. Tampoco aclara Twain qué perseguía Bacon al ocultar su nombre y cómo pudo dedicarse a la creación de este enorme catálogo de obras inmortales sin perder impulso para el resto de su obras filosóficas y jurídicas. Tampoco aclara cómo pudo emplear determinadas palabras y giros en las obras de teatro y no hacerlo en el resto de sus textos o cómo pudo emplear localismos propios de un granjero de Stratford-upon-Avon.

Quizá el gran error de Twain, de tantos otros, es creer que una obra genial como la de Shakespeare exige una biografía a su altura y le repugne ver a un hombre común sujeto a preocupaciones vulgares. Por fortuna, en nuestros tiempos tenemos por bien sabido que no importa lo gris o mediocre que pueda parece una vida para que su obra alcance un vuelo y una altura que la sobrepase. Disfrutar de ella y olvidar al autor siempre será un buen consejo para no perder el norte como le ocurrió al, por otro lado, inolvidable e insuperable Mark Twain.