David Constantine es traductor, poeta y narrador, y todo ello queda perfectamente reflejado en los relatos que componen En otro país (Libros del Asteroide), una selección de sus mejores obras breves, publicadas por primera vez en España.
Partamos de la premisa de que un libro de relatos no ha de guardar necesariamente una coherencia interna, menos aún si no se trata de un volumen concebido por el propio autor como un conjunto, sino que responde a una recopilación de su obra breve para ser presentada en otros países. Y, sin embargo, los títulos aquí recogidos, tienen una unidad tal, tanto en lo temático como en lo estético, que ha de responder necesariamente a un talento natural del autor para este género, con unas cualidades soberbias para dibujar los rasgos de sus personajes a través de breves palabras, a veces solo sugeridas, y en los que la complicidad con el lector es un requisito inquebrantable y que se ha de renovar página a página.
Porque no de otro modo se debe afrontar la lectura de En otro país. Cada narración requiere de una confianza ciega del lector, que éste se deje llevar, ignorando al principio todo cuanto sucede, disfrutando de ese sentimiento de incomodidad por creerse retratado que en ocasiones le invadirá al transitar por estas páginas, pero rindiéndose finalmente a la intención de Constantine y a su hermosa prosa.
En cierto sentido, todos estos relatos siguen una serie de pautas que pueden explicar su unidad. En todos ellos, el peso de la acción y el argumento recae en dos personajes principales y, en casi todos ellos, una cierta incomprensión, incluso extrañeza, levanta su parapeto invisible entre ambos. También en cada uno de ellos nos asomamos a una soledad que nadie parece romper pese a la compañía mutua, sea por oscuros secretos del pasado, por la pérdida de la naturaleza humana, por la muerte o por el hartazgo.
En todos ellos el final viene a ser un cierre en forma de interrogante, una proposición al lector, una sugerencia apenas esbozada, nunca impuesta. Y para todos ellos viene a ser importante una relectura tras ese final.
Veamos como paradigma el primer relato, del que no desvelamos más de lo que ya se menciona en la solapa del volumen. Un anciano recibe una carta en la que se le comunica la aparición del cuerpo de una joven caída desde lo alto de una montaña en un glaciar hace unos sesenta años y que el calentamiento global ha dejado al descubierto, en su tumba de hielo transparente, tal y como era en su portentosa juventud.
Y esta noticia cae como una bomba en la vida del anciano que ha de revivir aquellos días y que, de algún modo, se siente en la obligación de hacer partícipe a su mujer, que ha vivido con una versión de la historia algo azucarada y rebajada pero que ahora intuye la magnitud del engaño del que ha sido objeto. Y no es que el matrimonio se venga abajo, éste se funda en una relación de mera compañía, sin afecto especial, sin apego propio. Y, sin embargo, cómo puede una octogenaria luchar contra el fantasma de una joven que, plenamente conservada, congelada para el futuro, se hace presente en su matrimonio roto, un fantasma que ocupa toda la casa y contra el que no puede luchar, ya no. Y es un fantasma que también dice mucho de su marido, incluso de los motivos que le llevaron a casarse con ella, mismo color de pelo, mismo signo zodiacal, muchas coincidencias pero que, tantos años después de su casamiento, poco importan ya.
O avancemos tan solo ligeramente el argumento del siguiente relato, La fuerza necesaria, en el que se nos describe cómo una persona pierde su alma, no como en el mito de Fausto o en la leyenda de Robert Johnson, simplemente la pierde. Y es entonces cuando la echa en falta, cuando comprende lo diferente que es, y cuando comienza a reconocer a otros como él y a sentirse extraño, alejado, a entender la importancia de lo perdido y la imposibilidad de comunicación con su mujer, sus hijos.
Y así hasta catorce relatos, todos ellos hermosos, todos tristes, sin excesivas concesiones, con mucha poética entre sus líneas, como puede esperarse de un autor que ha sido profesor de Literatura y que también publica libros de poesía, por lo que sabe trasladar de un género a otro sus mejores virtudes.
El peso de la espiritualidad en los personajes de estos relatos es notable. Afloran monjas, meras beatas, clérigos, pero también profesores solitarios que supieron marcar impronta en sus alumnos, que recuerdan sus experiencias en la tapia del cementerio en su último día. Y es que la muerte es una presencia tangible en muchas de estas narraciones. Ejemplar es el relato en el que un hombre recién enviudado, queda atrapado en el atasco de una autopista por un supuesto accidente ferroviario y que, desde el arcén, contempla absorto la vida imperturbable de una pareja de ancianos que viven su vida a la vista de todos los conductores. Y no sabemos si siente frustración, envidia secreta o una reconciliación absoluta con la vida, una comunión con el espíritu humano, ni si esta contemplación le sirve de viático salvífico o de expurgación de dolores profundos, porque todo queda tan solo enunciado, y es el lector quien ha de reconstruir los pedazos restantes.
Hablar de En otro país supone no poder pasar por alto la importancia de la traducción a cargo de Celia Filipetto, que ha logrado un texto sugerente, armonioso, sutil y delicado, como entiendo debe ser el original.
Son obras como ésta las que permiten sostener que, en gran medida, desde el siglo pasado, el peso de la mejor tradición literaria ha ido migrando progresivamente de la novela al relato, con una infinidad de autores magistrales, que han sabido suplir las limitaciones de espacio propias de este medio narrativo, poniendo de manifiesto que no siempre los giros impredecibles al final del texto son la esencia misma del texto, la idea de que son obras menores, de mero entreno, que carecen de la profundidad propia de textos más extensos. En suma, autores como David Constantine renuevan su compromiso con un género que aún tiene un gran recorrido por delante y que termina por resultar más versátil y personal que muchas novelas. Acercarse a este libro es una forma de compromiso también por parte del lector, una forma de aprendizaje, un ejercicio de conciencia y de admiración.
El destino de las obras que gustamos de llamar “clásicos” es el de guardar el polvo de las estanterías. Se trata de libros que nos imponen respeto por las más diversas razones, no es la menor precisamente la de esa etiqueta que pretende reconocer su relevancia dentro del canon literario. Pero también ayuda que muchos de ellos sean libros extensos, no siempre repletos de acción. Libros escritos hace cientos de años, por autores que no despiertan un entusiasmo desde sus severas caras en los retratos de contraportada. Libros tan solemnizados que nos resultan abrumadores.
Pero también tenemos otra categoría. La de esos libros que, por alguna razón que no siempre acertamos a conocer, han sido considerados idóneos para primeros lectores, para jóvenes. Que encierran historias livianas, o que pueden contribuir a la correcta formación del muchacho, al menos, a su diversión. Y para estos libros abundan las versiones en cómic, en dibujos o, actualmente ya no tanto, las conocidas versiones abreviadas, repletas de viñetas con las que se creía aficionar al joven a los grandes clásicos, acercándoles a esas historias memorables pero privándoles del esfuerzo que toda lectura presupone. Quitándoles el peso de las descripciones copiosas que tanto creemos que les aburren, en suma, privándoles de su esencia.
También, por extraños designios, hay autores que suelen caer en este último segmento, con su catálogo de obras casi al completo. Dumas, Verne, Scott o Twain, pero por encima de todos, muy por encima, Charles Dickens. Y no veo ninguna razón que lo explique más allá de que los protagonistas de muchas de sus grandes obras son niños, desgraciados niños habría que decir, que aunque luego crecen, en nuestra memoria quedan como desvalidos niños toda su vida.
Así que, cuando perdemos esa edad en la que ya no nos podemos identificar con niños o jóvenes, tan lejos nos quedan esos años, concluimos también viendo muy de lejos estas obras, restándolas mérito al considerarse apropiadas para lectores infantiles o infantilizados. Historias que, más o menos, nos suenan, podemos conocer el principio y el final, ahora que tan aficionados somos a que nadie nos haga spoiler, quién quiere leer un libro de 600 hojas cuando ya lo conocemos en una versión de 30 o en cualquiera de sus, normalmente, pésimas adaptaciones televisivas.
Pero con ánimo de enmienda, retomamos algunas de estas obras y descubrimos un tesoro que no supimos apreciar en lo que valía, en la mayor parte de las ocasiones, vemos que lo que hoy nos importa de aquellas obras no coincide con lo que más disfrutamos en su día. Que estos libros son clásicos porque resisten el paso del tiempo, pero también el paso del tiempo en la vida de sus lectores, que se adaptan a nuestros años y situación como no lo hacen otros.
Y es por ello tan recomendable volver a estos clásicos. A veces por primera vez, antes solo conocidos en sus versiones amputadas, mutiladas sin piedad. Y así me ha ocurrido con Grandes Esperanzas (Ed. Alba, traducida por R. Berenguer), un libro del que tenía una ligera noción, ni siquiera recuerdo su origen, pero que he tenido la fortuna de leer recientemente. Grandes esperanzas fue publicada por Charles Dickens entre diciembre de 1860 y agosto del año siguiente en una revista creada por el mismo Dickens, All The Year Round, a razón de dos capítulos por semana, esa larga tradición, casi folletinesca, que explica algunas de las características de tantas obras del pasado siglo. El éxito comercial fue notable, hasta el punto de que llegó a planteársele a Dickens la conveniencia de modificar el final que tenía previsto para que los lectores que había cosechado el serial no quedasen defraudados o desolados a partes iguales.
En cualquier lugar de la web se pueden encontrar estupendos y muy completos resúmenes del libro, relación de personajes con sus principales rasgos de carácter, información adicional importante. Pero aquí vamos a centrarnos en tan solo algunos aspectos de la lectura y de los problemas que el autor plantea.
Comenzamos por el título. Grandes esperanzas parece evocar una historia optimista y alegre, pero nada más lejos de la realidad. En esta novela, las esperanzas, las ilusiones suelen cumplirse, al menos así es respecto de Pip, su protagonista. Pero estas esperanzas revelan una cara amarga, un cariz en el que el protagonista no había reparado. No estamos, por tanto, ante el cuento de la lechera y su moraleja que nos recomienda no construir castillos en el aire porque nunca se harán realidad y, entre tanto, encontraremos la desgracia. No es esa moraleja de aceptación y superación, es justo lo contrario, los más ambiciosos deseos, el afán por borrar un pasado de huérfano desheredado, perdido en un paisaje del sur de Inglaterra, los Marsh de Romney y alrededores, del que no es difícil ver surgir a prófugos de la Justicia, huidos de los barcos prisión que bordean la costa.
Es Dickens clamando su verdad, reflejando su ascensión por la escalera social, desde su posición de niño explotado en una fábrica de betún, ganando su sustento en ausencia de un padre en prisión por deudas contraídas por cierta displicencia y descuido, pero que ha logrado convertirse en una figura pública de renombre, en un autor conocido, reclamado en los Estados Unidos donde sus giras representando fragmentos de sus obras le harán ganar una fortuna. Este camino, desde lo más bajo, hasta lo más alto, casi un milagro, es un camino parejo al seguido por Pip.
Pero, al igual que éste, Dickens descubre problemas y conflictos, decepciones y añoranzas que probablemente no imaginó cuando bregaba con extenuantes jornadas laborales de sol a sol o cuando luchaba por abrirse camino en una sociedad tan clasista y cerrada como la inglesa de la época.
Así, la fortuna del joven Pip, un muchacho huérfano, cuidado por su hermana mayor y el marido de ésta con escasos medios y nulo cariño y amor, parece mejorar cuando recibe una especie de premio de lotería. Una asignación de un alma misteriosa que no quiere revelarse y que le financia una educación y formación, una vida en Londres, una vida de auténtico caballero. Nada más habría deseado Pip que alejarse del lodazal de los Marsh de Kent donde vive rodeado de humedad y niebla y del desprecio de Stella, una muchacha de su edad, adoptada por una extraña señora quien parece ejercer una tutela sobre la joven para convertirla en el instrumento de su venganza por un desastre amoroso que sufrió en su juventud.
Y en este viaje iniciático de Pip, desde Kent hasta Londres, el pobre niño desconoce de quién y porqué recibe ese don económico, pero tampoco parece perturbarle en exceso. Lo importante, al fin, es que logra su sueño, salir de su mísera condición y alcanzar un nivel que puede hacerle merecedor del amor y aprecio de Stella.
En el transcurso de la novela veremos cómo Pip maldice su suerte en algunos momentos, o se regodea en su destino afortunado, según el caso, pero sabremos que no todo éxito lo es por completo, que la vieja maldición, tengas pleitos y los ganes, refleja esa parte de la verdad que ignoraba cuando vivía sometido al yugo de su hermana.
También Dickens, admirado y envidiado, tuvo sus padecimientos, su particular decepción tras conseguir lo que tanto anhelaba y quizá por ello, esta novela, igual que tantas otras suyas, cuestiona y critica ambos mundos, la brutalidad de los que apenas pueden aspirar a otra cosa que no sea sobrevivir un día más, y la de quienes explotan a otros, urden y deshacen a su antojo las vidas ajenas al tiempo que sufren esos mismos embates en las suyas propias.
Llegamos aquí al segundo aspecto que me ha atraído en esta novela. La alta sociedad a la que accede Pip está formada por seres obtusos, en muchas ocasiones ridículos y despreciables. Todos figurando, desempeñando tristes papeles, sujetos a una pantomima que nadie parece reconocer. El contraste entre el sincero amor que el marido de su hermana expresa por Pip, o la admiración que Biddy, una amiga de la familia le muestra en sus escasos y erráticos viajes de vuelta al hogar, no ayudan a Pip a comprender la realidad del mundo en que vive.
Dickens es un maestro a la hora de describir ambos mundos, el más bajo y el más ruin de las clases altas en un momento en el que la grandeza del Imperio estaba cambiando la metrópoli, creando capas privilegiadas y emergentes, revolviendo la estabilidad social. De la mano de Pip visitamos a abogados, juicios (otra referencia a la propia vida de Dickens, caricaturista de estos procesos), asistimos al papel de la prensa, la corrupción reinante y una falta de honor generalizada.
Pero, sin duda, ese mosaico de pequeños timadores, de rufianes con peluca y chorreras, jueces disolutos y veniales, ese paisaje de medradores y apariencias, muertos de hambre y festines inacabables, rememora la mejor tradición de la novela picaresca española. Esas obras en las que, entre tanta gloria y riqueza proveniente de un Imperio que llenaba la metrópoli de oro pero del que nada o casi nada veían sus habitantes, abundaban los personajes de escasa moralidad, los fanfarrones de la nada y los oportunistas y arribistas de todo pelaje.
Es éste el escenario prototípico de las novelas de Dickens, al que consideramos el mejor retratista de la sociedad de su época, con sus luces y sus abundantes sombras. Porque en todo país rico afloran sus miserias, se ponen más de manifiesto si cabe. Y así, Dickens continúa la línea de Quevedo y anuncia la de autores como Steinbeck para el caso de los Estados Unidos y, seguramente con el tiempo, la de algún autor chino que levante testimonio de las tensiones de una sociedad que vive bajo el dominio de una dictadura que permite el enriquecimiento personal a cambio de un sometimiento de la voluntad y en la que las diferencias sociales crean ese fresco maravilloso para un novelista talentoso.
No obstante, a diferencia de la picaresca española, donde apenas ningún personaje mostraba rasgos de respetabilidad, en las obras de Dickens parece sobrevivir un poso puritano que le impulsa a sembrar en sus protagonistas un aliento moral irreprochable, una rectitud y juicio, una noble capacidad para juzgarse a sí mismos y, por tanto, para actuar en consecuencia y cambiar de comportamiento. También este rasgo es el que dota a sus obras de ese halo moralista que a algunos desagrada, prefiriendo un mayor cinismo.
Un tercer aspecto a destacar es el de los enredos. Una obra tan extensa como ésta no se sostiene con la trama principal. Necesita de múltiples personajes, de engaños al lector con giros sorpresivos, todos ellos lanzados como ganchos al final de las entregas semanales, garantizando así el deseo de seguir leyendo, de seguir sabiendo, en definitiva, de seguir comprando el próximo número de la revista.
Sin duda, este aspecto conecta con muchos de los libros que llenan los escaparates de las librerías, en una metáfora más apropiada, los banners de los principales sitios web de venta de libros. Estas novelas, de las que se dice que no podrás dejar de leer, que devorarás cada página, como principal reclamo, parejo al de cualquier cadena de hamburgueserías que se precie, son las que copan los primeros puestos en las listas de ventas, tal y como hizo Dickens en su día. Pero si es así, si las obras de Dickens son equiparables a las que encontramos en cualquier supermercado, ¿qué convierte a unas en clásicos y otras en material a la espera de su descatalogación? ¿Por qué volver a Grandes esperanzas y hacer el esfuerzo de leer un libro cuyos referentes históricos y estéticos nos resultan lejanos?
Creo que la crucial diferencia de la pervivencia de los valores literarios de Grandes esperanzas frente a otro tipo de literatura, está en que aunque ambos libros satisfacen el anhelo de entretenimiento, la necesidad de una trama que nos interrogue sobre lo que está a punto de suceder para ser sorprendidos inevitablemente por la habilidad del escritor, Grandes esperanzas tiene un esqueleto, un tema al que se aferra cada personaje, cada escenario, un sentido y finalidad, un por qué y un cómo, no solo un qué.
Dickens pretende hacernos comprender su punto de vista, sin aburrirnos ni sermonearnos, a fin de cuentas, si no compartimos su tesis, siempre podremos disfrutar de la lectura. Pero, ¿qué decìr de estos otros libros? Tal vez que carecen de tema, solo argumento. Éste puede ser ameno, trepidante, adictivo, pero suprimido el mismo, ¿qué nos queda? ¿De qué nos hablan? ¿Sobre qué se sostienen? Sobre nada.
Ésta es, por tanto, la tercera y última reflexión a compartir después de concluir Grandes esperanzas. El estilo puede resultarnos más o menos familiar, incluso cómodo o incómodo de leer en sus arcaísmos y descripciones, en la forma en que hablan sus personajes. Pero, entrados en el círculo, admitido el juego, podemos aferrarnos a ese tema central, a esa idea para aplicarla a cada aspecto de la trama, a cada personaje, a nuestra vida o nuestra visión de la época, a confrontarla con otras historias, con otros libros. Porque la vida que fluye en estas páginas no es palabra muerta, sino palpitante, no porque no podamos dejar de pasar páginas alocadamente, sino porque nos acompañará más allá de la última frase.
J. G. Ballard es conocido por sus obras de ciencia ficción, algunas con notable difusión como Crash, gracias a su versión cinematográfica. En la mayoría de ellas presenta imágenes de un futuro distópico avanzando temas en su tiempo aún incipientes como el cambio climático.
Sin embargo, en 1982 publicó una novela de un cariz diferente, El imperio del sol (AlianzaEditorial, traducción de Carlos Peralta), se basaba en sus propias experiencias personales durante la Segunda Guerra Mundial que pasó internado en varios centros de prisioneros japoneses tras la caída de Shanghái.
Los padres de Ballard, ingleses residentes en Shanghái, tenían una vida privilegiada, con su gran mansión, sus criados, jardinero, chófer, su pequeño gueto en el que no faltaba un club de campo, elegantes fiestas de disfraces, colegios propios,…. Pero todo esto se desvaneció con el ataque japonés a Pearl Harbour. Ballard pasará toda la guerra en diversos campos de prisioneros junto a sus padres hasta la derrota nipona.
Estas traumáticas experiencias han sido modeladas para volcarlas en una trama novelesca en la que se acentúan los aspectos dramáticos y los esperanzadores. Comenzando por la vida del protagonista, trasunto de Ballard. Jin, un muchacho de 11 años, que a diferencia del autor, queda separado de sus padres en los primeros días del conflicto, no volviendo a reencontrarse con ellos hasta el fin de la guerra, debe vagar por las calles de Shanghái, durmiendo en casas abandonadas y comiendo los restos que han dejado sus habitantes en la huída, esquivando la animadversión de los chinos, de otros emigrantes europeos, todos luchando por migajas.
Es en esa terrible lucha cuando comprende que es la cercanía de los soldados japoneses lo único que puede realmente protegerle. Es el único orden, brutal, arbitrario, asesino, pero orden al fin y al cabo, al que puede acogerse. Y así, tratará en varias ocasiones de entregarse a sus enemigos, con poco éxito. Mezclado con chinos inertes, franceses que se alegran de la derrota de su país y su actual situación de no beligerancia, los alemanes orgullosos, rusos blancos, judíos huidos de Polonia, y otros tantos, entre los que se perderá Jim, tratando de no caer en manos de ninguno de ellos. Es así como se topa con dos marinos americanos, embarcados en una carrera por el robo y el contrabando.
Uno de ellos, Basie, parece encapricharse del chaval, y así es cómo comienza una extraña relación entre ambos. Jim sabe que Basie puede traicionarle sin mayor problema si así le conviene, pero también comprende que, en tanto le resulte útil, haga trabajos que él no pueda realizar, se preocupará por él. Cuando finalmente son capturados por los japoneses y enviados a un campo de internamiento, Jim podrá compaginar su lealtad a Vasie con la de otros tantos prisioneros que le tomarán bajo su cuidado o abuso. Tan solo el doctor Kramer parece sentir un sincero interés por Jim, una preocupación y confianza en que el muchacho logrará salir adelante.
Porque Jim, en su extrema debilidad e inocencia, deberá hacer inmensos esfuerzos por equilibrar sus propias necesidades, el hambre que pasa, su sanidad mental, con las ayudas a otros prisioneros, exponiéndose en ocasiones incluso al castigo o muerte por parte de los japoneses, tan solo para congraciarse con sus padrinos.
Jim comprende que solo esa red de relaciones confusa y compleja le permitirá sobrevivir. Su pequeña mente luchará por dejar a un lado muchos de los principios que aprendió en su niñez, superada repentinamente y sustituida por una madurez insospechada. Pero en Jim no todo es cálculo e interés, siente auténtico deseo de agradar, de ayudar, siente compasión por los enfermos del hospital, que fallecen bajo sus ojos, mientras se pregunta sobre el momento exacto en que el alma abandona al cuerpo, mientras los demás prisioneros tan solo se preocupan por despojar al muerto, aún caliente, de cuanto puede resultar de provecho, sea la ropa hecha jirones, los zapatos deshechos o las piezas de oro de la dentadura.
Y Jim, que siempre ha adorado los aviones, que admira a los pilotos japoneses, su valor, y que cree aún en un mundo de caballeros, pugna con un síndrome de Estocolmo confuso en el que llega a desear que la guerra no concluya, temeroso de la visión de sus padres, cuyos rostros ya ha olvidado y que ha sustituido por la foto de unos desconocidos cortada de una revista. Pero también teme el fin de la guerra, el orden desquiciado y la jerarquía del campo, en el que los prisioneros pueden volverse contra ellos mismos, en una lucha despiadada, y aún más cruel que la padecida a manos de los japoneses, y teme también la muerte que puede llegar cuando los nipones pierdan la guerra y traten de exterminarlos para borrar las huellas de sus crímenes o cuando los chinos traten de tomarse venganza de todos cuantos les han odiado, sean japoneses u occidentales, teóricos aliados.
Y es en esta compleja personalidad que se va forjando en Jim en lo que se basa la fortaleza de la novela, en no admitir blancos y negros, en actualizar el modelo de trama dickensiana, pero trayéndola a un mundo que ya no admite más esperanzas que las de un niño que se aferra a un conjunto de mentiras y verdades a partes iguales como único medio de no enloquecer, de mantener la cordura y cierta idea de moralidad, que contempla horrores, que se ve rodeado por la muerte, que cree ver el resplandor de la bomba de Nagasaki como un anuncio de un nuevo tiempo, como así fue, y que, por tanto, tiene todos los elementos de un David Copperfield, de un Oliver Twist, pero sin su blancura, sin ese paisaje de fondo en el que podemos encajar a muchos de sus personajes en un lado u otro. Aquí, ni tan siquiera el doctor Kramer es constante en su interés por Jim, en su rectitud para con todos, aunque sea quien más puede actuar como una referencia moral para el niño.
Ni siquiera Jim escapa a estas dualidades. En ocasiones, sus pensamientos nos resultan incomprensibles, sus acciones grotescas y sin sentido. A veces podemos compartir sus pasiones, pero a ratos creemos que ha perdido definitivamente el juicio, nos exaspera su afán por tratar de no tomar partido, de sobrevivir en suma. Y es que la brutalidad del ambiente trastornará de algún modo la mente de Jim, le hará caer en ensoñaciones, que no tienen otro fin que protegerle mentalmente, le llevará a aferrarse a cualquiera que pueda ofrecerle un mínimo de calor sin llegar a engañarse totalmente de los motivos. Y, pese a ello, este niño que se hace hombre durante los años del conflicto, no renunciará a un pequeño puñado de certezas. Es en este reducto de humanidad donde podemos identificarnos con él, con su dolor y sufrimiento, con sus insensateces que sabemos debidas solo a esa coraza que crea a su alrededor, para no enloquecer.
Y esa identificación no es tanto sobre cómo actuaríamos en su mismo lugar, uno ya tiene sus años, sino que en mi caso, es a través de mi hijo, solo un año mayor que Jim cuando estalla el conflicto. Con su misma terquedad y fuerza interior, pese a que sus actos externos a veces parecen desmentirla, Pablo parece movido por extraños motivos, tal vez con el mismo impulso de dar coherencia a su mundo interior, con desconcierto de cuantos le rodeamos y acompañamos en ese complicado periodo de la preadolescencia, que nos coja Dios confesados...
Pero es precisamente esa comparación con mi hijo lo que me ha permitido sentir como propia la aventura de Jim, como totalmente verosímil, como admirable y formidable aventura de un ser humano cuya vida se aferra al último hilo de esperanza, con tanta fuerza y pasión, con una inocencia tan desarmante, que logra salir adelante contra todo pronóstico, contra toda razón.
Tal vez esta obra sea más conocida gracias a la película dirigida por Steven Spielberg del mismo nombre, y aunque sus imágenes son evocadoras y se respeta con pulcritud gran parte de la novela, lo cierto es que el libro aporta una mayor profundidad, una mezcla de malestar e incomodidad, de empatía y amor que desmienten el famoso adagio de que una imagen vale más que mil palabras, porque son las imágenes que nuestro cerebro crea las que se vuelven memorables e imperecederas, como lo será para mí la vida de este heroico Jim.
La noche del 12 de octubre de 1984 estalló una bomba del IRA en el Grand Hotel de Brighton en el que estaba alojada Margaret Thacher junto a su gabinete y la cúpula del Partido Conservador, por celebrarse en aquella localidad la convención anual del partido. Como consecuencia del atentado, perdieron la vida cinco personas y treinta y una resultaron heridas, ninguna de especial relevancia pública.
El atentado puso de manifiesto el alcance del peligro del IRA, su competencia técnica al burlar todas las medidas de seguridad tomadas. No obstante, el balance para los terroristas fue algo decepcionante al no conseguir hacer saltar por los aires al gabinete, y la enérgica respuesta de la dama de Hierro, que decidió no alterar en lo más mínimo el programa de actos y discursos pese al atentado, ofreció una imagen de firmeza contraria a la que buscaba el IRA.
Sea como fuere, ésta es la gran historia, la que muestran los libros, las crónicas periodísticas. Sin embargo, El gran salto (Libros del Asteroide) nos habla de la pequeña historia, de la vida de las personas, de sus pensamientos y sentimientos, latidos y pulsaciones, miedos y aspiraciones contra el telón del inminente atentado.
Es en esos pliegues ocultos a la luz de los documentos oficiales donde se resguarda la vida real, la que sustenta todo lo demás, y es ahí donde Jonathan Lee coloca su extraordinario ojo literario para fijarse principalmente en tres personajes.
De un lado, aunque es sabido que la bomba fue colocada por Patrick Magee, siempre se ha creído que pudo haber otro terrorista, y sobre esta figura fabula el autor, creando un personaje de carne y hueso, con intenciones ambivalentes, que vive con su madre a la que trata de mantener alejada de su vinculación con el IRA aunque intuye que sabe más que lo que sus episodios de demencia senil pueden dar a entender. Y nos cuenta cómo entró en el IRA, su rito de iniciación, su vida durmiente hasta que es requerido para algún acto concreto, sus habilidades, su vida en un barrio mayoritariamente lealista en el que cada uno de sus movimientos parece observado por los vecinos, en el que la desesperanza, la falta de futuro parecen ser una sustancia pegajosa de la que no puede librarse.
Y sin embargo, Dan vive y late, trata de beber con amigos, de ligar con desconocidos, temiendo tal vez que sean ganchos del enemigo, momificándose por el riesgo de perder el control y hablar más de la cuenta, temiendo guardarse dentro todo lo que soporta, un equilibrio difícil que se va uniendo a una creciente duda sobre lo que pretenden sus compañeros de lucha, lo que persigue él, lo que significan las nuevas generaciones del IRA, lo que traen a las vidas de todos los buenos católicos de la buena Irlanda.
Pero Dan no está solo en este mundo de dudas, enjuiciamiento de su pasado, de mirar adelante sin saber qué puerta tomar. También Moose, subdirector del Grand Hotel pasa por similares circunstancias. Su trabajo le absorbe, más aún en estas fechas en las que debe preparar la estancia del gabinete en su hotel y en la que se juega su posible ascenso a la dirección del establecimiento, quién sabe si a un cambio de timón en su carrera dentro de la cadena hotelera a la que pertenece. La vida no le ha dado muchos respiros. No cursó estudios, decidido a demostrar que podía llegar lejos desde abajo, ve cómo sigue aún muy abajo, cómo todo parece contradecirse, cómo su mujer le abandonó hace muchos años por algo que aún no acierta a definir, que le dejó con una hija a la que criar y a la que se aferró con fuerza. Y ahora su hija ha de tomar nuevos rumbos, dejándole con un cierto nivel de estrés, de colesterol y exceso de kilos, con una vida vacía que se apresta a rellenar cada mañana con una maniática dedicación al hotel.
Y, por último, tenemos a Freya, la hija de Moose que ha concluido el bachillerato y se plantea tomarse un tiempo sabático, trabajar en un hotel de España, ir a la Universidad o enganchar el trabajo veraniego en la recepción del Grand Hotel, con sus comodidades, sus compañeros de trabajo a los que conoce desde hace muchos años gracias a su padre, de ennoviarse y dejarlo todo para no hacer nada, en suma, que se encuentra en la misma encrucijada que su padre hace tantos años, por lo que ahora le resulta tan difícil juzgarle, aunque lo hace a todas horas sin mucha conmiseración.
Y aquí comienza la pequeña maravilla que es la novela. El modo en que Lee trata a sus personajes, su construcción, tan plausible, tan real y nítida, basada en sus pensamientos, tan anodinos y simples, tan mediocres o excelsos como los de cualquiera, pero tratados con un esmero, casi podríamos decir que con un amor desbordante que los hace tan próximos al lector desde apenas sus primeras apariciones. Nada de especial tienen, salvo una contumaz voluntad de vivir, un intenso deseo por salir adelante de sus difíciles situaciones, o de sus insustanciales cavilaciones.
Aunque el atentado es un peso que sobrevuela la novela y del que no podemos escapar, un clímax que sabemos que nos alcanzará antes o después. lo cierto es que poca presencia tiene en estas páginas, tan alejadas de los detalles escabrosos, de los episodios de intriga, de la descripción de los riesgos tomados. Todo lo contrario, los tres personajes forman un triángulo al que van ascendiendo poco a poco, como se sube al trampolín antes de realizar un salto y zambullirse en una piscina, antes de dar ese gran salto que todo lo cambia, ese vórtice desde el que solo cabe seguir adelante o girar con el rabo entre las piernas y las orejas gachas.
La humanidad desbordante de estos tres protagonistas, y la de aquellos con quienes viven, no menos reales, no peor tratados por el autor, ofrecen un relato que se aferra a la memoria más allá de la última página, un cierto anhelo de haber continuado por mucho tiempo con ellos, haber les acompañado en sus idas y venidas, en sus banales actos, ignorantes de las consecuencias de sus actos.
Pero, por otro lado, la magia de esta novela se encuentra también en las innumerables reflexiones del autor, en boca del narrador o de los personajes, en sus metáforas y figuras, en sus paralelismos y descripciones, en todo aquello que invita a una lectura demorada, reflexiva, entroncada casi en otro tiempo, distinto al nuestro, en el que el deseo de pasar las páginas parece dominarlo todo.
La finura del texto debe gran parte de su profundo sentimiento a una traducción que se intuye brillante, capaz de conservar el sentido profundo del original pero conservando una belleza de difícil volcado en nuestro idioma. Todo el mérito es de Zulema Couso.
Es de desear que Jonathan Lee publique más novelas y que las ya presentadas en su lengua original encuentren eco y traducción para seguir disfrutando de su pericia y maestría en este arte de narrar y atrapar, de crear y emocionar como lo ha hecho El gran salto.