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26 de febrero de 2023

Medio siglo con Borges (Mario Vagas Llosa)



Medio siglo con Borges (Ed. Anagrama) es una recopilación de conferencias, entrevistas y artículos de Mario Vargas Llosa en torno a la persona y obra de Jorge Luis Borges, escritos durante los últimos cincuenta años y recopilados en este volumen para la ocasión.  

No se trata, por tanto, de un ensayo del autor peruano sobre su colega porteño, un balance de su papel en la Literatura del siglo pasado o de su legado. Al contrario, estamos ante textos dispersos, algunos escritos en vida de Borges, otros tras su fallecimiento, algunos son transcripciones de entrevistas, otros de conferencias. Y esta fragmentación, que para muchos puede resultar una debilidad, por tener temas repetidos, por su heterogeneidad en cuanto a estilo y objetivo, resulta para mí su principal virtud. Porque si existe un hilo conductor para todos ellos es la devoción de Vargas Llosa por la prosa borgiana, elemento que se mantiene constante en cada línea de este volumen.

 

Y bajo esta premisa, podemos ver cómo la admiración inicial, palpable en las entrevistas en vida del autor, en las que se desliza algún cuestionamiento sobre las posiciones políticas de Borges o sus manifestaciones más polémicas, se va consolidando pese al enorme espacio que separa las convicciones literarias y estéticas de ambos escritores.

 

Porque para Mario Vargas Llosa, la obra de Jorge Luis Borges es un gozo continuo. Como señala, sus libros son siempre pequeños, breves y concisos, perfectos en el modo en que nada puede considerarse que les sobra, nada parece que les falte.

 

A diferencia de lo que algunos sostienen, Vargas Llosa refuta la opinión extendida de que la obra de Borges es una obra para jóvenes, para primeros lectores que se dejan atrapar por los artificios del fabulista, por la sorpresa de sus relatos, esos giros del argumento con final sorprendente o esas ficciones que se alimentan así mismas como un autófago, pero que enseguida cansan, que fatigan y que un lector exigente siempre terminará por dar la espalda a este autor, considerándolo como introductorio a la verdadera Literatura, a obras más complejas.

 

Pues bien, Mario Vargas Llosa mantiene la posición contraria, la de que los libros de Borges deben leerse y releerse con el goce de quien se enfrenta a ellos por primera vez, porque cada lectura reafirma todas sus virtudes.

 

Y es que, lo que subyace en esta divergencia de opiniones es la visión que cada uno mantiene sobre la misión de la Literatura, en particular de la ficción. Hay quien cree que la ficción debe tomar sus materiales de la realidad, rehacerlos y moldearlos, en ocasiones sobre la base de la ideología o los fines buscados por el autor, explícitos o no, y devolver al lector esa visión. La ficción es por tanto, un vehículo de transmisión de ideas.

 

Por el contrario, para el autor de La verdad de las mentiras, la ficción no es otra cosa que la mera invención, una mentira que creamos y tratamos de hacer pasar por verdad, buscando, o no, un efecto en el lector, causándole extrañeza, sorpresa o simplemente placer. Desde este punto de vista, la obra de Borges es el perfecto ejemplo de la opinión que Vargas Llosa tiene sobre la Literatura, esa alquimia que en manos de un demiurgo competente, se convierte en el supremo arte.  

 

Porque la obra de Borges es un mundo en sí misma, una sucesión de ideas redactadas en torno al tiempo, los mundos paralelos, el infinito, y por encima de todo, la propia Literatura. No en vano, entre las principales obras que el autor llevaría a una isla desierta, tal y como le asegura a Vargas Llosa en una de las entrevistas aquí recogidas, se encuentra Las mil y una noches, un libro infinito de imágenes y sensaciones, de historias que se alimentan a sí mismas con el único fin de ser la tabla de salvación de Scheherezade, de alargar su vida, porque cuando se acaba la ficción, todos morimos un poco.

 

 

Vargas Llosa reflexiona sobre los motivos de la fama internacional de Borges, y lo cifra en Francia, en la capacidad de ese país para tomar obras ajenas y presentarlas como casi propias. Pero lo cierto es que el inicial localismo de Borges, sus escritos sobre gauchos y tangos pronto fueron desbordados por imágenes más universales, un cierto toque de cosmopolitismo cultural que le convierte en un buen símbolo de un tiempo que se nos escapó, igual que Zweig hoy es reivindicado por similares motivos.      

 

Por último, hay que destacar que en nuestras letras, a diferencia de lo que ocurre en la tradición francesa o anglosajona, no es tan frecuente la publicación de obras de autores consagrados referida a la de otros autores. Es como si nuestros escritores ignorasen con suficiencia la obra ajena y prefirieran dedicar todas sus palabras y reflexiones a la propia. No cae en estos errores Vargas Llosa, que tiene una notable obra ensayística dedicada a la Literatura y el arte en general, sabiendo transmitir la misma pasión en sus textos literarios que en este otro tipo de escritos.  

 

Por ello, no solo hay que felicitarse por la publicación de este volumen y la oportunidad que nos da de volver a desear leer los libros de Borges, sino que es una estupenda ocasión para reivindicar este tipo de publicaciones, esta Literatura sobre Literatura que tanto nos gusta a los lectores y de la que tanto disfrutamos.

 

 


20 de julio de 2013

La civilización del espectáculo (Mario Vargas Llosa)

 

Cuenta el célebre crítico británico Cyril Connolly que, años después del cierre de su revista Horizon, muchos amigos le abordaban pidiéndole la reapertura de la misma y lamentando que ya no se hiciera Literatura ni crítica como la de antaño. La aguda conclusión de Connolly era que estos suplicantes no echaban en falta aquellos libros y poemas de otra época sino la edad que tenían cuando los leían, años de formación e iniciación en los que todo deja una marca como no vuelve a ocurrir con el paso a la madurez.

He tenido muy presente esta anécdota durante la lectura de La civilización del espectáculo, la última obra hasta la fecha de Mario Vargas Llosa, un ensayo que plantea la provocadora idea de que la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer.

Pero, ¿qué es exactamente lo que va a desaparecer? Cultura es un término excesivamente vago y amplio. Ciñéndonos a la definición del Diccionario de la Real Academia, entendemos por tal el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.” Imposible que desaparezca puesto que la cultura es consustancial a la vida social.

Sin embargo, la cultura a la que se refiere Vargas Llosa en su ensayo es otra cosa. Para clarificar los conceptos, comienza por hacer un repaso a la idea que al respecto tenían algunos pensadores del pasado siglo.

T.S. Eliot liga la cultura a las élites (no necesariamente a las clases altas, aunque en muchos casos venga a ser lo mismo), a una minoría selecta que garantice la alta calidad de esa cultura. Pero el espejismo de una cultura elevada, de unos principios en que se sustenta, queda en entredicho ante la barbarie que esa misma cultura ensalza o encubre. La destrucción y el asesinato colectivo y en masa que conforman gran parte del siglo XX en Europa revelan que la cultura ha cedido su papel, va quedando arrinconada al mundo de los especialistas batiéndose en retirada en su afán de explicar el mundo, según señala Steiner. 

"Cualquier tiempo pasado fue mejor..."
La técnica despliega su influencia en los más variados ámbitos y también en el de la cultura. La difusión de ésta durante la segunda mitad del siglo XX nos lleva a un concepto revelador del nuevo tiempo: la masificación. Cualquier manifestación cultural está al alcance del público general. Y junto a ello, llega también la banalización de la cultura. Todo parece ser cultura, desde un concierto a un cómic, desde una fotografía a una película. Para nuestro autor, vivimos en la civilización del espectáculo, un tiempo en el que el primer valor es el entretenimiento, el escapismo expuesto a las masas gracias a los nuevos medios de comunicación. El espectáculo en el que vivimos requiere de una inmediatez y de una simpleza capaz de igualar a todos sus destinatarios por su nivel más bajo. La frivolidad ha tomado el relevo a la reflexión y a la decantación del pensamiento.

Las más altas expresiones de la cultura (alguno de los ejemplos empleados por el autor son Kant, Proust o Rembrandt) quedan totalmente al margen del nuevo orden cultural en el que sólo es visible lo que se televisa o aparece en las redes sociales, quedando el resto arrumbado en un oscuro silencio ominoso.

Unido a ello, se suma la desaparición del intelectual como pieza clave de las sociedades occidentales, poseedor de un pensamiento por el que se gana el respeto de sus conciudadanos que le otorgan el papel de referente, auctoritas. Opina Vargas Llosa que, junto al desprestigio que la figura del intelectual sufrió al apoyar los diversos totalitarismos del siglo XX, el principal motivo del deterioro de su posición es la falta de vigencia del pensamiento en nuestras sociedades. Si su papel es elaborar reflexiones en discursos articulados y coherentes, nada tienen que hacer en un tiempo en el que solo se atiende a la imagen y en el que todo parece caer en el olvido al poco tiempo. 

Sin creadores capaces de ofrecer obras fruto de la experiencia y herederas de una larga tradición, sin intelectuales capaces de denunciar con sentido la frivolidad de la realidad en que vivimos, el ciudadano sólo puede volverse a lo que los medios le ofrecen, carente de más referencias que las ya extintas de tiempos pasados. En suma, la cultura, tal y como la entiende Vargas Llosa, no será capaz de sobrevivir al no poder cumplir con su papel vivificante.

Hasta aquí lo que podríamos definir como núcleo esencial de La civilización del espectáculo. Los capítulos siguientes dan fe de la extensión del mismo fenómeno a mundos tan dispares como la política, la moral, la educación o la religión.

¿Arte? moderno
Sin duda, La civilización del espectáculo es un texto provocador. En él se recoge una tesis general (la frivolidad y predominio del entretenimiento y goce personal) con la que la mayoría estará de acuerdo pero cuya concreción puede no resultar tan pacífica.

Los ataques al arte moderno, su postura respecto a la prohibición del velo (y la correlativa defensa del crucifijo en las aulas en sendos artículos de imprescindible lectura), el rechazo a la actual literatura (que denomina light, en el mejor de los casos) son tal vez las partes más visibles, pero no las únicas, objeto de polémica.

En efecto, Vargas Llosa sostiene que la Literatura de otros tiempos era mejor. Nadie duda de que Víctor Hugo (un ídolo para el autor) fue un titán, pero el siglo XIX sólo dio unos pocos como él. No olvidemos que junto a Stendhal o Goethe, escribieron cientos de autores hoy ya olvidados por el escaso mérito de su obra. ¿No daremos esa oportunidad a nuestro tiempo? Creo que el futuro nos verá como coetáneos de Philip Roth o Cormac Mcarthy y que dentro de cien años nadie sabrá quién fue Dan Brown.

No comparto la idea de Vargas Llosa de que ahora se puede leer más que hace cien años pero lo que se lee es peor. Sin duda, muchos leerán obras de escaso mérito (igual que ocurría antes) pero hoy se venden en un año más ejemplares de cualquier obra de Dostoievski que los que pudo vender en vida.

No creo que los visitantes de museos sean exclusivamente autómatas que hacen un circuito de aquello que se supone que se debe ver y contemplar para luego contarlo de regreso al hogar. ¿Acaso todos los visitantes de museos de otros tiempos eran amantes y conocedores del arte?¿No había entre ellos snobs, aburridos viajeros e ignorantes adinerados?

Colas en el Museo del Prado
Las páginas webs de algunos museos ocupan posiciones muy importantes en los ranking de visitas y proyectos como Google Art Project evidencian que en la soledad de nuestros hogares también demandamos y consumimos cultura tal y como la entiende Vargas Llosa.

Las nuevas tecnologías han cambiado nuestro modo de ver y entender lo que nos rodea. Asociar el e-book con el fin de un mundo libresco de amantes de la buena literatura es como pretender que Gutenberg acabó con toda forma de arte por llevar sus libros a un mayor público y a un menor precio que el de la época del pergamino.

El tiempo nos trae perspectiva y permitirá saber cuánto de cierto tiene el vaticinio de Vargas Llosa. Pero como a nadie le gusta perder su juventud (la mucha o poca que nos quede) para satisfacer su curiosidad, entre tanto. la lectura de La civilización del espectáculo nos ofrecerá una buena dosis de argumentos inteligentes que defender o desafiar.

25 de enero de 2009

La verdad de las mentiras (Mario Vargas Llosa)


Para quienes amamos la Literatura, conocer la opinión de otros lectores resulta altamente estimulante; contrastar una opinión, advertir nuevos matices, una interpretación alternativa, algún significado o perspectiva obviadas en nuestra primera lectura... Pero cuando estas opiniones provienen de un novelista, es decir, de un conocedor de la materia, el interés aumenta; en ocasiones, ver cómo afloran las rencillas gremiales no es el menor de los disfrutes.

En este caso, La verdad de las mentiras es un libro escrito por Mario Vargas Llosa en el que se repasan treinta y cinco obras fundamentales de la Literatura del siglo XX a través de otros tantos artículos publicados por el autor peruano en diversos medios durante los últimos años del pasado siglo.

En la relación de títulos comentados se encuentran algunas de las obras más importantes del pasado siglo, primando las breves sobre las extensas. Tal criterio puede deberse a la más fácil relectura de una obra breve, frente a libros de gran extensión. Por otro lado, en una novela de extensión épica la multitud de temas abrazados puede dificultar el análisis y la exposición de los mismos. Finalmente, no olvidemos que durante el siglo XX, el relato ha recuperado impulso de la mano de autores que han sabido convertir este género en uno de los más interesantes de la actualidad renovando sus formas y técnicas en mayor medida incluso que en el caso de la novela.

En ocasiones parecen haber primado motivos extraliterarios en la selección. Así, no son pocas las obras comentadas cuyo mayor atractivo es la descripción de utopías imaginarias (como Un mundo feliz o Rebelión en la granja) o reales (convertidas en infiernos, como Un día en la vida de Iván Denisovich), la decadencia de un mundo burgués, corrompido por su falta de piedad (Opiniones de un payaso) o por la sexualidad (Lolita, La Muerte en Venecia), etc.

Y no es que estas obras no sean brillantes, más bien, la atención de Vargas Llosa se centra en el sentido de las mismas dentro de su contexto histórico, con independencia de que hayan o no perdido su vigencia histórica.

Incluso, en algunos comentarios, los aspectos puramente literarios son dejados en un segundo plano para abrir paso a una reflexión sobre la naturaleza de las utopías del siglo XX frente a las del siglo XVII y XVIII en las que el futuro se veía como una promesa de felicidad. En el siglo XX el futuro ya está aquí y lo que parece dejar intuir no refleja ya esa idea de felicidad, sino más bien la de la dominación y sumisión. Una vena de pesimismo recorre este siglo atravesado por dos terribles conflictos mundiales y multitud de guerras regionales. Por ello, es importante la reflexión sobre el hombre, su papel en el mundo, su sentido. Y a este aspecto también han contribuido numerosas obras que analizan aspectos tan diversos como la espiritualidad (El Poder y la Gloria), la grandeza de la derrota (El viejo y el Mar), los mecanismos de la culpa (Al este del Edén), la violencia (Santuario) o el significado de la moderna vida urbana (Manhattan Transfer o Trópico de Cáncer).

Nada parece escapar a los ojos de los escritores de este siglo, más empeñados si cabe que sus antecesores en interpretar el mundo que les rodea, en dotarlo de sentido a través de unos argumentos y unas técnicas que, en ocasiones, buscan la ruptura con la tradición anterior (Nadja introduce el surrealismo en la novela moderna; Siete cuentos góticos crea un género totalmente ajeno a su época; La señora Dalloway abre la novela a los sorprendentes detalles y minucias que pasaban inadvertidos hasta la fecha, recreándose en la introspección más sutil).

Entre las ausencias más notables, autores como Kafka, alguno de los escritores norteamericanos del último tercio del pasado siglo, Borges o Gabriel García Márquez, de quien se conoce su falta de entusiasmo recíproco, lo que no quita para que sus novelas puedan contarse entre las mejores de este siglo, y merecer un espacio propio entre las aquí comentadas.

Aclaremos, no obstante, que Vargas Llosa en ningún momento pretende hacer una selección de las mejores novelas del siglo XX, más bien se trata de elegir libros al hilo de preferencias personales y reflexionar sobre los mismos. Y es precisamente de su condición de escritor de donde nacen sus más jugosos comentarios y reflexiones sobre cuestiones técnicas, en particular, el papel del narrador, su presencia en el texto, evidente o no, los diversos puntos de vista narrativos, la pretensión de suplantar o subvertir la realidad.

Podemos considerar a Vargas Llosa como un narrador clásico, continuador de la corriente del siglo XIX que viene a colocar al escritor en la omnisciencia en la mayoría de sus escritos y en los que el gusto por la narración sobrepasa con mucho la necesidad de aportar nuevos esquemas formales al mundo de la novela. Por este motivo, es interesante observar cómo Vargas Llosa presta especial interés a obras que parecen alejadas de su universo narrativo; así, sus loas y admiración por Nadja de André Breton o El lobo estepario de Hermann Hesse.

El libro viene prologado por un breve ensayo que da título al conjunto (La verdad de las mentiras) en el que Vargas Llosa reflexiona sobre la pregunta que muchos de sus lectores acostumbran a plantearle: "¿Qué hay de verdad en sus libros?". Y es que la cuestión de si lo que se cuenta en los libros es verdad, mentira, si pretende o no reflejar la realidad o rebatirla, si todo autor anhela escribir sus novelas en clave autobiográfica, son cuestiones casi tan antiguas como el propio oficio del escribiente.

La tesis de Vargas Llosa es que la Literatura representa claramente una mentira, una ficción. Esa mentira puede responder a diversos fines, el escapismo frente a un mundo que nos oprime, el deseo de plantear escenarios más acordes con nuestros deseos, en un voluntarismo optimista. En otras ocasiones, la pretensión es la más feroz e implacable crítica al mundo que nos rodea (y en este aspecto destacan muchas de las obras aquí comentadas) por lo que la relación entre el Poder y la Literatura siempre ha sido delicada. La ironía, como medio de crear distancia y aparentar una escasa beligerancia es uno de los instrumentos más útiles a este fin.

Pero, en un sentido aún más profundo, Vargas Llosa señala que la Literatura es un vehículo de conocimiento. Las Ciencias ofrecen una imagen totalmente parcelaria del conocimiento humano. Su especialización impide al profano estar al tanto, no sólo de los avances más relevantes, sino de tener una visión global. Por ello, la Literatura une a los hombres en su conocimiento, pone de manifiesto aquellos sentimientos e inclinaciones que tienen en común, invita a crear un ámbito de reflexión crítica, de cuestionamiento de los valores que nos son ofrecidos o vendidos como evidentes o necesarios (nuevamente otra fricción con el Poder, cuya máxima expresión es la quema de libros realizada por los nazis en la Babelplatz en 1933).

Pero el Poder también trata de hacerse con el mundo que es propio de la Literatura. Observa Vargas Llosa que una de las características definitorias de una sociedad cerrada es la confusión entre Historia y ficción. Cuando el Poder suplanta los hechos por su visión de los mismos, cuando inventa mitos y glorias como si fueran reales para sustentar su ideología, debe crear una Literatura que encarne esos mismos valores, hasta el punto que aquellos que no han caído aún en esa burda manipulación no podrán distinguir una de otra.

El libro se cierra con otro pequeño artículo en el que Vargas Llosa cuestiona la idea que suele ser frecuentemente expuesta cuando alguien le pide que firme un libro para un tercero, al que le gusta mucho la lectura. Vargas Llosa siempre replica: "¿y a Ud. no le gusta?". La respuesta del hombre (siempre un hombre) es que sí, que a él también le gusta, pero que no tiene tiempo. Y es que lo libros, la ficción, la Literatura se ve como un pasatiempo, una ocupación trivial para cuando no tenemos otra cosa mejor que hacer, nada más importante entre manos. Y efectivamente, nada más eficaz que esta idea para dinamitar las bases de la Literatura. Si realmente es un entretenimiento (que también lo es, pero no sólo eso), podemos prescindir de ella, podemos suprimirla sin más coste que el de buscar otro divertimento.

Cuál sea la utilidad de la Literatura es una difícil pregunta. El temor que le profesa el Poder es la mejor expresión de que no es un simple entretenimiento banal. Es un tópico señalar que el fútbol (igual que la guerra) es una vía de escape que es empleada por muchos gobiernos para unir a sus ciudadanos o para oscurecer problemas reales. No conozco de ningún Estado que haya planteado una masiva campaña de lectura con el mismo fin. Más bien, se procura que aquellos envenenados por el terrible vicio de la lectura compulsiva, tengan textos más afines a las ideas del Estado correspondiente o totalmente apolíticos, atemporales. Pero nunca se busca favorecer un incremento del número de pensantes autónomos porque al final, ése es el mayor y mejor fruto de la lectura, el que mejor nos reconcilia con nuestra dignidad humana y ésta es la mayor verdad que emerge de entre todas las mentiras de la Literatura.

6 de febrero de 2007

Travesuras de la niña mala (Mario Vargas Llosa)


Hay vidas que giran en torno a un hecho, una persona o una idea, sometidas en sus vaivenes a decisiones ajenas. La libertad, el libre albedrío parecen desaparecer y desvanecerse. En ocasiones se trata de un sacrificio heroico, el individuo se convierte en instrumento, en medio, pierde sus contornos en favor de una utopía, de su familia, de su patria, etc. En otras ocasiones, la renuncia es por motivos más íntimos, más personales; de dificil expresión, fuero interno del hombre.

"Travesuras de la niña mala" es el relato de la vida de uno de estos hombres, un peruano, del barrio de Miraflores, que de niño se enamora de una jovencita a cuyo destino quedará unido de por vida. Ricardo Somocurcio emigra a París, ciudad a la que siempre ha aspirado y consigue trabajo como traductor e intérprete de convenciones y organismos internacionales (su voz y sus palabras no son otra cosa que la voz y palabras de otros). Su vocación de escritor (nunca puesta de manifiesto expresamente por el protagonista, si bien es insinuada por algunos de los personajes que le rodean), queda anclada en la traducción al español de obras de la literatura rusa del siglo XIX (cediendo esta vez su pluma a la palabra escrita por otros).

En este contexto grisáceo, de pequeña felicidad burguesa, como el propio protagonista reconoce, irrumpe la niña mala para sacar a Ricardo de su acomodaticia vida y llevarlo a los goces de la pasión más exacerbada. Los momentos de dicha son breves pues la niña mala sólo recala en Ricardo como marinero entre escala y escala, de camino a un nuevo amante más rico, más poderoso y más alejado de esa medianía que representa para ella la vida del traductor. No hay pues, personalidades más opuestas que las de los dos protagonistas de esta obra, y esta oposición es la que permite, como en ocasiones ocurre en la vida, un romance encendido y apasionada con fecha de caducidad.

A cada desaparición de la niña mala, Ricardo se hace el firme propósito de no volver a caer en la próxima ocasión, sabiendo, a ciencia cierta, que volverá a ocurrir. Precisamente cada una de sus desapariciones impulsa la novela abriendo espacios para introducir diversos temas y personajes. Así se suceden el París de los años sesenta, el Swinging London, las casas de citas más elegantes de Tokyo o los cambios urbanísticos de Lima en los años 80. Los avatares políticos del Perú ocupan un lugar importante gracias a la correspondencia que Ricardo mantiene con un tío suyo, abogado liberal que representa las buenas intenciones de una clase siempre a la espera de unos cambios políticos y sociales que cada vez parecen más lejanos e improbables. Ricardo comparte experiencias con disidentes políticos peruanos, con un antiguo compañero de infancia reconvertido en artista hippy, conoce a un traductor sefardí apasionado por los idiomas e incluso comparte amor ocasional con una diseñadora de escenarios teatrales italiana.

Cualquier lector conocedor de la vida de Mario Vargas Llosa podrá descubrir pequeños (o grandes) detalles autobiográficos e incluso no faltará quien considere a la niña mala como una versión remozada de la tía Julia de la mocedad y juventud del autor. Estos rastros no son, sin embargo, lo que perdura tras la última página de la novela, cuya lectura se justifica por sí misma. Su texto, en apariencia sencillo y accesible, salpicada de peruanismos, evidencia que la literatura de calidad no precisa de oscuros circunloquios y artificios huecos para ganar altura. Asimismo es una prueba viva de que sencillez no es sinónimo de ramplonería o falta de calidad.

Aunque no estemos ante la mejor obra del autor, tal y como ocurre con las novelas de ciertos escritores de la misma generación de Vargas Llosa, el cuidado en las palabras, el mimo a los personajes y situaciones, la coherencia entre fondo y forma y, por encima de todo, el placer de narrar (que se traduce en el placer de escuchar la narración), son marcas distintivas que hacen de cualquiera de sus novelas una lectura imprescindible.