Mostrando entradas con la etiqueta Stefan Zweig. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Stefan Zweig. Mostrar todas las entradas

24 de octubre de 2021

Magallanes (Stefan Zweig)



Cuenta Stefan Zweig que, con motivo de un viaje en transatlántico a América del Sur en el año 1937, pasó de gozar de los placeres del viaje y los lujos de los pasajeros de primera clase, a un sopor que asfixiaba su apetencia intelectual. Este sentimiento terminó por relegarle al habitáculo probablemente menos concurrido del buque, su biblioteca. Y, de entre todos los volúmenes allí reunidos, escogió el relato del viaje por aquellas mismas aguas de un navegante portugués que, cuatrocientos años antes, había forzado el estrecho que ahora se honra con su nombre y vengado el destino de Cristóbal Colón, quien había tropezado con un inmenso continente en su idea de alcanzar las islas Molucas navegando siempre hacia el occidente.


A su regreso a la fría Austria, Stefan Zweig continuó sus lecturas sobre el viaje alrededor del mundo y la vida de su artífice. De esas lecturas, y de la admiración que el autor austríaco sintió por el navegante portugués, surgió la idea de escribir un libro en la línea de otros que ya había publicado anteriormente, inventando a su manera un género en el que convergen la biografía al uso y el retrato psicológico.

 

Sin embargo, Zweig se había enfrentado en esas obras anteriores, fundamentalmente, a hombres de ideas, como Freud, Balzac o Erasmo de Róterdam. Por el contrario, Magallanes es un aventurero, un hombre de una sola idea, cerril y constante. Magallanes no era hombre de pensamiento, tan solo tuvo una idea central, forzar el paso por el Occidente hacia las islas de las especias y a ese empeño sacrificó cuanto tenía, todo fue consagrado a ese objetivo.

 

No es, por tanto, de extrañar que esta resolución y determinación, esa vida tan al borde de la muerte, enfrentada a innumerables incógnitas e infinitos sufrimientos, llamase tanto la atención del escritor. Estamos en los años treinta y las tensiones que ha dejado abierta la guerra del 14 ya han comenzado a derramar su bilis ponzoñosa por toda Europa. El enfrentamiento entre los totalitarismos extremos amenaza con llevarse por delante a las jóvenes democracias centroeuropeas, que aún apenas merecen ese nombre, y cuestionan incluso la viabilidad de los grandes estados liberales como Francia y Gran Bretaña, con sus propias dinámicas internas, aún por resolver.

 

Como un bálsamo de paz, la empresa del navegante portugués es vista por Stefan Zweig como un esfuerzo integrador por conectar el mundo en una ruta que no conocerá de países o dominios. Magallanes buscará el patrocinio del rey portugués pero, al no encontrar eco en su monarca, cruzará la frontera igual que pocos años antes hizo el marino genovés para ofrecer sus servicios a Carlos I de España. Zweig verá en este gesto, no la venganza de un mercenario, sino el ardor de un creyente en su idea, al margen de gobernantes y tiranos. Porque en el ánimo de Magallanes no estará nunca el sometimiento de las tierras de las especias, ni la dominación por la fe, si bien, habrá de acatar los deseos de quienes financien su expedición.

 

En los contactos con los isleños del Pacífico siempre se mostrará tolerante y amigable, prefiriendo el acuerdo a la imposición por las armas. Su obra es la de la comunión de las orillas de los océanos, no la del sometimiento de unos bajo el poder de otros. Y la circunnavegación es el símbolo perfecto de un nuevo orden en el que el enfrentamiento se sustituye por el comercio y el conocimiento. El viaje de Magallanes contribuyó al conocimiento de nuevas tierras, a mejorar las técnicas navales, al descubrimiento de nuevas especies de animales y plantas y a la difusión de las especias más allá de los reducidos intercambios que los mares de arena reducían a un pequeño cargamento expuesto a infinitos riesgos y a un incremento de precios desmesurados.  


Por eso, Zweig describirá el viaje como la empresa de Magallanes pero también la de toda Europa, igual que pocos años antes de escribirlo, el mundo entero se volcó con las expediciones polares o con los vuelos transoceánicos. Desafíos de este tipo son los que forjan el cambio de los tiempos, no guerras inútiles como las que se atisbaban en el horizonte.

 

Como todo hombre de acción, Magallanes debe afrontar desafíos insospechados, comenzando por los de su propia marinería, desconfiada por el carácter huraño y reservado de su almirante. Pero también del resto de capitanes de su flota. Cinco barcos, uno a sus órdenes, otro a las de un piloto portugués en quien confía, y otros tres, bajo el mando de capitanes españoles, tal vez con órdenes o instrucciones secretas de la Casa de Contratación de Sevilla, o del propio Emperador, para que le espíen, controlen, para que le puedan hacer tornar al camino de las capitulaciones firmadas si el terco explorador osa desviarse de lo pactado.

 

 



Lo cierto es que el carácter de Magallanes aflora en la obra como el principal elemento en torno al que hacer avanzar la historia. Zweig se cuela en los entresijos de la psique del navegante con los pocos elementos que su biografía permite atisbar y purgando en parte los relatos que los supervivientes de la expedición dejaron de su figura logrando una aproximación coherente y un retrato completo de los impulsos que motivaron cada una de las decisiones sobre las que los historiadores aún hoy se interrogan.

 

La reserva y secretismo de Magallanes exaspera a su tripulación, más aún cuando los cálculos en los que el almirante se apoyaba para sospechar la existencia de un estrecho allá donde hoy tan solo se encuentra la bahía de la Plata parecen dejarle a la deriva, sin ideas, sin aliento, en una navegación de cabotaje errática, y que les obligará a invernar en unas remotas islas deshabitadas, golpeadas por los vientos y la más desértica soledad.

 

La revuelta consiguiente y el modo en que Magallanes recupera el mando de la expedición son relatadas con una verosimilitud propia de un maestro. Cada acto viene precedido de su elaboración mental por Magallanes, ajustándose a su carácter y determinación, a sus actos pasados, de modo que parecemos estar en presencia de un narrador omnisciente en lugar de un relator de hechos históricos.

 

Aunque el Quinto Centenario que se conmemora en estas fechas ha motivado numerosas obras mejor documentadas por el afloramiento de nuevos documentos, que las fuentes de que dispuso Stefan Zweig hace casi 90 años, lo cierto es que pocas podrán transmitir mejor los hechos acaecidos en aquellos buques, las penitencias de sus tripulantes, las penurias y enfermedades, los alivios ante la llegada a tierra firme. Pocos podrán hacer vivir en el lector esas emociones que no siempre se suelen desprender de los fríos hechos.


Y es éste el principal mérito del autor, que pese a su documentadísimo estudio, logra que los datos apenas encubran la grandeza de la gesta, el valor de sus forjadores. Poco importa que, muerto Magallanes, aún faltando gran parte del viaje, la historia se precipite rápida en su final. El mensaje de Zweig, los motivos de su admiración han quedado dibujados en un relato de innegable belleza.

 

Para quien se quiera adentrar en su lectura, bastarán para atraparle las primeras páginas, sin duda las más inspiradas del libro. Forman un portentoso prólogo a toda la era de los descubrimientos, una lectura que debería ser obligatoria en las escuelas antes del estudio de este complejo periodo. Una explicación sencilla pero inolvidable, un talento desplegado sin límites. En pocas líneas queda retratado el tiempo en que la ruta de las especias era el único cordón que unía el Oriente y el Occidente, con sus infinitos mediadores, sus peligros y su incertidumbre siempre pendiente de la geopolítica del momento. Imposible hallar mejor marco para dar inicio a la vida y obra de Magallanes.

           

Magallanes, el hombre y la gesta, en la edición de Capitán Swing, del año 2019, traducida elegantemente por José Fernández, es una lectura más que recomendable por la fama que viene recobrando Stefan Zweig en los últimos años, por su detallado y ameno relato de las vicisitudes de la vida del famoso navegante, pero, por encima de todo, y en lo que aquí más nos importa, por sus méritos literarios. No importa que su visión esté hoy tan alejada de la política de la corrección, que exhiba una admiración por la obra europea dejando al margen el sufrimiento que estas expediciones y las conquistas subsiguientes llevaron a los remotos confines del mundo. La lectura actual no se debe perder en estos debates que habrían hecho ratificar a Zweig sus suicidas deseos, antes bien, debemos centrarnos en la gesta y en la confianza de que la determinación y el arrojo impulsan nuestros límites, hacen nuestro mundo más grande, no una pequeña caja encapsulable en las pantallas de nuestros teléfonos inteligentes en nuestra dormida conciencia que busca lavar penas del pasado olvidando que lo que está por hacer siempre se encuentra en el futuro.


25 de enero de 2015

Las tres vidas de Stefan Zweig (Oliver Matuschek)



 Stefan Zweig había comenzado a recopilar materiales para escribir su autobiografía bajo el título provisional Mis tres vidas, cuando decidió aparcar el proyecto y dirigir sus esfuerzos hacia El mundo de ayer. Según explicaba el propio autor, su vida carecía de interés salvo por las personas que había conocido y los hechos que había tenido la oportunidad de vivir, un tiempo que ya no volvería y del que quería dejar constancia.

Esta justificación, mezcla de humildad y falsa modestia, resume a la perfección las contradicciones en que vivió el autor austríaco y contra las que luchó en vano. Y es precisamente en esa clave en la que se centra la biografía Las tres vidas de Stefan Zweig (Ed. Papel de liar. 2009) escrita por Oliver Matuschek con traducción de Cristina Sánchez. El esfuerzo del investigador ha reunido toda la información disponible, especialmente a través de los archivos del hermano de Zweig y de Friderike, su primera esposa, cuyas contradicciones e intereses opuestos han envenenado los esfuerzos biográficos previos. En este campo, el libro es notable, pudiendo echarse en falta más referencias a la obra literaria de Zweig, su vigencia o mérito.

Las tres vidas a que se refiere el título y que Matuschek ha tomado prestado del proyecto inicial de Zweig, son la infancia, los primeros años como escritor y la plena madurez como tal.

Ya en sus primeros años, Stefan Zweig dio muestras de su interés por el arte en sus múltiples manifestaciones. El ambiente artístico de la Viena capital del Imperio, era tal que podía cruzarse por la calle con genios reconocidos de su tiempo por quienes sentía sincera admiración. Junto a jóvenes con similares aficiones pasaba horas apostado a la salida de conciertos, óperas o representaciones teatrales para obtener autógrafos de sus ídolos. Después, ya en casa, dejaba volar su imaginación contemplando y ordenando su colección, tratando de absorber la esencia de la genialidad que aquellos breves trazos ocultaban.

Esta afición pasó a convertirse con los años en una auténtica obsesión. Ya no bastaban los autógrafos que podía conseguir directamente en las calles de Viena. Inició una campaña de solicitudes mediante cartas en las que, junto a la petición acompañaba el sobre y sello para la devolución, asegurándose así multitud de autógrafos de todo el Imperio Austro-Húngaro y más allá de sus fronteras.
 
  Oliver Matuschek
El siguiente paso fue conseguir escritos originales, manuscritos de obras que admiraba, partituras y cualquier otro documento que uniera la grafía del creador y algo del aliento de su obra. De este modo, su colección pasó a convertirse en una de las más impresionantes y completa jamás reunida en la materia. EL interés de Zweig por el proceso creativo se consolidó examinando las variaciones entre los textos definitivos y las primeras versiones, las sucesivas correcciones, tachaduras y enmiendas. De todo ello aprendía y a todo ello volvería para escribir algunas de sus mejores páginas.

Incluso llegó a comenzar a coleccionar objetos personales como plumas o muebles, como el escritorio de Beethoven. Para dar cobijo a tan impresionante colección tuvo que habilitar gran parte de su casa de Salzburgo.

Las horas pasadas contemplando estas obras y tratando de penetrar en el espíritu de sus autores forzó su interés por los perfiles psicológicos que posteriormente le otorgarían merecida fama. Lutero, Fouché o María Estuardo fueron solo algunos de los personajes históricos que trató desde una perspectiva psicológica innovadora en una época en la que todavía el pensamiento de Freud era considerado como peligroso y poco recomendable.

Para Zweig, estos libros eran una parte fundamental de su obra, si bien, la poesía siempre conservó un papel preponderante. Sus primeras obras publicadas fueron poéticas y su labor como traductor de autores francófonos como Émile Verhaeren es fundamental para comprender y valorar el modo en que la Primera Guerra Mundial le impactó rompiendo sus contactos con autores de otras lenguas.

El teatro sería otra gran pasión de Zweig que llegaría a ver representadas varias de sus obras. Particularmente querida por él fue Jeremías, un drama sobre el profeta bíblico publicado en pleno fragor de la Gran Guerra y en el que volcó su visión pacifista.

Sin embargo, las obras que realmente le proporcionaron fama y dinero fueron sus novelas y narraciones breves. Fueron ellas las traducidas a un gran número de idiomas, las que firmaba sin agotarse en las librerías de Berlín, Bruselas, París, Londres o Nueva York.

De ellas vivía y con ellas podía pagar un nivel de vida a la altura del de un burgués, cuyos gustos y costumbres despreciaba y ansiaba a un tiempo. Gustaba de verse rodeado de otros autores de renombre y trató a muchos grandes hombres de su tiempo pero, en el fondo, siempre añoraba la soledad que le permitiera estudiar, escribir o trabajar en la elaboración de un catálogo de su colección de manuscritos.

En su casa no aceptaba artilugios modernos y en artículos periodísticos denostaba la radio al tiempo que fue uno de los primeros hombres de letras en emplearla como medio de difundir su obra. 


Durante la guerra trató de conjugar una postura pública próxima al pacifismo al tiempo que ocupaba un puesto en el ejército escribiendo glosas a los caídos en el campo de batalla e inventando gestas y heroicidades inexistentes. Viajó a la neutral Suiza para contactar con otros intelectuales y buscar soluciones pacíficas al conflicto demorando el regreso a Austria y colocándose en una posición de franca rebeldía. Pero sus esfuerzos resultaron infructuosos al no gozar de la confianza de los países aliados y ser duramente criticado en su propia patria. 

El periodo de entreguerras con sus conflictos latentes  fruto de una tregua inestable, vieron el ascenso definitivo de Zweig como bestseller mundial pero el impulso y espíritu del autor comenzaba a dar muestras de flaqueza.

Su matrimonio con Friderike hacía aguas pero Zweig trataba de conservar un vínculo que era más legal que real. Su salud se resquebrajaba mientras veía y sufría enormemente por la muerte de amigos y de sus padres. 

El ascenso del nacionalsocialismo en Alemania y su correlato austríaco fueron vistos por Zweig como una amenaza directa que supo anticipar como pocos. Hombre práctico, comenzó a planear la venta de la casa de Salzburgo, fue enviando parte de su colección de manuscritos al extranjero y cuando las leyes lo prohibieron, trató de vender lo que pudo de modo que no se perdiera la integridad de su colección.

Cuando la amenaza nazi era ya irreversible, Zweig emigró a Inglaterra donde contrató los servicios de Lotte, una secretaria que se convertiría al poco en su amante y segunda esposa tras el divorcio con Friderike con la que, en todo caso, no logó romper definitivamente.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ocupación de Francia y el comienzo del Blitz alejaron por segunda vez a Zweig de lo que parecía un hogar estable. Inicialmente se instaló en Nueva York pero aseguraba no poder trabajar a gusto rodeado de tanta gente, tantos conocidos, tanta notoriedad.
Por ello, planeó junto a Lotte, la tercera y última mudanza a Petrópolis (Brasil), a donde llegó en 1941.

Todas sus contradicciones se agolpaban asfixiantemente. Alejado del público para poder escribir, no era capaz de centrarse en nuevos proyectos aparcados desde hacía tiempo. Los amigos, tan molestos en otras ocasiones, eran añorados entre horas de interminable tedio. Los restos de su colección de manuscritos, fuente de tranquilidad, había desaparecido casi por completo y lo que aún conservaba debía ser vendido progresivamente para sufragar todos sus gastos.

Sus libros seguían teniendo éxito pero no podían publicarse en alemán, el idioma en que eran escritos. Todo parecía conjurarse en forma de ataques depresivos que ya le venían rondando desde hacía años.

Aunque su suicidio final junto a Lotte resulte sorprendente y aparatoso no lo son las razones que le llevaron a ello. Stefan Zweig murió en un tiempo y un mundo en el que su figura resultaría irrelevante. Ni sus obras, ni sus ideales pacifistas e internacionalistas parecían adecuados para unos años en los que las fronteras entre el Bien y el Mal estaban claramente definidas y en las que no había campo para la sutil discusión de un café vienés. 



 

18 de junio de 2011

Novela de ajedrez (Stefan Zweig)



La mente humana es capaz de crear complejas maravillas como el juego del ajedrez. Una combinación de escaques en la que piezas blancas y negras se enfrentan con unas estrictas reglas y que, durante siglos, ha fascinado y atrapado la atención de los más grandes intelectos. Stefan Zweig utiliza este juego como disculpa para el estudio de los vericuetos de nuestra mente, sus luces y sus sombras.

En un transatlántico que hace la travesía entre Nueva York y Buenos Aires, el narrador coincide con Mirko Czentovic, campeón mundial de ajedrez, con el que desea entablar contacto dado su interés por conocer y analizar los más variados tipos humanos.

Sin embargo, el campeón mundial no parece tener un interés recíproco y se muestra huraño y escurridizo con el resto de viajeros. Sus modales y carácter le hacen de inmediato antipático, por lo que el narrador debe conjurarse con McConnor, millonario americano aficionado al ajedrez, que aporta dinero para que el campeón se preste a jugar una partida a cambio de un precio ya que el dinero es el único interés que el ajedrecista parece sentir.

Como es de prever, la derrota se inclina del lado de los aprendices pero, en la revancha, cuentan con la inesperada ayuda de un misterioso pasajero, el Sr. B., gracias a cuyos consejos, fuerzan las tablas. Será el propio Czentovic quien proponga la siguiente partida, esta vez, exclusivamente frente al nuevo jugador.

A partir de este momento, el narrador nos desvela la verdadera historia de este misterioso vienés que escapa de Europa tras conseguir huir de la Gestapo y explica el origen de su profundo conocimiento del ajedrez, el “noble juego”.

Tras ser detenido por la Gestapo, se le recluye en una habitación de hotel, privada de cualquier comodidad, con las ventanas tapiadas y una estrecha vigilancia. La estancia sólo es interrumpida para someter al detenido a intensos interrogatorios en los que se trata de forzar su resistencia psíquica. Sólo el ajedrez, replicando las partidas de grandes maestros recogidas en un libro que logra pasar inadvertido a sus guardianes, le ha servido como medio de escape intelectual, como roca a la que aferrarse para evadirse mentalmente de su prisión.

Y ya hemos anticipado bastante de la trama como para detenernos y dejar que sea el lector quien conozca por sus propios medios el desenlace de este breve relato. Porque la verdadera esencia del texto, la razón que justifica su fama merecida, es el modo en el que Zweig describe con plena naturalidad el proceso de deterioro psicológico, la compulsiva obsesión que se adueña del Sr. B. Cómo su personalidad se disocia al tener que jugar mentalmente, primero como jugador blanco y seguidamente como negro y cómo finalmente logra superar la prueba de su cautiverio pero a un alto precio.


Porque el equilibrio mental es un complejo y delicado estado del que fácilmente podemos ser derribados, apenas sin aviso. Aquello que se nos muestra como escapatoria, como medio de fuga o simple refugio puede tornarse prisión y angustia. Y ésta es la realidad de la que nos habla Zweig,

En un tiempo en el que aún la neurología no había alcanzado el nivel científico actual, ni su conocimiento era de dominio público, Zweig sabe mostrar en breves pinceladas todo el conocimiento sobre la materia, sus causas y sus efectos, el desencadenante y el proceso.

Pero Novela de ajedrez, pese a su brevedad, ofrece muchos más motivos de reflexión. Uno de ellos, a la vista de lo que la Historia nos ha enseñado (la novela fue escrita en 1941, aunque no fuera publicada hasta tres años más tarde), es que la realidad siempre supera a la ficción. El Sr. B. afirma haber deseado ser enviado a un campo de trabajo (¡aún no se conocía el verdadero sentido de esta expresión!) antes que ser sometido a una tortura psicológica que para sí hubieran querido la mayoría de los que cayeron en las manos de la Gestapo.

Y es que Zweig cede en la tentación de reflejar en sus personajes sus propios valores y temores. Nada peor para el autor que verse privado de lectura, de la posibilidad de enviar o recibir correspondencia e incluso de material para escribir. ¡Nazis malvados! Pero es cierto que para el autor, un mundo privado de su entorno cultural no merecía la pena ser vivido. Por ello mismo, y creyendo viable la victoria alemana, acabaría suicidándose poco después de finalizar esta obra.


También el tiempo pasado se proyecta en la narración, reflejado por el contraste entre los dos protagonistas. De un lado, el Sr. B., noble vienés, relacionado con la Corona Austriaca, culto y refinado. De otro, Czentovic, huérfano desamparado, acogido por un sacerdote, escasamente dotado para cualquier labor intelectual (con la excepción del ajedrez para el que parece tener un don natural) y dominado por su avaricia y un desprecio revanchista frente al resto de humanos.

Dos conceptos de vida contrapuestos: un arribista y un caballero. La ambición por el dinero y el delicado distanciamiento de quien no lo necesita. No pediremos a Zweig que contemple las circunstancias de Czentovic, disfrutemos tan solo de su prosa sencilla pero directa e impactante, del modo en el que sabe desarrollar toda la trama y la manera en que nos lleva hasta la última página sin hacernos perder el interés o anticipar el final.

La edición de El Acantilado (con traducción de Manuel Lobo) forma parte del proceso de publicación en nuestro idioma de todas las obras de este autor. Pese a que la escasa extensión del libro parecería aconsejar su publicación junto a otro título de similar longitud, el empeño de la editorial es poner de relieve la singularidad de cada una de estas obras, efecto que sin duda logra.


Volvamos al ajedrez, a su mundo bicolor donde el objetivo es lograr la derrota del otro para obtener mi victoria. Por contraste, la vida no es en blanco o negro, sino que se nos ofrece con una infinita gama de colores que hace más complejas nuestras decisiones y que nos obliga a reinventar a cada momento las reglas del juego para llegar a un punto en que mi victoria no implique necesariamente la derrota del otro. Sobre este juego y sus peligros nos previene Zweig, a favor de la libertad de cada individuo y de su dignidad, como únicos medios de arrebatarnos de la locura que acecha y de la que tampoco él pudo escapar.


7 de septiembre de 2010

Momentos estelares de la humanidad (Stefan Zweig)


Stefan Zweig nació en una Austria imperial cuyos días sonaban a su fin. Vivió su madurez intelectual en una Austria sometida a los vaivenes de la política centroeuropea de entreguerras, su crisis económica y sus heridas sin cicatrizar y de mal pronóstico. Finalmente murió en el Nuevo Mundo, en Brasil, sin poder librarse de los fantasmas de su pasado y convencido de que la victoria de la barbarie nazi era inevitable y destruiría toda la herencia cultural de la que había bebido y de la que, con el paso del tiempo pasaría a formar parte y aún representar.

En ese breve lapso de tiempo que representa su vida, sesenta y dos años, entre 1880 y 1942, vivió infinidad de cambios que marcarían su visión de la Historia. Una Historia aún caracterizada por fechas e individuos más que por acontecimientos globales. Una Historia de pequeños episodios que parecían marcar por sí mismos el rumbo de los siglos venideros. Y de esta visión nacen los Momentos estelares de la humanidad.

Estas miniaturas históricas –como las denomina el subtítulo de esta obra- reflejan catorce momentos diversos en los que el genio de una época se condensa (según palabras de Stefan Zweig en el prólogo) en un concreto momento y se encarnan en una persona concreta. Pero pese a los esfuerzos de documentación y reconstrucción histórica verídica, la selección dice más del propio Zweig y su visión del mundo, que de los acontecimientos que describe.

Como buen escritor, Zweig tiene un agudo olfato para los grandes dramas históricos. La muerte de Cicerón, perdidas las esperanzas de un resurgir de la República, la caída de Bizancio por la puerta de atrás en unos trágicos segundos o los dramáticos instantes en los que la batalla de Waterloo pudo haber tenido un diferente desenlace son ejemplos de cómo Zweig, testigo de la decadencia de su tiempo, torna su mirada a épocas con las que encuentra alguna similitud para admirar la grandeza de los que fueron arrollados por los cambios.

Pero las grandes batallas o la caída de un Imperio no son el único objeto de atención de Zweig ya que, como brillante artista, otras miniaturas se centran en momentos históricos tan singulares como la noche en que fue compuesta la Marsellesa o aquella otra en la que Haendel comenzó la composición de El Mesías, resucitando a la vida y a la Música.

Como no podía ser menos, la Literatura tiene su especial presencia en esta obra. La génesis de la Elegía de Marienbad de Goethe, la noche en la que tuvo lugar la falsa ejecución de Dostoievski o los últimos días de Tolstoi son encendidos homenajes a autores amados por Zweig. Yel esmero alcanza también a la forma de estos capítulos. Así, en el episodio sobre Dostoievski no recurre a su elaborada prosa sino que escribe un hermoso poema que conecta el drama del autor ruso con su vocación por los débiles y desamparados. Para el capítulo dedicado a Tolstoi se sirve de una obra teatral autobiográfica e inacabada del propio autor ruso para escribir las últimas escenas con las que culmina el drama de la muerte del “hermano pequeño de Dios”.

Los siglos XIX y XX son los siglos de la Ciencia y, por ello, tampoco ésta escapa de la atención de Zweig quien se fija en la impresionante hazaña de Cyrus W. Field culminando -tras varios fracasos- el tendido del cable telegráfico que conectó los Estados Unidos con Europa en 1858. En esta miniatura Zweig pone de manifiesto que, pese a su concepto de la Historia, deudor de otra época, su sensibilidad a los cambios que suponen un giro radical en la marcha de los tiempos es totalmente moderna: su descripción de las consecuencias que la revolución en las comunicaciones (representadas por el telégrafo) supone a todos los niveles podría aplicarse, palabra por palabra, a las infinitas posibilidades que Internet ha traído a nuestro siglo XXI.

Pocas pasiones hay más fuertes que el dinero. La desesperada búsqueda de la riqueza es una enfermedad propia de todos los tiempos y para la que aún no se ha desarrollado vacuna adecuada. El descubrimiento del Pacífico por parte de Núñez de Balboa tuvo su origen en la búsqueda del mítico Dorado y la fiebre del oro arrasó el reino de Nueva Helvecia y arruinó a J.A.Suter por dos veces, aunque favoreció la colonización de California y su conversión en mítica promesa de abundancia y felicidad aún viva en nuestros días.


Y ni siquiera la proximidad en el tiempo de ciertos hechos o su aversión ideológica nieblan su visión sobre la trascendencia de los mismos. El regreso de Lenin a Rusia desde su exilio suizo a través de territorio alemán o los fallidos intentos de Wilson por impulsar al fin de la Gran Guerra un acuerdo entre las naciones que pusiera fin a los conflictos militares son buena prueba de ello. El primer episodio ha marcado toda la historia del siglo XX y el segundo debería esperar al siguiente conflicto para ver germinar sus primeros frutos que aún hoy siguen pendientes de consolidación a través de la Justicia Internacional, las Naciones Unidas o la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Como el signo trágico de los tiempos que le tocó vivir, la selección de Zweig arroja un saldo favorable a los perdedores, a las derrotas (que para otros fueron victorias) y a los fracasos. Cicerón, Napoleón, Scott o Wilson son ejemplos que Zweig nos muestra para dar testimonio de que la grandeza no siempre se esconde bajo la gloria de los vencedores. La inmortalidad se reserva, según Zweig, para aquellos que saben guardar la coherencia entre sus pensamientos y sus actos, para aquellos que conservan la inquebrantable voluntad de luchar pese a saber que todo ha sido perdido.

En clarividente contraste, los momentos estelares más luminosos y gratificantes, aquellos que engrandecen a quienes los protagonizan, los que representan un triunfo del hombre sobre la muerte, aquellos en los que la belleza se impone a la mediocridad, en los que la obra humana puede redimir a los hombres son los referidos al Arte. Sólo en ellos (y en la Ciencia) parece reconciliarse Zweig con sus semejantes, sólo en ellos parece encontrar sosiego su debilitado espíritu.

Y es que, no perdamos la perspectiva, este libro vale más por cómo lo cuenta que por lo que cuenta. La engolada y en ocasiones afectada prosa de Zweig alcanza en estas miniaturas un virtuosismo desbordante, casi excesivo, del que logró preservar a sus mejores novelas. Ningún personaje es suficientemente noble y audaz, ningún actor de la historia logra evitar mirarse a sí mismo y ser consciente de la trascendencia de sus actos. Ningún hecho queda sin ser admirado por la Humanidad al completo conteniendo la respiración al unísono, … Un Zweig que resultará portentoso para quienes ya conozcan al autor pero que puede resultar abrumador para quienes sean cogidos desprevenidos.

La traducción de Berta Vías Mahou ha sabido preservar ese estilo tan propio de Zweig logrando en ocasiones provocar extrañeza en el lector actual por el uso de expresiones ya pasadas de moda y que hacen aún más verídica la lectura ya que creemos por momentos estar leyendo la versión alemana original y experimentar el mismo hormigueo que, con toda seguridad, siente un lector contemporáneo de habla alemana.

El suicidio frustró la vida de Zweig. Nos gustaría elucubrar sobre qué acontecimientos podría haber seleccionado de haber aguardado por un tiempo los embates de la guerra que se acercaba a su cambio de tornas con paso firme o de haber liberado parte de la enorme presión que él mismo se impuso.

No pocos hechos podrían haber sido dibujados con la maestría del autor austríaco ya que la trágica historia de los años siguientes a su muerte ofrece material suficiente para un volumen similar. Un grupo de jerarcas nazis, todos ellos con estudios superiores y amantes del arte y la cultura, deciden el exterminio sistemático de una raza, la misma a la que pertenecía el propio Zweig quien tanto se esforzó por vincularse a un mundo más amplio que el reducido horizonte judío. Pero también podría haber puesto voz a los muertos en Hiroshima, consecuencia de una única bomba que marcaría el signo de la segunda mitad del siglo XX. Otro momento singular que habría atraído enormemente su atención habrían sido los atentados del 11-S: unas pocas horas bastaron para dar un nuevo giro al curso de la Historia.

En estos años no todo ha sido destrucción y odio. Zweig también habría podido cantar las humanas hazañas de unos hombres dando un paseo lunar y siendo contemplados en directo por medio mundo. Otros hombres cruzando en libertad la Puerta de Brandemburgo habrían sido el perfecto cierre de un círculo iniciado a principios de siglo y la prueba de que la Revolución ya no necesita ser cruenta para triunfar.

Pero este libro quedó por escribir y todos sabemos que la Historia que hoy se vierte en la Literatura es más la que responde a mitos, cruzados y rosacruces que aquella otra que sirve para extraer sus verdaderas lecciones. Zweig nos enseñó a confirmar en la Historia nuestras propias convicciones, a buscar consuelo y refugio en ella, a volver nuestra mirada melancólica a otros tiempos, no siempre mejores. Y con esto ya hizo suficiente.

1 de noviembre de 2009

La embriaguez de la metamorfosis (Stefan Zweig)


Stefan Zweig terminó sus días en Petrópolis, Brasil. Se suicidó junto a su esposa ya que, según sus palabras, “es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra”. En febrero de 1942 la victoria del Eje parecía inevitable y Zweig no quiso afrontar su triunfo ni el declive físico que se avecinaba. No quiso ver cómo la Europa que conoció se desmoronaba.

Quizá le hubiera gustado saber que finalmente el totalitarismo no se impuso, pero probablemente la Europa que surgió de las ruinas de la guerra tampoco no le habría satisfecho plenamente.

Lo cierto es que entre los papeles que dejó a su muerte con la intención de ser publicados -como la célebre Novela de ajedrez- no se encontraba el fajo correspondiente a La embriaguez de la metamorfosis que no sería publicada hasta los años ochenta, todo un acontecimiento editorial. Zweig dedicó un gran esfuerzo a esta obra que abandonó y recuperó a lo largo de más de 15 años. Podemos conjeturar sobre los motivos por los que no quiso verla publicada, si consideraba que no estaba plenamente desarrollada, si no reflejaba su verdadera intención, ...

Pero frente a preguntas de incierta respuesta tenemos un texto que nos espera y que pronto nos introduce de lleno en la historia con la calidad de la prosa de Zweig. Nos encontramos con una historia gris, reflejo del mundo de entreguerras en el que las familias apenas pueden pensar en ocios y disfrutes ajenos a la mera supervivencia; en el que la ausencia de los varones muertos en la guerra pesa como una losa en los hogares que han sufrido tal desgracia. Y allí, en un pueblo alejado de Viena malvive como empleada de Correos Christine, una joven que ha perdido a su padre y que comparte un miserable hogar con su madre, gravemente enferma; cuyo sueldo apenas alcanza para cubrir las necesidades básicas; que ha perdido la alegría por la vida y la pasión propia de su edad; que se ha resignado a una vida que le ha sido impuesta ante la falta de oportunidades pero que tampoco rechaza pues no conoce otra.

Y, repentinamente, se ve abocada a un mundo diferente cuando recibe una invitación para visitar a su tía, que emigró a Estados Unidos e hizo un buen matrimonio y que ahora regresa a Europa por una temporada residiendo en un lujoso hotel suizo. Pese a su escaso entusiasmo, Christine emprende el viaje con el fin de no enfadar a su madre. Llegando a la misma recepción del hotel se ve a sí misma, en contraste con quienes le rodean, como la basta, torpe y atolondrada campesina que es en realidad.

Pero en su corazón no surge el odio y la rebelión frente a quienes gastan en una sola noche lo que ella gana en varios meses de duro trabajo. No nace el orgullo de los humildes frente a quienes visten a diario ropas tan caras y elegantes que Christine cree dignas de la realeza. No es el rechazo de lo que le está vedado lo que se impone, sino la pregunta de qué le separa a ella de aquellos afortunados.

Y la respuesta se la ofrece su tía que percibe la reserva y timidez de su sobrina y sabe interpretarla. La toma bajo su protección y la somete a un profundo cambio: peluquería, manicura, ropa comprada o prestada de lo que ha comprado durante su estancia en París. Christine puede comprobar cómo quienes hace unas horas apenas dejaban resbalar una mirada cansina sobre ella, ahora se deleitan observando a una hermosa joven, fresca y alegre.

No es sólo la apariencia física lo que ha cambiado en Christine, todo lo contrario, el mayor cambio lo ha dado su confianza. De creer que no puede compartir estancia con estos caballeros elegantes o con las refinadas mujeres que les acompañan, ha pasado a aceptar elogios e invitaciones con la plena naturalidad de quien cree merecerlos. Aunque a ratos aún se pregunta cómo se ha producido esta transformación, asume que debe disfrutar de la misma en tanto dure y por ello se lanza y entrega plenamente a esta vida que le hace renacer hasta el punto de causar el enojo de sus tíos que apenas se ven atendidos por una sobrina tan atareada en su agitada vida social.

Como muy bien deja entrever la traducción del título al castellano, obra de Adan Kovacsics, toda embriaguez lleva inevitablemente su cruz: la resaca. Y ésta es terrible para Christine que se ve rechazada y desposeída de todo lo maravilloso que acaba de descubrir. Y es arrojada a su ruinosa oficina postal en un pueblo donde el más refinado de sus habitantes es el maestro de la escuela cuya vulgaridad y bajeza ahora apenas puede soportar, revelada a la luz de su nueva experiencia.

El modo en que Christine da salida a la rabia contenida y a su dolor por no poder optar a ese mundo anhelado, reflejado en la pregunta con que se tortura -¿Por qué yo no?- queda pendiente para que el lector que no conozca esta novela pueda disfrutar del inesperado giro de acontecimientos con que Zweig dirige la obra hacia su final.

Cabe incluso preguntarse si el escritor austriaco tenía previsto que la novela no finalizase de un modo tan abrupto, si bien, tal y como quedó, la brusquedad de este final conviene a la trama puesto que lo realmente relevante de La embriaguez de la metamorfosis no es el acontecer de los hechos, sino la transformación psicológica de Christine. Zweig no toma el mito de Pigmalión para remedarlo con simpleza y recrearse en los cambios externos de la joven. Todo lo contrario, estos ocupan un papel destacado, pero el verdadero objeto de estudio es cómo afronta el cambio la protagonista y cómo va asumiendo y haciendo propia su nueva identidad renunciando a los vestigios de una insegura y apesadumbrada joven.

La agudeza psicológica de Zweig se revela a cada momento. El proceso de ascenso y caída es revelado a través de los sentimientos de la joven Christine siendo el resto de personajes meras comparsas que dotan de contenido externo a este relato. ¿Qué enseña La embriaguez de la metamorfosis? El mensaje puede ser ambiguo. Una lectura simplista podría dirigirnos al tópico de que es preferible aceptar la realidad para saber sobrellevarla y no abrumarse con el deseo de lo que no es posible. Otra interpretación igual de tópica, nos conduce por los caminos de la superación personal: no son las ropas o joyas las que hacen de Christine el foco de la atención social en el hotel, es su seguridad y confianza las que le permiten sacar partido a los aderezos externos; es decir, la fuera del cambio nace de ella, de su voluntad, perdida ésta, la fuerza se transforma en odio y rabia tan intensos como estériles.

Quizá el verdadero mensaje sea algo más complejo, quizá Zweig, tan mesurado, creyera preferible una combinación de fortaleza interior con cierta estabilidad social. Quizá la realidad social tras la Primera Guerra Mundial comenzaba a amenazar los cimientos de las sociedades europeas y Zweig anticipa el cambio. La inconformidad y la revuelta pueden surgir, igual que la rabia de Christine, de vislumbrar la vida de las élites, de creerse con derecho a ella. Pero también, sin metamorfosis no hay posibilidad de cambio y el estancamiento lleva al derrumbe de las sociedades, y esta verdad chocaba demasiado con la ideología de Zweig y por ello esta obra quedó en el tintero del tiempo sin que el autor pudiera decidir definirse claramente.

Pero no es por la ideología del escritor (o nuestras elucubraciones sobre la misma) como ha de juzgarse una obra, sino por los méritos de ésta. La embriaguez de la metamorfosis bien merece su lectura, pese a no ser la mejor de sus obras, por la calidad de un texto que sabe tratar un tema relativamente manido de modo que el lector cree estar descubriendo un argumento original al tiempo que enfrenta a quien lee la novela al dilema de enjuiciar la rabia de Christine y juzgarla legítima o fruto de una enfermiza envidia. Pero enjuiciar a otros concluye siempre por enjuiciarnos a nosotros mismos, de ahí que la lectura sea siempre una actividad de riesgo.



30 de agosto de 2009

Carta de una desconocida (Stefan Zweig)


 

Cuando se ha evitado durante demasiados años la obra de un autor; cuando el peso de la misma, las enjundiosas opiniones de lectores más avezados y el reconocimiento unánime de la crítica parecen pesar como una losa; cuando uno demora esa lectura, abrumado por su extensión o simplemente perezoso ante la aventura de encontrarse con otro autor brillante que aumentará inevitablemente la montaña de libros “que no tendré tiempo de leer”... Cuando se tiene la sospecha de que quizá su estilo no se corresponda con aquél que actualmente más le gusta o que su temática pueda resultar ajena a sus intereses, a pesar de no negar que se trate de un clásico y que los clásicos son imperecederos... Y cuando finalmente, de un modo casual, espontáneo y casi sorpresivo llegamos a uno de esos libros (en este caso mejor sería decir que el libro llega a nosotros), abrimos las páginas de una de sus obras más reconocidas, quizá la más breve y por tanto la menos amenazante, podemos sonreír con cierto azoramiento; podemos alegrarnos de la espera ya que es justo pensar que éste y no otro era el momento adecuado y que, tal vez, hace diez años no habríamos valorado del mismo modo que ahora hacemos las sutilezas del lenguaje de Stefan Zweig, pues de este autor hablamos. Ni podríamos haber profundizado más allá de la anécdota que narra, ni descendido a las pulsiones más profundas sobre las que se enrosca la historia. Mayores y más sabios, o más escépticos y, por tanto, más necesitados de una convicción prestada. Y así es el descubrimiento de una historia que nos abre a la vida y al resto de la obra de este autor al que ya no nombraré con cierto temor reverencial y sin poder opinar sobre él más allá de lo oído o leído a otros. Y con todo este largo preámbulo tan sólo pretendo decir que en ocasiones he demorado lecturas que sé imprescindibles y urgentes, dejando llegar el momento adecuado. Y que en ocasiones ese momento quizá nunca llegue pero que en otras, más frecuentes por suerte, la espera parece despertar un leve hormigueo mientras paso las páginas, ese hormigueo y ese ansia de imaginar más allá de las palabras, esa imaginación que sólo espera de un buen libro para remontar. Y es que ése es el efecto que me ha causado Carta de una desconocida, pese a que lo concreto y preciso del lenguaje de Zweig parece dejar poco espacio para la especulación del lector. Todo lo contrario, el dibujo que hace de los personajes y de sus impulsos permite elevarse sobre el texto, mientras nuestros ojos siguen ya ciegos las líneas, y pensar en las secretas motivaciones de una mujer que tras sufrir una vida de entrega secreta decide, ante el cuerpo sin vida de su hijo, escribir una única carta dirigida al objeto de su amor, de toda su vida, para hacerle saber de su sufrimiento, para abrirse a él como no fue capaz de hacerlo hasta ese momento. Y uno piensa en qué habría hecho en su lugar (o en el lugar del destinatario de la carta). Y así, podemos sentir el profundo dolor de una madre que ha perdido a su hijo pero no puede siquiera pensar guardar unos instantes para pensar en las horas que ha vivido con él, o lamentarse de la vida que ha perdido sino que, en lo más íntimo de su dolor, trata de evocar sus momentos más felices, compartiéndolos con el objeto y causa de su felicidad y de su desdicha. Pero dejando de lado la interpretación más usual de que la carta encierra un profundo amor no correspondido, una relación desigual, unidireccional, tomo prestado el ambiente vienés en el que se ambienta el relato y pienso que la carta es un gran monumento a la determinación y al amor propio, a las vidas que se frustran por sí mismas, incapaces de hallar un lugar en el mundo. ¿Quién es la desconocida remitente de la carta?¿La niña que se enamora de un vecino que representa todo aquello de lo que ella ha sido privada, que es la ventana que le permite mirar más allá de su drama familiar?¿O la joven que con determinación decide regresar a Viena ganándose la vida duramente y que logra por fin atraer levemente la atención de su amado?¿O quizá la mujer que por el bien de su hijo, logra fortuna y admiración de otros hombres que le resultan indiferentes?¿O tal vez la mujer que decide poner por escrito su vida, pese a que aún es joven, pocas horas antes de que entierren a su hijo, rompiendo un silencio que ha durado toda su vida? En las pocas ocasiones en que la desconocida dama accede a la intimidad de su amado, siempre ansía con desesperante vehemencia que éste la reconozca. Pero, ¿a quién espera que reconozca, a cuál de todas las mujeres quiere que reconozca? Porque, lo más dramático de su larga epístola es que la joven parece desconocer quién es ella misma, enajenada de su vida, no comprende que su galán ha reconocido en ella lo que realmente era en cada momento y, de este modo, creo que la ha amado como ella no ha sido capaz de hacer. Tesis arriesgada y polémica, ya sé. Es mérito de Stefan Zweig el haber escrito esta larga carta que deja tantos interrogantes como los que la joven pretende desvelar. Porque al fin, la desconocida sigue en su penumbra. Sus intenciones y anhelos parecen más ocultos e indescifrables cuando finaliza la carta que a su inicio. Y ésta creo que es la mayor virtud de este libro que despierta la imaginación adormecida de unos lectores demasiado acostumbrados en nuestros días a que el autor arruine nuestro campo de libertad interpretativa. Con traducción de Berta Conill, la editorial Acantilado publica esta obra echándose de menos, al menos en este caso y en el de otras novelas breves del mismo autor, una mínima introducción que sitúe en su contexto la novela respecto de la obra de Zweig y la de éste dentro de la Literatura del siglo pasado, si bien nada de esto impide una valoración acertada del mérito de la misma. La ausencia de nombres que definan a los personajes, que los humanicen, refuerza esa vinculación directa con el lector, esa apelación a su criterio. De otro lado, determinadas reiteraciones (como la mención al hijo muerto) van creando una tensión creciente que Zweig sabe manejar sin caer en la sensiblería y limitando con fuerza cualquier exceso de drama más allá de la propia locura de la desconocida narradora. Un texto en apariencia sencillo que habla de una pasión que lastra una vida pero también de los impulsos irracionales que a todos nos asaltan ocasionalmente y tras los que corremos el riesgo de extraviarnos; en ocasiones el riego está en no correr tras ellos, ¿quién lo sabrá a priori?. Un texto en definitiva que nos habla con interrogantes que deberemos tratar de responder en la intimidad si pretendemos estar a la altura de lo leído.