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8 de octubre de 2024

En casa de John Lennon (Rosaura López Lorenzo)



 

Imagina ser una joven gallega en Nueva York, trabajando en el legendario edificio Dakota. Ahora, imagina que tu jefe es nada menos que John Lennon. Rosaura López Lorenzo vivió esa increíble casualidad y nos lo cuenta con detalle en "En casa de John Lennon", un libro que revela la intimidad del icónico músico, lejos de los flashes y los mitos, a través de los ojos de alguien que compartió con él la simplicidad del día a día.




En la vida se producen casualidades. Algunas de ellas se concatenan y nos regalan cosas hermosas como este libro, En casa de John Lennon (editorial Hércules), escrito por Rosaura López Lorenzo con la colaboración de Eduardo Herrero.


Porque casualidad es que la hija de unos panaderos de Pontevedra termine trabajando como personal de servicio de John Lennon y Yoko Ono en el edificio Dakota de Nueva York durante el periodo en el que el músico se retiró de la vida pública, en la segunda parte de los setenta, hasta su regreso en 1980, retorno truncado por su asesinato.


Pero también es casualidad que Eduardo Herrero fuera enviado por la televisión autonómica gallega (TVG) a Newark para grabar un pequeño reportaje sobre una reunión de gallegos residentes en la costa este norteamericana, y dar con una pandereteira septuagenaria a la que decide entrevistar de manera casual y que ésta le desvele sin más emoción, sólo como un hecho más de su biografía, que fue empleada de John Lennon y que vivió precisamente en el apartamento del que tantas noticias falsas, rumores y leyendas se cuentan. Y no es menos casual que Herrero resultase ser un fiel admirador y conocedor de John y su obra, por lo que se impuso la tarea de dar a conocer la historia de Rosaura.


Ya para terminar, casi resulta más determinante que, como prueba de su buena voluntad, Rosaura solicitara permiso previo a Yoko Ono para despachar estas memorias, aprobación que recibió sin mayor problema, hecho sorprendente cuando es conocida la notable animadversión que Yoko siente por cualquier biógrafo, prueba de la enorme confianza que tenía en Rosaura, en su discreción y buenafe.


Llegando ya al libro en cuestión, En casa de John Lennon, nos encontramos con los recuerdos de Rosaura, agrupados por capítulos temáticos encabezados por alguna cita del propio John. La redacción es sencilla y transparente, sin que apenas se pueda apreciar la mano de un profesional en la posible reelaboración de los mismos, más bien tan solo en forma de poder apuntar algún dato, entresacar citas y otras cuestiones menores como las explicaciones al impresionante apéndice fotográfico que da prueba de muchas de las afirmaciones vertidas en el libro sobre la familiaridad que los Lennon derrocharon con la autora.  


Rosaura, que había llegado a Nueva York en 1962, se había desempeñado como empleada de hogar de diversas familias pudientes, hasta que terminó con los Stanley en el famoso Dakota. Cuando los Stanley deciden mudarse temporalmente a Gran Bretaña, alquilan y luego venden el piso a los Lennon que ya vivían en el edificio pero a condición de que mantenga a Rosaura como empleada. Este compromiso no parece del todo confirmado puesto que la propia Rosaura reconoce que su primer contacto con sus futuros empleadores fue una entrevista con Yoko quien le hizo diversas preguntas con las que poder encargar su carta astral y decidir así si era o no conveniente para la familia. No desvelaremos mucho más sobre este tema y cómo se resuelve, pero sí que pone un toque de atención sobre alguna de las peculiaridades en la vida espiritual de John y Yoko como delicadamente apunta Rosaura. Tal vez a Yoko le debería haber bastado tener en cuenta que Rosaura venía recomendada por los Stanley, el nombre de soltera de Julia, la madre de John, coincidencia que éste no debió pasar por alto.


Pero pese a este comienzo algo azaroso, la vida laboral de Rosaura en el Dakota se convirtió en una agradable sucesión de anécdotas, vivencias y experiencias que atesora con cariño. Pese a que el episodio astrológico citado parece corroborar muchas de las extrañas historias sobre la vida en el Dakota, lo cierto es que gran parte del libro orbita en torno al deseo de rebatir de las mismas. De hecho, no sería mala opción leer este libro al tiempo que se hace lo propio con el infame Las vidas de John Lennon de Albert Goldman.


Así, Rosaura nos señala cómo ninguno de los Lennon acostumbraba a pasearse desnudo por la casa, cómo habría de hacerlo con la cantidad de ropa que tenían.  También asegura que nunca vio a John ebrio o drogado, que su dieta era sana y que la comida que compraban siempre estaba entre lo mejor. Descarta que Yoko ejerciera un papel tiránico sobre John y, por contra, defiende su labor para protegerle de los estragos de la fama, siempre preocupada por su seguridad, por evitar incidentes, por desgracia nunca lo suficiente.


Rosaura nos cuenta cómo enseñó a John a preparar pan al estilo tradicional gallego y como aquél aseguraba que la actividad de amasar le relajaba y hacía sentir enormemente bien. También conocemos cómo ambos se preocupaban por Julian, quien visitó a la pareja en varias ocasiones en el Dakota forjando una buena relación con Sean, su medio hermano. Rosaura tiene también sus anécdotas sobre Julian, pero no podemos contar aquí todo.  


Las memorias no pretenden ser una exhaustiva visión cronológica, todo lo contrario. Estamos ante recuerdos y anécdotas mínimamente organizadas en torno a temas y anécdotas. Rosaura narra cómo John le pidió ayuda para desatascar un retrete en el que había arrojado la bolsita en la que le entregaban la marihuana que consumía. Y, pese a negar que en ningún momento le viera consumir otro tipo de sustancias, ni que jamás percibiera ningún comportamiento propio de una persona drogodependiente, lo cierto es que describe con gracia la vergüenza y cara de chiquillo travieso pillado en falta con la que John le pidió el favor para evitar que Yoko se enterara.


Y es que la vida doméstica no estaba hecha para John pese a que nos quisiera hacer creer que se pasó cinco años horneando pasteles. Si bien pudo aprender en alguna ocasión a amasar pan, lo cierto es que Rosaura nos cuenta cómo era casi incapaz de prepararse un café narrando la vez en que John olvidó poner agua en la cafetera lo que casi provoca un accidente en la casa. La autora recuperó de la basura la cafetera que estaba totalmente abrasada en su parte inferior y, como nos cuenta, la continuó empleando en su casa cuando recibía visitas ocasionales.


Pero la actividad principal de John parecía la de leer revistas y periódicos (al parecer, estaba suscrito a casi todos los que se publicaban en la ciudad), a hacer sus graciosos bosquejos, con los que se entretenía a todas horas o a tocar o escuchar música. Rosaura sabía bien que ninguno de los montones de papeles tirados por el suelo en la habitación de John debían ser arrojados a la papelera porque John podía querer recuperarlos al día siguiente para retomar una idea, recomponer el texto de una canción inédita o destruirlo de manera definitiva.


Descarta la afirmación de que John era un vago indolente que pasaba gran parte del día tirado en su cama en un sopor somnoliento, viendo la televisión y sin mayor actividad. Por contra, señala que cuando ella llegaba temprano a la casa, John solía estar ya en la cocina leyendo la prensa. También John dedicaba gran parte de su tiempo a Sean, de quien solo quería su felicidad y el tratar de brindarle una infancia como la que él no había tenido y como la que le había hurtado a su primer hijo, Julian.


Pero tal vez los pasajes más entretenidos y enternecedores del libro son los que cuentan las relaciones y conversaciones entre empleadores y empleada. Rosaura nos cuenta cómo un constipado llevó a Yoko a dejarle su tarjeta de crédito junto a una carta autorizando su uso para que pudiera comprarse un abrigo en condiciones que le protegiera del frío invernal neoyorquino, con la aclaración de que no comprara un abrigo de pieles, que ella ya era una mujer casada. Rosaura guarda con cariño ese abrigo, prueba de una confianza y generosidad que muchos discuten. También nos cuenta cómo en una ocasión pasó con el pequeño Sean mucho tiempo jugando en brazos delante de un espejo y que luego llegó a encontrarse fatigada y dolorida. Inmediatamente los Lennon le organizaron una visita a su masajista.


También Rosaura nos describe cómo John se interesaba por su vida, cómo le aconsejaba sobre el modo de  tratar a su hijo, que ya estaba entrando en la adolescencia y del que Rosaura comenzaba a sentirse algo extrañada y separada, como les ocurre a todos los padres de adolescentes. Como John bien le recordó, nadie quiere hablar a sus padres en esa edad de qué chica le gusta, de sus verdaderas preocupaciones y anhelos, bien lo sabía él que no tuvo con quién hacerlo. Incluso Rosaura llevó a su hijo a la casa para que conociera a Sean y pudieran tratarse ocasionalmente, con gran contento de John y Yoko que querían que su hijo se relacionara con todo tipo de personas, no solo con hijos de famosos.


Rosaura se conmueve al recordar cuándo John le decía que le gustaría conocer su pueblo y ella le invitaba con total sinceridad, asegurándole que allí no tendrían muchas comodidades pero que gozarían de una gran paz y de espacio y naturaleza para disfrutar al aire libre. También recuerda con gracia cómo John se maravillaba de que ella no conociera Manitas de plata, un guitarrista flamenco por el que John parecía sentir auténtica devoción.

 

 



El libro continúa por estos derroteros, con invitaciones recíprocas a cumpleaños y aniversarios de boda, con postales y regalos cuando los lennon viajaban a Japón, hasta que la cosa se tuerce y en 1980 Rosaura abandona el servicio de la casa por un incidente del que nos da cuenta y que, desgraciadamente, solo quedó aclarado tras la muerte de John.


Rosaura asegura haber hablado con el asesino de John la víspera del fatídico día, cuando Chapman se encontraba merodeando en el vestíbulo del Dakota sin que pudiera advertir ninguna muestra de excitación, locura o instinto asesino. Como tantos otros, llora la muerte de John, en su caso, no tanto por su música o su simbolismo para muchas causas, sino por la pérdida de una vida a la que fue muy próxima y a quien admiró por su carácter y bondad, su fidelidad y preocupación auténtica por sus semejantes. Sin duda, esto le habría encantado a John, acostumbrado a que tantos se acercaran a él tan solo por la sombra beatle.


La historia continúa más allá de la muerte de John puesto que se reencuentra con Yoko y aclaran los motivos de la disputa citada, vuelve temporalmente al servicio de Sean cuando éste se muda.




El libro concluye con una emotiva carta de Rosaura a John y con un abundante material fotográfico, parte propiedad de Rosaura.


Y dejamos al lector devoto que descubra por sí mismo las otras muchas historias que aquí se cuentan si bien, por encima de todo, el libro da cuenta de la autora más que de John, de cómo Rosaura se labró una carrera, un futuro, gracias a su carácter llano y sencillo, a su fidelidad y a su cercanía. Como bien dice, el tiempo coloca a todos en su sitio, y a ella le deja en un buen lugar dentro del panorama de las buenas personas de las que siempre se vieron rodeados los chicos. De gente como Mal Evans, Pete Shotton, Brian Epstein , Neil Aspinall, George Martin, Derek Taylor, Freda Kelly y tantos otros, que pese a los muchos inconvenientes y problemas que sin duda trae trabajar con cualquiera de ellos, siempre prefirieron no defraudar la confianza que les fue depositada.





1 de septiembre de 2024

Filosofía de la canción moderna (Bob Dylan)

 

 

Bob Dylan no es un autor cualquiera, y su último libro, Filosofía de la canción moderna, no es un libro cualquiera. ¿Qué pasa cuando el polémico Nobel de Literatura decide desentrañar los secretos de la música popular? El resultado es una obra tan intrigante como provocadora. En esta reseña, nos sumergimos en un viaje literario donde las canciones son más que melodías: son las llaves que abren las puertas de la mente de un genio. ¿Está Dylan a la altura de su propio mito o suena más como un eco perdido en la fama? Vamos a descubrirlo.

 

La publicación de un libro por parte de un premiado con el Nobel de Literatura siempre parece un acontecimiento. En especial, se espera que se cumpla la supuesta maldición que asegura que este premio trae la sequía creativa a su receptor. Tal vez esto se deba a la promoción incesante, giras internacionales, reediciones, homenajes, etc.


Pero cuando realmente no hay un mérito relevante previo, poco o nada se debe esperar. Tampoco el autor debe tener una especial presión por tratar de estar a la altura del reconocimiento. Más aún cuando uno no se ha tomado la molestia de rechazar el premio y ni tan siquiera la de recogerlo ni ofrecer el discurso de cortesía. Y qué decir si los dos únicos libros previos publicados por él son el inclasificable Tarántula, un galimatías que probablemente tenga la misma incoherencia que una noche de alcohol y póker, o Crónicas, una especie de personal autobiografía tan solo interesante para los seguidores del artista, pero no relevante a efectos literarios.



En años recientes, este premio ha estado salpicado por continuas controversias, bien por preterir a autores con inconmensurables méritos, bien por cederse a cuestiones tan extraliterarias como el género del autor, su ideología, religión o su procedencia religiosa. Y, pese a ello, el reconocimiento a favor de Bob Dylan llevó a una casi sospechosa unanimidad en cuanto a su rechazo.



En este punto se ha de tomar partido, y el mío es claro. Dylan ha hecho mucho por la poesía, por el lenguaje poético al menos, por su difusión entre personas que, de otro modo, tan solo habrían tenido como referencia literaria los guiones de series de televisión o las rimas de una canción de Shakira. Mucho más que cualquier rapsoda albanés que cante desde lo alto de una montaña para que le oigan las nubes y las piedras, más que un pastor de cabras somalí que haya escrito las más hermosas palabras en la corteza de un baobab antes de que las borrara el orín de un ñu.


Dicho esto, ya podemos comenzar por comentar el último libro publicado por Dylan, Filosofía de la canción moderna.


Dar cuenta de la idea y pretensión del libro es sencillo. Se trata de seleccionar 66 canciones que, de algún modo, representen aspectos relevantes de la vida moderna y reflexionar así sobre ellos. Subyace esa idea de que la canción popular ofrece una visión más real y fidedigna de nuestra vida que cualquier texto filosófico, que ese saber popular que se recoge por parte de los compositores y cantantes tiene mayor valor que cualquier otro modo de analizar la sociedad en que vivimos. Que estas personalidades, muchas veces en los márgenes de la vida social, son como zahoríes dotados de un don para apreciar las trampas y engaños de nuestra vida que al resto de comunes mortales nos son vedados debido a nuestra insustancialidad.



Y ésta es la explicación de esa supuesta filosofía que se desprende de la canción

moderna tal y como aquí la concibe Dylan. Porque la música siempre refleja los sueños, los anhelos de una sociedad, más aún cuando el negocio siempre ha tenido un pie dentro de la ley y otro algo fuera y cuando sus principales próceres no han sido en la mayoría de los casos ejemplos de vida, desde el bien vestido Sinatra al desastrado Howlin` Wolf.


Es decir, la canción moderna ha venido a inclinarse por algunas anomalías de la vida en contra de otras circunstancias más habituales. Si pudiéramos hacer recuento de las canciones sobre rupturas y desengaños, infidelidades, asesinatos, robos y demás, tendríamos un escenario que, de ser verídico en su totalidad, haría dar la vuelta a cualquiera que viniera de otra galaxia. También es cierto que si las canciones tratasen sobre estar sentado viendo la televisión mientras tu pareja ronca o que hay que acordarse de cambiar el abrillantador del lavavajillas, la industria musical nunca habría existido.


El esquema del libro es sencillo. Se enuncia la canción, sus datos de publicación y autoría y seguidamente entramos en un primer apartado en el que Dylan se dirige, según el caso, al protagonista de la canción o al destinatario de la misma, siempre empleando la segunda persona del singular, generando un efecto de cuestionamiento al lector que termina por verse interpelado por el autor. Es en estos apartados en los que Dylan da rienda suelta a su palabrería, asociaciones libres, acumulación de imágenes y demás recursos estilísticos con

el fin de imprimir un cierto tono y carácter a la escritura.


Seguidamente, pasa a detallar cuestiones varias sobre la grabación, el artista, el sello, el contexto de la época o lo que proceda según la materia de la canción. Podemos hablar de la fuerza del cine tomando como disculpas Saturday Night At The Movies por The Drifters, la vida en la frontera mexicana a comienzos de siglo con El Paso o los problemas de la guerra de Vietnam a través de Waist Deep in The Big Muddy de Pete Seeger.


En pocas ocasiones se permite el lujo de hablar de los aspectos musicales, dejando claro que de lo que aquí se trata es de reflexionar sobre ese mensaje de la canción moderna y los valores que representa. Tan solo ocasionalmente dedica algunas palabras a la instrumentación, la importancia del ritmo de guitarra acústica de Johnny Cash o las ligaduras y modulación de Perry Como. Los conflictos raciales (Tutti Frutti), la vida acelerada con los autos (I Got A Woman), las infidelidades y los amores difíciles (Money Honey, Long Tall Sally), el alcohol y la perseverancia en los valores propios (Big River), la frustración juvenil (My Generation), la moda como representación de rebeldía (Blue Suede Shoes), todo ello tiene aquí su lugar.


Tan solo ocasionalmente dedica algunas palabras a la instrumentación, la importancia del ritmo de guitarra acústica de Johnny Cash en Big River o las ligaduras y modulación de Perry Como.


En el momento de la publicación de este libro resultó muy criticada la selección de los artistas y canciones. En efecto, prácticamente todas ellas son de origen norteamericano, apenas si aparecen The Clash, The Who o Elvis Costello, y aún en estos casos la selección parece casi algo forzada, una forma de dar la cuota correspondiente a la música extranjera o de autohomenajearse como en el caso de Pump It Up, una clara versión de su Subterranean Homesick Blues. No olvidemos que en los Estados Unidos no siempre es fácil escuchar música foránea y por ello la British Invasion fue un acontecimiento por su excepcionalidad.


También hay selecciones sospechosas por desentonar en el contexto de la obra, como The Fugees o la canción elegida de Cher, cuando parecería que I Got You, Babe habría sido la elección preferida al destacarse en la época su parecido sospechoso con el estribillo de Like A Rolling Stone.


Pero es que no estamos ante una lista de las mejores canciones de la historia, sino ante una selección personal. No aparecen los Beatles ni los Stones, tampoco el propio Dylan un rasgo de modestia de agradecer, pero en cambio, sí todos los héroes que Dylan admiraba en los años cincuenta como Roy Orbison, Little Richard, Elvis Presley, Johnny Cash, Vince Taylor o Carl Perkins.



También da buena cuenta de toda la música negra con la que creció como Ray Charles, Jimmy Reed o Sonny Burgess. No echamos en falta tampoco a los ídolos de juventud como Ricky Nelson o a los crooners a los que recientemente, y de manera bastante Incomprendida e incomprensible, le ha dado por versionar, comenzando por Sinatra y siguiendo por Perry Como, Dean Martin o incluso Domenico Modugno.


Como es de esperar, hay una presencia generosa del country y el bluegrass, en sus

versiones más antiguas, ofreciendo un abanico que abarca desde los años veinte hasta la actualidad, pero con un peso especial para los años cuarenta y cincuenta.


Pero vayamos acabando. ¿A quién puede interesar este libro? En su intento original de tratar de desvelar la filosofía de nuestros tiempos a través de sus canciones, creo que no hay un logro reseñable. Ni el libro tiene la sistemática debida, ni los temas parecen elegidos por su representatividad. Como esfuerzo literario no parece tampoco muy logrado. Como selección musical para aprender diversas cuestiones sobre música, hacer descubrimientos de joyas perdidas, tampoco parece cumplir con unas expectativas básicas. Ni siquiera acompañando la lectura de las innumerables listas de reproducción que existen en Spotify o YouTube se logra el fin pretendido.


Y, sin embargo, he disfrutado de la lectura. Me he sorprendido por alguna canción, por determinadas historias que desconocía tras títulos que escuchaba por primera vez o que tenía más que sabidos. He tenido que revisitar muchas de estas canciones al ofrecerse una interpretación original que nunca creí posible de temas tan conocidos como Blue Moon o Don`t Let Me Be Misunderstood, y aunque no me ha convencido la propuesta de Dylan, es cierto que fuerzan a reconsiderar tu opinión sobre dichos temas.


Y dicho esto, tan solo para fans acérrimos puede recomendarse este libro sin riesgo de que te lo devuelvan arrojado a la cabeza. Pero así es Dylan, capaz de escribir Visions Of Johanna y Country Pie, de cantar a Sinatra con una voz propia de un tío borracho en la cena de Navidad y de susurrar mágicamente la letra de I Threw It All Away.  



 

 

1 de julio de 2024

Blues. La música del Delta del Mississippi (Ted Gioia)


El blues es una música que hunde sus raíces en el Delta del Mississipi y que, desde allí, se expande al resto de los estados de la Unión, en especial a todos aquellos cruzados por la autopista 49, por la que los antiguos apareceros negros fueron subiendo a las más ricas y prósteras Texas, Memphis, Detroit y Chicago, en un camino que marcaba la huida de un estado de pobreza que rallaba el semiesclavismo, huyendo de los estados Jim Crowe, aquellos en los que la abolición de la esclavitud supuso la creación de un nuevo marco legal segregacionista.


Pero estos orígenes son tan inciertos que como señala el propio autor de este libro, no solo no sabemos a qué se refiere realmente la palabra blues, ni siquiera si es un vocablo singular o plural. Es un lugar común remontarse a las tradiciones africanas, a los cantos comunales, a las tradiciones de juglares y poetas nómadas. También se trata de buscar una cierta relación entre los instrumentos musicales de una y otra parte del Atlántico. Así, el balafón o la kora se citan como antecedentes de instrumentos que han pasado a Norteamérica de un modo u otro.


Tal vez este esfuerzo resulte muy loable, si bien, lo único cierto es que los descendientes de aquellos esclavos traídos a la fuerza de África Occidental son los que crearon esta música, pero aquí puede terminar el parecido. Si aquellos esclavos hubieran venido del Norte de África o de las tierras aragonesas podríamos formular sesudas teorías sobre la comunión entre blues y los tambores del Atlas o la jota, dicho con todo el respeto para todos estos folclores.


El blues es, por tanto, una manifestación única y propia del Sur de los Estados Unidos, con una prevalencia mayoritaria en estos orígenes de la zona fértil que conforma el delta del río Mississipi, y todo ello debido a que esta tierra rica, a decir de algunos, la más fecunda de comienzos de siglo XX de todo el mundo, estaba llena de plantaciones que cultivaban el algodón con mano de obra intensiva, principalmente braceros negros, en unas condiciones de vida míseras, con sueldos de mera subsistencia y con una escasa posibilidad de ocio más allá de la que ellos mismos pudieran proporcionarse.


Y estos primeros intérpretes tuvieron que emplear forzosamente instrumentos básicos, baratos y de fácil aprendizaje. El arco diddley fue un primer ejemplo. Un alambre empleado para embalar algodón se tensaba sobre una madera y se enganchaba a una caja metálica, normalmente de tabaco, con lo que se lograba amplificar el sonido. Con un cuchillo, una navaja o un simple metal se pulsa la cuerda, a modo de un slide primitivo, sobre el arco sin trastes. De aquí, el paso a la guitarra fue un salto natural condicionando el modo de tocarla, con un gran peso del slide, ahora ya obtenido por el cuello de una botella roto y limado para evitar cortes, creando los primeros y genuinos bottleneck de la historia.


También la tradición musical a la que hubieron de recurrir fue básica. Una parte de canciones espirituales, otra parte de canciones de taberna con expresiones obscenas, referencias continuas al sexo o a un embrutecimiento que reflejaba las extremas condiciones. También, sin duda, las canciones de trabajo, con su monótona cadencia y su repetición de ritmos y frases.


Se entiende así que los primeros bluesmen hayan sido en muchos casos antes que músicos (en ocasiones también después, tras una breve carrera discográfica de apenas unos cuantos discos) aparceros, trabajadores del campo. Pero también que hayan transitado desde el lado canalla del blues, al más limpio de los altares y las prédicas. Y tampoco podemos esquivar la realidad de que estos hombres vivían tiempos peligrosos, o ellos mismos hacían a los tiempos peligrosos. La penitenciaría de Parchman se convirtió en una especie de pensión del blues y por sus dependencias pasaron ilustres artistas como Bukka White o Son House, todos ellos por delitos de sangre. Y en sus instalaciones recaló Alan Lomax para grabar a alguno de ellos o para comprometer su honor a cambio de que se permitiera una salida excepcional de un convicto para acudir a un estudio de grabación algo más decente que las meras máquinas portátiles de que disponía el bibliotecario del Congreso, y que, tras el descubrimiento años atrás de Leadbelly, sabía que las prisiones estaban llenas de intérpretes a la espera de una oportunidad.


Ted Gioia traza en Blues. La música del Delta del Mississipi (ed. Noema) un retrato vívido de esta zona del Sur, explica sus condiciones de vida, su conexión con África, obviando tal vez el peso de otras influencias como la caribeña o de las tradiciones musicales blancas que tal vez pudieran escucharse por la zona, y centra más su estudio en esa vinculación con África que, a mi modo de ver, deja todo sin explicar por remontarse a mucho tiempo atrás, una cadena de unos 250 años que es difícil que se mantuviera viva más allá de unos pocos rasgos que se enriquecieron con otros tantos elementos más recientes, más próximos, y que, por tanto, pudieron llegar a tener más peso.


Sea como fuere, su introducción es vibrante y de gran interés en un autor que sabe narrar sus historias combinando la anécdota con el enfoque general para lograr un mejor acercamiento.


Y pronto pasa al centro de la obra, a los más importantes intérpretes del género.  Debemos aclarar en este punto que el libro, su título no llama a engaño, no es una historia del blues, sino de las raíces de éste en el Delta, sobre los músicos que nacieron o grabaron allí, que crearon estilos que de allí salieron, desde sus comienzos hasta nuestros días. De ahí que aparezcan no solo el seminal Charlie Patton y la estrella de Robert Johnson sino también la discográfica Fat Possum Records y los más recientes Black Keys.


Y es aquí, cuando Ted Gioia entra en las biografías de cada bluesman, en sus relaciones e influencias recíprocas, en cómo tomaban y hacían materiales ajenos, cuando la obra despega definitivamente. El viaje parte de la remota St. Louis Blues publicada en 1914 por W. C. Handy, primera canción reconocida como blues por muchos estudiosos y que surge de la comunión de la música más ortodoxa con la influencia que las corrientes populares tuvieron en su autor y, muy especialmente, lo que escuchó de un anciano músico vagabundo en una estación de ferrocarril en 1903, hasta la irrupción definitiva del género a través de Charlie Patton con todas las incógnitas que nos dejan unas vidas de las que apenas tenemos una o dos fotografías, unos cuantos registros fonográficos, algunas notas autobiográficas que los protagonistas solían emplear más para ocultar que para mostrar desdibujando sus peripecias en un marco de leyenda.


Pero lo cierto es que esa primera hornada del blues, con el ya citado Patton, Blind Lemon Jefferson Son House y Bukka White, sentaron las bases de lo que hoy entendemos de manera definitiva como blues. Un conjunto de técnicas, ritmos, estilos y temáticas que dieron base a un lenguaje nuevo que no ha dejado de crecer hasta nuestros días. Desde los cantos rurales, las menciones al diablo, a la salvación, las frases tópicas, los doce compases, el uso intensivo del slide, pero no así una tristeza inevitable ya que en muchas ocasiones los temas eran más bien groseros y arrabalescos, sexuales y provocativos, como no puede ser de otro modo en unos músicos que se ganaban la vida en tugurios de mala muerte y en la que no ganaban mucho si los clientes lloraban y no consumían. Se trataba de darles también la oportunidad de escuchar en boca ajena no sólo las propias desdichas, también los anhelos y groserías que uno apenas se atrevería a formular.


Los músicos de blues de los años veinte debieron ser infinitos, en cada local, cabaña de plantación o calle de cualquier población mediana, los bluesmen debieron ser legión pese a que de ellos tan solo queda el rastro de los afortunados que pudieron dejar registro sonoro de su obra, confiamos en que tal vez los mejores, sí los que más fama dejaron desde luego, pero no los únicos. Gioia se lamenta de que hay músicos citados o recordados, músicos que enseñaron a tocar a otros ya conocidos y a quienes se refieren como verdaderos maestros y de los que ni siquiera tenemos la seguridad de que no fueran invención de los supuestos ahijados.


Porque de esos años pocas certezas quedan. La intensa búsqueda de certificados de nacimiento para tratar de peinar la zona en busca de datos ciertos, de las fechas y lugares exactos de nacimiento de Robert Johnson y otros tantos no siempre han arrojado luz, pero sí muchas dudas. Hay intérpretes que falseaban intencionadamente sus fechas de nacimiento para evitar la movilización durante la Primera Guerra Mundial, que confunden a veces de manera intencionada sus nombres con los de parientes para evitar prisión o quién sabe con qué otros fines.

 


Pero esta primera generación que lograba hacerse hueco en el mercado discográfico y que pareció llamar la atención de algunas compañías que enviaban a rastreadores o se servían de vendedores locales para hacer de cazatalentos y que desplazaban sus primitivos equipos para hacer sesiones de grabación precarias en habitaciones de hotel o traseras de establecimientos de bebidas en las que se filtra el sonido de un tren que pasa o risas del servicio de habitaciones, cayó casi en la ruina con el crash del 29 y la posterior crisis económica. Sin duda, ésta hizo mucho por el blues, aumentó el número de temas, forzó la inmigración de aparceros que subieron hacia el Norte, en busca de mejores oportunidades y expandieron su música haciéndola crecer con la mezcla de otros estilos, otras influencias. Pero también redujo gran parte de la actividad de estos músicos a la actuación en público, no al registro sonoro, por lo que gran parte de estos nombres, que sin duda, fueron influencia de quienes luego llegaron, terminaron por caer en el olvido o en el pie de página de apenas una referencia de la memoria de Son House y algún otro bluesman, allá por los años sesenta.


Y si de leyendas y falsedades hablamos, el nombre que más a mano nos viene es el de Robert Johnson. Ni su fecha de nacimiento ni las circunstancias exactas de su muerte, más allá de que es probable que fuera envenenado por celos, son hechos ciertos. Tampoco esa mítica leyenda de que se encontró con el diablo en un cruce de caminos y le vendió su alma a cambio de enseñarle a tocar la guitarra en condiciones, mito que, por otra parte, también lo contaba otro bluesman previo, Willie Johnson. Sea como fuere, Gioia toma gran interés en desbrozar esta leyenda. Así, rastrea la importancia de la figura del diablo en muchas canciones previas a Johnson, el papel del demonio como amigo del músico ambulante, símbolo de esa vida canalla que muchos llevaban. Pero también la referencia demoníaca era el perfecto contrapunto a esas inclinaciones religiosas que tantos cantantes sentían no sin cierta incomodidad o contradicción. Gioia también cree que fue el propio Johnson quien se tomó la molestia de fomentar este mito y que no fue creación posterior, en los años sesenta, cuando las magras grabaciones de Robert Johnson desplegaron todo su impacto, especialmente en la música del blues que llegó en camino de vuelta desde Inglaterra.


Y en ese camino por la Ruta 49, del Sur a Chicago, seguimos las vidas de tres pilares esenciales de esta historia, Muddy Waters, John Lee Hooker y Howlin Wolf. Todos ellos crearon sus propios estilos. Waters con su impronta feroz, su uso del slide en un combo eléctrico, dentro de la Chess, una compañía fundamental para conocer este tiempo y la popularización de un género como ninguna otra compañía fue capaz  de hacer. El peso que tuvo en la música, su influencia en grupos como los Stones, quienes tomaron su nombre de una de sus canciones y que le versionaron con devoción, o The Animals. Pero también la increíble figura de Hooker, un músico que era tan prolífico que solía compaginar varias compañías discográficas al tiempo, con diversos nombres para evitar ser identificado y poder multiplicar sus ingresos, pero cuyo estilo es tan inconfundible que logró hacer de su música un género en sí mismo y que le llevó a un segundo renacer en al final de su carrera, grabando discos con Santana, Van Morrison y otros tantos, discos dignos, discos que aún conservaban su huella innegable.


Y terminamos con Howlin ́ Wolf, su temible porte físico, su voz animal y salvaje, su estilo inimitable, su comportamiento escénico que dejaría a Jim Morrison al borde del ridículo más pacato, y su rotundidad en obras propias o del tapado Willie Dixon, otro genio que es más conocido por sus contribuciones autorales a Howlin ́ y Waters que por sus propias interpretaciones.


Gioia no solo repasa los momentos de gloria de las carreras de estos artistas, también su evolución posterior, los discos en los que se trató fallidamente de relanzarles, de dotarlos de un sonido moderno como el Electric Mud de Waters o The Howlin´ Wolf Album, sin llegar a comprender que el público realmente lo que deseaba era la obra pura de estos héroes, que su legado debía ser respetado, si bien sólo en pocas ocasiones se lograba ese respeto, como en el caso de los últimos discos ya citados de Hooker o las conocidas como Londo Sessions de Wolf.


Y así seguimos con leyendas de la talla de Elmore James o del más célebre B. B. King y de tantos otros que han hecho del blues del Delta, en sus infinitas variantes, la marca de su propio estilo, llevándolo a nuevas fronteras, sacando partido de su versatilidad, de su emoción hasta nuestros días.


Pero si importantes son los artistas arriba citados, no lo son menos, y así lo reconoce Ted Gioia, personajes como Spair, que se dedicaron a grabar a estos palurdos campesinos con unos medios rudimentarios, confiando en su arte y arriesgando su dinero, las compañías discográficas que comenzaron poco a poco a permear las fronteras raciales de la industria, los cazatalentos, los etnógrafos, folcloristas y otros tantos. Tenemos a figuras tan míticas como John Hammond que fue el primero que reconoció el impacto de la figura de Robert Johnson a quien invitó a un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York en 1938 y al que no pudo acudir por haber fallecido poco antes. Y también la figura inmensa para el blues, pero también para tantos otros estilos, como la de Alan Lomax, que recorrió impenitentemente toda la región grabando a artistas como Muddy Waters o Son House y que escribió su mítico La tierra donde nació el blues, una obra ya superada en determinados aspectos pero que tuvo un inmenso impacto en su momento.


Tampoco pasa por alto el autor, la importancia de todos aquellos que en los años cincuenta y primeros sesenta, peinaron el Delta para tratar de localizar a los creadores de aquellos pesados discos de cera y pizarra, no sabiéndolos muertos o vivos y que, en muchas ocasiones, trajeron una segunda vida a estrellas como Memphis Slim, Mississipi John Hurt o Big Bill Broonzy. Que lucharon por recuperar un legado que, tal vez sin su admiración y respeto, su dedicación y empeño, hoy estaría perdido para la posteridad.


Y también pasan por estas páginas las contribuciones de tantos otros estilos como las big bands o el naciente jazz de Nueva Orleans, las figuras de Jimmie Rodgers o la influencia del yoddle en algunos artistas de color. Lo mismo puede decirse de las jug bar, los medicine shows, el gospel o los denostados hoy en día minstrel shows. De todas estas influencias y otras tantas se da aquí cuenta porque nada en la vida deja de tener repercusión e influjo en lo que le rodea.


Finalmente, si algo positivo me ha traído la lectura de este libro, ha sido la de poder recuperar mi antigua colección de discos de blues, que no recordaba tan numerosa ni tan bien representada. Y también la de poder haber escuchado discografías de las que apenas si tenía uno o dos temas sueltos en la recopilación de turno. Para facilitar la lectura del libro, Gioia no solo ofrece un completo índice bibliográfico y numerosas fotografías, sino que enumera una lista de ochenta y nueve temas que considera imprescindibles para una completa comprensión de la música de la que habla. De esta lista existen sus correspondientes versiones on line, una de las cuales comparto más abajo, a fin de que cualquiera pueda sumergirse en estos tres acordes que han conformado gran parte de la música que hoy escuchamos y que, con un poco de suerte, despertarán el deseo de comprar y leer este libro.