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9 de julio de 2024

El ángel de Múnich (Fabiano Massimi)



En septiembre de 1931 aparece muerta Geli Hitler, la sobrina de Adolf, en los apartamentos que ambos ocupan en Múnich. La muchacha tiene una herida de bala próxima al corazón que le ha perforado un pulmón provocando su asfixia. Ha caído de bruces golpeándose la cara, rompiendo su nariz y dejando un notable charco de sangre. Una escena estremecedora incluso para Sauer y Foster, los dos detectives a los que se encarga la investigación y que aparecen por la casa pocas horas después de la muerte.

 

Aunque son avezados investigadores, de lo mejor de la policía de Múnich, lo cierto es que la empresa de averiguar lo sucedido no es fácil, en especial porque su responsable les exige alcanzar una conclusión en apenas ocho horas. La relevancia pública de Hitler ha crecido desde su fallido intento de golpe de estado y su encarcelamiento. La publicación del Mein Kampf le ha permitido expresar sus ideas ganando adeptos dentro de la extrema derecha, orillando a las organizaciones de veteranos y otros grupúsculos, haciendo creer a la derecha industrial alemana que su candidatura puede no ser un mal antídoto contra el bolchevismo y la radicalización de los obreros sometidos a una crisis económica sin precedentes.


De hecho, Múnich se ha convertido en el feudo nazi, una ciudad en la que el partido ha logrado infiltrarse en todas las capas del poder, sea económico, periodístico o policial. Así que el mensaje que los detectives reciben es sencillo. Hay que aclarar lo sucedido, ser discreto y no dar tiempo a que la prensa o los políticos, del signo que sea, comiencen a tratar de utilizar la muerte a su favor.

 

Sauer y Foster son unos grandes profesionales y en ese breve plazo llegan a una conclusión compartida también por el médico forense que aparece pocos minutos después. Estamos ante un suicidio. Tenemos el qué y el cómo, tan solo queda averiguar el móvil, qué ha podido impulsar a una joven alegre, vital, hermosa, una supuesta promesa del canto, la sobrina de una figura política ascendente que la adora, a quitarse la vida.


Pero es que el suicidio parece la única explicación. Geli ha tomado la pistola de su tío, se ha encerrado en su habitación y se ha disparado tras una discusión con Hitler antes de que éste parta de viaje hacia Hamburgo para dar un mitin. La discusión parece girar en torno al deseo de Geli de dedicarse de manera profesional a la música tras recibir clases de canto y manifestar su voluntad de instalarse en Viena. Pero ni siquiera todos los testigos parecen corroborar esta supuesta pequeña trifulca doméstica.


Y cuanto más se trata de profundizar en la vida de Geli, más contradicciones surgen en la versión oficial. Las entrevistas al personal de la casa o a los encargados por el partido de ofrecer su versión, señalan diversas causas, amores varios, un supuesto embarazo, una vida opresiva en compañía de un tío que la adora y está obsesionado por ella hasta el punto de no dejarla salir sola de casa sino es en su compañía o en la de algún acólito de confianza. Un suicidio fruto de un conjunto de razones, ninguna de ellas suficiente por sí misma, todas ellas juntas concluyentes y letales para una joven llena de vida, hasta que deja de estarlo.


El ángel de Múnich, escrita por Fabiano Massimi y editada por Alfaguara y traducida del italiano por Francisco Javier González Rovira, es una novela que conjuga el género negro y el histórico en sabias proporciones. La mezcla de personajes reales y ficticios se revela perfecta e indistinguible. Su retrato de los futuros jerarcas nazis es certero pero no trata de dibujar en ellos rasgos que solo se acentuaron e hicieron evidentes en el futuro. Ahora los muestra como lo que son ese año, en 1931, una cuadrilla de medrosos políticos, cocidos en las propias intrigas del Partido, ansiosos por alcanzar el poder a cualquier precio pero tan preocupados por sus enemigos políticos como por los del propio partido. Miserables y mezquinos, traicioneros y mentirosos, solo temibles por su coqueteo con la violencia a través de los esbirros ideologizados de las SA y las SS, quienes les sirven con ciega lealtad.

 

Los verdaderos héroes de esta tragedia son, a parte de la bella y alegre Geli Hitler, Sauer y Foster, reflejo de esa pareja clásica de investigadores, perfecto complemento mutuo. Sauer, soltero y melancólico, Foster, alegre y borrachín, pero ambos comprometidos desde hace años en la lucha por la verdad. Unos profesionales que no cejan en el empeño de averiguar el motivo del suicidio creyendo ver en él la clave de algo que no termina de encajar. Especialmente les escama el interés de los miembros del partido por sembrar algunas pistas falsas, en apariencia innecesarias, injustificables, pero que levantan las sospechas de estos profesionales.

 

Pero el tiempo apremia y las conclusiones se presentan en el plazo estipulado: suicidio. Publicado el informe, la prensa se echa encima de la policía, del ministro de interior de Baviera, escandalizada, oliendo la carnaza que la joven sobrina de Hitler ofrece. Y la investigación se reabre para volverse a cerrar poco después. Entre tanto, el mismísimo Hitler se ha entrevistado con Sauer y le ha confiado sus miedos, su deseo de que se esclarezcan los motivos que han podido llevar a su sobrina a tan trágica decisión. De alguna manera, abre a Sauer la puerta del Partido para que pueda investigar libremente y bajo su supuesta protección lo que ha sucedido realmente. La investigación continúa de manera oculta, discreta.

 

Y es que ni el mismísimo Hitler es más poderoso que el partido, porque las entidades impersonales, las grandes corporaciones, los partidos, el pueblo, todos esos conceptos jurídicos indeterminados son el escudo perfecto tras el que se esconden los timoratos y cobardes, los criminales y pacatos, con el único fin de dar rienda a sus más bajos instintos. En esta novela Hitler casi parece un pelele, un muñeco en manos de una camarilla desastrada y patética que solo trata de ganarse su favor al tiempo que recopila pruebas en su contra para poderlas emplear llegado el caso.

 

Y así, Sauer nos lleva de paseo por todo Múnich, visitando la sede del partido, el despacho de Goebbels, los campos de aviación en los que practica Göering, la casa en la que se recluye a Hitler para que se recupere tras la noticia de la muerte de Geli, tal vez para mantenerlo protegido de quienes le puedan amenazar, tal vez para secuestrar su voluntad en un momento de tanta incertidumbre. Porque la camarilla que rodea al líder se muestra como lo que es, una pandilla de meros cobradores, manipuladores, sembradores de pruebas falsas, ávidos de riqueza y poder, pero faltos de carisma y valor, escudados tras la vehemencia del líder, aguardando su momento.

 


El ángel de Múnich es una novela perfecta y detallada, extensa en la justa medida para ir desvelando poco a poco las pistas, jugando como en todas estas novelas a engañar al lector, a hacerle seguir rastros engañosos para, de golpe, devolverle a una senda antes descartada. Pero también es lo bastante exigente como para poder dibujar con seguridad a los protagonistas, a los dos detectives y a Geli, para dotarles de una vida y un aliento que en el caso de Sauer y Foster es pura ficción y en el de Geli perfecta recreación de su vida truncada, sus sueños y anhelos perdidos.

 

Massimi es un excelente narrador. No tiene prisa a la hora de desentrañar los misterios que van desvelando sus personajes. Se toma su tiempo para describir el ambiente de los años treinta, la crisis de la República de Weimar o la convulsa política local. No le importa desviar la atención con saltos a la vida pasada de Sauer, auténtico epicentro del relato, ni a retomar hilos dejados a la deriva decenas de páginas atrás. Tampoco le tiembla el pulso a la hora de dejar entrever la verdad del crimen antes de concluir la novela, lo que es una arriesgada apuesta para un género en el que se pretende guardar la intriga hasta la última página. Pero en El ángel de Múnich los personajes de ficción tienen tanta fuerza y veracidad que nos resultan más vívidos que el patán Hoffmann o el orondo Görimg.


La verdad histórica está cuidada hasta un cierto punto puesto que Massimi nos ofrece su propia respuesta a un enigma que aún sigue oculto en nuestros días. Pero como conocedor de los hechos ha tratado de unir los cabos más débiles del supuesto suicidio y ha esbozado su propia respuesta, su quién, cómo y porqué, y tal vez ésta sea la parte que menos me ha gustado ya que el despejar el aire de indefinición que tienen estos hechos para todos aquellos que ya conocíamos la historia no parecía necesario, tal vez sí desde un punto de vista novelístico, pero creo que quizá sea la parte menos conseguida, si bien, será la que más guste a los fanáticos del género. Buena prueba de ello es el éxito y reconocimiento obtenido habiendo sido merecedora del Premio Asti d’Appello y del Premio de Lectores de Novela Negra de Livre de Poche 2012.


Y llegados a este punto, hemos de volvernos hacia Geli, ese ángel de Múnich cuya tragedia puede reducirse al adagio tan manido de que se encontraba en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Como hija de la medio hermana de Hitler, logró un grado de intimidad que le trajo la desgracia. La perversa personalidad de su tío la arrojó a un callejón sin salida. Adolf quería mantenerse soltero puesto que creía que debía reservar todas sus energías para el pueblo alemán. Sin embargo, su atracción sexual por Geli era tan evidente que saboteaba cualquier intento de la joven por salir, relacionarse con hombres o entablar noviazgos. Atados por una relación imposible, la muchacha pareció optar por la única salida factible, o tal vez otros decidieron que su influencia sobre Hitler era demasiado intensa, que le desviaba de su futuro, que tal vez podían encontrarle otra muchacha, como Eva Braun, la secretaria de Hoffmann, quien podía resultar más maleable, menos casquivana y llamativa, menos independiente y vivaz. Ésta fue la tragedia de Geli, la desgracia que, de un modo u otro, acabó con su vida.

  

 

4 de mayo de 2024

Todas las almas (Javier Marías)

 


Leí Todas las almas de Javier Marías unos años después de su publicación (1985), probablemente a mediados de los noventa. Era mi primera lectura de Javier Marías pero el estilo me llamó tanto la atención que enseguida continué por otros títulos como Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco, Negra espalda del tiempo o la saga de Tu rostro mañana.


Ninguno de estos títulos me ha decepcionado, hasta el punto de leer otro como Faulkner y Nabokov, sobre vidas de escritores, que también me gustó. Recientemente leí sus dos últimas novelas, Berta Isla y Tomás Nevinson, nuevamente dos tremendos aciertos. Aún con la reseña de éstas pendiente de publicar llegó la triste noticia del fallecimiento de Marías y, por tanto, la certeza de no poder volver a sorprenderme con otro de sus textos enrevesados, llenos de vericuetos y reflexiones en las que el narrador y el escritor tienden a mezclarse en una bruma indistinguible. Guardo aún Los enamoramientos como última bala, pendiente de lectura, un último libro que dejé algo apartado porque los comentarios parecían alejarlo algo del supuesto estilo del autor que era precisamente lo que más me gustaba. Al final, tendrá su momento. Pero, entre tanto, decidí volver a aquella primera lectura, a Todas las almas, el libro que me ganó y que, de alguna manera, también fue el disparadero para su autor, la conformación definitiva de un modo de escribir, y por encima de todo, la creación de un universo temático que se ha convertido en tan propio y consustancial como inédito en nuestras letras.


Porque Todas las almas contiene en gran medida todo aquello que vendrá después, pero no de un modo tentativo, de prueba o experimento sino de manera madura y definitiva, en el convencimiento de que así y sobre eso era de lo que quería escribir el autor. Y aquella primera impresión no se ha visto alterada con el tiempo ni con la lectura de la obra posterior de Marías. Encuentro en Todas las almas el perfecto medio de entrada a esta fértil obra, un modo sencillo de conocer si este autor cautivará al lector o si, definitivamente, uno no debe adentrarse en títulos más densos y extensos.


Uno puede preguntarse de dónde toma Marías ese estilo cenagoso y laberíntico en el que las frases se alargan más allá de lo razonable pero que, tras muchos circunloquios regresan al punto de partida para cerrar gramaticalmente el periplo de manera certera. Un estilo en el que pocas cosas pasan y las que suceden no son tanto descritas en cuanto acciones sino tan solo como fruto de la reflexión del narrador. Un texto en el que el acto sexual no es propiamente descrito como tal sino a través de lo que piensa el narrador, lo que experimenta, de algún modo parece que lo que no se expresa mediante el verbo no tiene existencia real porque es a través de la palabra, de la asociación de ideas intelectual, como uno conforma su modo de entender el mundo y, por tanto, la manera en que se contará a futuro, creando un universo circular en el que el centro es esa reflexión.


Y es así como una bolsa de basura, los desechos de una jornada, pueden dar forma al modo de vida de un soltero o de una familia numerosa, al modo en que nos desprendemos y renovamos cada día, a la nostalgia de lo que dejamos ir, al río infinito de Heráclito o a la denuncia de un ramplón ecologismo, porque todo cabe en esa bolsa de basura, ese objeto que no importa al narrador en cuanto tal sino en su función de medio para expresar sus más variopintas ideas sobre cualquier tema, que luego será, o no, relevante para la trama.


Y es aquí donde quizá por primera vez soy consciente de un hallazgo que, con total seguridad habré leído en algún lugar, pues de tan obvio se me revela imposible no haberlo cogido al vuelo de algún artículo, opinión o reseña. Y es que Javier Marías, al que consideramos como un verso suelto de nuestras letras, un escritor anglófilo, extranjerizante, resulta ser un verdadero y fiel seguidor de una larga tradición que hunde sus orígenes en el Barroco español. Porque leyendo este libro he creído ver en esas largas frases, el perfecto contenedor para dejar salir al narrador omnisciente, el mismo estilo que se esconde bajo la prosa de Cervantes, un estilo que de tan amplio permite dar cabida a la crítica social, a la censura de su tiempo, a la nostalgia o la esperanza, sin perder nunca de vista que, en todo caso, su función ha de ser la de entretener, captar la atención del lector y, por tanto, ayudarle a entrar en el mundo narrado.


Y de esto Cervantes sabe mucho, Javier Marías no le va a la zaga. Y no se trata de poner a la misma altura ambas obras, tan solo reconocer una similitud de estilo y poder colocar, al fin, a nuestro autor más anglófilo dentro de lo que seguramente también más valoraba, nuestras letras más clásicas.



También ahora puedo reconocer la voz del narrador, distinta de la del protagonista, al modo de los apartes del teatro clásico, reflexiones que van dirigidas al lector, al público. Asimismo, este texto ha sido un perfecto modo de reconocer el papel del humor dentro de la obra de Marías. A raíz de su fallecimiento, a través de los recuerdos de amigos y conocidos, ha aflorado esa vía cómica, una cierta nostalgia por el mundo de la infancia, por los soldaditos y el disfraz, la impostura y la farsa. Y en estas páginas hay escenas hilarantes, contadas con su seriedad formal, tan solo para exacerbar aún más ese efecto cómico. Así, por ejemplo, su descripción de las high tables, esas comidas ceremoniales de Oxford, donde toda pompa y circunstancia termina derrumbándose en su propia ridiculez. En otra escena en la que viene a describirse una especie de guateque y que no deja de ser tan cómica como la película homónima.  


Hasta el momento no hemos descrito mínimamente el argumento de la novela. Pero poco puede decirse al respecto. Un joven profesor español acude a Oxford durante dos cursos lectivos y es ese periodo del que nos habla este protagonista, ya regresado a España, ya con una vida creada, mujer e hijo, rememorando ese pasado con motivo del conocimiento de diversos fallecimientos de algunos de los allí conocidos.


Esos dos años juegan como una especie de paréntesis y de suspensión del tiempo en la vida del profesor. Casi podríamos hablar de periodo iniciático si no fuera porque apenas hay experiencias trascendentes, tan solo las que aquél toma por tales. Y quizá sea siempre así, lo que nos acontece solo toma relevancia e importancia capital en función de cómo se lo tome cada uno. Lo que para algunos puede resultar un acontecimiento transformador que modelará el resto de su vida, para otros puede revelarse como mera anécdota.


Y en esto Todas las almas refleja tanto en el protagonista como en el autor el efecto de esos dos años. Para Marías, sin duda, ese viaje significó mucho y le permitió alumbrar ese mundo literario tan personal que ya no abandonará. Un efecto transformador que también sirve para el narrador de la novela, que ya vuelto a Madrid, rememora y reconstruye aquel pasado, esos dos años, con cierta extrañeza y distancia, casi como una fábula que debe narrar para creer cierta.


Y dado que estamos ante una suspensión del tiempo, un momento en el que podemos adoptar una vida que no es la nuestra porque sabemos que nadie nos la reclamará cuando regresemos a nuestro vivir habitual, pueden sucedernos extrañas historias como el descubrimiento de viejas historias del servicio secreto británico o de la pequeña comunidad, secta tal vez, seguidora de autores malditos y extraños, como ese John Gawsworth al que posteriormente tanto deberá Marías al heredar el trono del reino de Redonda, nuevo punto de contacto y fusión entre narrador y autor.  

 

Poco nos importa que en la novela, ya se ha dicho, apenas pase nada, ni tan siquiera que prácticamente todos los personajes se expresen de similar manera, sean refinados profesores, libreros de viejo o transeúntes. El lenguaje juega un importante papel en la novela, pero no a modo de diferenciación, tan solo para nuevas reflexiones, para marcar la distancia entre el idioma propio y el adoptado, el inglés, para ver cómo lo emplean en nuestros días esos viejos profesores que todo lo que saben de España es lo leído en las obras de Tirso de Molina, con sus arcaísmos y sus petulancias trasnochadas, o el modo de adjetivar del experto en Valle-Inclán.


Todas las almas es uno de los colegios o fraternidades de Oxford  (All Souls) y de aquí toma el nombre de la novela Javier Marías, si bien, el lector será tentado para creer que el nombre también hace alusión al desnudamiento de los personajes que pueblan el texto, al modo en que afloran sus más íntimos deseos o la negación de los mismos (hablamos de británicos, no se olvide). Porque, de manera sorprendente pese a lo dicho hasta ahora, aunque apenas si pasa algo, a que todos se expresan de manera algo impersonal, la verdad es que Marías logra hacer de todos ellos personajes vívidos, reales, tangibles, almas que pasan por la vida de Marías, como él pasa por la de ellos, como todos somos paseantes de las vivencias ajenas.


Cierro el libro con ganas de más, con la sensación de estar tan solo en el prólogo de una historia que ha de venir, y esa historia se encontrará en muchos de los restantes libros de Marías, a los que bien podría aplicarse el mismo título, ese de todas las almas, porque de eso trataba la obra de Javier Marías, de las almas, las nuestras y la suya.  



 

20 de noviembre de 2022

Todo en vano (Walter Kempowski)

 


 

El paisaje invernal disfraza bajo un manto nevado de aparente paz las tierras de la Prusia Oriental en el comienzo de 1945, el último año en que esas tierras serán alemanas, y en el momento en el que las tropas soviéticas preparan su última ofensiva que les llevará en apenas cuatro meses a las puertas de Berlín.

Y en medio de un campo nevado, una casa solariega, Georgenhof, propiedad de los Von Globig, se yergue envuelta en un pasado que parece ajeno a lo que le rodea. En ella, el pater familias se encuentra ausente. Seguramente gracias a su ascendencia social, ha logrado un buen puesto en el Ejército como oficial de intendencia en Italia. Su esposa, Katharina, ejerce de dama aristocrática, esto es, dedicada a sí misma con cierta languidez, dejando que las ocupaciones de la casa corran por cuenta de la tiita, una solterona que llegó a Georgenhof hace unos veinte años, tras una ruptura sentimental algo confusa, y que fue acogida gracias a unos lazos familiares lejanos. También ayudan dos ucranianas y Vladimir, un polaco aparentemente servil y fiel a la familia.

Y ajeno a todo esto, Peter, el hijo de la familia, alejado de las Juventudes Hitlerianas gracias al desentendimiento del mundo de Katherina, gracias a su interés por cuestiones como su casa en el árbol en la pradera de Georgenhof, el catalejo de su padre o un microscopio de juguete con el que observa cuanto se pone a tiro.

Y es con esa minuciosidad de un científico, armado con una lente prodigiosa para los detalles, los gestos alejados de las palabras, y las fuerzas morales que yacen bajo nuestros actos, como Walter Kempowski se enfrenta a esta historia en Todo en Vano (Ed. Libros del Asteroide, con traducción de Carlos Fortea).

Georgenhof es el escenario por el que irán apareciendo diversos personajes que dibujan un cuadro de la descomposición de la Alemania nazi, en esos últimos momentos en los que los arribistas tratan de alejarse de quienes están a punto de caer fabricándose un pasado a medida, mientras los más fanáticos aún se aferran a un giro final del destino. Por esta casa pasará un economista del Reich, preocupado por cuanto pueda tener valor en un previsible futuro en el que el marco alemán perderá todo valor, una violinista que alegra con su música la vida de los soldados en el frente, un maestro preocupado por la cultura, por la educación de Peter, por todo aquello que la guerra se ha llevado y se llevará a su fin.

Y también habrá un judío y un religioso, un alcalde de la ciudad próxima o el responsable del partido en la zona, Drygalski, un nazi inclemente que lucha contra el desánimo general, obsesionado por cualquier acto que pueda considerarse desafección al régimen, por la chulería que comienza a vislumbrar en la actitud desafiante de los trabajadores, forzados o voluntarios, que han acudido al reich para apoyar su industria armamentística y que ahora descuentan con impaciencia la hora de tomarse venganza.  

Estos capítulos reflejan ese fluir de sentimientos de un pueblo que comienza a no creer los dictados de la propaganda de Goebbels y que tratan de adaptarse a una situación que parece cambiar definitivamente. Y cada uno lo hará a su modo, unos aferrándose más a su ideología como tabla de salvación, otros tratando de pensar en el futuro que les espera y en cómo sobrevivir con los nuevos gobernantes, los demás, tratando simplemente de huir de la guerra, de la muerte. Y así es la caravana de refugiados que lentamente va desfilando ante la casa, con sus penurias y miserias, con los dramas que cargan a sus espaldas sin saber aún si son tan solo una sombra de lo que queda por delante.

Georgenhof es el instante suspendido en el tiempo, el remanso en el que la guerra aún parece no haber llegado. Donde el té se sirve con cucharillas de plata y el niño sigue jugando a ser niño y donde la señora de la casa tan solo parece vivir pendiente de sus lecturas y de mirar el paisaje a través de su ventana. Es este contraste entre la dura realidad de los que pasan circunstancialmente, de algunos refugiados que deben ser acogidos de manera forzosa en la casa, lo que genera esa contradicción, la paradoja sobre la que se construye ese mundo irreal de Georgenhof.

 

 

 

Y, como en un segundo acto, incluso los habitantes de Georgenhof deben abandonar la casa y unirse a la hilera de refugiados que huyen del avance soviético, y su suerte en la carretera se confundirá con la de los pobres, los polacos, los colaboracionistas, los soldados fugitivos, incluso los caballos que empujan los pesados carros con las pertenencias de sus dueños.

En esta huida, el detonante son los temidos rusos, los comunistas bárbaros y, sin embargo, el talento de Kempowski los embosca y nunca aparece un auténtico soldado del Ejército Rojo, nunca un enemigo más allá de los cañonazos que ocasionalmente caen sobre la hilera de refugiados que huyen por la carretera. Apenas un avión que arroja alguna bomba sobre el río de indefensos. Y es que, aunque la amenaza es el motor de toda la novela, lo que empuja en una u otra dirección a cada personaje es el miedo y el deseo de conservar la vida. Sin embargo, lo cierto es que, como en el caso de los tártaros de Buzzati o los bárbaros de Kavafis, ese enemigo nunca termina por dar la cara, tan solo es el espejo en el que se reflejan los peores y mejores instintos de ese nutrido grupo de personajes que huye para salvar su vida, sus bienes.

En este escenario apocalíptico Kempowski refleja perfectamente la variedad de impulsos y sentimientos, sabiendo dejar notas melancólicas y tiernas entre tanto dolor pero sin caer en la afectación o el recurso fácil. Resalta los diferentes caracteres y la manera en que cada uno afronta la desgracia, desde el heroísmo hasta la mendacidad sin llegar a prejuzgar a sus personajes, dejando esta labor, si así lo desea, al lector comprometido. Y tal vez por ese motivo este título tuvo tan gran éxito en su país, en una Alemania todavía pendiente de dar forma a su trauma, debatida entre la vergüenza y la necesidad de reivindicar también su propio sufrimiento.

Pero volvamos a la carretera. En su huida todos perderán algo, muchos su propia vida, otros tantos su dignidad, otros la posibilidad de regresar a su país. Porque para ellos, todo es en vano, como muy bien reza el título de la obra, todo será perdido como dice el Evangelio. Solo la figura del niño Peter parece a flote, tal vez porque es quizá el único que no cuestiona su entorno, en su pasividad enfermiza, el único que tiene poco que perder, el que puede ver en esa carretera el camino a alguna parte y no el sumidero de toda su vida. Para él, como lector que simpatiza con su protagonista, uno espera que nada le haya sido en vano.

 

 

 

6 de noviembre de 2022

La séptima función del lenguaje (Laurent Binet)


 

Laurent Binet es toda una figura de las letras francesas con apenas tres novelas publicadas. Su primera obra, HHhH, fue reconocida con el Premio Goncourt de Primera Novela, mezclaba el género novelesco con la investigación para describir el atentado contra Reinhard Heydrich en Praga, donde el autor había vivido un tiempo.

 

Pero en este caso, veremos su segunda obra, La séptima función del lenguaje, publicada por Seix Barral con traducción de Adolfo García Ortega. Este trabajo también ha recibido diversos reconocimientos y premios así como reseñas muy favorables.  

Comencemos ya. Según Roman Jakobson, el reputado lingüista ruso, el lenguaje presenta seis funciones que lo definen y determinan. Entre éstas se encuentran algunas como la poética, la expresiva o la metalingüística. No obstante, se puede plantear la hipótesis de una séptima función que consistiría en la consecución de un resultado por su mera enunciación. Esto es, igual que en la Biblia, Dios dice: “Hágase la luz” y la luz se hizo. En otras palabras, podría existir una séptima función que permitiera a su conocedor lograr todos sus objetivos, convencer y, por tanto, disponer de las voluntades ajenas, convertirse en el demiurgo de la palabra.

 

Y es esta séptima función, sugerida o intuida por Jakobson la que parece haber sido descubierta y desarrollada para su puesta en práctica por Roland Barthes, un crítico literario y semiólogo francés. Barthes es atropellado en extrañas circunstancias en 1980, justamente después de un almuerzo con François Mitterrand, candidato a la Presidencia de la República Francesa. Hay quien sospecha que la muerte del semiólogo no es accidental y que trae causa de sus investigaciones y de ese almuerzo en el que presumiblemente ha dado a conocer la potencia de esta nueva función y sus virtudes a un aspirante a la Jefatura del Estado con un amplio programa de reformas que requerirán importantes consensos y enfrentarse a una dura resistencia.  

 

La trama detectivesca en torno a este accidente y sus posibles móviles es lo que estructura toda la obra, pero lo que la da relevancia y diferencia de cualquier otro thriller policíaco, es la comedia humana que subyace a ese mundo intelectualizado de la Francia de finales de los setenta y primeros ochenta. Ese mundo tan admirado por otros tantos intelectuales extranjeros aún en nuestros días pero que aquí queda dibujado como una mundana confluencia de egoísmos, miserias y bajezas, traiciones y vacuidad, pose e hipocresía.

 

Bayard es el agente encargado de la investigación del presunto atropello. La elección no es muy afortunada ya que el detective no está especialmente preparado ni formado para comprender las tareas a las que se dedicaba Barthes, ni sus posibles asesinos. Tampoco tiene un bagaje cultural que le permita abordar con solvencia, o ganarse el respeto, de los personajes de esta secta cultural que, durante la segunda mitad del pasado siglo, conformaron gran parte del modo de pensar que aún hoy perdura. 



 

El autor ha aprendido de los best-sellers de intriga, los que conjugan las tramas trepidantes en las que se entrecruzan las nuevas tecnologías con las sectas y cofradías secretas que emergen de un pasado remoto y desconocido salvo para los iniciados. Y aquí, el cicerone que ayuda a cruzar este cenagoso mundo académico, con sus infinitos matices y sus guerras soterradas o declaradas será Herzog, un joven profesor de Literatura con los conocimientos suficientes para guiar a Bayard por esta jungla ignota. La tensión y roces entre ambos personajes, arquetipos del pensamiento conservador y el de izquierdas, toma un importante en la novela, en la que, de alguna manera, se advierte una evolución en el pensamiento de ambos, una permeabilidad que les hace madurar intelectualmente, una especie de pareja al modo de otras tantas de la Literatura, perfectas para poner el punto y el contrapunto a cada situación.  

 

Pero lo que aleja a La séptima función del lenguaje de una mera novela de intriga es la combinación de ficción y realidad, la aparición de hechos reales como el propio atropello y muerte de Barthes en extrañas circunstancias, el atentado de la estación de Bolonia o la campaña electoral para la Presidencia de Francia. También el que los personajes que aparecen sean en su gran mayoría famosos intelectuales como Althusser, Derrida, Aragón o Bernard-Henrp Lévy.   

En muchas ocasiones, las explicaciones de Herzog no son bastantes para un lector no familiarizado con esta rama del conocimiento lingüístico o filosófico, y en otras, tan solo sirve para espolear la búsqueda de más información, de referencias, en las que se descubre que gran parte de lo aquí relatado, de las conversaciones, los odios y rivalidades son reales, que el trabajo de Binet ha sido ingente pero que ha logrado empacar toda esa información en una trama que se lee sin pausa, que avanza de manera natural pese a los numerosos interludios y que deja en el lector el inapreciable deseo de que el libro se prolongase más allá del último capítulo.

 

En este caso, uno se cree tentado de apostar a que el autor ha querido escribir su propia versión de El nombre de la rosa, lo que no sería de extrañar puesto que Umberto Eco es precisamente uno de los personajes de La séptima función del lenguaje.Y la comparación no es superflua puesto que Binet combina conocimiento y habilidad literaria con suficiente maña como para asombrar a sus lectores con la misma eficacia que mostró Eco en su primera novela. Un talento que confiamos en que también haya quedado de manifiesto en su tercera obra, Civilizaciones, aunque esto quedará para otro día.