En "Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal", Hannah Arendt no solo narra uno de los juicios más impactantes del siglo XX, sino que nos obliga a enfrentar la incómoda verdad de cómo la maldad puede adoptar la forma de una rutina burocrática. Este libro no trata solo de un criminal nazi, sino de un sistema que convirtió la obediencia en un acto mortal, y a un hombre común en un engranaje letal. ¿Cómo es posible que alguien tan "normal" sea capaz de cometer actos tan atroces? Arendt nos invita a reflexionar sobre esta cuestión.
Adolf Eichmann fue el encargado, entre otras diversas tareas relacionadas con la solución final de la logística de todas las deportaciones de judíos y gitanos a las cámaras de gas. Por sus manos pasaban las órdenes de requisa de material ferroviario, la perfecta sincronización de los transportes, la priorización incluso por encima de los convoyes militares.
Al concluir la guerra, Eichmann pudo huir de un campo de internamiento americano en que, en todo caso, no había sido identificado correctamente valiéndole una falsa identidad que había conseguido a través de la organización de las SS encargada de facilitar la huida de los altos jerarcas y mandos inferiores.
Eichmann vivió un tiempo en Alemania como leñador huyendo así al destino de los condenados en Núremberg. Sin embargo, con el correr de los años su nombre terminó por aflorar a la luz pública al haber ido cayendo otros criminales nazis más famosos. En todas las declaraciones de estos parecía aparecer el enigmático Eichmann como nudo gordiano de la logística precisa para los masivos desplazamientos y las deportaciones.
Eichmann creyó llegada la hora de huir y lo hizo a Argentina, gracias a una nueva falsa identidad y la ayuda de antiguos nazis y de un misterioso franciscano.
Ya en Argentina se empleó en diversas ocupaciones hasta que finalmente alcanzó ‘un puesto intermedio en la Mercedes, una empresa que sirvió para acoger a otros exiliados nazis. Allí casi perdió el miedo a su detención, tal vez confiando en la política comprensiva del gobierno argentino, tal vez creyendo que el tiempo había borrado parte de su culpa o simplemente por un deseo de dejarse llevar por los acontecimientos. Esto último quedaría corroborado cuando, en 1960, se enteró que unos desconocidos rondaban su barrio haciendo preguntas con disculpas inverosímiles. Sin duda, debía saber que su hora llegaba, pero dejó que los acontecimientos siguieran su curso sin tratar de huir.
Y los acontecimientos fueron que los desconocidos eran miembros del Mosad que una mañana le secuestraron, escondieron en una casa y, finalmente, le llevaron a Israel detenido para ser juzgado.
El juicio fue un acontecimiento mundial. Primero por las circunstancias de la detención en un estado extranjero, el secuestro, que finalmente fue aceptado como un hecho consumado por Argentina. También por el hecho de que se trataba del primer juicio relevante que el reciente estado israelí llevaba a cabo contra un criminal nazi, recordemos que Israel no existía como tal cuando los delitos juzgados fueron cometidos.
También se planteaban cuestiones tales como si los jueces judíos podrían ser imparciales o si los derechos de la defensa de Eichmann serían convenientemente respetados. Si Alemania debería reclamar la extradición del detenido. Si el objeto del juicio alcanzaría también a los crímenes cometidos contra otros pueblos no judíos.
Toda una serie de cuestiones relevantes que atrajeron la atención de numerosos periodistas, polemistas, juristas e incluso de filósofos, como Hannah Arendt quien recibió el encargo de seguir el proceso penal y escribir varios artículos para The New Yorker. Estos artículos serían la base del futuro libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (publicado en 1963, editorial Lumen). En este libro la pensadora se plantea todas las cuestiones arriba mencionadas y otras tantas. Conserva en todo momento un juicio severo sobre los aspectos más polémicos y discute sobre las irregularidades que observó en el procedimiento. Se plantea la virtual imposibilidad de que el defensor de Eichmann obrase en igualdad de condiciones que el fiscal, apoyado por toda la maquinaria del estado judío.
Se cuestiona la procedencia de gran parte de los testigos llamados a declarar puesto que, en su inmensa mayoría, ni tan siquiera conocieron al acusado y su única finalidad era dar cuenta del contexto, del ambiente de una época, relatar los horrores sufridos con el único fin de tener ocasión de llevar a cabo un ejercicio de exorcización para el propio pueblo judío que había visto cómo los crímenes sufridos apenas representaron un papel relevante en los procesos de Núremberg.
Hannah Arendt también hace un acertado relato de la personalidad de Eichmann, de sus propias confesiones, sus afirmaciones y contradicciones. Tratándose de un libro escrito poco más de quince años tras el fin de la guerra, avanza algunos temas que aún hoy no son excesivamente discutidos. Así, la cuestión de porqué los judíos no se rebelaron, no ofrecieron resistencia teniendo en cuenta el escaso número de soldados y carceleros, argumento desmentido por las pocas veces en que esto ocurrió con lamentables consecuencias.
Trata el papel oscuro de los Sonder Kommando judíos, pero más interesante aún, explica cómo funcionaba la aproximación nazi, tanto en Alemania como en los sucesivos países según eran ocupados. Se trataba de formar un pequeño núcleo de judíos influyentes, selectos, que colaborasen, fuera para retener a judíos relevantes que pudieran servir para eventuales canjes de prisioneros, fuera para favorecer la deportación por cuotas, procurando que los mismos consejos judíos hicieran la selección, se encargasen de la gestión de los bienes de los deportados, bajo la convicción de que era un mal menor. Siempre se podía aprovechar para hacer limpieza de los judíos refugiados de otros países para salvaguardar a los nacionales, a los más afectos al consejo, ….
También analiza el comportamiento de los gentiles en diversos países. Nos explica cómo las deportaciones de judíos en Francia no encontraron obstáculo en tanto se llevaron a cabo con judíos refugiados de otras naciones. El problema era cuando comenzaron a llevar a “nuestros judíos”. Con otra estrategia Italia asumió la política de discriminación y deportación posteriormente, con ánimo ligeramente fingido. En una actitud propiamente latina se decía una cosa y se hacia la contraria. Se excepcionaba a los judíos que fueran militantes del partido fascista, luego a cualquier familiar judío de un afiliado, hasta crear un enorme ámbito de exclusión de las leyes raciales.
Por el contrario, destaca el papel de Dinamarca cuyo gobierno se rebeló directamente contra las instrucciones de deportación, llegando a salvar a gran parte de sus judíos, procurando escondites, papeles falsos o directamente la huida a la neutral Suecia. También señala de manera perspicaz que el ambiente antisemita condicionaba la rudeza de los funcionarios nazis encargados de las deportaciones. En Dinamarca incluso los alemanes se mostraron contrariados por las órdenes de deportación y en ocasiones las sabotearon en la medida de sus posibilidades.
Es decir, la culpa de los pueblos también tiene su lugar y no todos se comportaron igual. Pero incluso los nazis no siempre y en todo lugar fueron las máquinas malvadas de matar, en ocasiones, pudieron tomar sus propias decisiones con un cierto margen.
¿Pero obró así Eichmann?. Gran parte de su defensa se apoyaba en que su actuación salvó la vida de numerosos judíos. Algunas deportaciones a países no tan antisemitas, las supuestas y benévolas condiciones del campo de Terezin o las negociaciones con diversos consejos judíos para salvar a miles de ellos a cambio de camiones, fueron alegaciones continuas. Otra base de la defensa fue también, cómo no, la cuestión de la obediencia debida, si realmente Eichmann tan solo fue un eficiente funcionario que cumplió las órdenes recibidas con la diligencia y eficiencia que, para desgracia de sus víctimas, le era propia, o si en él yacía una plena identificación con los fines de su criminal gobierno.
De todo esto nos habla Hannah Arendt por extenso. En ocasiones con detalles algo alejados de los hechos objeto del juicio, pero como ya se ha dicho, tampoco de esto se libró el propio procedimiento. También nos hace un retrato psicológico de Eichmann, de su supuesta eficiencia y su probable torpeza intelectual, de sus afirmaciones sobre su aprecio por los judíos y la incapacidad para regir su vida por sus propias normas y criterios, siempre necesitado de una autoridad superior que le dictara lo que había de decir o hacer, siempre con una frase hecha, tomada de un discurso, de un libro, para zanjar cuestiones complejas para las que no se encontraba muy capacitado.
Y éste es el meollo de la cuestión aquí tratada. El hecho de que los estados puedan desarrollar el aparato legal y burocrático para conseguir la adhesión ciega de seres anodinos y sin voluntad como Eichmann, que hasta el último momento de su muerte no creyó haber obrado realmente mal, tan solo quizá creyó encontrarse en el lugar y momento equivocado. Esta burocratización del mal, lo mismo que la industrialización de la muerte, fueron los instrumentos que sirvieron para extender el mal más allá de los fanáticos, para servir de exculpación para muchos que sobrevivieron a la guerra y volvieron a sus casas y sus familias sin sombra de culpa.
Y estos mecanismos siguen en pie a día de hoy. Esta banalización del mal, la capacidad para hacerlo llevadero, para separar las cuestiones dolorosas de las ideológicas, para resultar implacable con una cierta indiferencia, incluso con cierta lástima. Todo ello sigue siendo un riesgo posible frente al que solo el conocimiento y la firmeza moral puede levantar un muro de contención. Para esto sirve este libro, con todas sus virtudes y numerosos defectos.
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