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9 de septiembre de 2024

Gozo (Azahara Alonso)


Gozo, una pequeña isla en el corazón del Mediterráneo, se convierte en el escenario de una exploración íntima y filosófica sobre el significado de un año sabático. Azahara Alonso nos invita a sumergirnos en un viaje donde las preguntas son más importantes que las respuestas, y donde el ritmo pausado de la vida insular revela la esencia de una pausa vital. ¿Qué significa realmente detenerse en un mundo que nunca deja de girar?


Gozo es una isla, la segunda más grande del archipiélago que forma la República de Malta, incluida en la Unión Europea desde 2004. Tras un complejo pasado asociado a ocupaciones normandas y a diversas órdenes militares, fue colonia británica entre 1814 y 1964. Malta ha sabido ganarse un lugar precisamente por esa herencia inglesa que le ha permitido convertirse en un destino para estudiantes de idiomas temerosos de la niebla y la gastronomía británica y que aquí pueden dedicarse a estudiar por las mañanas y tirarse sobre la arena por las tardes.

 

Gozo tiene una extensión de 67 kilómetros cuadrados y una población de 30.000 habitantes, su lado más largo es de unos 14 kilómetros y el más estrecho de unos 5 kilómetros. Esto arroja una densidad poblacional de 470 habitantes por kilómetro cuadrado, casi pareja a la densidad de iglesias, puesto que la isla se precia de tener un templo, entendido en sentido amplio, por cada día del año.

 

Pese a la herencia católica, las costumbres toman prestada ciertas rutinas de su vecino mayor, Italia, como la pasta y los postres, o la defensa a ultranza de un catolicismo propio de otros tiempos donde solo a regañadientes se ha admitido el divorcio, no hablemos de otras desviaciones de la doctrina de la Iglesia.

 

Y a esta remota y breve isla llega Azahara Alonso para vivir durante un año aproximadamente junto a su pareja ante el desconcierto de familiares, amigos y, aún más, de sus nuevos vecinos que solo entienden la vida de los extranjeros en las islas como retiro vacacional, no como retiro del mundo, como destino ideal para un año sabático.

 

¿Pero, qué es un año sabático? ¿A qué nos referimos cuando empleamos una expresión tan manida? Debe durar realmente un año o sirve que se trate de un periodo de tiempo prolongado, ¿seis meses? Y si es más de un año, ¿ya estamos hablando de otra cosa? Y el término sabático, ¿hace referencia al descanso hebreo? ¿A esa obligación religiosa de no hacer nada o se puede considerar que solo implica abandonar la actividad profesional habitual?

 

Y sobre todo esto se interroga la autora, dejando claro que uno puede dedicarse a escribir durante este periodo, pero si se toma el año para escribir un libro, llevar adelante un proyecto, solo estaríamos hablando de un año de descanso del trabajo habitual para llevar a cabo otro diferente.

 

En suma, la esencia de un año sabático es que se trate de un periodo prolongado de tiempo sin una dedicación especial a nada en concreto. Normalmente se asocia con un punto de inflexión, una forma de decir que se pare el mundo, que yo me bajo y me subo cuando vuelva a pasar, y entre tanto reflexiono sobre qué quiero hacer, qué giro quiero que adopte mi vida, mi profesión, mi destino vital.

 

Pero también tenemos la versión supuestamente frecuente en otros países por la que un joven, al concluir sus estudios, se dedica a recorrer el mundo antes de lanzarse a la vida laboral que se supone que le consumirá plenamente en una pira de eficiencia y propósitos renovados. Esta es una extraña figura que no entiendo mucho puesto que, si después de más de veinte años de preparación y formación uno necesita un año para pensar qué hacer con su vida, mal vamos, pero de todo ha de haber.

 

Volvamos a nuestra autora, que decidió residir en este pequeño enclave sin un objetivo muy claro ni definido, tal vez solo para ver lo que pasaba, con una única premisa en mientes, la de tratar de maximizar una exigua cantidad de dinero para hacerla durar en ese remoto paraje el mayor tiempo posible. Esto fue poco después de concluir sus estudios, tal vez después de unos trabajos algo precarios y de una cierta desorientación.

 

Gozo (publicado por Siruela) es, por tanto, el resultado de ese periodo sabático y de las reflexiones nacidas en torno a él. Poco más se puede contar. El texto se forma de conjuntos de párrafos asociados por cierta unidad temática, separados por asteriscos en los que la autora va reflexionando en torno a cualquier asunto que se le ocurra, y aquí cabe todo.

 

Desde la función de la fotografía en esa misión de apropiar al fotografiado, especialmente en la época del selfie, del mundo entero, a las tradiciones perdidas largo tiempo, a las reflexiones de pensadores y filósofos sobre el trabajo, el ocio y el salario. Juicios críticos sobre el turismo, las conversaciones casuales, especialmente con isleños que desconfían de todo y todos, que cuentan las cucharillas cuando devuelves las llaves del piso alquilado o cuando ves la profusión de comida basura que parece adueñarse de cada centímetro de la isla.

 

 


 

Se sorprende por la aparente contradicción de la dependencia del agua, de su transporte para el abastecimiento, cuando una isla es precisamente un espacio de tierra rodeado de agua y cuando, en Gozo, desde cualquier rincón se divisa el mar, presencia imposible de obviar. También nos habla de la ausencia de árboles, más allá de los ornamentales, de la quietud que se respira en unos templos repartidos por todas partes, de las carreteras enloquecidas y de la afición a combinar la conducción y el alcohol, peligrosa mixtura, como da prueba con algunos hechos luctuosos.

 

Dado que Alonso es filósofa, hace gala de ello con abundantes citas a autores franceses, lo que da siempre un toque intelectual sofisticado, al menos para dar conversación en la mesa camilla. Sus ideas sobre el trabajo, el reparto entre ocio y labor, la posibilidad de vivir sin hacer nada más allá de llegar a ser, realizarse, todas ideas estupendas desde el puesto de profesor universitario de prestigio, con un buen sueldo a cambio de unas cuantas horas de clase a la semana.

 

Pero de todo ello saca brillo nuestra isleña, de todo saca fruto porque tal vez la esencia de ese sabatismo es precisamente poder extraer el jugo que haya en cada idea, no depender de encontrar el tiempo suficiente para reflexionar sobre ello, el poder observar la vida de los otros, el modo en que se conducen y sorprenderse, como ella hace, de las extensísimas y agotadoras jornadas de las cajeras del supermercado local, de sus propias experiencias cuando trata de buscar un trabajo de unas pocas horas para alargar en algo su exilio en medio del Mediterráneo.

 

Y poco más se puede contar de este libro sin entrar a enumerar cada uno de los infinitos puntos sobre los que se detiene, en ocasiones de manera reiterada a lo largo de las páginas, en otras para sopesar la cuestión y no retomarla nunca más.

 

No hay tampoco una descripción cronológica del año, antes bien, se pretende todo lo contrario, saltar del año sabático a momentos previos, momentos posteriores, de hecho el libro se escribe ya regresada a España, sin duda tal vez el libro resulta más bien una idea que nace una vez ya reincorporada a la vida civil, al compromiso con la sociedad y con uno mismo, a la vida ordinaria de la que el año sabático fue tan solo un breve paréntesis al que ahora se aferra como oasis imaginario, como punto de escape intelectual.

 

Lo cierto es que es un libro que en un principio no se sabe a dónde se dirige, pero termina por gustar precisamente por ello, porque nos lleva a muchos lugares, algunos que nos interesan, otros que no tanto, pero siempre resulta estimulante. Azahara Alonso no ofrece recetas ni respuestas, ya se sabe que la filosofía comienza por hacerse preguntas, y en este libro las hay a cientos. Para quien se deje cautivar por la hermosa portada, sepa que es una promesa de un interior tan fresco y jugoso como el del melocotón que se nos ofrece.

 

30 de julio de 2024

Corazón de Ulises (Javier Reverte)


Tras un par de experiencias algo decepcionantes, decidí volver a leer uno de los libros que más me gustó de Javier Reverte, tratando de obviar El sueño de África, que probablemente sea su título más vendido y mejor conseguido. Guardaba un recuerdo especial de Corazón de Ulises (Ed. Debolsillo), el relato sobre su periplo griego.  


Y en esta vuelta al pasado, me he reconciliado con el autor, con su sabiduría y su buen saber hacer. Con ese estilo que solo parece sencillo en apariencia pero que requiere de un enorme trabajo previo para saber exprimir con justeza cada dato y anécdota, cada situación real vivida en el viaje para no caer en una simple recopilación de historietas o una mezcla de Wikipedia y guía turística de aeropuerto.  Y tal vez he comprendido que los defectos vistos en los dos libros anteriormente aquí reseñados y que tanto me defraudaron, no lo fueron tanto por demérito de su autor, sino tal vez de los propios enclaves escogidos.


Porque, en Corazón de Ulises, Javier Reverte salta con garbo desde el Peloponeso a Alejandría, Creta o Turquía, rememorando los tiempos heroicos de los aqueos, las invasiones dóricas y las migraciones jónicas, los enfrentamientos míticos entre aqueos y troyanos, la convulsa expansión de Alejandro Magno y el reparto funerario de su imperio, el poder del naciente Islam, un poco de las Cruzadas, el poderío otomano sobre la región y la lucha final por la independencia del pueblo griego. En suma, mucha historia, un ambiente cambiante cada pocas páginas, con saltos de isla a isla en ferris, cambios de continente, aviones y autobuses, coches de alquiler o taxistas timadores, casi emulando la errabundez del Ulises invocada desde el propio título de la obra.  


Pero este viaje al inicio de lo que hoy conocemos como la cuna de la civilización occidental, no pasa por alto los logros de la Literatura en que se inspira, la lírica de Safo, las tragedias de Sófocles, Eurípides o Esquilo, las comedias de Aristófanes o los cantos de Píndaro, ni obviamente, la epopeya homérica en la forma de esos dos grandes poemas que crean la épica y la aventura, el tamaño por el que medimos a los héroes y a los hombres, el valor y el sufrimiento, la astucia y la medida humana.  


Este viaje también da pie a hablar de la naciente ciencia matemática gracias a Pitágoras, de las explicaciones que nos llevan directos a la ciencia de la mano de los primeros grandes filósofos, del arte de Fidias o Mirón, de la invención de géneros como la Historia o la misma literatura de viajes, de la que Reverte no es sino un continuador de la estela que surge de Herodoto. Y en él también nos habla de los exploradores románticos que creyeron a pies juntillas que las historias de Homero eran tan ciertas que una buena excavación podría aflorar las ruinas de la Troya de Elena, como así fue. La vida de estos primeros arqueólogos y sus continuadores, con sus luces y sombras, nos ofrece otra imagen de cómo los europeos nos remitimos a Grecia cuando pensamos en nuestros orígenes.  


Así, es fácil entender cómo Trieste o Nueva York palidecen en comparación con los cielos de azul infinito de esta bella tierra y toda su historia. Tampoco Venecia soporta bien el embate y uno casi lamenta que Reverte desoyera sus propias palabras, cuando aquí asegura haber decidido no escribir nada sobre la Serenísima, idea que tanto el autor como yo habíamos olvidado con el tiempo.


Este viaje nos recuerda cuánto debemos a Grecia, cómo esta tierra pobre y árida, supo adelantarse a su tiempo y elevarse sobre sus propias limitaciones, desde su tribalismo primitivo, a la necesaria emigración por todo el Asia Menor cuando los dorios invadieron sus tierras. Porque esa referencia a Grecia ha de expandirse necesariamente a las infinitas islas del Egeo, a las costas turcas, al Mar Negro, a cuyas aguas llegaron los argonautas, en una historia que mitifica la lucha por el comercio, o a la otra orilla del Mediterráneo, a África, donde Tales de Mileto supo medir la altura de las pirámides gracias al incipiente conocimiento matemático de ángulos y proyecciones.


Y Reverte nos ofrece esa impresión griega antes de ser pasada por el tamiz romano que llegó a adoptar como propias muchas divinidades griegas, su arquitectura ya cambiar nombres de manera definitiva, muy especialmente Troya por Ilión y Ulises por Odiseo. Su viaje al pasado toma mucho de aquellos mitos descriptivos de una realidad que aquellos hombres no eran capaces de explicar de otro modo o que creían mejor expresados en forma de mitos, pues todos conocían de sobra la realidad que subyacía en los mismos. Tenemos ese viaje ya citado de los argonautas en busca del vellocino de oro, la tan conocida historia del rapto de Elena o el laberinto del minotauro de Creta y el sometimiento de Atenas.

  


Por aquí desfilan el monte Olimpo y las competiciones griegas recuperadas para el mundo por Pierre de Coubertin, las victorias de Maratón, Salamina, el valor de los trescientos espartanos y las innumerables y cruentas guerras civiles entre aquellas ciudades estado que solo parecían dejar de lado sus diferencias cuando los persas se acercaban a sus fronteras o cuando un rey venido de la pacata Macedonia les unía para alcanzar las fronteras del mundo conocido, más lejos, siempre más lejos decía Alejandro Magno a sus soldados.  


En esa posición oriental dentro del Mediterráneo, a los griegos les tocó ser el cortafuegos frente a los persas, un pueblo en el que el poder del monarca era omnímodo, donde sus ciudadanos no merecían este nombre y en el que el poder de los sátrapas podía decidir sobre la vida y muerte de todos. Esa lucha ejemplifica, de un modo u otro, una continua contraposición de ideas y principios, un vértice geográfico por el que se cuelan concepciones antagónicas del mundo pero también unas rutas del conocimiento y el comercio que alentaron civilizaciones. El conflicto Occidente-Oriente viene de aquellos tiempos y aún antes, así que no es de extrañar que a las conquistas del macedonio le sucedieran las ansias dominadoras de los romanos y de su hijo, el Imperio Bizantino, pero también que la revancha llegara de la mano de una nueva religión, el Islam, que rodeó el Mediterráneo, desde el reino visigodo de la antigua Hispania, hasta Estambul. Porque la Historia es cíclica y los vencedores de hoy son los derrotados del mañana. Así, los griegos padecieron la ocupación y opresión del invasor otomano y las huellas de este poder son tan visibles hoy como las estatuas de la sensual Afrodita o las fortalezas venecianas y genovesas que salpican las islas del Egeo.


Como escritor español, Reverte no pasa por alto la batalla de Lepanto y la pérdida de la mano de Cervantes, tal vez uno más de los hechos que terminaron por aferrarle a una silla para escribir su genial Quijote. Pero tampoco desdeña la sabiduría y paciencia de Kavafis, cuya sombra busca por los cafetines de Alejandría, tal vez con mejor tino que la similar indagación sobre Italo Svevo en Trieste. También persigue la sombra esquiva del romántico Byron quien encontró la muerte asaltando una fortaleza turca tal y como soñaba.  


Pero el texto se vuelve lírico y sensual cuando el viajero llega a la pequeña Ítaca, la isla que vio partir a Odiseo y a la que, largos años después, casi arruinada su hacienda por el abuso de los pretendientes, tornó, más sabio y humano, perdida ya la pátina de héroe mitológico que acompañaba a todos los protagonistas de la Ilíada. Y es allí donde hace amistad con el dueño de su pequeña pensión, en la que encuentra un alma tal vez gemela, tal vez envidiada en su vida rutinaria pero rica. Y es en esta isla donde, finalmente, cierra el círculo de su viaje, comprendiendo las palabras de Ulises, quien describe su isla con un arrobo que la geografía desmiente, porque ahora él también sabe que la riqueza se forma en el trayecto más que en la meta, en las preguntas más que en las respuestas, en la potencia antes que en el ser.

 

 

13 de junio de 2024

New York, New York (Javier Reverte)


 

La Literatura viajera no forma parte de nuestra tradición canónica, a diferencia de lo que ocurre en otras naciones donde el género tiene gran prestigio, lo que implica que grandes autores hayan hecho importantes aportaciones al género.

 

Y es sorprendente ya que España ha sido objeto de numerosos libros de viajeros y visitantes que nos han retratado como bárbaros, gitanos con guitarra, toreros y bandoleros, pobres, corruptos e incultos, salvo contadas excepciones que han evitado el exotismo y caer en el tópico. Desde el Manual para viajeros por España, de Richard Ford, una versión decimonónica de las Guías Lonely Planet, al Viaje por España de Théophile Gautier o La Biblia en España de George Borrow, muchos han dejado su visión de estas tierras sin que por ello hayamos sentido idéntico impulso, ni por visitar las propias de una manera similar, ni por andar por otras y dar cuenta de nuestras impresiones.

 

Pero esta relativa sequía concluye de manera deslumbrante con El sueño de África (1996) de Javier Reverte y sus dos secuelas (Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África). En el estilo de otros afamados autores contemporáneos, Reverte encontró una fórmula maestra que atrapó a innumerables lectores. El relato se vertebra sobre la idea del viaje del propio autor, sus anécdotas, miedos y peripecias, debidamente salteadas con notas de color local, conversaciones con quienes se cruza, abundantes referencias históricas al pasado del país visitado y bastantes guiños a las obras de otros viajeros, obras musicales y literarias relacionadas de un modo u otro con ese entorno. También hay un importante peso del contraste y comparación, de cuánto nos parecemos en el fondo pese a las aparentes diferencias, y de cuánto nos separa y podemos aprender de lo ajeno.

 

El éxito de esta fórmula depende en gran medida de la pericia en combinar todos esos elementos, de la manera en que se enhebre un relato coherente, que no ofrezca la impresión de una mera colección de retales tomados de aquí o allá sin más sentido que el de completar el número de páginas requerido por el editor. Desde luego, también pesa el talento para la narración del autor, y el interés del lector en los parajes visitados. Lo primero puede hacer que un lugar sin apenas interés resulte tan apasionante como la India de Kipling, lo segundo puede convertir en digerible una obra que de otro modo habríamos dejado de lado en el estante de la librería.

 

Y dicho todo esto, hay que concluir que Javier Reverte logró en títulos como la ya citada Trilogía de África, u otros como Corazón de Ulises sobre la Grecia clásica o Canta Irlanda, un éxito más que merecido por la calidad e interés de lo escrito.

 

En el caso del libro que aquí nos ocupa, New York, New York (Ed. Plaza & Janés), el sentimiento es ambiguo. De una parte, el talento de Reverte es innegable, su prosa limpia, con pasajes rápidos e ingeniosos, sabe dejar hueco para cierto lirismo, sin cansar por ello, recurriendo siempre a lo literario, dando protagonismo a las grandes figuras en casi la misma medida que a quienes no figuran en los relatos oficiales pero que contribuyeron tanto o más a la Historia.

 

Pero, por otra parte, uno siente que la fórmula se agota y que la esencia de la localización se escapa entre los dedos del autor, que lo que trata de expresar no llega a formularse de manera convincente.

 

Veamos. El planteamiento de New York, New York es el de describir los tres meses que el autor pasó en la ciudad, instalado gracias a los ingresos de un premio literario y con el fin de iniciar la escritura de una novela. Así, el tiempo de Reverte en Nueva York se distribuye como él mismo señala, en paseos errabundos por la urbe y tiempo de escritura. Para ello, toma la forma de diario, en un sentido exclusivamente formal, ya que lo escrito no va dirigido al propio Reverte, sino al lector del libro que sabe que va a publicar, pero sí toma el formalismo de las entradas diarias.

 

Esto le permite dejar un tono de cotidianeidad y rutina, de dar cuenta de como amanece cada día, si llueve o hace calor, de lo que come y dónde, de lo que hacer en cada momento sin mayor rango o discriminación entre lo irrelevante y lo mollar, entre visitas más o menos previsibles y estereotipadas o hechos más interesantes. Y no hay mayor modo de romper la magia del viaje, que verse sometido a una interminable ristra de hechos triviales y que poco aportan, que no responden a una selección del escritor, una debida priorización que permita una narración coherente de la visita. Más bien, nos desliza en ocasiones la sensación de un diario de un personaje de una película de Woody Allen, un ocioso burgués sin mucho que hacer más allá de pasear, visitar exposiciones y hablar con cuantos se cruce pero que, en ningún caso, aporta un valor adicional, una pizca de ese deseo de visitar lo descrito.


En ocasiones resultan más sugerentes las citas y reflexiones de otros autores sobre la ciudad que las que él mismo formula, invitando casi a abandonar el libro por ese otro que parece más inspirado. Y, sin embargo, pese a ello, hay algo que te aferra a estas páginas. Tal vez sea la simpatía por el autor, por esa impresión que deja en ocasiones de que, a diferencia de la odisea africana, cualquiera podría pisar estas calles y hacer lo mismo que él, que no tiene nada especial que mostrarnos, que tal vez, cualquiera puede perderse en esta urbe sin necesidad de que él nos ilumine con mejores artes. Porque, y en esto hay que dar la razón a Reverte, poco podrá hacer para describir el skyline de Manhattan o el esplendor del puente de Brooklyn o la impresión de la Estatua de la Libertad. Poco puede hacer para dibujar ese enjambrado y bullicioso ambiente de las calles neoyorkinas que no tengamos ya en nuestra retina gracias al cine. Nada podrá decirnos que no sepamos sobre esta ciudad, tal vez algún pequeño dato, algún vislumbre inédito, pero Reverte se rinde a la posibilidad de la sorpresa.



Y, visto así, el libro se convierte a mis ojos en el pequeño y culto relato de unas largas vacaciones de un hombre en la capital del mundo. Una persona capaz de comer tartar de salmón en un restaurante francés o de asistir recurrentementea varios conciertos de jazz sin entender nada de esta música. De ir a un concierto de Joan Baez y llorar escuchando The Night They Drove Old Dixie Down, qué no habría hecho si hubiera escuchado a The Band.  Es así como, poco a poco, dejando ver algunas costuras imperfectas, me reconcilio con la lectura y concluyo el libro.


Y gracias a Reverte siempre creeré que las calles de Nueva York saben guardar un silencio tan pasmoso en algunos momentos que equivale a la soledad ruidosa de un bosque o que existen pequeños rincones en Central Park donde uno puede respirar y sentir la presencia de los espíritus de aquellos indios que habitaron la isla antes de la llegada de los holandeses. También será ese lugar donde te puedas encontrar paseando por la calle con un antiguo amigo largamente perdido de visita por la ciudad, y que acude para correr la famosa maratón pero de espaldas, ahí es nada. Un lugar en el que, pese a ser la ciudad que nunca duerme, cada mañana amanecemos para mirar por la ventana qué día nos espera hoy y decidir si asaltamos el bar de la Estación Central y sus ostras o si visitamos la tumba de Federico García, el padre de otro Federico García más famoso, que vino a morir donde su hijo encontró la inspiración para uno de los mejores libros de poesía de nuestro siglo pasado.


Y también, como un poso prejuicioso, tal vez de mera envidia, creeré que ante la grandeza de los paisajes africanos o el inmenso peso de la historia de Occidente condensada en un puñado de islas y una península, el fresco que nos ofrece Nueva York es hueco y superficial. Que la altura de sus rascacielos no es sino un intento inútil y egocéntrico por rivalizar con Babel y que un olivo anciano, azotado por el viento del Egeo guarda más verdad y asienta mejor sus raíces que todo el bajo Manhattan. Y todo esto ahora también lo sé gracias a Reverte.



 

24 de abril de 2024

Suite Italiana: Viaje a Venecia, Trieste y Sicilia (Javier Revete)



La suite es una forma musical consistente en varias piezas de naturaleza, ritmos y estilos diversos que comparten un nexo común, normalmente la tonalidad.


En este sentido es perfectamente apropiado el título de esta obra, Suite italiana: un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia (Ed. Plaza & Janés, 2020). Este libro de Javier Reverte sobre un precipitado periplo italiano como él mismo confiesa en la introducción, recoge tres escenarios desconexos entre sí pero unidos no solo por la obvia italianidad de su geografía sino, muy especialmente, por la búsqueda de la realidad a través de la Literatura.


Como en el resto de su literatura viajera, Reverte combina la experiencia personal del narrador con numerosas notas históricas, nunca perdiendo de vista cómo han influido en el presente, junto a referencias biográficas de otros viajeros que pasaron por esas tierras y a los literatos que alumbró o a los que inspiró.


Precisamente, esta dependencia de la Literatura es la característica que más peso parece guardar en este volumen frente al resto de elementos. Así, La muerte en Venecia de Thomas Mann, El gatopardo de Lampedusa y la miríada de autores triestinos como Saba, Svevo y Joyce, triestino por acogimiento, conforman la piedra angular de este libro.


El texto fue publicado en 2020, apenas unos meses antes del fallecimiento del autor, siendo por tanto, su última obra publicada en vida. Es fácil comprender que, a una avanzada edad, no resulta sencillo afrontar un texto que iluminase el mundo italiano de un modo tan portentoso como lo hizo anteriormente con el griego en Corazón de Ulises, y también hay que reconocer que ya Reverte se había acercado en Un otoño romano a esta geografía.


Por otro lado, la historia italiana es tan extensa y compleja que resultaría difícil poder trabajar en paralelo en tiempos tan diversos como la Edad Media y los estados pontificios, la Magna Grecia siciliana, el movimiento de reunificación, las tensiones Norte-Sur, tan apremiantes aún en nuestros días, o la asfixiante carga del milenio de historia de la Roma Antigua. De ahí que convenga la elección más reducida del autor, tanto en cuanto al escenario geográfico como a las referencias que le sirven de hilo conductor.


Pero comencemos por el primer puerto de destino: Venecia. Como no podría ser de otra manera y siguiendo las indicaciones del narrador de La muerte en Venecia, Javier Reverte se acerca a la Serenísima desde el mar, tomando un  barco que le trasplante al mundo suspendido en el tiempo, mezcla de gloria pétrea del pasado y de parque temático del presente. 


Y en esta Venecia el autor siente el mordisco de la decepción. La incapacidad de encontrar un alojamiento digno a los increíbles precios que los turistas están dispuestos a pagar, la calidad de la comida, el abarrotamiento de los principales monumentos y, en contraste, el abandono del resto de la ciudad, apenas visitada a pocas calles o canales de la Plaza de San Marcos.


Pero precisamente la siembra de la Venecia de nuestros días se hace en gran medida en los tiempos de Mann y aún antes, cuando la ciudad se convierte en una parada obligatoria para pintores, músicos, escritores y ricos, muchos ricos que dieron forma a lo que debe ser una visita a Venecia, paseo en góndola y café a precio de menú completo en restaurante de tres estrellas michelín a la espera de tornar a los autobuses que les acerquen a alguna de las ciudades que rodean la laguna y que sirven como lanzadera para los aluviones diarios o al crucero de lujo que se alejará de la dama del Adriático al mismo tiempo que los recuerdos de los turistas se congelan en las fotografías de sus teléfonos.  


Los escenarios que Reverte visita son de sobra conocidos, San Marcos, su plaza, su basílica, Rialto y, en su caso, el Lido. Pero en esta Venecia parece haber anidado la peste que mató al protagonista de la novela de Mann. Una peste metafórica que en la obra representa la decadencia moral trenzada con el sentimiento de culpa tal vez, pero que en este tiempo se transmuta en la sorprendente paradoja que expresó Wilde de manera sublime, matamos aquello que amamos.


Tal vez el peso de esta realidad apague el espíritu de Reverte y las páginas dedicadas a Venecia parecen languidecer igual que los días de von Aschenbach a la espera de un leve contacto con Tadzio. Las páginas dedicadas a narrar parte de la historia de la ciudad, su prestigio, su poder naval y su éxito comercial parecen entresacadas de la Wikipedia o de algún texto de similar perfil. El autor no llega a implicarse con la ciudad, en ningún momento, y su partida solo parece procurarle el alivio que haya quien escapa de la muerte.


Y de Venecia, saltamos a Trieste, la más extraña de las ciudades italianas, que realmente siempre perteneció al Imperio austrohúngaro o a sus predecesores y que fue entregada a Italia tras la Primera Guerra Mundial, aunque la perdió tras la derrota en el siguiente conflicto, si bien pronto fue recuperada.


Tenemos así una ciudad de corte austríaco, fue la única salida al Mediterráneo de la Corona de los Habsburgo, pero con un corazón italiano por su proximidad a la península y por las influencias de la cultura latina. A su puerto acudió una importante colonia judía que convivía con una población repartida entre los funcionarios austríacos, los italianos inmigrantes que formaban el estrato social más bajo junto a los eslavos, otra minoría de notable peso.  


Es en este complejo entramado en el que surge una forma de ser peculiar y específica de la ciudad, un modo de verse a sí mismos, entre dos mundos tan opuestos como el meridional y el germánico, y de aquí nace de un modo natural una forma de expresión en los autores que dan fama a la ciudad, Italo Svevo y Umberto Saba son las banderas locales. Sin embargo, la fama internacional parece estar de la parte de otros autores que pasaron un tiempo por las calles triestinas, como Rilke y Joyce, que no solo escribió Dublineses en Trieste sino que dió comienzo a su Ulises (tal vez el propio título le fue inspirado a la vista del Mediterráneo que se asoma la ciudad). Hoy en día, Claudio Magris mantiene el alto nivel literario de un lugar suspendido entre dos mundos y entre dos tiempos.


Los cafés en los que estos autores escribían, leían la prensa o discutían en vibrantes tertulias forman otra de las señas de identidad de la ciudad y muchos de ellos aún se pueden visitar. Reverte los recorre buscando el espíritu de Joyce que los frecuentó con asiduidad durante los diez años que vivió en Trieste dando clases de inglés y conversando con su gran amigo Svevo. Pero es sobre Rilke sobre quién más se fija el autor. Rilke, un poeta de disipada vida, de escribir desordenado y movido a golpes de inspiración y genialidad, no demasiado valorado en nuestros días, poco afines a la observación y el ensimismamiento interior que vaya más allá del narcisismo de las redes sociales.   


Pero, al igual que nos ocurre en el caso de las páginas dedicadas a Venecia, nos encontramos con un estilo algo aplanado, que tiene más del saber y buen oficio de Javier Reverte que de verdadero gozo y descubrimiento. No está de más recordar en este punto la magnífica obra de Magris, Trieste, de la que ya hemos dado cuenta en estas páginas y que parece reflejar de manera más precisa el alma verdadera de esta extraordinaria ciudad.


Pero llegamos al último tercio del viaje, el que nos asoma a Sicilia, la isla meridional que juega a ser balón golpeado por la bota peninsular y que de este modo refleja bien la manera en que ha sido tratada por la Historia.


Sicilia ha sido destino de cuantos han querido apropiarse de su estratégica ubicación. Los griegos hicieron de ella la mayor y mejor de sus colonias, si es que este término pudiera aplicarse a aquel tiempo. Muchos de sus grandes pensadores y científicos nacieron o fueron acogidos en sus ciudades. Pero también fue conquistada por la República romana que la convirtió en el granero de Roma antes de ocupar otras tierras. También fue uno de los escenarios más relevantes de las guerras púnicas contra Cartago que veía en ella el talón de Aquiles de su enemiga.


Y tras ellos llegaron los bárbaros, los árabes y de manera sorprendente, los normandos, tan alejados de sus fríos mares que apenas se entiende la perdurable influencia que esta ocupación dejó en la isla. Los franceses jugaron un papel relevante hasta que en las vísperas sicilianas fueron expulsados y llegó el tiempo de la Corona de Aragón en su expansión mediterránea y el consiguiente dominio de la Monarquía hispánica en esas tierras. Y así podríamos seguir con su papel como lanzadera para futuros reyes como Carlos III de España, pero Quinto de Sicilia, y así sucesivamente. Como se deja escrito en El Gatopardo, Sicilia fue ocupada por todos quienes quisieron ocuparla y dejaron en ella su influencia, nada hubo que surgiera de la propia isla, todo lo que pudo hacer fue dar forma y moldear aquellas influencias que recibía, normalmente por la fuerza, acomodándolas a la gruesa capa de sedimentos que la Historia iba depositando en ella.


Y es en esta isla, azotada por un calor impenitente que persigue al autor, donde éste parece reencontrarse con su verdadero y más auténtico talento narrativo. Su recorrido por el interior de la isla tratando de seguir algunas de las pistas de la mafia siciliana, sus matanzas y sus terribles secretos aún guardados a día de hoy en precipicios desde los que los delatores o simplemente los más tibios son despeñados haciéndolos desaparecer por siempre jamás.


Es en su visita a estos secarrales donde las informaciones de los vecinos parecen levantar más sospechas que desinterés y en los que aún se siente el peso de la muerte de héroes como Giovanni Falcone o Paolo Borselino. Pero también es aquí donde se siente la presencia de figuras que parecen más propias del Far West que de la civilizada Europa, como Salvatore Giuliano que, en su ensoñación, llegó a ofrecer a Truman la anexión de Sicilia a los Estados Unidos, al modo de Puerto Rico mientras era perseguido por las fuerzas de seguridad italianas y la propia mafia a la que no le gustaba que nadie se hiciera con la imagen de protector de los pobres que tanto les sirve como escudo legitimador.



En estas polvorientas carreteras que le llevan de pueblo en pueblo llega a sentir el miedo o, cuando menos, la inquietud por el ensañamiento con el que se vertía la sangre hasta hace pocos años en una lucha más parecida a una contienda civil por la imbricación de los mafiosos en todas las estructuras sociales, económicas y políticas de la isla que a una mera lucha entre el Estado y unos delincuentes organizados.


Según Reverte retorna a las ciudades  alejándose del pétreo interior, parece alejarse de esa sensación de muerte y opresión de ahogo y congelación del pasado en un presente perpetuo, pero solo para caer en otro engaño, éste más placentero, más artístico, el de la Sicilia de la nobleza aferrada a unos privilegios que el tiempo va desdibujando ante una indiferencia suicida que se aferra a la idea de que todo debe cambiar para que todo permanezca igual.


Y es aquí donde volvemos a sentir la magia de Reverte, donde la narración confluye en un relato que mezcla los datos históricos con las reflexiones del autor, con las descripciones de lo que le acontece en su viaje y con las observaciones sobre las obras literarias que, en muchas ocasiones, describen mejor una realidad que los libros de Historia.


Su visita a los palacios sicilianos, o a sus ruinas en su caso, nos trasladan a esa realidad en la que la fuerza de la tierra y las costumbres tiene una tozudez casi animal, un mundo en el que es difícil comprender cómo el pueblo se dejaba consumir en una hambruna y pobreza pavorosa por parte de quienes vivían en el lujo y esplendor improductivo, dándose la mano con los pequeños jefes de facciones que terminarían por convertirse en capos con el consentimiento y aplauso de aquellos.


Esta es la enseñanza última del viaje por Sicilia, el mensaje que su pasado nos narra y que pocos pueden conjurar a día de hoy, que podréis ocuparnos, imponernos vuestras estructuras, pero nada cambiará, haremos que lo asumimos, adoptaremos vuestras formas pero solo creereis que nos domináis. Al igual que un adolescente asume ese papel de consentir a todo para terminar haciendo lo que le de la gana, Sicilia, se alza como un páramo de otro tiempo, poco dispuesta a cruzar la barrera, aún a pesar de quienes sí querrán abandonar ese destino que parece uno de los más trágicos de todo nuestro Mediterráneo.


Y así es como Javier Reverte se despidió de nuestras letras, con un libro algo desigual pero que nos ofrece una interesante visión de un país surcado por el turismo de masas en el que aún puede llegar a percibirse algo más auténtico gracias a la Literatura que lo inspiró. Porque a la Literatura consagró Javier Reverte gran parte de su vida, gracias al éxito de obras como El sueño de África, y comprendió que, precisamente, la Literatura era un medio tan preciso para conocer el mundo que nos rodea como el propio viaje, y supo aunar ambas experiencias junto a su amor por la Historia, para regalarnos libros memorables que lograron revitalizar un género que gozaba de poca estima en nuestro país.


Apenas ocho meses después de la publicación de Suite italiana: un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia, Javier Reverte fallecía. Lamentamos sinceramente que no podremos leer las maravillosas páginas que, a buen seguro, tiene preparadas de este su último viaje.