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1 de abril de 2010

Submundo (Don DeLillo)


I

El mundo lo forman las noticias que leemos en la prensa cada mañana. Un ensayo nuclear soviético, la victoria de los Giants frente a los Dodgers en 1951 o la violación y muerte de una niña en una calle del Bronx.

El submundo está formado por todo aquello que se esconde bajo esos titulares. Dos personas que pelean a muerte por una pelota de béisbol, un profesor ya jubilado que trata de reconstruir su pasado, un hijo que lucha por descifrar si su padre abandonó a su familia o no, los vertederos de basura en los que volcamos nuestros deshechos, nuestras miserias, la decisión de quienes se apartan del mundo. Todas las relaciones que surgen entre estas personas, estos objetos, esas pasiones, todo aquello oculto al ojo de un televidente. Ésta es la materia prima de Submundo, una novela de Don DeLillo que ha merecido alabanzas y críticas casi por partes iguales.

Submundo sacó a Don DeLillo de la relativa oscuridad en la que escribía para colocarle entre los narradores más prometedores de Norteamérica. ¿Qué tiene este libro para atraer tal interés? En primer lugar, destaca su extensión. Muchas de las grandes novelas americanas son narraciones largas, incluso en estos tiempos en los que la brevedad parece consustancial a la época. La autorreflexión es clave en todas ellas: se discurre sobre el pasado, el presente y el futuro de la sociedad americana, sus virtudes o defectos, su hipocresía, los aspectos más rutilantes y el sucio olor que a veces despide. Todo eso que algunos suelen llamar la Gran Novela Americana, pendiente por siempre de ser escrita.

Y sí, Submundo tiene todos estos elementos con la novedad de ser tratados desde un punto de vista formal y estructural novedoso, alejado del discurso convencional que nos enseña que una historia debe tener un principio y un final, un motivo en definitiva.

Y no es que Submundo no tenga principio o final. Comienza narrando el histórico partido de béisbol entre los Giants de Nueva York y los Dodgers de Brooklyn el 3 de octubre de 1951, referencia mítica para los americanos de la época gracias a su retransmisión radiofónica. Concluye en los años noventa, momento en el que las nuevas tecnologías hacen difícil distinguir realidad y virtualidad y en el que las formas de comunicación han cambiado para siempre el significado de ambos términos.

Pero entre medio tenemos un continuo cambio espacial y temporal que nos lleva desde los años cincuenta a los noventa, volviendo a los sesenta, recuperando los cincuenta, saltando a los ochenta y así sucesivamente. Y, salvando excepciones, los mismos personajes en todas las épocas, arrastrando sus pesadas cargas de contradicción y culpa, de orgullo y resistencia o de renovación, según los casos.

Junto a los personajes de ficción, numerosas figuras históricas pueblan las páginas del libro con diversos sentidos. Un metódico pero algo temeroso J. Edgar Hoover que apenas parece consciente de su poder, ocupado tan sólo de acaparar información de aquellos que le atacan. O un desquiciado Lenny Bruce, el célebre cómico americano que pasó a formar parte de la cultura alternativa americana por sus continuos problemas con la censura, las buenas costumbres y las drogas. Ambos arrojan algo de luz al arraigo del miedo en la sociedad americana, al temor a lo desconocido y a lo improbable. Porque estos son, en definitiva, uno de los principales temas de Submundo.

II

La Guerra Fría, la Bomba con mayúsculas, y el temor que se instaló en la vida diaria americana. En una conmovedora escena, los niños de una escuela de Nueva York, justo antes de iniciar un simulacro de ataque nuclear soviético, muestran a su profesora la chapa metálica que llevan colgada al cuello con su nombre y otros datos para poder ser identificados. El terror en el rostro de los niños, sometidos a la brutalidad de una realidad que apenas comprenden pero que aprenden a asumir como inevitable.

La crisis de los misiles en Cuba ocupa también un importante papel, en este caso contrapesado por el histrionismo de Lenny Bruce. Todas las fases del incidente nos son reveladas a través de sus actuaciones públicas, de sus pensamientos apenas hilvanados en monólogos infinitos, a través de la reacción del público. Su célebre grito: "¡Vamos a morir!".

Y aunque la época del conflicto militar ya haya sido superada en los años noventa, el miedo no se extingue, se transforma en nuevos temores y obsesiones. Y esto queda puesto de manifiesto en la obra de Klara Sax, una artista que decide dedicar su madurez a pintar los fuselajes de los B-29 abandonados en un antiguo aeropuerto en medio del desierto junto con una comunidad de hippies que la sigue en su tarea. Y aunque los dos grandes bloques parezcan no amenazarse mutuamente, pequeñas grietas van resquebrajando un débil equilibrio: traficantes de residuos, tóxicos o nucleares, cruzan el mundo y cobran fortunas por hacer desaparecer los desechos de una sociedad que se ha convertido en productora neta de residuos por encima de cualquier otro bien. Vivimos, por tanto, en una época consecuencia de la Guerra Fría por mucho que pretendamos dar por superada esa etapa. Uno de los personajes de la novela, coleccionista de recuerdos de la era dorada del béisbol, discute sobre la posibilidad de que los soviéticos sólo estén fingiendo que su imperio se desmiembra, que realmente nada ha cambiado. El miedo pervive bajo otros disfraces.

Y de todos los miedos, el miedo a la muerte es el primero y más fundamental de todos ya que nadie tiene asegurado enfrentarse a una explosión nuclear, a un atropello o al hundimiento de un barco, pero todos moriremos siendo por tanto el peor de nuestros miedos aquél al que inevitablemente deberemos mirar a la cara. Y la muerte aparece diseminada por toda la novela como campanadas funestas que nos recuerdan nuestra transitoriedad. Desde el título del prólogo (El triunfo de la muerte) en el que se hace alusión al cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, a la desaparición del padre de los dos principales protagonistas de la novela o a las peripecias del asesino de la autopista, un joven desequilibrado que dispara a los conductores solitarios del desierto de Texas.

La muerte está también presente en las calles de Nueva York donde Ismael, un antiguo grafitero que trata de dar esperanza a los chavales del barrio mediante empleos de poca monta y dudosa legalidad, se esfuerza por decorar un muro con un hermoso dibujo que recuerde a cada joven muerto por violencia; un homenaje para arrancar su memoria de las manos de la muerte, para que su triunfo no sea total. En esta situación se encuentra Esmeralda, una niña que vive corriendo por los descampados del Bronx durmiendo en coches abandonados y a la que dos monjas extrañas tratan de atraer, de salvar de una muerte segura. Y cuando ésta llegue, removerá las creencias de la hermana Edgar, en otros tiempos dura y recta, temerosa de Dios y de las infecciones y jeringuillas, aunque tal vez todo sea en vano.

Pero la obra también ofrece ejemplos de esperanza y de redención. Nick y Matty, dos hermanos que ejemplarizan la superación de las circunstancias adversas que condicionan la vida de cada uno. Su lucha por encontrar un lugar, un objetivo, forman el esqueleto argumental de Submundo. Nick deberá superar un tremendo error de juventud y llegará a convertirse en un importante ejecutivo de la industria de la basura. Matty abandonará el ajedrez del que es una joven promesa dedicándose a la industria armamentística lo que le sume en una profunda crisis de escrúpulos que supera igualmente. Las vidas de ambos hermanos se muestran muy diversas pero en esencia ejemplifican las posibilidades de la voluntad sin caer en el sentimentalismo y sin olvidar el vacío existencial que en ocasiones se asoma a las vidas de quienes creen ya esbozado su camino.

Las novecientas páginas de Submundo dan cabida a muchos otros temas, como el papel del Estado y de las grandes corporaciones o las mafias internacionales. También leeremos sobre la degradación de la vida urbana, sobre los juegos infantiles en las calles, sustituidos por un escalofriante tuteo con las drogas y la muerte. El arte de las basuras, la vida secreta de los más famosos artistas del grafiti o las experiencias de los tripulantes de los bombarderos estratégicos que cruzaban los cielos en los años cincuenta, siempre preparados para una hipotética guerra nuclear.

III

En su aspecto más literario, Submundo representa el triunfo del lenguaje, en especial de los diálogos, sobre el desarrollo argumental. DeLillo hace de estos intercambios una extraordinaria réplica de las conversaciones reales en las que los conversadores se pisan unos a otros, se repiten como en un espejo las palabras recién pronunciadas por el contrario o se deja una frase a medio terminar sin necesidad de unos forzados puntos suspensivos.

La vivacidad y la fuerza (e incoherencia) del lenguaje hablado corriente se adueñan de las páginas de esta novela extendiéndose al estilo de la prosa: en ocasiones DeLillo opta por acumular ideas o metáforas, en otros momentos desarrolla un único concepto hasta agotarlo; las repeticiones forman pautas rítmicas que contrastan con párrafos que disparan en mil direcciones haciendo gala de un minimalismo exquisito. Tampoco olvida pasajes de belleza poética que se desperdigan como oasis entre etapas de gran rudeza, tanto temática como lingüística. En este sentido, no se puede obviar la labor de Castelli para traducir el texto al castellano sin hacerle perder su brillantez.

Este estilo obedece a criterios visuales, fruto sin duda de la influencia del cine y la televisión. El arranque de la novela se apoya en la narración radiofónica del famoso partido de béisbol, pero los tiempos cambian y es la televisión la que ocupa el papel de la radio. Una niña capta con su videocámara casualmente la imagen del asesinato de un hombre en la autopista de Texas, y esta imagen se repite en las televisiones hasta la saciedad. El propio asesino queda exorcizado por su obra, necesita algo más que el poder sobre la vida ajena para sentir toda su fuerza y necesita intervenir telefónicamente en los programas televisivos que hablan sobre él. Sin televisión no somos ya nada. Y este nuevo lenguaje es el que toma DeLillo para construir gran parte de su novela.

Y quizá sea éste el principal mérito de la novela, dar cabida a un estilo ya anunciado por otros autores pero inscribiéndolo en la gran tradición novelística americana. Por ello, el argumento pasa a un segundo plano, como mero soporte en el que dar cabida a los temas que interesan al autor conforme su propio lenguaje. Y es que las diversas historias que forman Submundo funcionan mejor por separado que en su conjunto. El esfuerzo de Don DeLillo por conectarlas para justificar así la novela como un todo coherente resulta en ocasiones excesivamente frágil e innecesario. Hay secciones enteras dedicadas a relacionar dos historias sin otra finalidad aparente; varios personajes intervienen tan sólo como pretexto, iniciándose pequeños relatos que quedan varados una vez cumplida su limitada finalidad.

Don DeLillo sucumbe finalmente al peso de Novela, al concepto histórico de la misma y en este punto falla pues trata de dotar a Submundo de coherencia interna pero sin lograr definirla claramente. Sin estos añadidos creo que la novela habría tenido menos altibajos y una menor extensión, lo que habría reforzado el efecto buscado por el autor.

Pese a ello, sin duda, Submundo es una obra que ofrece muchas razones para ser leída. En unos tiempos en los que la política es el arte de crear titulares y la vida cotidiana no es sino un torrente en el que es fácil ser atrapado, Submundo nos ofrece una visión de luces y sombras desde un ángulo diferente. Sus personajes, como nosotros, crean sueños y los persiguen. Una pelota de béisbol, golpeada por Bobby Thomson en 1951, se convierte en símbolo de lo que podemos conseguir, en esperanza en estado puro. Algunos perseguirán esta pelota por todos los Estados Unidos para acariciar su sueño. Quizá a nosotros nos sea dado sin tanto esfuerzo.

Esta reseña ha sido publicada previamente en Hislibris

19 de octubre de 2008

El hombre del salto (Don DeLillo)


Es un tópico afirmar que el siglo XXI dio comienzo el 11 de septiembre de 2001 con los atentados contra las Torres Gemelas, por tratarse de un cambio en el paradigma que había definido la relación entre las naciones durante el siglo anterior, poniendo de manifiesto el poder de pequeñas minorías fanatizadas y la fragilidad de las temerosas sociedades occidentales.

Como todo acontecimiento traumático, el atentado requirió de inmediatos y urgentes análisis políticos, periodísticos o psicológicos que, en su práctica totalidad, carecen de vigencia pocos años después. El análisis profundo de las causas del atentado y, principalmente, de las consecuencias y los cambios que dicho atentado han traído y traerán a nuestras vidas, no será posible en tanto no transcurra el tiempo necesario para "tomar distancia" como suelen decir los historiadores.

Pero entonces, ¿qué nos queda entre tanto? La Historia con su lento discurrir, o los medios de comunicación con sus intereses creados y el afán por el titular perfecto, no permiten llegar a un conocimiento satisfactorio. Algunos señalan a la Literatura como un camino de conocimiento válido sobre nuestros propios sentimientos, como el medio idóneo a través del que se puede comprender una sociedad, un sentimiento, un tiempo. Más allá de hechos probados, la Literatura sería capaz de acercarnos a una verdad más cierta (o que se percibe vívidamente como tal). Sólo la Literatura habla en el lenguaje del Hombre y desvela y hace comprensibles las relaciones que otras disciplinas segmentan y aíslan con el efecto de una pérdida de la visión del todo.

No este el lugar para juzgar la corrección de dicha hipótesis defendida, entre otros, por uno de los mayores adalides de la novela moderna, Milan Kundera. Bástenos con señalar que El hombre del salto se presenta como uno más de los intentos por avanzar en este sentido en relación a los atentados de Nueva York (la lista de autores que ha asumido el riesgo de escribir al respecto incluye a escritores de la talla de Paul Auster, John Updike, Martin Amis, Ken Kalfus, ...) y quizá sea el más logrado hasta la fecha.

Don DeLillo parte del centro mismo de la acción y su novela arranca con el protagonista surgiendo de una nube de polvo y cascotes, herido por diminutos fragmentos de cristal, desorientado, confuso y con un maletín en la mano. Keith, ha logrado escapar de la torre en la que acaba de impactar el primer avión y apenas es consciente de lo que ocurre a su alrededor. Cuando un viejo camión de portes para a su lado y el conductor se ofrece para acercarle a cualquier lugar, con tono firme e indubitado, facilita la dirección de la casa de su ex-mujer.

Lianne, abrumada por los atentados, acepta el retorno del marido sin conocer los motivos ni sus intenciones. La vida conyugal parece retomarse, Keith acompaña al hijo común al colegio, vuelve a hacer el amor con Lianne, pero realmente nada es ya lo mismo. Todos los personajes parecen vagar por la novela igual que lo hace el protagonista en las primeras páginas: entre brumas y tinieblas, escombros y ceniza, sin saber muy bien a dónde dirigir sus pasos, vacíos.

Veamos. Justin, el hijo del matrimonio, vive distante de sus padres, lo que puede ser normal en un niño de esa edad que trata de forzar sus primeros signos de independencia. Sin embargo, con dos vecinos, se arma de prismáticos con los que vigila el cielo a la búsqueda de nuevos aviones suicidas; han oído las palabras de Bill Lawton (versión infantil del nombre Bin Laden) quien les ha advertido de que estén pendientes porque los aviones volverán.

Lianne trata de sobrellevar como puede la tensión posterior a los atetados y, en su afán por comprender qué ha ocurrido, decide asumir la revisión y corrección de un libro que parece profetizar el ataque a las torres y del que una editorial prepara un lanzamiento apresurado aprovechando el momento. El regreso de Keith remueve escenas de su pasado dejándola en expectativa respecto a su futuro personal. Los trastornos que advierte en su hijo (mezclando el regreso del padre, los atentados, su creciente aislamiento) y la enfermedad de su madre, alteran un delicado equilibrio emocional que acaba por traicionarla en ocasiones.

El propio Keith parece retraerse socialmente, querer romper con su pasado pero no para iniciar una nueva vida, un proyecto que le haga recuperar la ilusión desvanecida una mañana de septiembre, más bien parece decidido a instalarse en ese momento. Entabla una peculiar relación con Florence, quien resulta ser la dueña del maletín que Keith aferraba creyendo ser suyo cuando volvió a la vida. Entre ambos hay un punto de conexión, los atentados, la experiencia de descender por las escaleras decenas de pisos, sin luz, en silencio o entre gritos, mientras subían los bomberos, sangrando, pisándose unos a otros, sin saber qué ocurre y comprendiendo que algo ha escapado a su control, al control de todos. Sólo entre ellos parece haber comunicación cierta sobre su experiencia, dicha comunicación se revela imposible con otros que no la han vivido.

El resto de personajes filosofa sobre el significado de los atentados, sus causas y consecuencias. La actual pareja de la madre de Lianne, Martin, cuyas dudosas relaciones con el terrorismo en Alemania le hacen resultar aún más delirante, plantea un choque de civilizaciones, el fracaso americano y occidental para comprender fenómenos ajenos, pero resulta fatuo frente a una pareja (Keith y Florence) que hacen el amor sin amor, sólo por la necesidad de contacto con alguien que siente lo mismo, vacío y frío.

Y entre todos ellos, recurrentemente, aparece un personaje que simula una caída, que simula la postura, tantas veces reproducida por la televisión, de un hombre que cae de las torres en una postura imposible. Este artista callejero, o concienciador, o provocador, sacude conciencias con su exhibición, en particular la de Lianne, y es a él a quien parece hacer referencia exclusiva la traducción del título de la novela al español (él es claramente el hombre del salto), perdiendo la calculada ambigüedad del título original (Falling Man) que englobaría igualmente al protagonista, en su caída a los infiernos, en la pérdida de su inocencia, como un ángel caído, incapaz de recuperar el pasado, para siempre perdido.

Los propios terroristas realizan apariciones esporádicas en la obra desde la perspectiva de uno de los protagonistas menores de los ataques. Desde la experiencia en una escuela coránica en Alemania hasta el momento previo al estallido del avión, Don DeLillo humaniza a los terroristas en el sentido de dotarlos de intenciones, hacerlos creíbles, dibujar sus rostros, pero evitando en todo momento hacer comprensibles o justificables sus actos o procurar que resulten agradables al lector y forzar la contradicción entre el individuo considerado aisladamente de sus acciones.

En cuanto al estilo, podemos afirmar que El hombre del salto logra su objetivo plenamente. Los personajes, en especial los que han vivido la experiencia directa de los atentados, y el propio narrador, se expresan de un modo peculiar, alusivo (o elusivo en muchas ocasiones), con abundantes repeticiones que parecen no tener otro sentido que ganar tiempo para mejorar la precisión de lo descrito. Las metáforas abundan sin ralentizar la acción, las palabras siempre parecen tener varios significados, al igual que los comportamientos no suelen ser lo que parecen, conformando un peculiar tono que atraviesa toda la novela de irrealidad, provisionalidad onírica. Y este efecto es, sin duda, uno de los mayores logros de la novela.

El hombre del salto, pese a su brevedad, presenta numerosos personajes que juegan un papel importante (no hemos comentado nada respecto de los antiguos compañeros de partida de poker semanal de Keith, su destino tras los atentados o el propio futuro de Keith) e inicia muchos hilos argumentales que no siempre son rematados o incluso que parecen carecer de justificación dentro de la estructura de la novela. Sin embargo, si es cierto lo que afirmábamos al comienzo de este comentario, si la novela debe orientar la búsqueda de una explicación, de un porqué (no necesariamente racional), si realmente aspira a la comprensión, quizá sea el mejor modo de aproximación.

Podemos no comprender los motivos de Keith, de Florence o quizá la novela no ayude a ello, pero también sus vidas quedan truncadas, su discurso coherente y lineal ha quedado roto, como lo quedan algunas de las historias que Don DeLillo describe en la novela. Quizá no entendamos el porqué de ciertos elementos del libro, su justificación o su sentido, pero quizá así es la realidad que debemos afrontar, la irracionalidad, el absurdo, el vacío, todo ello forma parte de un mundo que queremos comprender y que, así visto, la novela refleja adecuadamente. Quizá lo que pueda resultar extraño en las páginas de un libro, es aceptado sin reflexión en la vida diaria y sólo la lectura nos lo revela.

Por ello creo que esta novela ganará peso, cobrará fuerza con el tiempo, se releerá con un ánimo diferente y, quizá, se vea si su vaticinio fue el correcto; si su forma, su estructura, su lenguaje perduran. Mientras tanto, nos queda el placer de acercarnos a un modo de novelar original, en la línea de su autor, que combina aspectos modernos con elementos clásicos.