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9 de julio de 2024

El ángel de Múnich (Fabiano Massimi)



En septiembre de 1931 aparece muerta Geli Hitler, la sobrina de Adolf, en los apartamentos que ambos ocupan en Múnich. La muchacha tiene una herida de bala próxima al corazón que le ha perforado un pulmón provocando su asfixia. Ha caído de bruces golpeándose la cara, rompiendo su nariz y dejando un notable charco de sangre. Una escena estremecedora incluso para Sauer y Foster, los dos detectives a los que se encarga la investigación y que aparecen por la casa pocas horas después de la muerte.

 

Aunque son avezados investigadores, de lo mejor de la policía de Múnich, lo cierto es que la empresa de averiguar lo sucedido no es fácil, en especial porque su responsable les exige alcanzar una conclusión en apenas ocho horas. La relevancia pública de Hitler ha crecido desde su fallido intento de golpe de estado y su encarcelamiento. La publicación del Mein Kampf le ha permitido expresar sus ideas ganando adeptos dentro de la extrema derecha, orillando a las organizaciones de veteranos y otros grupúsculos, haciendo creer a la derecha industrial alemana que su candidatura puede no ser un mal antídoto contra el bolchevismo y la radicalización de los obreros sometidos a una crisis económica sin precedentes.


De hecho, Múnich se ha convertido en el feudo nazi, una ciudad en la que el partido ha logrado infiltrarse en todas las capas del poder, sea económico, periodístico o policial. Así que el mensaje que los detectives reciben es sencillo. Hay que aclarar lo sucedido, ser discreto y no dar tiempo a que la prensa o los políticos, del signo que sea, comiencen a tratar de utilizar la muerte a su favor.

 

Sauer y Foster son unos grandes profesionales y en ese breve plazo llegan a una conclusión compartida también por el médico forense que aparece pocos minutos después. Estamos ante un suicidio. Tenemos el qué y el cómo, tan solo queda averiguar el móvil, qué ha podido impulsar a una joven alegre, vital, hermosa, una supuesta promesa del canto, la sobrina de una figura política ascendente que la adora, a quitarse la vida.


Pero es que el suicidio parece la única explicación. Geli ha tomado la pistola de su tío, se ha encerrado en su habitación y se ha disparado tras una discusión con Hitler antes de que éste parta de viaje hacia Hamburgo para dar un mitin. La discusión parece girar en torno al deseo de Geli de dedicarse de manera profesional a la música tras recibir clases de canto y manifestar su voluntad de instalarse en Viena. Pero ni siquiera todos los testigos parecen corroborar esta supuesta pequeña trifulca doméstica.


Y cuanto más se trata de profundizar en la vida de Geli, más contradicciones surgen en la versión oficial. Las entrevistas al personal de la casa o a los encargados por el partido de ofrecer su versión, señalan diversas causas, amores varios, un supuesto embarazo, una vida opresiva en compañía de un tío que la adora y está obsesionado por ella hasta el punto de no dejarla salir sola de casa sino es en su compañía o en la de algún acólito de confianza. Un suicidio fruto de un conjunto de razones, ninguna de ellas suficiente por sí misma, todas ellas juntas concluyentes y letales para una joven llena de vida, hasta que deja de estarlo.


El ángel de Múnich, escrita por Fabiano Massimi y editada por Alfaguara y traducida del italiano por Francisco Javier González Rovira, es una novela que conjuga el género negro y el histórico en sabias proporciones. La mezcla de personajes reales y ficticios se revela perfecta e indistinguible. Su retrato de los futuros jerarcas nazis es certero pero no trata de dibujar en ellos rasgos que solo se acentuaron e hicieron evidentes en el futuro. Ahora los muestra como lo que son ese año, en 1931, una cuadrilla de medrosos políticos, cocidos en las propias intrigas del Partido, ansiosos por alcanzar el poder a cualquier precio pero tan preocupados por sus enemigos políticos como por los del propio partido. Miserables y mezquinos, traicioneros y mentirosos, solo temibles por su coqueteo con la violencia a través de los esbirros ideologizados de las SA y las SS, quienes les sirven con ciega lealtad.

 

Los verdaderos héroes de esta tragedia son, a parte de la bella y alegre Geli Hitler, Sauer y Foster, reflejo de esa pareja clásica de investigadores, perfecto complemento mutuo. Sauer, soltero y melancólico, Foster, alegre y borrachín, pero ambos comprometidos desde hace años en la lucha por la verdad. Unos profesionales que no cejan en el empeño de averiguar el motivo del suicidio creyendo ver en él la clave de algo que no termina de encajar. Especialmente les escama el interés de los miembros del partido por sembrar algunas pistas falsas, en apariencia innecesarias, injustificables, pero que levantan las sospechas de estos profesionales.

 

Pero el tiempo apremia y las conclusiones se presentan en el plazo estipulado: suicidio. Publicado el informe, la prensa se echa encima de la policía, del ministro de interior de Baviera, escandalizada, oliendo la carnaza que la joven sobrina de Hitler ofrece. Y la investigación se reabre para volverse a cerrar poco después. Entre tanto, el mismísimo Hitler se ha entrevistado con Sauer y le ha confiado sus miedos, su deseo de que se esclarezcan los motivos que han podido llevar a su sobrina a tan trágica decisión. De alguna manera, abre a Sauer la puerta del Partido para que pueda investigar libremente y bajo su supuesta protección lo que ha sucedido realmente. La investigación continúa de manera oculta, discreta.

 

Y es que ni el mismísimo Hitler es más poderoso que el partido, porque las entidades impersonales, las grandes corporaciones, los partidos, el pueblo, todos esos conceptos jurídicos indeterminados son el escudo perfecto tras el que se esconden los timoratos y cobardes, los criminales y pacatos, con el único fin de dar rienda a sus más bajos instintos. En esta novela Hitler casi parece un pelele, un muñeco en manos de una camarilla desastrada y patética que solo trata de ganarse su favor al tiempo que recopila pruebas en su contra para poderlas emplear llegado el caso.

 

Y así, Sauer nos lleva de paseo por todo Múnich, visitando la sede del partido, el despacho de Goebbels, los campos de aviación en los que practica Göering, la casa en la que se recluye a Hitler para que se recupere tras la noticia de la muerte de Geli, tal vez para mantenerlo protegido de quienes le puedan amenazar, tal vez para secuestrar su voluntad en un momento de tanta incertidumbre. Porque la camarilla que rodea al líder se muestra como lo que es, una pandilla de meros cobradores, manipuladores, sembradores de pruebas falsas, ávidos de riqueza y poder, pero faltos de carisma y valor, escudados tras la vehemencia del líder, aguardando su momento.

 


El ángel de Múnich es una novela perfecta y detallada, extensa en la justa medida para ir desvelando poco a poco las pistas, jugando como en todas estas novelas a engañar al lector, a hacerle seguir rastros engañosos para, de golpe, devolverle a una senda antes descartada. Pero también es lo bastante exigente como para poder dibujar con seguridad a los protagonistas, a los dos detectives y a Geli, para dotarles de una vida y un aliento que en el caso de Sauer y Foster es pura ficción y en el de Geli perfecta recreación de su vida truncada, sus sueños y anhelos perdidos.

 

Massimi es un excelente narrador. No tiene prisa a la hora de desentrañar los misterios que van desvelando sus personajes. Se toma su tiempo para describir el ambiente de los años treinta, la crisis de la República de Weimar o la convulsa política local. No le importa desviar la atención con saltos a la vida pasada de Sauer, auténtico epicentro del relato, ni a retomar hilos dejados a la deriva decenas de páginas atrás. Tampoco le tiembla el pulso a la hora de dejar entrever la verdad del crimen antes de concluir la novela, lo que es una arriesgada apuesta para un género en el que se pretende guardar la intriga hasta la última página. Pero en El ángel de Múnich los personajes de ficción tienen tanta fuerza y veracidad que nos resultan más vívidos que el patán Hoffmann o el orondo Görimg.


La verdad histórica está cuidada hasta un cierto punto puesto que Massimi nos ofrece su propia respuesta a un enigma que aún sigue oculto en nuestros días. Pero como conocedor de los hechos ha tratado de unir los cabos más débiles del supuesto suicidio y ha esbozado su propia respuesta, su quién, cómo y porqué, y tal vez ésta sea la parte que menos me ha gustado ya que el despejar el aire de indefinición que tienen estos hechos para todos aquellos que ya conocíamos la historia no parecía necesario, tal vez sí desde un punto de vista novelístico, pero creo que quizá sea la parte menos conseguida, si bien, será la que más guste a los fanáticos del género. Buena prueba de ello es el éxito y reconocimiento obtenido habiendo sido merecedora del Premio Asti d’Appello y del Premio de Lectores de Novela Negra de Livre de Poche 2012.


Y llegados a este punto, hemos de volvernos hacia Geli, ese ángel de Múnich cuya tragedia puede reducirse al adagio tan manido de que se encontraba en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Como hija de la medio hermana de Hitler, logró un grado de intimidad que le trajo la desgracia. La perversa personalidad de su tío la arrojó a un callejón sin salida. Adolf quería mantenerse soltero puesto que creía que debía reservar todas sus energías para el pueblo alemán. Sin embargo, su atracción sexual por Geli era tan evidente que saboteaba cualquier intento de la joven por salir, relacionarse con hombres o entablar noviazgos. Atados por una relación imposible, la muchacha pareció optar por la única salida factible, o tal vez otros decidieron que su influencia sobre Hitler era demasiado intensa, que le desviaba de su futuro, que tal vez podían encontrarle otra muchacha, como Eva Braun, la secretaria de Hoffmann, quien podía resultar más maleable, menos casquivana y llamativa, menos independiente y vivaz. Ésta fue la tragedia de Geli, la desgracia que, de un modo u otro, acabó con su vida.

  

 

4 de mayo de 2024

Todas las almas (Javier Marías)

 


Leí Todas las almas de Javier Marías unos años después de su publicación (1985), probablemente a mediados de los noventa. Era mi primera lectura de Javier Marías pero el estilo me llamó tanto la atención que enseguida continué por otros títulos como Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco, Negra espalda del tiempo o la saga de Tu rostro mañana.


Ninguno de estos títulos me ha decepcionado, hasta el punto de leer otro como Faulkner y Nabokov, sobre vidas de escritores, que también me gustó. Recientemente leí sus dos últimas novelas, Berta Isla y Tomás Nevinson, nuevamente dos tremendos aciertos. Aún con la reseña de éstas pendiente de publicar llegó la triste noticia del fallecimiento de Marías y, por tanto, la certeza de no poder volver a sorprenderme con otro de sus textos enrevesados, llenos de vericuetos y reflexiones en las que el narrador y el escritor tienden a mezclarse en una bruma indistinguible. Guardo aún Los enamoramientos como última bala, pendiente de lectura, un último libro que dejé algo apartado porque los comentarios parecían alejarlo algo del supuesto estilo del autor que era precisamente lo que más me gustaba. Al final, tendrá su momento. Pero, entre tanto, decidí volver a aquella primera lectura, a Todas las almas, el libro que me ganó y que, de alguna manera, también fue el disparadero para su autor, la conformación definitiva de un modo de escribir, y por encima de todo, la creación de un universo temático que se ha convertido en tan propio y consustancial como inédito en nuestras letras.


Porque Todas las almas contiene en gran medida todo aquello que vendrá después, pero no de un modo tentativo, de prueba o experimento sino de manera madura y definitiva, en el convencimiento de que así y sobre eso era de lo que quería escribir el autor. Y aquella primera impresión no se ha visto alterada con el tiempo ni con la lectura de la obra posterior de Marías. Encuentro en Todas las almas el perfecto medio de entrada a esta fértil obra, un modo sencillo de conocer si este autor cautivará al lector o si, definitivamente, uno no debe adentrarse en títulos más densos y extensos.


Uno puede preguntarse de dónde toma Marías ese estilo cenagoso y laberíntico en el que las frases se alargan más allá de lo razonable pero que, tras muchos circunloquios regresan al punto de partida para cerrar gramaticalmente el periplo de manera certera. Un estilo en el que pocas cosas pasan y las que suceden no son tanto descritas en cuanto acciones sino tan solo como fruto de la reflexión del narrador. Un texto en el que el acto sexual no es propiamente descrito como tal sino a través de lo que piensa el narrador, lo que experimenta, de algún modo parece que lo que no se expresa mediante el verbo no tiene existencia real porque es a través de la palabra, de la asociación de ideas intelectual, como uno conforma su modo de entender el mundo y, por tanto, la manera en que se contará a futuro, creando un universo circular en el que el centro es esa reflexión.


Y es así como una bolsa de basura, los desechos de una jornada, pueden dar forma al modo de vida de un soltero o de una familia numerosa, al modo en que nos desprendemos y renovamos cada día, a la nostalgia de lo que dejamos ir, al río infinito de Heráclito o a la denuncia de un ramplón ecologismo, porque todo cabe en esa bolsa de basura, ese objeto que no importa al narrador en cuanto tal sino en su función de medio para expresar sus más variopintas ideas sobre cualquier tema, que luego será, o no, relevante para la trama.


Y es aquí donde quizá por primera vez soy consciente de un hallazgo que, con total seguridad habré leído en algún lugar, pues de tan obvio se me revela imposible no haberlo cogido al vuelo de algún artículo, opinión o reseña. Y es que Javier Marías, al que consideramos como un verso suelto de nuestras letras, un escritor anglófilo, extranjerizante, resulta ser un verdadero y fiel seguidor de una larga tradición que hunde sus orígenes en el Barroco español. Porque leyendo este libro he creído ver en esas largas frases, el perfecto contenedor para dejar salir al narrador omnisciente, el mismo estilo que se esconde bajo la prosa de Cervantes, un estilo que de tan amplio permite dar cabida a la crítica social, a la censura de su tiempo, a la nostalgia o la esperanza, sin perder nunca de vista que, en todo caso, su función ha de ser la de entretener, captar la atención del lector y, por tanto, ayudarle a entrar en el mundo narrado.


Y de esto Cervantes sabe mucho, Javier Marías no le va a la zaga. Y no se trata de poner a la misma altura ambas obras, tan solo reconocer una similitud de estilo y poder colocar, al fin, a nuestro autor más anglófilo dentro de lo que seguramente también más valoraba, nuestras letras más clásicas.



También ahora puedo reconocer la voz del narrador, distinta de la del protagonista, al modo de los apartes del teatro clásico, reflexiones que van dirigidas al lector, al público. Asimismo, este texto ha sido un perfecto modo de reconocer el papel del humor dentro de la obra de Marías. A raíz de su fallecimiento, a través de los recuerdos de amigos y conocidos, ha aflorado esa vía cómica, una cierta nostalgia por el mundo de la infancia, por los soldaditos y el disfraz, la impostura y la farsa. Y en estas páginas hay escenas hilarantes, contadas con su seriedad formal, tan solo para exacerbar aún más ese efecto cómico. Así, por ejemplo, su descripción de las high tables, esas comidas ceremoniales de Oxford, donde toda pompa y circunstancia termina derrumbándose en su propia ridiculez. En otra escena en la que viene a describirse una especie de guateque y que no deja de ser tan cómica como la película homónima.  


Hasta el momento no hemos descrito mínimamente el argumento de la novela. Pero poco puede decirse al respecto. Un joven profesor español acude a Oxford durante dos cursos lectivos y es ese periodo del que nos habla este protagonista, ya regresado a España, ya con una vida creada, mujer e hijo, rememorando ese pasado con motivo del conocimiento de diversos fallecimientos de algunos de los allí conocidos.


Esos dos años juegan como una especie de paréntesis y de suspensión del tiempo en la vida del profesor. Casi podríamos hablar de periodo iniciático si no fuera porque apenas hay experiencias trascendentes, tan solo las que aquél toma por tales. Y quizá sea siempre así, lo que nos acontece solo toma relevancia e importancia capital en función de cómo se lo tome cada uno. Lo que para algunos puede resultar un acontecimiento transformador que modelará el resto de su vida, para otros puede revelarse como mera anécdota.


Y en esto Todas las almas refleja tanto en el protagonista como en el autor el efecto de esos dos años. Para Marías, sin duda, ese viaje significó mucho y le permitió alumbrar ese mundo literario tan personal que ya no abandonará. Un efecto transformador que también sirve para el narrador de la novela, que ya vuelto a Madrid, rememora y reconstruye aquel pasado, esos dos años, con cierta extrañeza y distancia, casi como una fábula que debe narrar para creer cierta.


Y dado que estamos ante una suspensión del tiempo, un momento en el que podemos adoptar una vida que no es la nuestra porque sabemos que nadie nos la reclamará cuando regresemos a nuestro vivir habitual, pueden sucedernos extrañas historias como el descubrimiento de viejas historias del servicio secreto británico o de la pequeña comunidad, secta tal vez, seguidora de autores malditos y extraños, como ese John Gawsworth al que posteriormente tanto deberá Marías al heredar el trono del reino de Redonda, nuevo punto de contacto y fusión entre narrador y autor.  

 

Poco nos importa que en la novela, ya se ha dicho, apenas pase nada, ni tan siquiera que prácticamente todos los personajes se expresen de similar manera, sean refinados profesores, libreros de viejo o transeúntes. El lenguaje juega un importante papel en la novela, pero no a modo de diferenciación, tan solo para nuevas reflexiones, para marcar la distancia entre el idioma propio y el adoptado, el inglés, para ver cómo lo emplean en nuestros días esos viejos profesores que todo lo que saben de España es lo leído en las obras de Tirso de Molina, con sus arcaísmos y sus petulancias trasnochadas, o el modo de adjetivar del experto en Valle-Inclán.


Todas las almas es uno de los colegios o fraternidades de Oxford  (All Souls) y de aquí toma el nombre de la novela Javier Marías, si bien, el lector será tentado para creer que el nombre también hace alusión al desnudamiento de los personajes que pueblan el texto, al modo en que afloran sus más íntimos deseos o la negación de los mismos (hablamos de británicos, no se olvide). Porque, de manera sorprendente pese a lo dicho hasta ahora, aunque apenas si pasa algo, a que todos se expresan de manera algo impersonal, la verdad es que Marías logra hacer de todos ellos personajes vívidos, reales, tangibles, almas que pasan por la vida de Marías, como él pasa por la de ellos, como todos somos paseantes de las vivencias ajenas.


Cierro el libro con ganas de más, con la sensación de estar tan solo en el prólogo de una historia que ha de venir, y esa historia se encontrará en muchos de los restantes libros de Marías, a los que bien podría aplicarse el mismo título, ese de todas las almas, porque de eso trataba la obra de Javier Marías, de las almas, las nuestras y la suya.  



 

17 de septiembre de 2022

Berta Isla / Tomás Nevinson (Javier Marías)

 


Javier Marías es uno de los mejores autores españoles y, no en vano, su nombre se cita constantemente en las fantasiosas y casi siempre equivocadas quinielas para el próximo Premio Nobel. ÑSu estilo se consolidó hace muchos años y es de los que puede levantar seguidores fervorosos en la misma medida que detractores.

Sus libros se forman de oraciones extensas, que se demoran en reflexiones, paradojas y contradicciones, que crecen y se expanden en diversas direcciones, que vuelven a converger en la idea principal cuando ésta parecía ya olvidada. Un ritmo pausado y reflexivo, rico en asociaciones y léxico, en ideas e imágenes, haciendo que el lector se sienta casi tentado de creer que el argumento es irrelevante y que, como en el poema de Kavafis, lo importante sea el camino, la lectura al margen de la trama.  

Su mundo particular está poblado de referencias recurrentes que forjan la complicidad con el lector habitual. Así, no es infrecuente que en muchas de sus novelas aparezca Oxford y su mundo docente tan exclusivo y, en parte anacrónico, como si de una burbuja se tratara. Los colleges, los dons o las High Table son tan recurrentes que apenas hay obra suya en la que no aparezcan retratados. Esta anglofilia de Marías se remonta a sus años jóvenes, en los que vivió en Estados Unidos, siguiendo a su padre que se vió obligado a impartir clases en diversas universidades americanas al negarle el franquismo el hacerlo en las nuestras. Continuando esta tradición, Marías también fue profesor en Oxford durante tres cursos académicos de Traducción y Literatura Española de donde trajo esa parte esencial y distintiva de la mayoría de sus novelas.

Este cierto cosmopolitismo no solo hace de sus argumentos una excepción en nuestras letras, más bien mesetarias, localistas, sino que su catálogo de referencias, sean cinéfilas o muy especialmente, literarias vienen también traídas en muchos casos de más allá de los Pirineos. Es de destacar la pasión por Shakespeare, de cuyos versos se ha servido en ocasiones para titular novelas y, en la mayoría de ellas, para citarlo y usar de la sabiduría del genio de Stratford-upon-Avon casi tanto como de la del mismo Cervantes.  

En esta ocasión, reseñamos dos obras, Berta Isla (Alfaguara, 2017) y Tomás Nevinson (Alfaguara, 2021) que forman una especie de cara y cruz, de correspondencia argumental en algunos aspectos, no solo por los personajes y trama, sino por la indagación en temas como la espera o la falsedad, la mentira y la ficción, el azar, la traición y la muerte, asuntos que también había tratado a su manera en su trilogía Tu rostro mañana.

 


 

Comencemos por Berta Isla, una joven madrileña que asiste a la Universidad en los estertores del franquismo y que mantiene un noviazgo abierto con Tomás Nevinson, un muchacho de padre inglés y madre española con el que ha coincidido en el bachillerato en el colegio Estudio (el mismo al que acudió el autor). En aquellos tiempos las esperas no eran largas, se atisbaban cambios, nuevos modos, así que nadie quería quedarse rezagado. Pero el matrimonio no es como espera Berta. Su marido trabaja en la Embajada Británica en Madrid gracias a su bilingüismo y una inusitada capacidad para imitar y reconocer acentos de todo tipo y origen. Pero este don le hace destacar ante los ojos de quienes velan por la seguridad y protección del Reino, por los servicios secretos británicos que reconocen en él un gran potencial. Así, a punto de culminar sus estudios en Oxford, dispuesto para regresar a Madrid, casarse e iniciar una vida anodina, ocurre un suceso que comprometerá el resto de su vida.

Tomás es destinado con frecuencia a diversos destinos, siempre a espaldas de Berta, que le sigue creyendo un funcionario de la embajada embarcado en innumerables cursos en Londres. Hasta que en uno de esos viajes, la espera se prolonga más allá de lo razonable, de lo que se necesita para que salten todas las alertas de la esposa, ya madre de dos niños.

Berta, que desconoce la actividad concreta de su marido, puede intuir algunos hechos, comprender que hay una parte de la vida de su marido que le está vedada, ya ha tenido alguna conversación al respecto con Tomás a raíz de un desagradable incidente. Pero ahora Berta se enfrenta a la espera, a la decisión sobre recomponer su vida, y cómo hacerlo, cómo confiar en lo que ve cuando no se puede tener certidumbre en lo qué hay detrás del rostro amado. De cómo soportar la espera de un desenlace del que no se tiene certeza, de si habrá un punto final.

Pero también acompañaremos a Tomás en su difícil vida, no ha llegado a ella por gusto sino tal vez por accidente, por desgracia o por cúmulo de circunstancias, de aquellas que forman el destino que algunos creen ver escrito desde antes de su concepción, en un vano intento de trascendencia y de alejarse del horror a lo arbitrario y casual.

Vemos cómo se desempeña en su oficio, pleno de mentiras, de cómo imposta lenguas y falsea su vida para ganarse la confianza de los enemigos del país, de cómo se traiciona a sí mismo para no hacerlo a la Patria, de cómo construye su vida sobre mentiras, en sus operaciones secretas, pero también en su casa, siempre ocultando una parte de su vida, confundiendo en ocasiones lo fingido con lo real, si es que aún le cupiera espacio para este privilegio que todos tomamos por natural y regalado.

La voz del narrador va pasando alternativamente de Berta a Tomás y a un narrador ajeno a la trama, un trasunto del propio Javier Marías, evidente en parte para quien frecuente sus columnas semanales con esa mezcla de humor y desdén por todo cuanto pueda definirse como moderno, por ese gusto por la añoranza de cuanto fue, de lo que se nos escapa, de lo que dejamos ir sin ser conscientes de que pronto lo echaremos en falta. Precisamente esas transiciones añaden dinamismo al libro, rompiendo en ocasiones el ritmo de la narración permitiendo que idénticas escenas puedan ser comentadas desde perspectivas diferentes por cada uno de los respectivos narradores.

Por otro lado, el estilo reposado y reflexivo del autor no está reñido con la agilidad de los hechos en determinados pasajes, con el fin de lograr hacer avanzar la acción. Tampoco están ausentes la intriga y sorpresa, giros inesperados y una aceleración de la acción. Y éste es uno de los mejores logros de Marías, el que sus obras no terminen reducidas a diálogos interiores o disquisiciones más o menos pertinentes, sino que puede visitar géneros como los del espionaje y la acción, desde una peculiar perspectiva, pero sin desmerecer algunas de las principales reglas de estos géneros.

 


Pero saltemos ya a la relativa continuación de este libro, a Tomás Nevinson, que nos narra un capítulo concreto de la biografía del marido de Berta, una de sus acciones cuando ya espera saldada su deuda con  sus superiores, cuando cree haber salido del círculo de la falsedad y el fingimiento, cuando juzgaba ya concluido su trabajo paralelo, cuando se aferra a los restos de una vida que se le ha escapado entre los dedos y que apenas puede aspirar a recomponer de manera fragmentaria, a modo de un retrato cubista.

Y es que Tomás Nevinson es de nuevo reclutado para descubrir la verdadera identidad de una terrorista de ETA de entre tres sospechosas, habitantes todas ellas de una brumosa ciudad del noroeste español, una especie de Vetusta, tan provinciana y pacata, tan limitada y tan capaz de ofrecer a sus ciudadanos cuanto necesitan para su felicidad o desgracia como cualquier otra ciudad de cualquier punto geográfico.

Y en ella se instala Tomás, bajo la apariencia de un profesor de inglés venido de Madrid, y en su vida social se integra tratando siempre de descartar a dos inocentes, de atrapar a una culpable. Y no siempre es fácil cuando otros también viven en la falsedad y el fingimiento, cuando todas las vidas tienen qué ocultar, qué esconder tras una máscara, un velo de reserva y secreto como muy bien conoce Tomás.

La trama se desarrolla en un momento concreto de la vida española, en los meses previos y posteriores al asesinato de Miguel Ángel Blanco, lo que no hace sino añadir más presión a la búsqueda de Tomás, pero también siembra más dudas, más preguntas que se ve incapaz de contestar, como si su pulso de agente secreto se le hubiera desdibujado con el tiempo, deteriorado por la vuelta a la vida con Berta.

Este Tomas, que vive solo, porque solo está quien no puede compartir su biografía con quienes le rodean, quien ha de inventarla y sostener la mentira, mantiene un vibrante diálogo interior, no un monólogo, reservado para personas más afortunadas, diálogo al fin ya que en Tomás habitan muchas almas, todas las almas, perdónenme la ironía, de las personas que ha impostado y, tal vez, la de aquellos a quien ha engañado o matado, eliminado o suprimido. Y es tal vez esta novela en la que ese infinito y laberíntico diálogo mejor se adapta al estilo caudaloso y desbordante de Marías en el que pocos hilos dejan de ser recorridos, donde no hay apuesta por cubrir, llevando a la trama y al argumento a una desnudez absoluta y hermosa, donde Marías es, al fin, más Marías que nunca, difícil desafío para quien, confiemos, esté ya trabajando en una tercera parte.   

Ambas obras pueden leerse de manera independiente puesto que los temas abordados también lo son, si bien mejora la comprensión de los personajes, de algunas referencias, de algunos actos, si se leen en el orden en que fueron escritas. Y para concluir, como muy bien puede aplicarse para tantas otras novelas del autor, la mejor recomendación es la de dejarse guiar, confiar en él, en que sabrá traernos y llevarnos por las vidas de sus protagonistas y que, en ese camino, aprenderemos tanto como ellos.

PD. Tras escribir esta reseña y a la espera de publicarla, se anunció el pasado domingo el fallecimiento de Javier Marías. He querido dejar la reseña tal cual pese al ahora ridículo comentario, tan recurrente por otra parte en todos los obituarios que he leído, sobre su eterna candidatura al Nobel o su fama no del todo merecida de articulista cascarrabias. He querido dejar la esperanza abierta de que estas dos novelas contaran con una continuación, un cierre al modo de Tu rostro mañana, igual que he querido dejar en presente las menciones al autor.

Y es que así viene a ser el final de la vida, una abrupta ruptura que descoloca todo lo que la precede, un momento en el que, de repente, gran parte de lo escrito queda truncado, en el que nos apetece reescribir algo cuando ya es demasiado tarde. Y es un modo de hacer que Marías no habría aprobado. Él, que creaba sus novelas con máquina de escribir, no con ordenador, tan cómodo, tan fácil de corregir todo, de reescribir para no dejarse llevar, y que enmendaba con estilográfica, un modo que obliga a pensar cada palabra tecleada, cada pequeña corrección con mimo artesanal, con economía y sentido, habría preferido que nada se tocara, que un hecho tan cierto como la muerte no nos debiera llevar a la reescritura de los afectos y loas, tan detestables cuando son inmerecidas, tan innecesarias cuando lo son.

Seguramente, la modestia de la que ahora todos se hacen eco, habría llevado a Marías, en su fuero interno, a dudar sobre el motivo que debería guiar a un lector a sus novelas por encima de las obras de Faulkner, James o Shakespeare. Sin embargo, hay una razón fundamental para recomendar cualquiera de sus libros a quien nunca los haya leído antes, y ésta no es otra sino la de que nunca habrás leído nada igual, que sus páginas, especialmente aquellas en las que parece no suceder nada, en las que solo es el narrador quien vaga y divaga, las que son imposibles de abandonar, son las que hacen cumplirse el deseo de Kafka, el de que la Literatura no sea otra cosa que un mordisco al bajo vientre del lector, un zarpazo que sabemos de imposible liberación. Y para todos los que ya conozcan sus libros, todo es sabido.   



15 de febrero de 2016

Charlotte (David Foenkinos)





Charlotte Salomon es una joven sensible.
Su madre se ha suicidado, su tía se ha suicidado.
Su país también se quiere suicidar a manos de Hitler.
Charlotte es judía y su vida se estrecha cada día.

Y descubre la pintura. La pintura la libera.
Se aplica como se aferra el liquen a la roca,
Una colaboración útil, la pintura la salva,
Ella renueva la pintura.

Pese a su raza y religión, ingresa en la Academia,
(Hitler no lo logró).
Y gana reconocimientos que la sacan del negro,
Que la exponen y la ponen en peligro:
Un tesoro que no se debe mostrar.

Y sus padres deciden que es hora de que huya.
Viaja al sur de Francia, junto a sus abuelos también huidos;
Las fronteras cerrándose ya para siempre.

Y mientras el Arte crece en ella, la guerra despierta.
La guerra la sigue a Francia, acorralándola de nuevo,
Recordándola que su paso por el mundo es breve,
Más breve que el de los demás, es judía en tiempo equivocado.

Y sufre de amor, de abandono, de fobias familiares,
De la falta de arraigo y de la soledad.
Pero la pintura es su refugio, un consuelo.
Y a ella se entrega, como solución final,
Como interpretación de su vida y su destino,
A modo de diario, un lamer heridas por mil bocas.

Y por Charlotte sufre obsesión David Foenkinos,
Y a ella dedica su tiempo, a conocer su obra,
Pero también a visitar sus ciudades, sus casas,
A hablar con quienes conocieron a quienes conocieron a Charlotte
Acercándose a ella, intuyendo o deduciendo, inventando al cabo.


Y para ella ensaya varios libros,
Obras que deben equivaler a su pintura.
Sensuales y delicados, infantiles si cabe,
En su crudeza, en su sufrimiento o en su redención.
Y al fin da con una fórmula que le permite acercarse a Charlotte,
Susurrar lo que ella habría susurrado,
Pintar con palabras lo que quedó por contar.

Porque ya intuimos el final: una cámara de gas.
Una cámara que iguala a todos,
A los artistas, a los científicos y a los mercachifles,
En la misma fosa conviviendo en la muerte eterna
Los rabinos jasídicos con los asimilados,
Los comerciantes con los míseros mizrajíes,
Las hermanas de Kafka y sí, Charlotte Salomon.

Y David Foenkinos escribe su libro para recordarla,
Para hacerla viva, más de lo que fue en vida.
Y lo llama Charlotte, para que no queden dudas.
Y la forma en que lo escribe es parecido a esto.
Unos versos que no lo son, una mezcla intrigante
Que no cansa y que atrapa, que empuja la historia
Como si no pudiera haberse escrito de otra manera.

En España lo publica Alfaguara
Y lo traduce con esmero María Teresa Gallego.

Y quien lea Charlotte no podrá dejar de vivir con ella.
Su pasión por su arte, su confianza (¿o su desesperación?)
Nos acompañará más allá de la última página.

En tiempos revueltos las vidas también lo son,
Y aunque las fuerzas del destino se impongan,
No bastan para aplastan la conciencia del perseguido.
Por eso hoy Charlotte vive en cada lector.