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24 de agosto de 2024

El guerrero a la sombra del cerezo (David B. Gil)

 


Imagina un mundo donde la Naturaleza es tan protagonista como el héroe que empuña la espada, donde la venganza y el honor se entrelazan en un Japón feudal que parece tan lejano como familiar. En su debut literario, David B. Gil logra introducirnos en esta atmósfera, en una historia que nos envuelve y atrapa con una maestría sorprendente para una primera novela. Si crees que ya lo has leído todo en la narrativa histórica, este libro te hará reconsiderarlo.






 

La historia de la Literatura está repleta de grandes personajes capaces de empujar una trama a lo largo de centenares de páginas. Desde los griegos hasta los más recientes éxitos de ventas, estas novelas acostumbran a enganchar a los lectores con una trama adictiva en la que cada capítulo, al modo del astuto Dickens, deja al desprevenido lector con el veneno del deseo de continuar leyendo, sea la semana próxima comprando el fascículo correspondiente, sea avanzando capítulos de manera desbocada.


También es frecuente que estos libros se conformen como grandes paisajes llenos de personajes cuyas vidas se entrecruzan, partiendo de un inicio en el que las relaciones no resultan evidentes, hasta entretejerse de manera orgánica y alcanzar asi el clímax.


Y esto es así como decimos, desde la Odisea, en la que los flashback y tramas paralelas resultan una novedad, hasta las más recientes sagas como Los hijos de la Tierra, Los hijos del Grial o la trilogía de El ocho, por citar solo algunos ejemplos de los que tengo referencia directa.


Es a la vista de esos antecedentes cuando uno pierde la sorpresa por la forma pero nunca por la trama que cada autor pretende trasladar. Y esta es la validez del género. Así como el rock entendido en un sentido amplio no deja de ser una variación sobre tres acordes con infinitas posibilidades, la habilidad del autor de este género logra idénticos resultados renovando el género, no tanto en los aspectos estéticos sino añadiendo nuevas tramas, personajes inolvidables o finales épicos.


Y nada de esto se ve entorpecido por el hecho de que casi siempre podamos anticipar el final del libro, porque los personajes sigan unos patrones más que predecibles o por la química combinación equilibrada de elementos como sexo, amor, amistad, ...


Esta habilidad no es fácil de conseguir y sorprende que en este caso, David B. Gil lo logre con su primera novela, El guerrero a la sombra del cerezo (Ed. Suma), un esfuerzo enorme según él mismo relata, que sorprendentemente fue rechazado por muchas editoriales y que vio la luz primeramente como autopublicación antes de ser rescatado por Suma de Letras para su publicación en 2016 tras alzarse con el Premio Hislibris de Novela Histórica y haber sumado un notable número de lectores.


En este caso, uno de los principales atractivos de esta historia es su ubicación, temporal y geográfica. Nos remontamos al Japón del siglo XVI, un momento en el que los diferentes señores feudales luchan entre ellos y contra la creciente influencia del shogunato en su afán por recortar los privilegios de las facciones que habían llevado al país a una continua guerra civil, a que muchos de los samuráis que perdían a su señor vagaran por los caminos creando problemas e inseguridad y en el que toda la vida civil parecía tambalearse sin una autoridad de referencia.


Seizo Ikeda verá cómo su vida será dirigida por un plan para vengar la desaparición de su clan. En este viaje contará con la ayuda de su maestro, Kenzaburo Arima. Conocedor de que la vida que espera a su pupilo no será fácil, reclamará ayuda de otro maestro, aunque tal vez éste sea un término inapropiado para el tipo de saberes que este nuevo personaje inculcará a Seizo, pero que le resultarán imprescindibles en su vida futura.


La trama del libro se entrecruza con la historia de Ekei Inafume, un médico que es reclutado como espía para tratar de instalarse en un feudo rival y así conocer las verdaderas intenciones del señor. Este peculiar médico, que ha conocido la ciencia médica de los occidentales, lo que le permite contar con una pequeña ventaja competitiva respecto de los médicos locales, que le abrirá un pequeño resquicio para cumplir su misión.


Cómo convergen estas historias y si el joven logra llevar hasta el fin su venganza queda en manos del lector ya que precisamente el encanto del libro se encuentra en seguir el discurso narrativo del autor. Pero sí vamos a destacar algunos aspectos de los que el lector podrá disfrutar si inicia la lectura del libro.


En primer lugar, es conocido que en el Japón y en general en todas las culturas orientales, la Naturaleza desempeña un papel fundamental hasta el punto de convertirse en una realidad pareja a un personaje. En este libro la Naturaleza se convierte en refugio, en el lugar en el que uno se recluye cuando quiere coger fuerzas, pero también cuando requiere apartarse de las maldades y mendacidad de la civilización o cuando quiere huir de la culpa y el remordimiento.  

 

Otro aspecto en el que uno ha de detenerse por fuerza al leer estas páginas es la excelente ambientación, no tanto de la época sino en general de la cultura japonesa. Para acompañar al lector, David B. Gil nos ofrece un completo glosario al final del libro con el que ayudar a descifrar algunos términos o costumbres, lo que viene francamente bien a cualquiera que no sea un conocedor de esta cultura. Y es en esos pequeños detalles tan bien definidos, fruto de la ingente labor de documentación y corrección a que fue sometido el manuscrito de la obra, en lo que hayamos gran parte de la veracidad que arrojan estas páginas. La ambientación, las precisas descripciones de ropas, instrumentos, prácticas y rituales no sirven como interludios sacados de una página de internet con el fin de adornar la historia, sino que la dotan de sentido y armonía, dan coherencia a lo que se narra e incluso sirve como elemento que empuja la trama.


Aquí queda reflejado ese escrupuloso respeto por los ancianos, por las tradiciones, por los superiores que todavía hoy identificamos con la cultura japonesa. El no dar la espalda nunca al anfitrión, no mirar directamente a los ojos, los largos preámbulos antes de abordar una conversación más directa para no incomodar al interpelado, las maravillosas enseñanzas de los sabios espirituales orientales y tantas otras cuestiones que harán la lectura un placer para los amantes de ese mundo exótico.


Cierto es que los personajes vienen a ser algo prototípicos como no puede ser de otro modo y que los giros del argumento no alteran esta conclusión aunque puedan parecer relevantes. Pero lo cierto es que el libro se disfruta tanto por su argumento como por el lento discurrir de los acontecimientos engarzados en un contexto espléndidamente retratado.  

 

 


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15 de mayo de 2024

Los detectives salvajes (Roberto Bolaño)

 


Los detectives salvajes (Anagrama 1998) tiene el regusto a obra maestra y de culto de otros tantos libros de los años noventa como los de Foster Wallace, Palahniuk Bret Easton Ellis. Un tiempo en el que la escritura volvía a ser un medio de desafío y en el que se buscaba romper las fronteras del estilo y la sociedad con propuestas desafiantes. Muchas de éstas no lograron superar una leve excitación inicial y cayeron pronto en el olvido atadas a la realidad del tiempo que las vio nacer. En unos casos por lo circunscrito de su temática, en otros por la escasa valía y mérito del propio texto.


Sin embargo, nada de esto aplica a Los detectives salvajes, tampoco al resto de la obra del autor o a Roberto Bolaño, quien continúa gozando de un enorme reconocimiento sin por ello haber perdido una parte de ese carácter de obra para entendidos, para una gran minoría que puede reconocerse en gustos más esforzados y selectos que el resto de lectores.


El éxito de esta obra puede decirse que fue instantáneo puesto que mereció reconocimientos tales como el Premio de Novela Herralde o el Premio Rómulo Gallegos. También el éxito de público fue notable y así sigue siendo hasta nuestros días gozando de reediciones continuas.


Y, sin embargo, ni por extensión ni por la temática, ni por lo complejo de su estructura o argumento tenía visos de convertirse en un éxito. Reconozco que llego tarde a la obra de Bolaño, es este el primer libro suyo que leo y, pese a ello, he sentido parte del vértigo que debió suscitar en aquellos sus primeros lectore, porque, si bien, Los detectives salvajes no es el primer libro de Bolaño, sí es cierto que es el primero que obtiene tan gran repercusión y que ésta ya no le abandonaría.


Para comenzar, trataremos de ofrecer un pequeño resumen del argumento que se desarrolla de manera fragmentaria a lo largo de toda la obra como pronto veremos. Estamos en el México D.F. de mediados de los setenta, un tiempo entremezclado de revolución y golpes de estado pero en el que unos jóvenes parecen absorbidos por la poesía, por un movimiento de escaso renombre y exigua obra, leves postulados y mucho orgullo: el real visceralismo.


Poco podemos saber de cómo es la obra de este grupúsculo dado que pese a que en el libro se habla mucho de poesía, poca muestra de ella podemos encontrar. Tan solo podemos atisbar que tratan de reflejar con visceralidad la realidad que les rodea, lo que puede ser decir todo como no decir nada.


Pero sea como fuere, este grupo de jóvenes termina por ir disolviéndose al tiempo que sus dos principales figuras, Ulises Lima y Arturo Belano, deben salir a la carrera junto a una prostituta y el otro miembro más joven del grupo, García Madero, al norte de México, a la región de Sonora donde, al tiempo que huyen y buscan refugio de algunos problemas que quieren dejar atrás, aprovechan para localizar el rastro de Cesárea Tinajero, una supuesta poeta de los años veinte a la que consideran, no queda claro el motivo puesto que apenas se conoce poema escrito por su mano, como la verdadera creadora del movimiento real visceralista.


Y el viaje produce revelaciones, como cualquier otro viaje iniciático, y termina por devolver a los protagonistas a la capital y a su posterior salida a diversos destinos en Europa o Latinoamérica, una especie de renuncia o exilio, no se sabe si buscado o forzado.


Nada más se necesita saber y, de hecho, poco más averiguará el lector sobre esta historia algo confusa por la propia dinámica de los personajes. Llegamos aquí, sin embargo, al nudo del mérito de Los detectives salvajes. El libro está dividido en tres partes claramente diferenciadas. Una primera que es el diario de García Madero, el joven que acompaña a Ulises y Arturo a Sonora, desde el día en que entra a formar parte aún sin apenas saberlo de los real visceralistas, hasta que han de salir de la capital federal para salvar sus vidas, todo ello en el año 1975.


A continuación tenemos una segunda parte, la de mayor extensión, formada por cincuenta y tres capítulos de variada longitud en los que la voz narrativa se disgrega. Cada narrador pasa a describir lo que ha conocido de Ulises o Arturo, cómo los ha conocido, dónde se los encontró, qué pensaba de ellos, lo que interpreta, en definitiva su pequeña versión de los hechos. De este modo, avanzamos en el tiempo a salto de mata y de una localización a otra, desde México a los Estados Unidos, París, Tel-Aviv, Malgrat, Barcelona o la Feria del Libro de Madrid. Estos capítulos abarcan desde el año 1976 hasta 1996. Aquí vemos la separación de los dos protagonistas, su renuncia al real visceralismo, sus vidas complejas, rotas y reconstruidas una y otra vez, sus vacíos de todo tipo, su lucha por avanzar, en suma, tenemos el verdadero testimonio en forma biográfica de lo que es el real visceralismo a falta de sus versos.


Y aquí es cuando se retoma nuevamente el diario de García Madero, en el mismo momento en que salen pitando de México D.F. y nos cuenta, de un modo algo más orgánico, los viajes por el norte en busca de Cesárea Tinajero y su separación definitiva de Belano y Lima.


Y es esta estructura lo que sostiene toda la novela, lo que la impulsa y permite que el lector crezca en ella, la habite de algún modo haciéndola suya y atribuyendo voluntades y deseos a los protagonistas. Bolaño opinaba que la mera narración lineal no era sino un eco del pasado y para él toda la novelística había de sostenerse sobre una arquitectura  potente y dinámica, como demuestra en Los detectives salvajes.


Y es así como logra que el lector se pregunte de continuo quiénes son esos detectives salvajes, si los protagonistas en busca del rastro perdido de la poeta Cesárea o quienes parecen seguir su pista y que suelen ser quienes interrogan a muchos de los narradores de la segunda parte. Pero también el lector pasa a formar parte de esos detectives, de quienes tratan de reconstruir un sentido en las vidas de Ulises Lima y Arturo Belano, tal vez obviando que nuestras biografías también toman esa forma poliédrica, que nuestras acciones tampoco son lineales y que vistos desde diferentes ángulos podemos resultar personas divertidas o estériles, ingeniosas o pacatas, generosas o egoístas, abusadoras y abusadas sin riesgo de perder la coherencia.


Y no de otra forma parece actuar Roberto Bolaño puesto que gran parte de los elementos de la novela los toma a préstamo de su propia biografía. Como Belano, con quien evidentemente guarda notable similitud fonética, viene de Chile, como él, vuelve a Chile en el año clave de 1973, poco antes del golpe de estado que derroca a Allende, como él se involucra en los movimientos poéticos de vanguardia del México de los setenta. También como él parece renunciar a los mismos y emigra a Barcelona junto a su madre para terminar viviendo en un pequeño pueblo de la Costa Brava.



Muchas preguntas surgen de todo ello. ¿Qué significa la renuncia al real visceralismo?¿Por qué los amigos se separan y parecen renunciar a todo? ¿Su vida es un fracaso consecuencia de una juventud estéril o es la prueba de la esterilidad y mediocridad de nuestro mundo? Cada lector podrá sacar sus propias conclusiones, completar esos enormes vacíos de que está hecha la obra, porque el silencio, lo que no se dice, es otro de los grandes protagonistas del libro.


Pero poco de esto nos ha de importar. Sin duda, el valor que pudo tener para Bolaño esta conexión biográfica debió ser innegable, pero estos paralelismos no deberían ser tenidos en cuenta para formular un juicio de la novela ni para tratar de avanzar en su interpretación. Al igual que todos los grandes autores, Bolaño toma de esos hechos biográficos los elementos para crear una historia que termina por trascenderlos. Y eso es así para toda la obra de este escritor tan acostumbrado a crear realidad partiendo de la ficción como hizo inventando biografías en La literatura nazi en América o con todas las referencias circulares que pueblan sus obras en las que, por ejemplo, aparece ya citado Arturo Belano previamente a Los detectives salvajes o en las palabras de Cesárea donde se prefigura otro gran libro del mismo autor, 2666.


La obra está escrita en un estilo muy dinámico, de modo que la lectura se hace sencilla pese a lo complejo de la estructura. Uno no tiene la sensación de perderse pero, si en algún momento esto ocurriera, poco importa, puesto que la trama avanza de modo circular. Algunas páginas están repletas de visceralismo propiamente dicho, con excreciones, escenas sexuales detalladamente descritas, pero en otras ocasiones la poética sale a la luz y la belleza de la escritura se manifiesta en primer plano. Y, en su conjunto, ésta es la principal razón por la que he podido disfrutar de la lectura de Los detectives salvajes, porque en sus páginas he hallado una belleza y una armonía contradicha puntualmente por el tono de determinadas partes pero que termina por salir a flote contra toda marea.


Como señaló Bolaño en alguna entrevista, cuando uno se entrega a la poesía de los grandes nombres, cuando se deja acercar a la misma hasta quemarse, la consumación es tal que uno ya no puede volver. Tal vez esto le ocurrió a Bolaño que nunca pudo dejar de publicar poesía en forma de largas novelas.



 

4 de mayo de 2024

Todas las almas (Javier Marías)

 


Leí Todas las almas de Javier Marías unos años después de su publicación (1985), probablemente a mediados de los noventa. Era mi primera lectura de Javier Marías pero el estilo me llamó tanto la atención que enseguida continué por otros títulos como Mañana en la batalla piensa en mí, Corazón tan blanco, Negra espalda del tiempo o la saga de Tu rostro mañana.


Ninguno de estos títulos me ha decepcionado, hasta el punto de leer otro como Faulkner y Nabokov, sobre vidas de escritores, que también me gustó. Recientemente leí sus dos últimas novelas, Berta Isla y Tomás Nevinson, nuevamente dos tremendos aciertos. Aún con la reseña de éstas pendiente de publicar llegó la triste noticia del fallecimiento de Marías y, por tanto, la certeza de no poder volver a sorprenderme con otro de sus textos enrevesados, llenos de vericuetos y reflexiones en las que el narrador y el escritor tienden a mezclarse en una bruma indistinguible. Guardo aún Los enamoramientos como última bala, pendiente de lectura, un último libro que dejé algo apartado porque los comentarios parecían alejarlo algo del supuesto estilo del autor que era precisamente lo que más me gustaba. Al final, tendrá su momento. Pero, entre tanto, decidí volver a aquella primera lectura, a Todas las almas, el libro que me ganó y que, de alguna manera, también fue el disparadero para su autor, la conformación definitiva de un modo de escribir, y por encima de todo, la creación de un universo temático que se ha convertido en tan propio y consustancial como inédito en nuestras letras.


Porque Todas las almas contiene en gran medida todo aquello que vendrá después, pero no de un modo tentativo, de prueba o experimento sino de manera madura y definitiva, en el convencimiento de que así y sobre eso era de lo que quería escribir el autor. Y aquella primera impresión no se ha visto alterada con el tiempo ni con la lectura de la obra posterior de Marías. Encuentro en Todas las almas el perfecto medio de entrada a esta fértil obra, un modo sencillo de conocer si este autor cautivará al lector o si, definitivamente, uno no debe adentrarse en títulos más densos y extensos.


Uno puede preguntarse de dónde toma Marías ese estilo cenagoso y laberíntico en el que las frases se alargan más allá de lo razonable pero que, tras muchos circunloquios regresan al punto de partida para cerrar gramaticalmente el periplo de manera certera. Un estilo en el que pocas cosas pasan y las que suceden no son tanto descritas en cuanto acciones sino tan solo como fruto de la reflexión del narrador. Un texto en el que el acto sexual no es propiamente descrito como tal sino a través de lo que piensa el narrador, lo que experimenta, de algún modo parece que lo que no se expresa mediante el verbo no tiene existencia real porque es a través de la palabra, de la asociación de ideas intelectual, como uno conforma su modo de entender el mundo y, por tanto, la manera en que se contará a futuro, creando un universo circular en el que el centro es esa reflexión.


Y es así como una bolsa de basura, los desechos de una jornada, pueden dar forma al modo de vida de un soltero o de una familia numerosa, al modo en que nos desprendemos y renovamos cada día, a la nostalgia de lo que dejamos ir, al río infinito de Heráclito o a la denuncia de un ramplón ecologismo, porque todo cabe en esa bolsa de basura, ese objeto que no importa al narrador en cuanto tal sino en su función de medio para expresar sus más variopintas ideas sobre cualquier tema, que luego será, o no, relevante para la trama.


Y es aquí donde quizá por primera vez soy consciente de un hallazgo que, con total seguridad habré leído en algún lugar, pues de tan obvio se me revela imposible no haberlo cogido al vuelo de algún artículo, opinión o reseña. Y es que Javier Marías, al que consideramos como un verso suelto de nuestras letras, un escritor anglófilo, extranjerizante, resulta ser un verdadero y fiel seguidor de una larga tradición que hunde sus orígenes en el Barroco español. Porque leyendo este libro he creído ver en esas largas frases, el perfecto contenedor para dejar salir al narrador omnisciente, el mismo estilo que se esconde bajo la prosa de Cervantes, un estilo que de tan amplio permite dar cabida a la crítica social, a la censura de su tiempo, a la nostalgia o la esperanza, sin perder nunca de vista que, en todo caso, su función ha de ser la de entretener, captar la atención del lector y, por tanto, ayudarle a entrar en el mundo narrado.


Y de esto Cervantes sabe mucho, Javier Marías no le va a la zaga. Y no se trata de poner a la misma altura ambas obras, tan solo reconocer una similitud de estilo y poder colocar, al fin, a nuestro autor más anglófilo dentro de lo que seguramente también más valoraba, nuestras letras más clásicas.



También ahora puedo reconocer la voz del narrador, distinta de la del protagonista, al modo de los apartes del teatro clásico, reflexiones que van dirigidas al lector, al público. Asimismo, este texto ha sido un perfecto modo de reconocer el papel del humor dentro de la obra de Marías. A raíz de su fallecimiento, a través de los recuerdos de amigos y conocidos, ha aflorado esa vía cómica, una cierta nostalgia por el mundo de la infancia, por los soldaditos y el disfraz, la impostura y la farsa. Y en estas páginas hay escenas hilarantes, contadas con su seriedad formal, tan solo para exacerbar aún más ese efecto cómico. Así, por ejemplo, su descripción de las high tables, esas comidas ceremoniales de Oxford, donde toda pompa y circunstancia termina derrumbándose en su propia ridiculez. En otra escena en la que viene a describirse una especie de guateque y que no deja de ser tan cómica como la película homónima.  


Hasta el momento no hemos descrito mínimamente el argumento de la novela. Pero poco puede decirse al respecto. Un joven profesor español acude a Oxford durante dos cursos lectivos y es ese periodo del que nos habla este protagonista, ya regresado a España, ya con una vida creada, mujer e hijo, rememorando ese pasado con motivo del conocimiento de diversos fallecimientos de algunos de los allí conocidos.


Esos dos años juegan como una especie de paréntesis y de suspensión del tiempo en la vida del profesor. Casi podríamos hablar de periodo iniciático si no fuera porque apenas hay experiencias trascendentes, tan solo las que aquél toma por tales. Y quizá sea siempre así, lo que nos acontece solo toma relevancia e importancia capital en función de cómo se lo tome cada uno. Lo que para algunos puede resultar un acontecimiento transformador que modelará el resto de su vida, para otros puede revelarse como mera anécdota.


Y en esto Todas las almas refleja tanto en el protagonista como en el autor el efecto de esos dos años. Para Marías, sin duda, ese viaje significó mucho y le permitió alumbrar ese mundo literario tan personal que ya no abandonará. Un efecto transformador que también sirve para el narrador de la novela, que ya vuelto a Madrid, rememora y reconstruye aquel pasado, esos dos años, con cierta extrañeza y distancia, casi como una fábula que debe narrar para creer cierta.


Y dado que estamos ante una suspensión del tiempo, un momento en el que podemos adoptar una vida que no es la nuestra porque sabemos que nadie nos la reclamará cuando regresemos a nuestro vivir habitual, pueden sucedernos extrañas historias como el descubrimiento de viejas historias del servicio secreto británico o de la pequeña comunidad, secta tal vez, seguidora de autores malditos y extraños, como ese John Gawsworth al que posteriormente tanto deberá Marías al heredar el trono del reino de Redonda, nuevo punto de contacto y fusión entre narrador y autor.  

 

Poco nos importa que en la novela, ya se ha dicho, apenas pase nada, ni tan siquiera que prácticamente todos los personajes se expresen de similar manera, sean refinados profesores, libreros de viejo o transeúntes. El lenguaje juega un importante papel en la novela, pero no a modo de diferenciación, tan solo para nuevas reflexiones, para marcar la distancia entre el idioma propio y el adoptado, el inglés, para ver cómo lo emplean en nuestros días esos viejos profesores que todo lo que saben de España es lo leído en las obras de Tirso de Molina, con sus arcaísmos y sus petulancias trasnochadas, o el modo de adjetivar del experto en Valle-Inclán.


Todas las almas es uno de los colegios o fraternidades de Oxford  (All Souls) y de aquí toma el nombre de la novela Javier Marías, si bien, el lector será tentado para creer que el nombre también hace alusión al desnudamiento de los personajes que pueblan el texto, al modo en que afloran sus más íntimos deseos o la negación de los mismos (hablamos de británicos, no se olvide). Porque, de manera sorprendente pese a lo dicho hasta ahora, aunque apenas si pasa algo, a que todos se expresan de manera algo impersonal, la verdad es que Marías logra hacer de todos ellos personajes vívidos, reales, tangibles, almas que pasan por la vida de Marías, como él pasa por la de ellos, como todos somos paseantes de las vivencias ajenas.


Cierro el libro con ganas de más, con la sensación de estar tan solo en el prólogo de una historia que ha de venir, y esa historia se encontrará en muchos de los restantes libros de Marías, a los que bien podría aplicarse el mismo título, ese de todas las almas, porque de eso trataba la obra de Javier Marías, de las almas, las nuestras y la suya.  



 

9 de marzo de 2024

El turno de los perdedores (Serrgio Lozano)

 


 

Por diversos vericuetos ha llegado a mis manos El turno de los perdedores, obra de Sergio Lozano y finalista del Premio "Bellvei Negro". Sergio Lozano tiene publicadas otras novelas así como una obra teatral, lo que demuestra una gran versatilidad y diversidad de intereses.


En este caso, y como el propio nombre del premio delata, estamos ante una obra del género negro, un campo que no conozco en profundidad más allá de los grandes clásicos de Hammett y Chandler, pero que siempre ha gozado de gran prestigio y un numeroso grupo de admiradores y compradores compulsivos. No se puede pasar por alto la conexión que hay entre estas novelas y su correlato cinematográfico. Apenas hay una gran obra del género que no tenga versión en la pantalla, normalmente con muy buenos resultados.


Podemos sostener que la agilidad de los textos, los diálogos cortantes y efectistas,  una visión descarnada de la realidad y tramas complejas, con giros inesperados, facilitan la conversión en guiones cinematográficos eficaces. Pero también podría sostenerse que el lenguaje del cine forjó la adaptación de las novelas negras en un proceso de influencia recíproca del que ambos mundos obtuvieron notables beneficios.  


Sea como fuere, lo cierto es que ya hemos enunciado algunos de los elementos cruciales de este tipo de novelas. La rapidez en el planteamiento de la esencia del relato, el peso de la acción, que impulsa toda la obra, sin que por ello los aspectos psicológicos de los personajes queden necesariamente en un segundo plano. Este peso de la trama se ve reforzado por los frecuentes giros imprevistos, el juego de las apariencias y falsas pistas que ayudan a mantener al lector en vilo durante toda la lectura. También es tributario del género el escaso espacio dejado para las descripciones pausadas, incluso en el caso de los protagonistas, que suelen ser dibujados mediante grandes trazos, perfilados posteriormente, más por los hechos que por la voz omnisciente del narrador.  


A diferencia de lo que ocurre con otros palos literarios, estas novelas pueden permitirse un tono agrio y de rudeza descriptiva al amparo de un verismo que de real testimonio de los bajos fondos. También puede frecuentar la política y el dinero como fuentes corruptas, y todo ello sin levantar excesivas ampollas. Así, estas novelas permiten recrear los aspectos más turbios del submundo del crimen y del delito, las drogas y la prostitución, la inmigración ilegal o, simplemente, el hambre que no aparece en otras obras. De hecho, podría establecerse una correlación entre el auge del género y las épocas de crisis, económica o moral, una vía de escape a través de la que dar forma a la sospecha que aún no han certificado los tribunales. Se puede hablar de corrupción cuando es un secreto a voces, se puede denunciar el tráfico mafioso antes de que la evasión de impuestos dicte su sentencia, y así sucesivamente.

 


Pero volvamos a El turno de los perdedores, una novela de moderada extensión que encaja a la perfección en estos clichés del género, no como mero ejercicio de recreación, sino de manera consciente y voluntaria, tratando de actualizar a nuestro país, nuestro tiempo, esa vitalidad del género. Dadas las características de la novela, es fácil sobrepasar la línea del mero resumen argumental por la del destripe del argumento, error fatal en un estilo en el que la complicidad del lector expectante lo es todo. Así que iremos con cuidado.


La historia podría resumirse como el proceso por el que salta por los aires toda una trama delictiva en la que se mezclan, como suele ocurrir en la realidad, el tráfico de drogas, la corrupción política y la violencia delictiva de los bajos fondos, como brazo ejecutor de los anteriores.


La obra es rica en personajes y, aunque el ritmo ágil impide una profundidad real en muchos de ellos, lo cierto es que cumplen suficientemente su papel de comparsas en mayor o menor medida porque, realmente, el argumento se organiza en tres vértices principales representados cada uno de ellos por su correspondiente protagonista. Eduardo es un policía cuya misión es desarticular la trama delictiva en la que ha logrado infiltrarse, al tiempo que lucha por conservar su vida en terreno tan hostil. Cristina es la inspectora policial encargada de la investigación. Entre ambos existe una ambivalencia afectiva, por así decirlo. Cristina no solo teme por la suerte de Eduardo sino que, gran profesional como es, tratará de que la operación termine con un éxito completo, desarticulando todas las ramificaciones, incluyendo las políticas, pese a quien pese. Esto le colocará en una difícil posición ante sus superiores, más cerca del poder real, más próximos a sufrir las consecuencias de que caiga quien no debería caer, de que salgan a la luz determinadas cuestiones que a casi nadie interesa airear.


Para cerrar el triángulo citado, llegamos a Ale, el eslabón débil de la banda, el punto a través del que Eduardo tratará de descubrir y arrestar a todos los participantes. Ale es, sin duda, el personaje más trabajado y mejor conseguido de toda la novela. En sus vacilaciones y temores, en su infancia poco prometedora, en su iniciación en el crimen, Lozano crea ese vínculo que ganará la simpatía del lector y que le convertirá en el personaje más complejo de la obra, el más vívido y realista, pleno de contradicciones y deseos contrapuestos.

 

Pero no pasemos por alto que los tres son perdedores, esos a los que se cita en el propio título. Eduardo en un escalón funcionarial bajo, Cristina limitada por las presiones políticas a las que se pliegan sus responsables, en un cálculo que media entre el efecto mediático de las actuaciones policiales y el no tocar las narices a los poderosos. Alejandro porque no deja de ser el matón, el que sufre el desprecio de su jefe, un mafioso local, quien le cree una mera máquina ejecutora, un medio para lograr sus fines, pero del que se puede prescindir en cualquier momento si así fuera necesario.


Son los perdedores, los que ocupan un lugar más bajo, no necesariamente en la escala social, sino en la escala moral de sus propios mundos, los que nunca parece que podrán optar a mejores puestos, a otra dimensión. Y es en torno a ellos donde habita el núcleo argumental de la novela y el vínculo emocional con los lectores. 


Desde un punto de vista formal, ya hemos comentado que la novela se construye sobre los estereotipos del género, si bien, aporta una viveza en los diálogos sobre los que se apoya en gran medida toda la acción confiriéndole una agilidad y viveza que te empuja a avanzar sobre sus breves, casi esquemáticas escenas. Y es que Lozano ahorra en gran medida las descripciones sustituyéndolas por unos diálogos ágiles y bien construidos, casi propios de un guión cinematográfico, característica que igualmente aplica a los saltos continuos entre un escenario y otro, logrando mantener al tiempo la atención del lector en varias escenas que se van superponiendo a modo coral.   


Pese a que la trama es lo principal y todo está encaminado al final, ese clímax con sorpresa que da un giro inesperado al argumento, podemos encontrar pequeñas reflexiones, algunas tópicas, propias del género, pero otras que denotan una gran originalidad y audacia al insertarlas en un contexto poco propicio. Así, pasamos del humor negro ("LLevo veinte años rodeado de ratas, ¿crees que no distingo el olor a queso? ") a la ironía paradójica ("Cuando la muerte te persigue solo tienes dos opciones, huir o enfrentarte a ella. La segunda opción es la que siempre eligen los tontos y los valientes. Lo difícil es saber a cuál de esos dos grupos perteneces"), sin olvidar la inesperada aparición de pasajes líricos, en especial los que describen las pocas relaciones sinceras y honestas que aparecen en la novela.


Poco más podemos adelantar, no sabremos si el final es feliz o no, si los perdedores aprovecharán su turno o si el silencio caerá sobre sus actos, si Cristina borrará el recuerdo doloroso que guarda Eduardo o si Ale logra deshacer su propio laberinto interior. Esto queda como labor para cada lector. Por nuestra parte queda solo recomendar la lectura de El turno de los perdedores y desear que la leve puerta abierta al final del libro de paso a una secuela a la altura.