Mostrando entradas con la etiqueta Viajes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Viajes. Mostrar todas las entradas

18 de octubre de 2024

El coloso de Marusi (Henry Miller)

 


Descubrir la Grecia de Henry Miller en El coloso de Marusi es sumergirse en una reflexión profunda sobre la esencia humana, en un mundo al borde del caos. No es solo un libro de viajes, sino una meditación sobre la vida, la pobreza, y la cultura. Miller nos invita a cuestionar nuestros propios valores y la dirección en la que nos lleva la civilización moderna.



Llego a El coloso de Marusi (Edhasa), de Henry Miller, gracias a varias referencias contenidas en Corazón de Ulises de Javier Reverte y a otros encuentros casuales con este título en revistas o internet. La obra es presentada como una especie de libro de viajes, basado en la estancia de su autor durante un año aproximadamente al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, huyendo de la amenazada Francia y accediendo a una generosa invitación de Lawrence Durrel quien residía en Corfú en aquellos tiempos.


Pongámonos previamente en contexto. Henry Miller contaba con cuarenta y ocho años. Había vivido una década en París desde donde había publicado dos novelas, Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, que aún no gozaban de la fama y reconocimiento que tendrían más tarde y que le llevaron por primera vez a ser juzgado en los Estados Unidos por obscenidad viendo cómo sus libros pasaban al comercio clandestino.

 

Miller había dejado los Estados Unidos en parte por la pobreza en que vivía, en parte buscando ese viaje literario por excelencia que otros ya habían hecho y proclamado al mundo, como Hemingway o Scott FitzGerald. No solo París es una fiesta, sino que también es enormemente barato en comparación con Nueva York. Allí uno puede escribir por las mañanas, comer en un figón una comida decente bañada por un vino aceptable y barato, y pasear por la tarde por sus bulevares y junto al Sena.  

 

Pero el París de los años treinta ya no es el de los felices veinte. Ha habido una intentona por acabar con el régimen de la III República en el 34; dos años después hay unas elecciones que dan el poder al Frente Popular, una cierta simetría con el conflicto que nace en España y por el que, a diferencia de otros coetáneos como el propio Hemingway o Dos Passos, Henry Miller parece no sentir interés especial.

 

Entre tanto, Lawrence Durrel, a quien ha conocido unos años antes en la bohemia parisina, le envía continuas misivas invitándole a instalarse con él en la soleada Corfú alejándose así de las amenazas de una guerra inminente. Y es así como Miller viaja a Grecia para pasar allí un año y visitar Corfú, Atenas, Esparta, unos cuantos recintos arqueológicos o Creta.

 

En su viaje, Miller parece arrostrar la gran tragedia de que se le note a la legua que es americano. Y no menos duro de sobrellevar para él es el que parezca que no hay griego con el que se cruce que no haya vivido en América y se lo quiera hacer saber. En Chicago, Montreal o la propia Nueva York. Todos estos griegos lamentan su decisión de volver a la patria, un país pobre y sin posibilidades, con gente rústica y ordinaria. Nada parecido a la riqueza americana, a sus avanzados conceptos económicos, a sus comodidades, sus coches, sus edificios altísimos, en suma, a su papel señero de la modernidad.

 

Estos emigrantes griegos que ahora, ya regresados a su país de origen, sienten nostalgia de su exilio, quieren noticias, quieren confirmar sus convicciones y prejuicios, pero encuentran en Miller una dura piedra. El autor no disimula en muchas ocasiones el rechazo y odio que siente por los Estados Unidos. Considera que el camino elegido por esa nación, el protagonismo del individuo en detrimento de la comunidad, sus ideales expansivos que obvian lo que de natural tiene la sociedad humana, son la prueba de la espantosa deriva a la que se asoma el mundo entero. Para él, Grecia simboliza precisamente todo lo contrario. Es precisamente en esa pobreza que avergüenza a los griegos en la que encuentra el fundamento de su grandeza y de la admiración que siente por el país. Como bien señala, pobreza no es igual a miseria y afirma que en Grecia ha visto mucha pobreza, pero apenas miseria, todo lo contrario de lo que ha podido vivir en Estados Unidos y, en menor medida, en otras naciones como Inglaterra o la propia Francia. El autor gusta de sorprender a todos sus contertulios asegurando que no desea volver a Norteamérica en lo que le queda de vida, tan grande es su resquemor por su país.

 

Pero no solo de griegos está poblada Grecia. Otra gran desgracia que sufre Miller en este viaje es la de parecer atraer a todo extranjero que se encuentre en esta tierra. Así, los cónsules, agregados comerciales o funcionarios varios, de diversas nacionalidades, los turistas americanos o los viajeros ingleses, siempre llegando de alguna parte con destino a cualquier otro lugar, parecen anhelar la connivencia con Miller en contra de esta tierra dura y agreste, de su pueblo endurecido, casi salvaje, nada que ver con sus ilustres antepasados idealizados.

 

En estos encuentros, pocos parecen ser capaces de sortear el desprecio de nuestro viajero. Ni los extranjeros por su desconocimiento del verdadero espíritu griego, ni los ciudadanos de su arcadia soñada por no estar en la mayoría de ocasiones a la altura de las ensoñaciones ideales de Miller. Nadie, ni siquiera su amigo Durrell, especialmente Durrell. Su amigo poeta es un inglés que lo sigue siendo pese a no haber vivido casi en su tierra natal pero que, como todos los ingleses, gusta de vivir en una pequeña burbuja anglosajona, buscando mantener sus costumbres más allá de lo razonable, haciendo esperar a todos horas hasta lograr su desayuno de huevos pasados por agua al punto exacto. Miller va quedando hastiado de todos ellos ya que, a su juicio, solo él mismo parece ser capaz de exprimir la esencia de esta tierra, lo que no deja de revelar una soberbia propia de ese espíritu occidental que tanto deplora.

 

Pero no para todos existe un reproche de Miller, para todos no. Para Katsimbalis Solo hay bellas palabras y una sincera amistad, afecto y reconocimiento. Katsimbalis era un héroe de la guerra, de la Primera Guerra Mundial y de la lucha frustrada contra Turquía en la que Atatürk logró la victoria. Pero, más allá de sus méritos y hazañas militares, Katsimbalis es un escritor, editor e intelectual griego de gran altura. Su obra y, especialmente, la comprensión de su lugar en el mundo, es lo que causa la admiración y respeto de Miller.  De hecho, el título de este libro hace referencia a la talla que confiere al griego y a su residencia, Marusi, una fea población del extrarradio ateniense.

 

A estas alturas, no sorprende que afirmemos que no estamos ante un libro de viajes, al menos no al uso, salvo que tengamos por tal el propio viaje interior, de renacer espiritual, que nos narra Miller. De sus peculiares obsesiones nace un profundo sentimiento de incomodidad con su tiempo, con la civilización que progresivamente se extiende por todas partes, manchando cuanto toca. Un mundo en el que el individualismo y la falta de comunión espiritual entre los hombres y de estos con la Naturaleza va corroyendo progresivamente toda esperanza de salvación.

 

Este sentimiento se refleja en las tierras griegas, en un momento de duda e incertidumbre mundial, con Alemania ocupando Polonia y la amenaza de guerra en Grecia a manos de un vecino italiano, marrullero y taimado, que ha ocupado Albania y tiene ya a su alcance la Grecia continental. Es en este momento de incertidumbre, cuando la máquina militar amenaza la vida, cuando Miller siente con mayor fuerza la importancia del pueblo griego, volcado en su pobreza, en sus cortas tradiciones, sin comprender la grandeza de su pasado y, por tanto, pudiendo sentirse orgulloso de ella con más motivo, sin altanería ni soberbia a la que tan afines son los norteamericanos o, más aún, los ingleses a los que tanto parece despreciar Miller.

 

Los paisajes áridos, abruptos, el carácter algo asilvestrado, el florecimiento repentino de los sentimientos, el orgullo feroz, todo eso es lo que Miller valora. Pero sus altas opiniones son siempre teóricas y no acostumbran a resistir la realidad. Sus encuentros con los locales suelen estar teñidos de resentimiento. No se ahorran descripciones de la zafiedad, agresividad e incultura de los griegos a los que, pocos párrafos atrás, se ha ensalzado por esos mismos motivos. Pero Miller no pretende la coherencia, tan solo explora su propia percepción de la vida.

 

Y solo guarda buenas palabras para Katsimbalis, por encima de su amigo Durrell, siempre el griego se alza con la admiración del autor, sin que uno termine de tener claros los motivos, sin que llegue a expresarse nunca de manera clara qué es lo que hace que ese titán, el héroe de guerra, pueda con sus palabras, con sus actos, encarnar todo ese ideal sencillo y sincero que Miller no termina de vislumbrar en las tabernas de Creta o del Peloponeso.

 

 

Y así visto, no como ese libro de viajes, esa descripción acerada de la Grecia clásica que se nos quiere vender, sino más bien como ese viaje hacia el nudo gordiano de todas las cosas, es como el libro cobra todo su sentido y valor.

 

Las páginas son ahora vistas como ese largo proceso por el que se concluye una búsqueda la que Miller había dado inicio años atrás, sin rumbo, sin sentido, tan solo dando bandazos pero que, de un modo u otro, le han dirigido aquí, a esta tierra en la que comprende el secreto de la vida, algo similar a la meditación en la que la concentración lleva a la falta de atención en nada particular, tan solo al ser y existir, al pasar, sin dejarse llevar o atar por nada o nadie.

 

Tal vez el punto clave de esa inflexión llega de la mano de Katsimbalis cuando le hace visitar a una especie de adivino que vive en un asentamiento de refugiados armenios y que le revela un impresionante futuro, un futuro al que ansía llegar, hacer presente, una adivinación que le confirma en todo aquello que viene removiendo su espíritu desde hace tiempo, ese sentimiento que ha visto nacer visitando ruinas de antiguos santuarios griegos, pocos días antes. 

 

Eleusis, el famoso enclave arqueológico, cuna de ritos iniciáticos secretos, en los que las drogas se empleaban con fines desconocidos es, junto al adivino armenio, el culmen espiritual del libro, el clímax en el que Miller alcanza la comprensión de su destino en la vida. Tal vez restos de las supuestas hierbas embriagadoras que se empleaban en aquellos ritos, flotaban en el ambiente el día en que Miller visitó las ruinas. Pero, sea como fuere, lo cierto es que cualquier lugar es bueno para renacer, mejor aún si tiene ese pasado mezcla de misticismo y liberación, de ritos ocultos e introspección mental.

 

Nace así un nuevo deseo, el de retornar a los Estados Unidos, contradiciendo así todas las afirmaciones que había hecho en sentido contrario a cuantos se interesaban por la cuestión. Henry Miller ya era célebre por la publicación de sus provocadoras primeras novelas pero será a partir de su regreso a los Estados Unidos en 1940 y la publicación de este testimonio de admiración a Grecia y a ese coloso de Marusi cuando su influencia crecerá en la Literatura y más allá. Cuánto debe a Katsimbalis, al anciano armenio, a Eleusis, a las ruinas de Cnosos y Festos o a los paisajes rocosos de la Ática es algo que deberá decidir cada lector.

 


9 de septiembre de 2024

Gozo (Azahara Alonso)


Gozo, una pequeña isla en el corazón del Mediterráneo, se convierte en el escenario de una exploración íntima y filosófica sobre el significado de un año sabático. Azahara Alonso nos invita a sumergirnos en un viaje donde las preguntas son más importantes que las respuestas, y donde el ritmo pausado de la vida insular revela la esencia de una pausa vital. ¿Qué significa realmente detenerse en un mundo que nunca deja de girar?


Gozo es una isla, la segunda más grande del archipiélago que forma la República de Malta, incluida en la Unión Europea desde 2004. Tras un complejo pasado asociado a ocupaciones normandas y a diversas órdenes militares, fue colonia británica entre 1814 y 1964. Malta ha sabido ganarse un lugar precisamente por esa herencia inglesa que le ha permitido convertirse en un destino para estudiantes de idiomas temerosos de la niebla y la gastronomía británica y que aquí pueden dedicarse a estudiar por las mañanas y tirarse sobre la arena por las tardes.

 

Gozo tiene una extensión de 67 kilómetros cuadrados y una población de 30.000 habitantes, su lado más largo es de unos 14 kilómetros y el más estrecho de unos 5 kilómetros. Esto arroja una densidad poblacional de 470 habitantes por kilómetro cuadrado, casi pareja a la densidad de iglesias, puesto que la isla se precia de tener un templo, entendido en sentido amplio, por cada día del año.

 

Pese a la herencia católica, las costumbres toman prestada ciertas rutinas de su vecino mayor, Italia, como la pasta y los postres, o la defensa a ultranza de un catolicismo propio de otros tiempos donde solo a regañadientes se ha admitido el divorcio, no hablemos de otras desviaciones de la doctrina de la Iglesia.

 

Y a esta remota y breve isla llega Azahara Alonso para vivir durante un año aproximadamente junto a su pareja ante el desconcierto de familiares, amigos y, aún más, de sus nuevos vecinos que solo entienden la vida de los extranjeros en las islas como retiro vacacional, no como retiro del mundo, como destino ideal para un año sabático.

 

¿Pero, qué es un año sabático? ¿A qué nos referimos cuando empleamos una expresión tan manida? Debe durar realmente un año o sirve que se trate de un periodo de tiempo prolongado, ¿seis meses? Y si es más de un año, ¿ya estamos hablando de otra cosa? Y el término sabático, ¿hace referencia al descanso hebreo? ¿A esa obligación religiosa de no hacer nada o se puede considerar que solo implica abandonar la actividad profesional habitual?

 

Y sobre todo esto se interroga la autora, dejando claro que uno puede dedicarse a escribir durante este periodo, pero si se toma el año para escribir un libro, llevar adelante un proyecto, solo estaríamos hablando de un año de descanso del trabajo habitual para llevar a cabo otro diferente.

 

En suma, la esencia de un año sabático es que se trate de un periodo prolongado de tiempo sin una dedicación especial a nada en concreto. Normalmente se asocia con un punto de inflexión, una forma de decir que se pare el mundo, que yo me bajo y me subo cuando vuelva a pasar, y entre tanto reflexiono sobre qué quiero hacer, qué giro quiero que adopte mi vida, mi profesión, mi destino vital.

 

Pero también tenemos la versión supuestamente frecuente en otros países por la que un joven, al concluir sus estudios, se dedica a recorrer el mundo antes de lanzarse a la vida laboral que se supone que le consumirá plenamente en una pira de eficiencia y propósitos renovados. Esta es una extraña figura que no entiendo mucho puesto que, si después de más de veinte años de preparación y formación uno necesita un año para pensar qué hacer con su vida, mal vamos, pero de todo ha de haber.

 

Volvamos a nuestra autora, que decidió residir en este pequeño enclave sin un objetivo muy claro ni definido, tal vez solo para ver lo que pasaba, con una única premisa en mientes, la de tratar de maximizar una exigua cantidad de dinero para hacerla durar en ese remoto paraje el mayor tiempo posible. Esto fue poco después de concluir sus estudios, tal vez después de unos trabajos algo precarios y de una cierta desorientación.

 

Gozo (publicado por Siruela) es, por tanto, el resultado de ese periodo sabático y de las reflexiones nacidas en torno a él. Poco más se puede contar. El texto se forma de conjuntos de párrafos asociados por cierta unidad temática, separados por asteriscos en los que la autora va reflexionando en torno a cualquier asunto que se le ocurra, y aquí cabe todo.

 

Desde la función de la fotografía en esa misión de apropiar al fotografiado, especialmente en la época del selfie, del mundo entero, a las tradiciones perdidas largo tiempo, a las reflexiones de pensadores y filósofos sobre el trabajo, el ocio y el salario. Juicios críticos sobre el turismo, las conversaciones casuales, especialmente con isleños que desconfían de todo y todos, que cuentan las cucharillas cuando devuelves las llaves del piso alquilado o cuando ves la profusión de comida basura que parece adueñarse de cada centímetro de la isla.

 

 


 

Se sorprende por la aparente contradicción de la dependencia del agua, de su transporte para el abastecimiento, cuando una isla es precisamente un espacio de tierra rodeado de agua y cuando, en Gozo, desde cualquier rincón se divisa el mar, presencia imposible de obviar. También nos habla de la ausencia de árboles, más allá de los ornamentales, de la quietud que se respira en unos templos repartidos por todas partes, de las carreteras enloquecidas y de la afición a combinar la conducción y el alcohol, peligrosa mixtura, como da prueba con algunos hechos luctuosos.

 

Dado que Alonso es filósofa, hace gala de ello con abundantes citas a autores franceses, lo que da siempre un toque intelectual sofisticado, al menos para dar conversación en la mesa camilla. Sus ideas sobre el trabajo, el reparto entre ocio y labor, la posibilidad de vivir sin hacer nada más allá de llegar a ser, realizarse, todas ideas estupendas desde el puesto de profesor universitario de prestigio, con un buen sueldo a cambio de unas cuantas horas de clase a la semana.

 

Pero de todo ello saca brillo nuestra isleña, de todo saca fruto porque tal vez la esencia de ese sabatismo es precisamente poder extraer el jugo que haya en cada idea, no depender de encontrar el tiempo suficiente para reflexionar sobre ello, el poder observar la vida de los otros, el modo en que se conducen y sorprenderse, como ella hace, de las extensísimas y agotadoras jornadas de las cajeras del supermercado local, de sus propias experiencias cuando trata de buscar un trabajo de unas pocas horas para alargar en algo su exilio en medio del Mediterráneo.

 

Y poco más se puede contar de este libro sin entrar a enumerar cada uno de los infinitos puntos sobre los que se detiene, en ocasiones de manera reiterada a lo largo de las páginas, en otras para sopesar la cuestión y no retomarla nunca más.

 

No hay tampoco una descripción cronológica del año, antes bien, se pretende todo lo contrario, saltar del año sabático a momentos previos, momentos posteriores, de hecho el libro se escribe ya regresada a España, sin duda tal vez el libro resulta más bien una idea que nace una vez ya reincorporada a la vida civil, al compromiso con la sociedad y con uno mismo, a la vida ordinaria de la que el año sabático fue tan solo un breve paréntesis al que ahora se aferra como oasis imaginario, como punto de escape intelectual.

 

Lo cierto es que es un libro que en un principio no se sabe a dónde se dirige, pero termina por gustar precisamente por ello, porque nos lleva a muchos lugares, algunos que nos interesan, otros que no tanto, pero siempre resulta estimulante. Azahara Alonso no ofrece recetas ni respuestas, ya se sabe que la filosofía comienza por hacerse preguntas, y en este libro las hay a cientos. Para quien se deje cautivar por la hermosa portada, sepa que es una promesa de un interior tan fresco y jugoso como el del melocotón que se nos ofrece.

 

30 de julio de 2024

Corazón de Ulises (Javier Reverte)


Tras un par de experiencias algo decepcionantes, decidí volver a leer uno de los libros que más me gustó de Javier Reverte, tratando de obviar El sueño de África, que probablemente sea su título más vendido y mejor conseguido. Guardaba un recuerdo especial de Corazón de Ulises (Ed. Debolsillo), el relato sobre su periplo griego.  


Y en esta vuelta al pasado, me he reconciliado con el autor, con su sabiduría y su buen saber hacer. Con ese estilo que solo parece sencillo en apariencia pero que requiere de un enorme trabajo previo para saber exprimir con justeza cada dato y anécdota, cada situación real vivida en el viaje para no caer en una simple recopilación de historietas o una mezcla de Wikipedia y guía turística de aeropuerto.  Y tal vez he comprendido que los defectos vistos en los dos libros anteriormente aquí reseñados y que tanto me defraudaron, no lo fueron tanto por demérito de su autor, sino tal vez de los propios enclaves escogidos.


Porque, en Corazón de Ulises, Javier Reverte salta con garbo desde el Peloponeso a Alejandría, Creta o Turquía, rememorando los tiempos heroicos de los aqueos, las invasiones dóricas y las migraciones jónicas, los enfrentamientos míticos entre aqueos y troyanos, la convulsa expansión de Alejandro Magno y el reparto funerario de su imperio, el poder del naciente Islam, un poco de las Cruzadas, el poderío otomano sobre la región y la lucha final por la independencia del pueblo griego. En suma, mucha historia, un ambiente cambiante cada pocas páginas, con saltos de isla a isla en ferris, cambios de continente, aviones y autobuses, coches de alquiler o taxistas timadores, casi emulando la errabundez del Ulises invocada desde el propio título de la obra.  


Pero este viaje al inicio de lo que hoy conocemos como la cuna de la civilización occidental, no pasa por alto los logros de la Literatura en que se inspira, la lírica de Safo, las tragedias de Sófocles, Eurípides o Esquilo, las comedias de Aristófanes o los cantos de Píndaro, ni obviamente, la epopeya homérica en la forma de esos dos grandes poemas que crean la épica y la aventura, el tamaño por el que medimos a los héroes y a los hombres, el valor y el sufrimiento, la astucia y la medida humana.  


Este viaje también da pie a hablar de la naciente ciencia matemática gracias a Pitágoras, de las explicaciones que nos llevan directos a la ciencia de la mano de los primeros grandes filósofos, del arte de Fidias o Mirón, de la invención de géneros como la Historia o la misma literatura de viajes, de la que Reverte no es sino un continuador de la estela que surge de Herodoto. Y en él también nos habla de los exploradores románticos que creyeron a pies juntillas que las historias de Homero eran tan ciertas que una buena excavación podría aflorar las ruinas de la Troya de Elena, como así fue. La vida de estos primeros arqueólogos y sus continuadores, con sus luces y sombras, nos ofrece otra imagen de cómo los europeos nos remitimos a Grecia cuando pensamos en nuestros orígenes.  


Así, es fácil entender cómo Trieste o Nueva York palidecen en comparación con los cielos de azul infinito de esta bella tierra y toda su historia. Tampoco Venecia soporta bien el embate y uno casi lamenta que Reverte desoyera sus propias palabras, cuando aquí asegura haber decidido no escribir nada sobre la Serenísima, idea que tanto el autor como yo habíamos olvidado con el tiempo.


Este viaje nos recuerda cuánto debemos a Grecia, cómo esta tierra pobre y árida, supo adelantarse a su tiempo y elevarse sobre sus propias limitaciones, desde su tribalismo primitivo, a la necesaria emigración por todo el Asia Menor cuando los dorios invadieron sus tierras. Porque esa referencia a Grecia ha de expandirse necesariamente a las infinitas islas del Egeo, a las costas turcas, al Mar Negro, a cuyas aguas llegaron los argonautas, en una historia que mitifica la lucha por el comercio, o a la otra orilla del Mediterráneo, a África, donde Tales de Mileto supo medir la altura de las pirámides gracias al incipiente conocimiento matemático de ángulos y proyecciones.


Y Reverte nos ofrece esa impresión griega antes de ser pasada por el tamiz romano que llegó a adoptar como propias muchas divinidades griegas, su arquitectura ya cambiar nombres de manera definitiva, muy especialmente Troya por Ilión y Ulises por Odiseo. Su viaje al pasado toma mucho de aquellos mitos descriptivos de una realidad que aquellos hombres no eran capaces de explicar de otro modo o que creían mejor expresados en forma de mitos, pues todos conocían de sobra la realidad que subyacía en los mismos. Tenemos ese viaje ya citado de los argonautas en busca del vellocino de oro, la tan conocida historia del rapto de Elena o el laberinto del minotauro de Creta y el sometimiento de Atenas.

  


Por aquí desfilan el monte Olimpo y las competiciones griegas recuperadas para el mundo por Pierre de Coubertin, las victorias de Maratón, Salamina, el valor de los trescientos espartanos y las innumerables y cruentas guerras civiles entre aquellas ciudades estado que solo parecían dejar de lado sus diferencias cuando los persas se acercaban a sus fronteras o cuando un rey venido de la pacata Macedonia les unía para alcanzar las fronteras del mundo conocido, más lejos, siempre más lejos decía Alejandro Magno a sus soldados.  


En esa posición oriental dentro del Mediterráneo, a los griegos les tocó ser el cortafuegos frente a los persas, un pueblo en el que el poder del monarca era omnímodo, donde sus ciudadanos no merecían este nombre y en el que el poder de los sátrapas podía decidir sobre la vida y muerte de todos. Esa lucha ejemplifica, de un modo u otro, una continua contraposición de ideas y principios, un vértice geográfico por el que se cuelan concepciones antagónicas del mundo pero también unas rutas del conocimiento y el comercio que alentaron civilizaciones. El conflicto Occidente-Oriente viene de aquellos tiempos y aún antes, así que no es de extrañar que a las conquistas del macedonio le sucedieran las ansias dominadoras de los romanos y de su hijo, el Imperio Bizantino, pero también que la revancha llegara de la mano de una nueva religión, el Islam, que rodeó el Mediterráneo, desde el reino visigodo de la antigua Hispania, hasta Estambul. Porque la Historia es cíclica y los vencedores de hoy son los derrotados del mañana. Así, los griegos padecieron la ocupación y opresión del invasor otomano y las huellas de este poder son tan visibles hoy como las estatuas de la sensual Afrodita o las fortalezas venecianas y genovesas que salpican las islas del Egeo.


Como escritor español, Reverte no pasa por alto la batalla de Lepanto y la pérdida de la mano de Cervantes, tal vez uno más de los hechos que terminaron por aferrarle a una silla para escribir su genial Quijote. Pero tampoco desdeña la sabiduría y paciencia de Kavafis, cuya sombra busca por los cafetines de Alejandría, tal vez con mejor tino que la similar indagación sobre Italo Svevo en Trieste. También persigue la sombra esquiva del romántico Byron quien encontró la muerte asaltando una fortaleza turca tal y como soñaba.  


Pero el texto se vuelve lírico y sensual cuando el viajero llega a la pequeña Ítaca, la isla que vio partir a Odiseo y a la que, largos años después, casi arruinada su hacienda por el abuso de los pretendientes, tornó, más sabio y humano, perdida ya la pátina de héroe mitológico que acompañaba a todos los protagonistas de la Ilíada. Y es allí donde hace amistad con el dueño de su pequeña pensión, en la que encuentra un alma tal vez gemela, tal vez envidiada en su vida rutinaria pero rica. Y es en esta isla donde, finalmente, cierra el círculo de su viaje, comprendiendo las palabras de Ulises, quien describe su isla con un arrobo que la geografía desmiente, porque ahora él también sabe que la riqueza se forma en el trayecto más que en la meta, en las preguntas más que en las respuestas, en la potencia antes que en el ser.

 

 

13 de junio de 2024

New York, New York (Javier Reverte)


 

La Literatura viajera no forma parte de nuestra tradición canónica, a diferencia de lo que ocurre en otras naciones donde el género tiene gran prestigio, lo que implica que grandes autores hayan hecho importantes aportaciones al género.

 

Y es sorprendente ya que España ha sido objeto de numerosos libros de viajeros y visitantes que nos han retratado como bárbaros, gitanos con guitarra, toreros y bandoleros, pobres, corruptos e incultos, salvo contadas excepciones que han evitado el exotismo y caer en el tópico. Desde el Manual para viajeros por España, de Richard Ford, una versión decimonónica de las Guías Lonely Planet, al Viaje por España de Théophile Gautier o La Biblia en España de George Borrow, muchos han dejado su visión de estas tierras sin que por ello hayamos sentido idéntico impulso, ni por visitar las propias de una manera similar, ni por andar por otras y dar cuenta de nuestras impresiones.

 

Pero esta relativa sequía concluye de manera deslumbrante con El sueño de África (1996) de Javier Reverte y sus dos secuelas (Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África). En el estilo de otros afamados autores contemporáneos, Reverte encontró una fórmula maestra que atrapó a innumerables lectores. El relato se vertebra sobre la idea del viaje del propio autor, sus anécdotas, miedos y peripecias, debidamente salteadas con notas de color local, conversaciones con quienes se cruza, abundantes referencias históricas al pasado del país visitado y bastantes guiños a las obras de otros viajeros, obras musicales y literarias relacionadas de un modo u otro con ese entorno. También hay un importante peso del contraste y comparación, de cuánto nos parecemos en el fondo pese a las aparentes diferencias, y de cuánto nos separa y podemos aprender de lo ajeno.

 

El éxito de esta fórmula depende en gran medida de la pericia en combinar todos esos elementos, de la manera en que se enhebre un relato coherente, que no ofrezca la impresión de una mera colección de retales tomados de aquí o allá sin más sentido que el de completar el número de páginas requerido por el editor. Desde luego, también pesa el talento para la narración del autor, y el interés del lector en los parajes visitados. Lo primero puede hacer que un lugar sin apenas interés resulte tan apasionante como la India de Kipling, lo segundo puede convertir en digerible una obra que de otro modo habríamos dejado de lado en el estante de la librería.

 

Y dicho todo esto, hay que concluir que Javier Reverte logró en títulos como la ya citada Trilogía de África, u otros como Corazón de Ulises sobre la Grecia clásica o Canta Irlanda, un éxito más que merecido por la calidad e interés de lo escrito.

 

En el caso del libro que aquí nos ocupa, New York, New York (Ed. Plaza & Janés), el sentimiento es ambiguo. De una parte, el talento de Reverte es innegable, su prosa limpia, con pasajes rápidos e ingeniosos, sabe dejar hueco para cierto lirismo, sin cansar por ello, recurriendo siempre a lo literario, dando protagonismo a las grandes figuras en casi la misma medida que a quienes no figuran en los relatos oficiales pero que contribuyeron tanto o más a la Historia.

 

Pero, por otra parte, uno siente que la fórmula se agota y que la esencia de la localización se escapa entre los dedos del autor, que lo que trata de expresar no llega a formularse de manera convincente.

 

Veamos. El planteamiento de New York, New York es el de describir los tres meses que el autor pasó en la ciudad, instalado gracias a los ingresos de un premio literario y con el fin de iniciar la escritura de una novela. Así, el tiempo de Reverte en Nueva York se distribuye como él mismo señala, en paseos errabundos por la urbe y tiempo de escritura. Para ello, toma la forma de diario, en un sentido exclusivamente formal, ya que lo escrito no va dirigido al propio Reverte, sino al lector del libro que sabe que va a publicar, pero sí toma el formalismo de las entradas diarias.

 

Esto le permite dejar un tono de cotidianeidad y rutina, de dar cuenta de como amanece cada día, si llueve o hace calor, de lo que come y dónde, de lo que hacer en cada momento sin mayor rango o discriminación entre lo irrelevante y lo mollar, entre visitas más o menos previsibles y estereotipadas o hechos más interesantes. Y no hay mayor modo de romper la magia del viaje, que verse sometido a una interminable ristra de hechos triviales y que poco aportan, que no responden a una selección del escritor, una debida priorización que permita una narración coherente de la visita. Más bien, nos desliza en ocasiones la sensación de un diario de un personaje de una película de Woody Allen, un ocioso burgués sin mucho que hacer más allá de pasear, visitar exposiciones y hablar con cuantos se cruce pero que, en ningún caso, aporta un valor adicional, una pizca de ese deseo de visitar lo descrito.


En ocasiones resultan más sugerentes las citas y reflexiones de otros autores sobre la ciudad que las que él mismo formula, invitando casi a abandonar el libro por ese otro que parece más inspirado. Y, sin embargo, pese a ello, hay algo que te aferra a estas páginas. Tal vez sea la simpatía por el autor, por esa impresión que deja en ocasiones de que, a diferencia de la odisea africana, cualquiera podría pisar estas calles y hacer lo mismo que él, que no tiene nada especial que mostrarnos, que tal vez, cualquiera puede perderse en esta urbe sin necesidad de que él nos ilumine con mejores artes. Porque, y en esto hay que dar la razón a Reverte, poco podrá hacer para describir el skyline de Manhattan o el esplendor del puente de Brooklyn o la impresión de la Estatua de la Libertad. Poco puede hacer para dibujar ese enjambrado y bullicioso ambiente de las calles neoyorkinas que no tengamos ya en nuestra retina gracias al cine. Nada podrá decirnos que no sepamos sobre esta ciudad, tal vez algún pequeño dato, algún vislumbre inédito, pero Reverte se rinde a la posibilidad de la sorpresa.



Y, visto así, el libro se convierte a mis ojos en el pequeño y culto relato de unas largas vacaciones de un hombre en la capital del mundo. Una persona capaz de comer tartar de salmón en un restaurante francés o de asistir recurrentementea varios conciertos de jazz sin entender nada de esta música. De ir a un concierto de Joan Baez y llorar escuchando The Night They Drove Old Dixie Down, qué no habría hecho si hubiera escuchado a The Band.  Es así como, poco a poco, dejando ver algunas costuras imperfectas, me reconcilio con la lectura y concluyo el libro.


Y gracias a Reverte siempre creeré que las calles de Nueva York saben guardar un silencio tan pasmoso en algunos momentos que equivale a la soledad ruidosa de un bosque o que existen pequeños rincones en Central Park donde uno puede respirar y sentir la presencia de los espíritus de aquellos indios que habitaron la isla antes de la llegada de los holandeses. También será ese lugar donde te puedas encontrar paseando por la calle con un antiguo amigo largamente perdido de visita por la ciudad, y que acude para correr la famosa maratón pero de espaldas, ahí es nada. Un lugar en el que, pese a ser la ciudad que nunca duerme, cada mañana amanecemos para mirar por la ventana qué día nos espera hoy y decidir si asaltamos el bar de la Estación Central y sus ostras o si visitamos la tumba de Federico García, el padre de otro Federico García más famoso, que vino a morir donde su hijo encontró la inspiración para uno de los mejores libros de poesía de nuestro siglo pasado.


Y también, como un poso prejuicioso, tal vez de mera envidia, creeré que ante la grandeza de los paisajes africanos o el inmenso peso de la historia de Occidente condensada en un puñado de islas y una península, el fresco que nos ofrece Nueva York es hueco y superficial. Que la altura de sus rascacielos no es sino un intento inútil y egocéntrico por rivalizar con Babel y que un olivo anciano, azotado por el viento del Egeo guarda más verdad y asienta mejor sus raíces que todo el bajo Manhattan. Y todo esto ahora también lo sé gracias a Reverte.