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1 de julio de 2024

Blues. La música del Delta del Mississippi (Ted Gioia)


El blues es una música que hunde sus raíces en el Delta del Mississipi y que, desde allí, se expande al resto de los estados de la Unión, en especial a todos aquellos cruzados por la autopista 49, por la que los antiguos apareceros negros fueron subiendo a las más ricas y prósteras Texas, Memphis, Detroit y Chicago, en un camino que marcaba la huida de un estado de pobreza que rallaba el semiesclavismo, huyendo de los estados Jim Crowe, aquellos en los que la abolición de la esclavitud supuso la creación de un nuevo marco legal segregacionista.


Pero estos orígenes son tan inciertos que como señala el propio autor de este libro, no solo no sabemos a qué se refiere realmente la palabra blues, ni siquiera si es un vocablo singular o plural. Es un lugar común remontarse a las tradiciones africanas, a los cantos comunales, a las tradiciones de juglares y poetas nómadas. También se trata de buscar una cierta relación entre los instrumentos musicales de una y otra parte del Atlántico. Así, el balafón o la kora se citan como antecedentes de instrumentos que han pasado a Norteamérica de un modo u otro.


Tal vez este esfuerzo resulte muy loable, si bien, lo único cierto es que los descendientes de aquellos esclavos traídos a la fuerza de África Occidental son los que crearon esta música, pero aquí puede terminar el parecido. Si aquellos esclavos hubieran venido del Norte de África o de las tierras aragonesas podríamos formular sesudas teorías sobre la comunión entre blues y los tambores del Atlas o la jota, dicho con todo el respeto para todos estos folclores.


El blues es, por tanto, una manifestación única y propia del Sur de los Estados Unidos, con una prevalencia mayoritaria en estos orígenes de la zona fértil que conforma el delta del río Mississipi, y todo ello debido a que esta tierra rica, a decir de algunos, la más fecunda de comienzos de siglo XX de todo el mundo, estaba llena de plantaciones que cultivaban el algodón con mano de obra intensiva, principalmente braceros negros, en unas condiciones de vida míseras, con sueldos de mera subsistencia y con una escasa posibilidad de ocio más allá de la que ellos mismos pudieran proporcionarse.


Y estos primeros intérpretes tuvieron que emplear forzosamente instrumentos básicos, baratos y de fácil aprendizaje. El arco diddley fue un primer ejemplo. Un alambre empleado para embalar algodón se tensaba sobre una madera y se enganchaba a una caja metálica, normalmente de tabaco, con lo que se lograba amplificar el sonido. Con un cuchillo, una navaja o un simple metal se pulsa la cuerda, a modo de un slide primitivo, sobre el arco sin trastes. De aquí, el paso a la guitarra fue un salto natural condicionando el modo de tocarla, con un gran peso del slide, ahora ya obtenido por el cuello de una botella roto y limado para evitar cortes, creando los primeros y genuinos bottleneck de la historia.


También la tradición musical a la que hubieron de recurrir fue básica. Una parte de canciones espirituales, otra parte de canciones de taberna con expresiones obscenas, referencias continuas al sexo o a un embrutecimiento que reflejaba las extremas condiciones. También, sin duda, las canciones de trabajo, con su monótona cadencia y su repetición de ritmos y frases.


Se entiende así que los primeros bluesmen hayan sido en muchos casos antes que músicos (en ocasiones también después, tras una breve carrera discográfica de apenas unos cuantos discos) aparceros, trabajadores del campo. Pero también que hayan transitado desde el lado canalla del blues, al más limpio de los altares y las prédicas. Y tampoco podemos esquivar la realidad de que estos hombres vivían tiempos peligrosos, o ellos mismos hacían a los tiempos peligrosos. La penitenciaría de Parchman se convirtió en una especie de pensión del blues y por sus dependencias pasaron ilustres artistas como Bukka White o Son House, todos ellos por delitos de sangre. Y en sus instalaciones recaló Alan Lomax para grabar a alguno de ellos o para comprometer su honor a cambio de que se permitiera una salida excepcional de un convicto para acudir a un estudio de grabación algo más decente que las meras máquinas portátiles de que disponía el bibliotecario del Congreso, y que, tras el descubrimiento años atrás de Leadbelly, sabía que las prisiones estaban llenas de intérpretes a la espera de una oportunidad.


Ted Gioia traza en Blues. La música del Delta del Mississipi (ed. Noema) un retrato vívido de esta zona del Sur, explica sus condiciones de vida, su conexión con África, obviando tal vez el peso de otras influencias como la caribeña o de las tradiciones musicales blancas que tal vez pudieran escucharse por la zona, y centra más su estudio en esa vinculación con África que, a mi modo de ver, deja todo sin explicar por remontarse a mucho tiempo atrás, una cadena de unos 250 años que es difícil que se mantuviera viva más allá de unos pocos rasgos que se enriquecieron con otros tantos elementos más recientes, más próximos, y que, por tanto, pudieron llegar a tener más peso.


Sea como fuere, su introducción es vibrante y de gran interés en un autor que sabe narrar sus historias combinando la anécdota con el enfoque general para lograr un mejor acercamiento.


Y pronto pasa al centro de la obra, a los más importantes intérpretes del género.  Debemos aclarar en este punto que el libro, su título no llama a engaño, no es una historia del blues, sino de las raíces de éste en el Delta, sobre los músicos que nacieron o grabaron allí, que crearon estilos que de allí salieron, desde sus comienzos hasta nuestros días. De ahí que aparezcan no solo el seminal Charlie Patton y la estrella de Robert Johnson sino también la discográfica Fat Possum Records y los más recientes Black Keys.


Y es aquí, cuando Ted Gioia entra en las biografías de cada bluesman, en sus relaciones e influencias recíprocas, en cómo tomaban y hacían materiales ajenos, cuando la obra despega definitivamente. El viaje parte de la remota St. Louis Blues publicada en 1914 por W. C. Handy, primera canción reconocida como blues por muchos estudiosos y que surge de la comunión de la música más ortodoxa con la influencia que las corrientes populares tuvieron en su autor y, muy especialmente, lo que escuchó de un anciano músico vagabundo en una estación de ferrocarril en 1903, hasta la irrupción definitiva del género a través de Charlie Patton con todas las incógnitas que nos dejan unas vidas de las que apenas tenemos una o dos fotografías, unos cuantos registros fonográficos, algunas notas autobiográficas que los protagonistas solían emplear más para ocultar que para mostrar desdibujando sus peripecias en un marco de leyenda.


Pero lo cierto es que esa primera hornada del blues, con el ya citado Patton, Blind Lemon Jefferson Son House y Bukka White, sentaron las bases de lo que hoy entendemos de manera definitiva como blues. Un conjunto de técnicas, ritmos, estilos y temáticas que dieron base a un lenguaje nuevo que no ha dejado de crecer hasta nuestros días. Desde los cantos rurales, las menciones al diablo, a la salvación, las frases tópicas, los doce compases, el uso intensivo del slide, pero no así una tristeza inevitable ya que en muchas ocasiones los temas eran más bien groseros y arrabalescos, sexuales y provocativos, como no puede ser de otro modo en unos músicos que se ganaban la vida en tugurios de mala muerte y en la que no ganaban mucho si los clientes lloraban y no consumían. Se trataba de darles también la oportunidad de escuchar en boca ajena no sólo las propias desdichas, también los anhelos y groserías que uno apenas se atrevería a formular.


Los músicos de blues de los años veinte debieron ser infinitos, en cada local, cabaña de plantación o calle de cualquier población mediana, los bluesmen debieron ser legión pese a que de ellos tan solo queda el rastro de los afortunados que pudieron dejar registro sonoro de su obra, confiamos en que tal vez los mejores, sí los que más fama dejaron desde luego, pero no los únicos. Gioia se lamenta de que hay músicos citados o recordados, músicos que enseñaron a tocar a otros ya conocidos y a quienes se refieren como verdaderos maestros y de los que ni siquiera tenemos la seguridad de que no fueran invención de los supuestos ahijados.


Porque de esos años pocas certezas quedan. La intensa búsqueda de certificados de nacimiento para tratar de peinar la zona en busca de datos ciertos, de las fechas y lugares exactos de nacimiento de Robert Johnson y otros tantos no siempre han arrojado luz, pero sí muchas dudas. Hay intérpretes que falseaban intencionadamente sus fechas de nacimiento para evitar la movilización durante la Primera Guerra Mundial, que confunden a veces de manera intencionada sus nombres con los de parientes para evitar prisión o quién sabe con qué otros fines.

 


Pero esta primera generación que lograba hacerse hueco en el mercado discográfico y que pareció llamar la atención de algunas compañías que enviaban a rastreadores o se servían de vendedores locales para hacer de cazatalentos y que desplazaban sus primitivos equipos para hacer sesiones de grabación precarias en habitaciones de hotel o traseras de establecimientos de bebidas en las que se filtra el sonido de un tren que pasa o risas del servicio de habitaciones, cayó casi en la ruina con el crash del 29 y la posterior crisis económica. Sin duda, ésta hizo mucho por el blues, aumentó el número de temas, forzó la inmigración de aparceros que subieron hacia el Norte, en busca de mejores oportunidades y expandieron su música haciéndola crecer con la mezcla de otros estilos, otras influencias. Pero también redujo gran parte de la actividad de estos músicos a la actuación en público, no al registro sonoro, por lo que gran parte de estos nombres, que sin duda, fueron influencia de quienes luego llegaron, terminaron por caer en el olvido o en el pie de página de apenas una referencia de la memoria de Son House y algún otro bluesman, allá por los años sesenta.


Y si de leyendas y falsedades hablamos, el nombre que más a mano nos viene es el de Robert Johnson. Ni su fecha de nacimiento ni las circunstancias exactas de su muerte, más allá de que es probable que fuera envenenado por celos, son hechos ciertos. Tampoco esa mítica leyenda de que se encontró con el diablo en un cruce de caminos y le vendió su alma a cambio de enseñarle a tocar la guitarra en condiciones, mito que, por otra parte, también lo contaba otro bluesman previo, Willie Johnson. Sea como fuere, Gioia toma gran interés en desbrozar esta leyenda. Así, rastrea la importancia de la figura del diablo en muchas canciones previas a Johnson, el papel del demonio como amigo del músico ambulante, símbolo de esa vida canalla que muchos llevaban. Pero también la referencia demoníaca era el perfecto contrapunto a esas inclinaciones religiosas que tantos cantantes sentían no sin cierta incomodidad o contradicción. Gioia también cree que fue el propio Johnson quien se tomó la molestia de fomentar este mito y que no fue creación posterior, en los años sesenta, cuando las magras grabaciones de Robert Johnson desplegaron todo su impacto, especialmente en la música del blues que llegó en camino de vuelta desde Inglaterra.


Y en ese camino por la Ruta 49, del Sur a Chicago, seguimos las vidas de tres pilares esenciales de esta historia, Muddy Waters, John Lee Hooker y Howlin Wolf. Todos ellos crearon sus propios estilos. Waters con su impronta feroz, su uso del slide en un combo eléctrico, dentro de la Chess, una compañía fundamental para conocer este tiempo y la popularización de un género como ninguna otra compañía fue capaz  de hacer. El peso que tuvo en la música, su influencia en grupos como los Stones, quienes tomaron su nombre de una de sus canciones y que le versionaron con devoción, o The Animals. Pero también la increíble figura de Hooker, un músico que era tan prolífico que solía compaginar varias compañías discográficas al tiempo, con diversos nombres para evitar ser identificado y poder multiplicar sus ingresos, pero cuyo estilo es tan inconfundible que logró hacer de su música un género en sí mismo y que le llevó a un segundo renacer en al final de su carrera, grabando discos con Santana, Van Morrison y otros tantos, discos dignos, discos que aún conservaban su huella innegable.


Y terminamos con Howlin ́ Wolf, su temible porte físico, su voz animal y salvaje, su estilo inimitable, su comportamiento escénico que dejaría a Jim Morrison al borde del ridículo más pacato, y su rotundidad en obras propias o del tapado Willie Dixon, otro genio que es más conocido por sus contribuciones autorales a Howlin ́ y Waters que por sus propias interpretaciones.


Gioia no solo repasa los momentos de gloria de las carreras de estos artistas, también su evolución posterior, los discos en los que se trató fallidamente de relanzarles, de dotarlos de un sonido moderno como el Electric Mud de Waters o The Howlin´ Wolf Album, sin llegar a comprender que el público realmente lo que deseaba era la obra pura de estos héroes, que su legado debía ser respetado, si bien sólo en pocas ocasiones se lograba ese respeto, como en el caso de los últimos discos ya citados de Hooker o las conocidas como Londo Sessions de Wolf.


Y así seguimos con leyendas de la talla de Elmore James o del más célebre B. B. King y de tantos otros que han hecho del blues del Delta, en sus infinitas variantes, la marca de su propio estilo, llevándolo a nuevas fronteras, sacando partido de su versatilidad, de su emoción hasta nuestros días.


Pero si importantes son los artistas arriba citados, no lo son menos, y así lo reconoce Ted Gioia, personajes como Spair, que se dedicaron a grabar a estos palurdos campesinos con unos medios rudimentarios, confiando en su arte y arriesgando su dinero, las compañías discográficas que comenzaron poco a poco a permear las fronteras raciales de la industria, los cazatalentos, los etnógrafos, folcloristas y otros tantos. Tenemos a figuras tan míticas como John Hammond que fue el primero que reconoció el impacto de la figura de Robert Johnson a quien invitó a un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York en 1938 y al que no pudo acudir por haber fallecido poco antes. Y también la figura inmensa para el blues, pero también para tantos otros estilos, como la de Alan Lomax, que recorrió impenitentemente toda la región grabando a artistas como Muddy Waters o Son House y que escribió su mítico La tierra donde nació el blues, una obra ya superada en determinados aspectos pero que tuvo un inmenso impacto en su momento.


Tampoco pasa por alto el autor, la importancia de todos aquellos que en los años cincuenta y primeros sesenta, peinaron el Delta para tratar de localizar a los creadores de aquellos pesados discos de cera y pizarra, no sabiéndolos muertos o vivos y que, en muchas ocasiones, trajeron una segunda vida a estrellas como Memphis Slim, Mississipi John Hurt o Big Bill Broonzy. Que lucharon por recuperar un legado que, tal vez sin su admiración y respeto, su dedicación y empeño, hoy estaría perdido para la posteridad.


Y también pasan por estas páginas las contribuciones de tantos otros estilos como las big bands o el naciente jazz de Nueva Orleans, las figuras de Jimmie Rodgers o la influencia del yoddle en algunos artistas de color. Lo mismo puede decirse de las jug bar, los medicine shows, el gospel o los denostados hoy en día minstrel shows. De todas estas influencias y otras tantas se da aquí cuenta porque nada en la vida deja de tener repercusión e influjo en lo que le rodea.


Finalmente, si algo positivo me ha traído la lectura de este libro, ha sido la de poder recuperar mi antigua colección de discos de blues, que no recordaba tan numerosa ni tan bien representada. Y también la de poder haber escuchado discografías de las que apenas si tenía uno o dos temas sueltos en la recopilación de turno. Para facilitar la lectura del libro, Gioia no solo ofrece un completo índice bibliográfico y numerosas fotografías, sino que enumera una lista de ochenta y nueve temas que considera imprescindibles para una completa comprensión de la música de la que habla. De esta lista existen sus correspondientes versiones on line, una de las cuales comparto más abajo, a fin de que cualquiera pueda sumergirse en estos tres acordes que han conformado gran parte de la música que hoy escuchamos y que, con un poco de suerte, despertarán el deseo de comprar y leer este libro.   

 






 

 

 

7 de mayo de 2022

La música. Una Historia subversiva (Ted Gioia)

 


Cuando Hegel expresó su idea en torno a la dialéctica, tomó conceptos de otros muchos pensadores, para llegar a formular una versión más convincente, que tendría notable impacto en lo sucesivo. La gran novedad que aportó era la de la inestabilidad que toda situación conlleva, la contradicción interna que termina por abrir grietas que aprovechan nuevas ideas para consolidarse como paradigmas y avanzar así en un proceso continuo.

 

Este poderoso concepto fue adoptado por todo tipo de filósofos y pensadores para aplicarlo a los más diversos campos. Desde luego, el más celebrado es el caso de Engels y Marx, pero también desde posiciones ideológicas opuestas, Schumpeter reivindicó la figura del empresario como destructor del orden económico establecido, tomando los riesgos precisos para modificar la realidad en un continuo esfuerzo creador que garantiza la pervivencia del capitalismo.

 

Fuera del campo social, también se ha utilizado con notable acierto para explicar la evolución de ideas artísticas. Así, el realismo pronto cedió paso a corrientes más subjetivas, como el impresionismo, y éste cedió ante corrientes basadas en el expresionismo, hasta romper en todas las vanguardias concebibles.

 

Ted Gioia es un reputado divulgador de la historia de la música, siempre desde una perspectiva social y cultural, con obras sobre las canciones de trabajo, el jazz o el blues. En esta ocasión, nos presenta La música. Una Historia subversiva (Editorial Turner, 2020, traducida por Mariano Peyrou, una auténtica autoridad en esta materia) en la que trata de exponer una historia de la música, desde el Big Bang (literalmente) hasta nuestros días, pero explicando esta evolución como un proceso de rebeldía y subversión.

 

Sin duda, la idea es atractiva y, a la vista de las corrientes musicales de los últimos dos siglos, probablemente bastante acertada. Gioia sostiene que todos los cambios musicales surgen de fuera hacia dentro y de abajo hacia arriba. Es decir, los estilos que se imponen son los originarios de las clases sociales más desfavorecidas y los más opuestos al consenso de una época.

La música del siglo XX deriva en gran medida de la que trajeron los esclavos negros en sus terribles viajes hacia el Nuevo Mundo. Unos viajes en los que la música vocal era apenas la única pervivencia cultural que podían llevar consigo, junto a algunas de sus narraciones orales y creencias. La unión de estas formas musicales con las tradiciones clásicas que, a su vez, habían llevado los inmigrantes blancos, muchos de ellos casi tan pobres y miserables como los de color, creó un nuevo lenguaje musical, claramente opuesto a cuanto de respetable podía escucharse en los refinados salones de baile. Pero, con el correr de los años, estas nuevas corrientes, que se irían segregando en distintos estilos como el blues o el jazz, terminarían por ser acogidas como propias por multitud de jóvenes deseosos de expresar su rechazo al mundo adulto mediante el consumo de una música que cuestionaba todo cuanto las convenciones de la época pregonaba.

 

Nació así el rock and roll que evolucionaría al incorporar otras sensibilidades del Viejo Continente a través de la revisión que de la tradición americana hicieron los grupos ingleses en los años sesenta. Asumida ya la importancia del fenómeno, este nuevo lenguaje pareció periclitarse hasta la explosión punk que nuevamente supuso la creación de un nuevo paradigma desde los márgenes de la sociedad.

 

Y, efectivamente, en todos estos movimientos la subversión parece hallarse implícita. Los jóvenes de los años cincuenta, los del setenta y siete, buscaban derribar un orden, no solo querían hacer oír su sonido, pretendían suprimir el de sus padres, escandalizarles creando un nuevo mundo, acorde a sus valores y principios, querían gritarles alto y claro, tal y como hacía Bob Dylan, que se apartaran de la nueva carretera si no eran capaces de echar una mano, a sabiendas de que no lo eran.

 

Sin embargo, extender esta idea de la subversión como fuerza motriz de la música parece un esfuerzo que va más allá de la realidad. Para empezar, desconocemos prácticamente todo sobre cómo era la música en tiempos prehistóricos, en el Neolítico o en las primeras civilizaciones en torno al Medio Oriente. Forzar los pocos descubrimientos arqueológicos para acomodarlos a una teoría tan compleja como la que sostiene Gioia resulta excesivo y hace perder veracidad al relato.

 

Por otro lado, el hecho de que muchos compositores sean hoy vistos como ancianos venerables pero que, en su día, fueran personas conflictivas, al margen de las convenciones, no quiere decir necesariamente que con sus obras quisieran subvertir el orden social. Más aún, esa idea de subversión social parece más propia de nuestros días que de otras épocas. Un trovador medieval o un monje benedictino, al igual que Mozart o Smetana, no pretendían cambiar las estructuras sociales de su tiempo, no al menos a través de su música, tal vez les bastaba con poder vivir de su arte. Es solo en épocas más recientes cuando la idea del cambio social parece generalizarse. Movimientos como la Ilustración pudieron crear un caldo de cultivo, pero ni el sentimiento surgió de inmediato ni puede rastrearse con anterioridad en el sentido que Gioia pretende darle.

     

El mismo autor parece no estar muy convencido de sus propios presupuestos cuando se esfuerza de continuo en recopilar las pruebas a favor de su tesis. Pero, dejando al lado este asunto que considero algo forzado, el libro se lee como una muy interesante historia social de la música, apta para cualquier persona que tenga un mínimo interés en esta materia.

 

El tono adoptado por el autor es ameno y rehúye cualquier tipo de explicación técnica que espante a quienes no tengan conocimiento o se sientan asustados por una tan larga y polvorienta historia. Al contrario, las explicaciones son claras e ilustran cómo la música responde a la realidad de su tiempo, cómo se adapta a éste (tal vez no al revés, como pretende explicar la obra) y cómo evoluciona de una manera coherente.

 

 

Gioia explica las características de cada época, no desde un punto de vista estilístico, sino social e histórico, describe cómo confronta con la anterior y cómo se desfigura para dejar paso a la siguiente. Vista así, despojada de la intención primigenia del autor, se convierte en un texto original y que aporta muchísima información sobre lo que la música ha venido representando para nuestra cultura y porqué sigue siendo un lenguaje tan poderoso al que no renuncian las corrientes más vanguardistas y revolucionarias, al tiempo que es también símbolo de conservadurismo y clasismo.  

 

El fascinante viaje de Gioia comienza con el primer sonido, el de una explosión que dio origen al cosmos y que aún resuena en el espacio, un acorde infinito. Así que el sonido nos acompaña desde mucho antes de que la vida fuera concebible. Pero cuando ésta aún no era humana, los animales también empleaban el sonido, su propia música, con los fines más diversos. Bien para asustar o ahuyentar a depredadores, bien para cortejar y atraer parejas. Y en este momento, aparece por primera vez una dicotomía en la música que perdura hasta nuestros días. Las listas de éxitos siguen a día de hoy repletas de canciones sobre el amor, esas tontas canciones de amor, que sirven para el cortejo, para la expresión de sentimientos que, de otro modo, resultarían excesivamente almibarados. Pero también la música es desorden y amenaza, son los tambores que marcan el ritmo de los ejércitos y los pífanos los que acompañan a las tropas en los asaltos y contiendas. Es la música la que se enarbola para desafiar a la generación anterior, sea con el rap, el trap o el ragtime.

 

Poco podemos saber sobre cómo sonaba la música en la Antigüedad, pero sí que podemos marcar una fecha como clave en el proceso de teorización de este arte. Pitágoras determinó gran parte de lo que aún hoy seguimos considerando como teoría musical al establecer de manera matemática los intervalos entre notas, creando así esa escala que los niños recitan en el jardín de infancia. Pero Gioia ve en este punto el intento de aplastar la ambigüedad de la música que llegaba a Grecia de regiones alejadas, del África interior, de la Mesopotamia. Así, mediante la inserción de trastes en los instrumentos de cuerda pueden eliminarse esas molestas notas intermedias, hasta el punto de poder vivir como si no existieran, como si la música fuera la expresión de un orden perfecto.

 

Este proceso de asimilación y domesticación también se encuentra en otros muchos elementos relacionados con la música. Por ejemplo, multitud de danzas tradicionales europeas se basan en el baile circular, más o menos organizado y modulado, no siendo otra cosa que la versión suavizada de las danzas tribales africanas, esos corros que también vieron surgir el jazz o ese caos de la música religiosa góspel, tan espontánea como alejada de una férrea cantata barroca, pero respondiendo a un mismo impulso.

 

Es a lo largo del siglo XIX cuando poco a poco el punto de gravedad de las corrientes musicales más populares, las que derivarán en lo que hoy entendemos como música moderna, se apoyarán en las canciones que narraban violentos crímenes, vidas de forajidos y cuatreros, de perseguidos y fuera de la Ley. Poco a poco, ese centro de gravedad se aleja de las salas sinfónicas y se va aposentando en las clases más bajas, en estilos más básicos y despreciables. Así, surge el jazz y el blues, pero también la samba, el tango, estilos que se impondrán, y serán asumidos por las clases altas tratando siempre de dominarlo y reconducirlo, de abortar su carácter subversivo.

 

Y este cambio, la popularización de géneros menos elitistas, es casi exclusivo de la música. En otras artes, como la escultura o la pintura, no se produce un fenómeno similar dado que el artista depende enormemente de un pequeño número de coleccionistas, instituciones públicas, ricos magnates. La música sin embargo, solo precisa de unos baratos instrumentos, se puede reproducir en cualquier lugar, se distribuye mediante partituras de muy bajo coste, puede incluso memorizarse, y todo se hará aún más sencillo con la llegada del gramófono, de las radios.

 

El proceso de independización de los mecenas y la consiguiente entrega al público general, cuanto más amplio mejor, se consolida a lo largo del siglo XVIII. Ya no es la Iglesia o la Corte la que puede dar de comer a los músicos. Estos estrenan sus obras en teatros públicos, se desarrolla la ópera, los oratorios, la música de cámara. La venta de partituras permite una cierta independencia económica a autores como Mozart o Beethoven. Y las obras de los compositores del siglo XIX conjugarán las grandes sinfonías, con la más introspectiva música, la que se puede tocar en el salón de una casa, la que se convertirá en una muestra de prestigio social. Tener hijas que amenicen con sonatas o mazurcas las reuniones de sus padres será una prueba más del éxito social, y una bendición para los profesores de música, los editores y los afinadores de pianos.

 

Y el proceso de asimilación, domesticación o como queramos llamarlo se extiende por toda la historia de la música. Así, las poesías más eróticas y sugerentes del pasado semítico fueron incorporadas al Cantar de los Cantares y atribuidas a Salomón, probablemente con el propósito de restarles contenido sexual y poder referirlas a una relación con la divinidad. Otro tanto pasaría con los juglares medievales que crearon un estilo y temática de la que aún compartimos muchos rasgos y que, pese a sus humildes orígenes, pronto fue asumida por la corte y nobleza, con reputados imitadores más refinados y sumisos.

Y así, el relato de Gioia va desgranando sus episodios hasta llegar a nuestros días, a la reproducción por streaming, a la caída de ventas y la muerte de formatos como el LP por la explosión de un boom de inmediatez en el que los diversos estilos se influencian entre sí y donde ya poco parece poder clasificarse de manera sencilla dentro de una categoría. Porque, aunque hay una teoría que asegura que a partir de los cuarenta años ya no hay nueva música que realmente nos pueda atraer, lo cierto es que siempre habrá nuevas generaciones que la abracen como una forma de identificación, como un rechazo a sus padres, como un vehículo de exhibición y de orgullo y, por tanto, la música siempre seguirá existiendo como elemento cohesionador y diferenciador frente al otro, ese al que no le gusta lo que yo escucho, el que no entiende su ritmo, su letra, el que está fuera del código, del mundo que me importa.

Y aunque no sea cierto que la Historia siempre termina por repetirse, en lo que respecta a la música, sí podemos saber que terminará del mismo modo en que comenzó. Sin duda, la última página del mundo, tras un apocalipsis, será el último acorde en el que aún seguirán percibiéndose en los oídos celestiales los armónicos del acorde infinito.