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1 de agosto de 2025

En las Antípodas (Bill Bryson)


 

 

¿Qué queda del viaje cuando el escritor no se ensucia los zapatos?
Bill Bryson aterriza en Australia con su ironía intacta, su curiosidad domesticada y una libreta donde anota más titulares que vivencias. En las antípodas es un libro que entretiene, sí, pero también esquiva lo esencial: el roce con la realidad. Lo que podría haber sido una inmersión literaria se queda en superficie bien escrita, un safari de tópicos y bromas desde el asiento del turista privilegiado.

 

Todos sabemos que las Antípodas son ese lugar que ocupa la posición opuesta en el globo terráqueo a la nuestra, el punto más alejado, aquél en el que nuestra cabeza apunta en la dirección exactamente contraria a la de ellos. Ese punto en el que, según la etimología de la palabra, nuestros pies se contraponen. Y todos sabemos que por fuerza, tanta distancia debe reflejarse en una discrepancia pareja entre nosotros y ellos, nuestro entorno y el suyo.


En el caso de España, bien puede aplicarse este criterio puesto que tenemos la fortuna de contar como antípoda a la tierra austral, ese enorme espacio natural escasamente habitado y tan solo recientemente colonizado en términos históricos que cuenta con una población nativa enigmática y esquiva, a su pesar, y con la fauna más extraña y peculiar que alberga el planeta.


Y éste es, sin duda, el motivo por el que los europeos, en su afán por cartografiar, medir y ocupar el mundo entero, sólo se plantean con seriedad a Australia a mediados del siglo XIX cuando, por erróneas apreciaciones de marinos agotados por una extenuante travesía del Pacífico Sur, creían ver en sus costas un vergel similar al de la campestre Kent o la verde Gales. Y así, algún brillante político propuso colonizar la isla con reclusos y forzados, en una suerte de pena  de exilio. No es que ésta fuera la primera vez en que gente de mal vivir, dañina para su sociedad natal, fuera empleada como mano de obra colonial para ensanchar imperios y agrandar el control económico de las diversas Compañías de las Indias Orientales o las que fuera menester. Pero sí fue la primera vez en que estos proscritos conformaron el principal núcleo poblacional de todo un continente.


Remontarnos a este origen algo deslucido, no parece la mejor carta de presentación ante unos anfitriones que creen encarnar realmente los valores de vida en la naturaleza, sociedad abierta, surf y paraíso prometido. No en vano, la segunda mayor ola de inmigración que recibió Australia llegó desde Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial, un tiempo en el que la pobreza y carestía en la metrópoli contrastaba con la abundancia de la colonia. Muchas familias vieron partir a hijos, hermanas o tíos  abandonando las frías y húmedas tierras británicas, para hacerse de oro, o al menos, presumir por carta de ello, aunque la realidad fuera algo menos lustrosa.


Y como uno más de estos advenedizos desnortados, Bill Bryson se presenta en Australia dispuesto a darle su oportunidad, su pequeño espacio en su extensa obra, a regalarnos sus observaciones sobre cualquier parte del mundo que uno desee. Y de lo primero que se percata Bryson, antes aún de iniciar su viaje desde los Estados Unidos, es de lo poco que conoce de Australia. Apenas nociones vagas sobre canguros, boomerangs, aborígenes, James Cook o esa famosa roca roja que parece ocupar el centro del país y que, junto a la ópera de Sidney, se aúpan como los dos únicos lugares reconocibles mundialmente de esta tierra.


Tratando de indagar un poco más, consulta los registros en el New York Times sobre Australia y descubre que apenas algún acontecimiento luctuoso o deportivo ha aparecido en sus páginas durante los últimos meses, pero nada que deje entender que a los norteamericanos les importe algo esta nación con la que comparte océano y lengua. No hay propiamente un especial sentimiento de amistad, sino ciertamente de antipatía, algo que achaca a que todo norteamericano que visite la gran isla, perderá casi un día completo de su vida, el efecto contrario al que sufrió Phileas Fogg, y que Australia se lo toma prestado, devolviéndolo tan solo en el caso de que torne a su país por el mismo camino, es decir, sobrevolando nuevamente el Pacífico.


Pero es que, para los estadounidenses, aunque Australia está lejos, muy lejos, realmente está lejos de todos los sitios y de sí misma, Australia no es la antípoda de Norteamérica. El astuto editor español se ha tomado la licencia de modificar el título original a su antojo y por la conveniencia geográfica española (En las Antípodas, editorial RBA), pero en su versión original, el libro recibe el título de En un país quemado por el sol, derroche de imaginación que podría referirse al Sáhara Occidental, la costa de Almería o al Mojave pero que, desde luego, no parece el mejor de los piropos.

   

Incluso para americanos o ingleses, Australia supone todo un desafío, no es retórico afirmar que probablemente también lo sea para los propios australianos. Bryson se embarca en este viaje después de haber visitado en varias ocasiones el país con motivo de promocionar sus libros, pero en esta ocasión podrá recorrerlo por su cuenta o acompañado por un fotógrafo inglés que le ayudará  en su reconocimiento.


Y seguimos así al perspicaz Bryson en su intento por indagar en el alma austral. Pero si creemos que entramos en páginas similares a Los trazos de la canción, de Chatwin, caeremos en un grave error. La visión de Bryson es más bien la de un viajero circunstancial que visita todo aquello que las Oficinas de Turismo locales recomiendan, dejándose aconsejar por algunos locales, todos ellos conocidos por él de antemano o recomendados. Es decir, estamos ante una recopilación de tópicos, de postales adornadas con algo de gracia e interés, prueba de la profesionalidad del autor, pero poco más.


Sírvanos de ejemplo el mundo de los aborígenes, una especificidad australiana tan relevante y sorprendente, desde cualquier punto de vista, antropológico, cultural, histórico, que sorprende que todo el contacto que tenga Bryson con esta realidad venga de alguna lectura y de cruzarse con aborígenes en estado ebrio o de dudosa sanidad mental a la entrada de algún supermercado.


Sí nos narra la terrible desgracia del pueblo, las masacres de que fueron objeto hasta no hace demasiado tiempo, la lucha por reconocer sus derechos, sus tierras. En suma, nada que requiera la presencia en el país, tan solo datos, sin narrar una experiencia personal directa, sal que alegra y da vida a tantos otros de sus relatos.  


Para continuar con otro foco de interés del autor, tenemos los mil posibles modos de morir en Australia y su afán por localizar noticias de este tipo en los diarios locales. Sea por mordedura de animales, venenos sin antídoto, descargas eléctricas de animales marinos, tiburones de todo tipo, olas imprevistas, sed o hambre en el desierto interior, tal vez el aburrimiento mortal de un lugar en el que no pasa casi nada y en el que solo algunas ciudades permiten mantener un remedo de vida social.


Ese aburrimiento que parece enloquecer a los habitantes al norte de Canberra (habrán quedado encantados con este amable retrato) y que desmiente toda la palabrería de los libros de autoayuda que nos piden una vuelta a la naturaleza, el derribo de los grandes edificios, que todos tengamos un parque a la puerta de casa. Parece que el resultado es una abulia mental total, extenuante y embriagadora hasta la locura. O, al menos, a los ojos de Bryson, un urbanita contumaz, ésta es la conclusión evidente.  


También nos habla de los curiosos viajes en tren y su tercera clase para pobres, esto es, para aborígenes, o el hecho de que uno pueda encontrar un pub en medio de cualquier parte, en un desierto por ejemplo, sin viviendas alrededor, pero que se encuentra lleno de parroquianos que parecen tener que viajar decenas de kilómetros para poder tomar una cerveza fría en compañía de humanos y aún a riesgo de morir arrollados por un canguro despistado. Todo sea en honor de la cada vez más popular cerveza australiana.


También visita una institución peculiar del país, una radio con la que se suplían las carencias educativas en un entorno en el que era totalmente imposible tener escuelas próximas a cada pequeño asentamiento. Hoy en día, la emisora languidece por la competencia de otras tecnologías que hacen más sencilla la educación y que harán mucho por los pequeños de este país que, por otro lado, no parecen tener un problema con el desempleo, sea cual sea el grado de su formación.




Otras peculiaridades que Bryson pone de manifiesto son la existencia real de varios países dentro de Australia. No hace falta más que mirar las concentraciones humanas principales. Al este, al occidente, al norte y sur, separadas por el inmenso outback, esa inmensidad vacía que está en la puerta de atrás de todos los asentamientos principales y que es tan solo atravesada por alocados turistas que sienten la llamada de la naturaleza, a lo Jack London, buscadores de oro nostálgicos y por trenes que comunican todas las zonas del país y que tratan de vertebrarlo en una misión realmente imposible.


Seguimos a Bryson en su interés por sentarse en un pequeño café local y leer la prensa de la ciudad. Pero, a diferencia de otros libros, o la prensa australiana carece totalmente de interés, salpicada tan solo por noticias sensacionalistas y luctuosas, o la selección que hace el autor tiene esa tendencia morbosa y perezosa de detenerse más en el titular llamativo que en lo que revele las verdaderas esencias.


Uno termina por sentir una amable simpatía por los australianos, creyendo que la visita de Bryson parece más la que hacían los estirados viajeros decimonónicos que viajaban por  nuestro país y basaban sus descripciones en aquello que más les extrañaba, esforzándose por buscar su origen en un pasado de mezcla de sangres judías, árabes y gitanas. Haciendo de la pequeña diferencia una categoría que levantaba una barrera cultural entre la docta metrópoli y la barbarie del Sur. Vemos un escaso interés por conocer la verdadera esencia de Australia, de indagar en sus circunstancias y explicarla. Más bien, parece un catálogo de anécdotas y divertimentos, de observaciones tan cogidas al vuelo que uno no sabe a ciencia cierta si representan algo más allá de la pura excepcionalidad.


Sin duda, éste puede resultar el libro más decepcionante del autor, al menos, el que más dudas me ha suscitado, lo que, en una obra tan extensa no está mal. Y en todo caso la lectura sigue resultando amena, entretenida, la mezcla de historia, datos, contacto con los nativos y anécdotas personales, forman un bosquejo interesante y entretenido, pero sin duda, poco recomendable para quien tenga un interés sincero por conocer este país que, gracias a Bryson, continúa siendo para mí nuestra antípoda desconocida.




 

1 de febrero de 2025

Jerusalén: La biografía (Simon Sebag Montefiore)


 Jerusalén no es solo una ciudad, es un símbolo, un escenario de luchas interminables, una obsesión para imperios y religiones. En Jerusalén: La biografía, Simon Sebag Montefiore despliega más de 3.000 años de historia con la maestría de quien entiende que, más allá de fechas y batallas, lo esencial es comprender el alma de esta ciudad. Desde su humilde origen hasta la convulsión del siglo XXI, este libro narra su incesante destrucción y resurrección, el fervor místico que la rodea y la inquebrantable atracción que ejerce sobre judíos, cristianos y musulmanes. Una lectura absorbente para entender por qué Jerusalén sigue siendo el corazón de tantas pasiones.


Jerusalén: La biografía de Simon Sebag Montefiore, editado por Crítica, hace honor a su nombre, es decir, pretende ofrecer un relato desde los comienzos aldeanos y humildes de este enclave hasta nuestros días, más de 3.000 años de historia. Pero también aspira a explicar los motivos por los que llegó a convertirse en la ciudad santa para tres religiones e incluso una referencia para quienes no profesan fe alguna.


Un libro de 900 páginas ofrece la posibilidad de trazar un relato bastante detallado de los hechos. Y, sin embargo, en esta historia parece que lo más importante no es lo que ocurre sino los motivos ocultos, los impulsos que desencadenan esos acontecimientos. Porque en esta obra, Montefiore se esfuerza por combinar ambas esferas, la histórica y la espiritual. Sin duda, esta última es la que va determinando el curso que tomará la primera, desde el momento en que se convierte en el centro de la religión judía, la sede del Templo, el único templo judío merecedor de dicho nombre, erigido y destruido tres veces.


Como el propio libro del Éxodo nos narra, las tierras de Judea no eran las propias y originales del pueblo judío sino que éste recibió esta tierra como prueba de la alianza con Dios tras una vida nómada. Y, tal vez para su desgracia, esta tierra se encontraba en un enclave geográfico privilegiado, por tanto, tremendamente peligroso. En el Mediterráneo Oriental, en el cruce de caminos de los pueblos del mar, de las rutas entre Mesopotamia y el mundo egipcio y lo que luego resultará la esfera de influencia helenística. Una zona no especialmente rica por sus recursos naturales pero que convierte a sus moradores en los dueños de las rutas que comunican la actual Turquía y Egipto con el mundo persa y árabe.


Pero estos moradores, a diferencia de los nabateos que forjaron su éxito en las caravanas comerciales, se centraron en una vida casi de supervivencia y explotación básica de sus recursos. Volcados en una religión que resultaba excluyente a diferencia de lo que solía ser habitual en la época, y tercamente forjados en la independencia de sus costumbres, lograron convertirse en la piedra que de continuo golpeaba el yunque de cuantas civilizaciones pasaron por allí, y apenas faltó una sola de ellas.


Nuevamente es la Biblia la que nos da cuenta de las invasiones y destrucciones, exilios y martirios a que les sometió, entre otros, el rey babilonio Nabuconodosor II, pero la lista es larga ya que se dice que Jerusalén ha sido destruida en doce ocasiones, veinte veces sitiada y cincuenta veces capturada, una triste marca.


Sin embargo, la importancia de Nabuconodosor es crucial ya que tras destruir y saquear Jerusalén, llevó al exilio a las familias más ricas y cultivadas, y a los mayores sabios judios. Y es precisamente en el exilio mesopotámico cuando comienzan a recopilarse las historias que luego pasarán a formar parte del legado bíblico, algunas teñidas de cierta influencia de esas religiones orientales, tomando algunos mitos prestados o tal vez comunes a todos los pueblos de la zona.


Fuera como fuere, lo cierto es que Jerusalén sufrió todo tipo de desgracias y no solo por los enemigos externos. Los conflictos internos, también reflejados en las escrituras sagradas, estuvieron a la orden del día y reyes legendarios como David tienen un historial de crudeza y desafío para quien quiera visitar esos textos. Otros reyes como Herodes tienen tras de sí un cruento historial de persecución y venganza contra su propio pueblo que deja en nada la famosa aunque improbable matanza de los niños inocentes.  


Pero, tal vez, sea la llegada del Imperio romano el hecho más determinante para los judíos. Su terca rebeldía tal vez no guarda parangón y no supo ser comprendida por los ocupantes. Así como en otros lugares la resistencia fue tenaz y las escenas de suicidios colectivos no resultan extrañas, véase en el caso de Hispania la gesta de Numancia, lo cierto es que el aplastamiento de estas revueltas terminaba en la pacificación y asimilación. Sin embargo, los judíos se rebelaron de continuo y sin descanso, obviando que sus gobernantes siempre resultaron obsequiosos con el poder romano. La victoria de Tito en el año 70 d.C. nos dejó el Arco que lleva su nombre en el foro romano y la última destrucción del Templo, una de cuyas paredes quedó como símbolo del eterno retorno tras la diáspora.


Pero durante el dominio romano tuvo lugar otro hecho que marcaría parte de la historia futura de Jerusalén. Aquí murió en la cruz Jesucristo, uno de tantos profetas que se alzaron reclamando su condición de Mesías, de mensajero de Dios, encarnación de su poder, en su caso, no para derrocar a los romanos, como era habitual en otros, sino para subvertir el orden social y crear una especie de imagen de la vida divina en la tierra. Pero al convertirse el cristianismo en una religión desgajada del judaísmo y ser adoptada finalmente por el Imperio romano como religión oficial del Estado, Jerusalén pasó a convertirse en el lugar del sacrificio de Jesús, de su martirio y resurrección, en suma, de todos los símbolos de la nueva fe.  


Nace así una segunda disputa espiritual sobre la ciudad que ahora se disputarán dos religiones. Y serán los judíos quienes sufran la peor parte puesto que, no en vano, son el pueblo que mató a Jesucristo, los culpables de la Pasión, todo un logro propagandístico de los romanos que lavan así sus manos con la construcción de un relato en el que parecen no ser más que actores secundarios, casi forzosos.

 

De aquí en adelante, los judíos sufrirían persecución en todo Occidente, también y muy especialmente en la ciudad que simbolizaba el centro de su religión. Una ciudad que todos creían que sería el origen del fin de los tiempos y que quienes allí estuvieran enterrados serían los primeros en nacer a la nueva vida cuando se restableciera el Reino de Dios.  


Pero el dominio cristiano de la ciudad no duró demasiado. Una nueva religión nacería pronto en las arenas arábigas, tomando prestadas ideas y figuras del judaísmo y el cristianismo. El empuje de esta nueva fe unió a diversos pueblos, primero los nómadas del desierto, después a todo el oriente, abarcando la propia Jerusalén. De hecho, la ciudad también alcanzó significado santo no solo por esa influencia de las otras dos religiones en el Corán, sino porque el propio Mahoma la visitó en un viaje nocturno, significando así su preeminencia junto a La Meca y Medina.


Si bien el dominio islámico abarcó desde el siglo VIII al XX, lo cierto es que la estabilidad no llegó a la ciudad. No solo las Cruzadas supusieron un breve intervalo, cruento y violento como pocos, sino que las diversas facciones musulmanas se fueron disputando el dominio. Los selyúcidas, ayubíes, mongoles, mamelucos y otomanos fueron tan solo algunos de los diversos gobernantes que impusieron su ley en la ciudad. Y esta ley siempre se aplicaba mediante la violencia extrema, contra cristianos y judíos fundamentalmente, que se empeñaban en aferrarse, pese al riesgo para sus vidas, a los pobres barrios de la ciudad, pero también contra otras familias del mismo credo.


La pequeña colonia cristiana, siempre al borde de la destrucción y el exterminio, se ocupaba de proteger esos Santos Lugares, pero envuelta en tantas disputas y conflictos que apenas si necesitaban a los musulmanes para complicar su existencia, ellos mismos se bastaban. Montefiori narra el complejo ritual de la Iglesia de la Santa Cruz, a cargo de católicos, griegos ortodoxos, armenios y etíopes, un entramado explosivo, y no solo figuradamente.  


Pero compliquemos un poco más la ecuación añadiendo las infinitas variantes. Por el lado de los judíos, tenemos los ortodoxos, los ultraortodoxos, quienes quieren reconstruir el Templo, quienes creen que lo hará Dios el día del fin. A las diferentes confesiones cristianas ya citadas, hemos de añadir a los evangelistas, armenios, anglicanos, rusos ortodoxos, ... Y, por parte musulmana, chiíes, suníes, sufíes, ...


Las potencias occidentales, Reino Unido, Francia o la propia Rusia, fueron forjando sus propias aspiraciones sobre este enclave. El interés por Jerusalén no solo era estratégico sino, fundamentalmente, simbólico. Para los británicos, un pueblo que se creía la encarnación de las virtudes clásicas y que gozaba de una religión al servicio de su poder político, dominar la regeneración espiritual de Occidente era la consecuencia de las ideas de sus poetas y pensadores, de su fascinación por una nueva Jerusalén, una ciudad que habría de ser el espejo de las virtudes que ellos creían representar. Para los rusos, en pugna por asumir el liderazgo de los cristianos ortodoxos y de consolidar su Imperio, el papel de Jerusalén también era determinante, no menos que el que representaba para la católica Francia.


Y todos con los ojos puestos en la ciudad, más en concreto, en unos pocos lugares que todos consideran sagrados, donde los judíos rezan en el Muro de las Lamentaciones justo debajo de donde los árabes celebran su culto en la explanada de las mezquitas  y al lado de la Iglesia del Santo Sepulcro o el monte de los Olivos.


Pero estas aspiraciones, fruto del pujante nacionalismo de cada uno de esos pueblos cuenta con su propio correlato judío. Los hebreos por el mundo guardaron el recuerdo de esa Jerusalén durante toda su vida y, al llegar el florecer de los nacionalismos y pasarse de la exaltación de los bailes regionales a la idea política de que cada nación debía tener su propio Estado como medio de realización suprema, hicieron saltar por los aires el precario status quo de la zona.



El sionismo propugnado por Herzel no pretendía otra cosa que reunificar territorialmente al disperso pueblo judío y dotarle del correspondiente Estado propio. Las persecuciones en toda Europa y los progromos en la Rusia zarista convencieron a muchos judíos de que la protección estatal ya no garantizaba su pervivencia física.


La opción natural parecía ser Palestina, antigua Judea, lugar de Jerusalén, del Templo. Si bien hubo otras alternativas que no lograron convencer a nadie, como el ofrecimiento de tierras africanas, lo cierto es que, por la vía de los hechos, cada vez un mayor número de judíos emigraron a las tierras de sus ancestros.


El protectorado británico tras la Primera Guerra Mundial parecía una buena garantía para conseguir la realización del sueño sionista, pero fue la Shoah el impulso definitivo. El convencimiento de que el único modo de salvar al pueblo judío era dotarle de ese Estado que venían reclamando y un cierto sentimiento de culpabilidad o de compasión concluyeron en la creación del Estado de Israel en 1948. A partir de aquí ya conocemos todos los problemas y conflictos desatados. Los árabes no reconocieron este nuevo Estado que surgía a costa de parte de sus tierras pero en diversos conflictos armados no solo no lograron acabar con los judíos sino que estos consolidaron sus fronteras apropiándose de más territorios e incluso de Jerusalén, una ciudad que inicialmente no les había correspondido en 1948.

 

El epílogo del autor pretende ofrecer una serie de notas sobre la actual situación en la zona, de las amenazas que sobrevuelan una paz precaria que, durante mi lectura del libro, ha vuelto a saltar por los aires. Los análisis de Montefiore pueden pecar de incautos en estos días, puesto que aún sostenía que había una solución para la zona. La verdad es que su optimismo es encomiable puesto que esta sagrada tierra no parece haber disfrutado de un instante de paz. Porque la única Jerusalén que parece poder vivir en paz es aquella nueva Jerusalén que cantaba Blake, la espiritual, el símbolo amado de todos pero no hecho carne o piedra, la imagen y metáfora de sueños y frustraciones, de promesas de libertad o de vida eterna, de resurrección y reino de los cielos, de paraíso o jardín del edén, todo aquello inmaterial e intangible. Quedémonos con esa imagen soñada por tantos y deseemos que los sueños algún día se hagan realidad, incluso sobre Jerusalén, la Ciudad Sagrada.

 

 

 

 

18 de octubre de 2024

El coloso de Marusi (Henry Miller)

 


Descubrir la Grecia de Henry Miller en El coloso de Marusi es sumergirse en una reflexión profunda sobre la esencia humana, en un mundo al borde del caos. No es solo un libro de viajes, sino una meditación sobre la vida, la pobreza, y la cultura. Miller nos invita a cuestionar nuestros propios valores y la dirección en la que nos lleva la civilización moderna.



Llego a El coloso de Marusi (Edhasa), de Henry Miller, gracias a varias referencias contenidas en Corazón de Ulises de Javier Reverte y a otros encuentros casuales con este título en revistas o internet. La obra es presentada como una especie de libro de viajes, basado en la estancia de su autor durante un año aproximadamente al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, huyendo de la amenazada Francia y accediendo a una generosa invitación de Lawrence Durrel quien residía en Corfú en aquellos tiempos.


Pongámonos previamente en contexto. Henry Miller contaba con cuarenta y ocho años. Había vivido una década en París desde donde había publicado dos novelas, Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, que aún no gozaban de la fama y reconocimiento que tendrían más tarde y que le llevaron por primera vez a ser juzgado en los Estados Unidos por obscenidad viendo cómo sus libros pasaban al comercio clandestino.

 

Miller había dejado los Estados Unidos en parte por la pobreza en que vivía, en parte buscando ese viaje literario por excelencia que otros ya habían hecho y proclamado al mundo, como Hemingway o Scott FitzGerald. No solo París es una fiesta, sino que también es enormemente barato en comparación con Nueva York. Allí uno puede escribir por las mañanas, comer en un figón una comida decente bañada por un vino aceptable y barato, y pasear por la tarde por sus bulevares y junto al Sena.  

 

Pero el París de los años treinta ya no es el de los felices veinte. Ha habido una intentona por acabar con el régimen de la III República en el 34; dos años después hay unas elecciones que dan el poder al Frente Popular, una cierta simetría con el conflicto que nace en España y por el que, a diferencia de otros coetáneos como el propio Hemingway o Dos Passos, Henry Miller parece no sentir interés especial.

 

Entre tanto, Lawrence Durrel, a quien ha conocido unos años antes en la bohemia parisina, le envía continuas misivas invitándole a instalarse con él en la soleada Corfú alejándose así de las amenazas de una guerra inminente. Y es así como Miller viaja a Grecia para pasar allí un año y visitar Corfú, Atenas, Esparta, unos cuantos recintos arqueológicos o Creta.

 

En su viaje, Miller parece arrostrar la gran tragedia de que se le note a la legua que es americano. Y no menos duro de sobrellevar para él es el que parezca que no hay griego con el que se cruce que no haya vivido en América y se lo quiera hacer saber. En Chicago, Montreal o la propia Nueva York. Todos estos griegos lamentan su decisión de volver a la patria, un país pobre y sin posibilidades, con gente rústica y ordinaria. Nada parecido a la riqueza americana, a sus avanzados conceptos económicos, a sus comodidades, sus coches, sus edificios altísimos, en suma, a su papel señero de la modernidad.

 

Estos emigrantes griegos que ahora, ya regresados a su país de origen, sienten nostalgia de su exilio, quieren noticias, quieren confirmar sus convicciones y prejuicios, pero encuentran en Miller una dura piedra. El autor no disimula en muchas ocasiones el rechazo y odio que siente por los Estados Unidos. Considera que el camino elegido por esa nación, el protagonismo del individuo en detrimento de la comunidad, sus ideales expansivos que obvian lo que de natural tiene la sociedad humana, son la prueba de la espantosa deriva a la que se asoma el mundo entero. Para él, Grecia simboliza precisamente todo lo contrario. Es precisamente en esa pobreza que avergüenza a los griegos en la que encuentra el fundamento de su grandeza y de la admiración que siente por el país. Como bien señala, pobreza no es igual a miseria y afirma que en Grecia ha visto mucha pobreza, pero apenas miseria, todo lo contrario de lo que ha podido vivir en Estados Unidos y, en menor medida, en otras naciones como Inglaterra o la propia Francia. El autor gusta de sorprender a todos sus contertulios asegurando que no desea volver a Norteamérica en lo que le queda de vida, tan grande es su resquemor por su país.

 

Pero no solo de griegos está poblada Grecia. Otra gran desgracia que sufre Miller en este viaje es la de parecer atraer a todo extranjero que se encuentre en esta tierra. Así, los cónsules, agregados comerciales o funcionarios varios, de diversas nacionalidades, los turistas americanos o los viajeros ingleses, siempre llegando de alguna parte con destino a cualquier otro lugar, parecen anhelar la connivencia con Miller en contra de esta tierra dura y agreste, de su pueblo endurecido, casi salvaje, nada que ver con sus ilustres antepasados idealizados.

 

En estos encuentros, pocos parecen ser capaces de sortear el desprecio de nuestro viajero. Ni los extranjeros por su desconocimiento del verdadero espíritu griego, ni los ciudadanos de su arcadia soñada por no estar en la mayoría de ocasiones a la altura de las ensoñaciones ideales de Miller. Nadie, ni siquiera su amigo Durrell, especialmente Durrell. Su amigo poeta es un inglés que lo sigue siendo pese a no haber vivido casi en su tierra natal pero que, como todos los ingleses, gusta de vivir en una pequeña burbuja anglosajona, buscando mantener sus costumbres más allá de lo razonable, haciendo esperar a todos horas hasta lograr su desayuno de huevos pasados por agua al punto exacto. Miller va quedando hastiado de todos ellos ya que, a su juicio, solo él mismo parece ser capaz de exprimir la esencia de esta tierra, lo que no deja de revelar una soberbia propia de ese espíritu occidental que tanto deplora.

 

Pero no para todos existe un reproche de Miller, para todos no. Para Katsimbalis Solo hay bellas palabras y una sincera amistad, afecto y reconocimiento. Katsimbalis era un héroe de la guerra, de la Primera Guerra Mundial y de la lucha frustrada contra Turquía en la que Atatürk logró la victoria. Pero, más allá de sus méritos y hazañas militares, Katsimbalis es un escritor, editor e intelectual griego de gran altura. Su obra y, especialmente, la comprensión de su lugar en el mundo, es lo que causa la admiración y respeto de Miller.  De hecho, el título de este libro hace referencia a la talla que confiere al griego y a su residencia, Marusi, una fea población del extrarradio ateniense.

 

A estas alturas, no sorprende que afirmemos que no estamos ante un libro de viajes, al menos no al uso, salvo que tengamos por tal el propio viaje interior, de renacer espiritual, que nos narra Miller. De sus peculiares obsesiones nace un profundo sentimiento de incomodidad con su tiempo, con la civilización que progresivamente se extiende por todas partes, manchando cuanto toca. Un mundo en el que el individualismo y la falta de comunión espiritual entre los hombres y de estos con la Naturaleza va corroyendo progresivamente toda esperanza de salvación.

 

Este sentimiento se refleja en las tierras griegas, en un momento de duda e incertidumbre mundial, con Alemania ocupando Polonia y la amenaza de guerra en Grecia a manos de un vecino italiano, marrullero y taimado, que ha ocupado Albania y tiene ya a su alcance la Grecia continental. Es en este momento de incertidumbre, cuando la máquina militar amenaza la vida, cuando Miller siente con mayor fuerza la importancia del pueblo griego, volcado en su pobreza, en sus cortas tradiciones, sin comprender la grandeza de su pasado y, por tanto, pudiendo sentirse orgulloso de ella con más motivo, sin altanería ni soberbia a la que tan afines son los norteamericanos o, más aún, los ingleses a los que tanto parece despreciar Miller.

 

Los paisajes áridos, abruptos, el carácter algo asilvestrado, el florecimiento repentino de los sentimientos, el orgullo feroz, todo eso es lo que Miller valora. Pero sus altas opiniones son siempre teóricas y no acostumbran a resistir la realidad. Sus encuentros con los locales suelen estar teñidos de resentimiento. No se ahorran descripciones de la zafiedad, agresividad e incultura de los griegos a los que, pocos párrafos atrás, se ha ensalzado por esos mismos motivos. Pero Miller no pretende la coherencia, tan solo explora su propia percepción de la vida.

 

Y solo guarda buenas palabras para Katsimbalis, por encima de su amigo Durrell, siempre el griego se alza con la admiración del autor, sin que uno termine de tener claros los motivos, sin que llegue a expresarse nunca de manera clara qué es lo que hace que ese titán, el héroe de guerra, pueda con sus palabras, con sus actos, encarnar todo ese ideal sencillo y sincero que Miller no termina de vislumbrar en las tabernas de Creta o del Peloponeso.

 

 

Y así visto, no como ese libro de viajes, esa descripción acerada de la Grecia clásica que se nos quiere vender, sino más bien como ese viaje hacia el nudo gordiano de todas las cosas, es como el libro cobra todo su sentido y valor.

 

Las páginas son ahora vistas como ese largo proceso por el que se concluye una búsqueda la que Miller había dado inicio años atrás, sin rumbo, sin sentido, tan solo dando bandazos pero que, de un modo u otro, le han dirigido aquí, a esta tierra en la que comprende el secreto de la vida, algo similar a la meditación en la que la concentración lleva a la falta de atención en nada particular, tan solo al ser y existir, al pasar, sin dejarse llevar o atar por nada o nadie.

 

Tal vez el punto clave de esa inflexión llega de la mano de Katsimbalis cuando le hace visitar a una especie de adivino que vive en un asentamiento de refugiados armenios y que le revela un impresionante futuro, un futuro al que ansía llegar, hacer presente, una adivinación que le confirma en todo aquello que viene removiendo su espíritu desde hace tiempo, ese sentimiento que ha visto nacer visitando ruinas de antiguos santuarios griegos, pocos días antes. 

 

Eleusis, el famoso enclave arqueológico, cuna de ritos iniciáticos secretos, en los que las drogas se empleaban con fines desconocidos es, junto al adivino armenio, el culmen espiritual del libro, el clímax en el que Miller alcanza la comprensión de su destino en la vida. Tal vez restos de las supuestas hierbas embriagadoras que se empleaban en aquellos ritos, flotaban en el ambiente el día en que Miller visitó las ruinas. Pero, sea como fuere, lo cierto es que cualquier lugar es bueno para renacer, mejor aún si tiene ese pasado mezcla de misticismo y liberación, de ritos ocultos e introspección mental.

 

Nace así un nuevo deseo, el de retornar a los Estados Unidos, contradiciendo así todas las afirmaciones que había hecho en sentido contrario a cuantos se interesaban por la cuestión. Henry Miller ya era célebre por la publicación de sus provocadoras primeras novelas pero será a partir de su regreso a los Estados Unidos en 1940 y la publicación de este testimonio de admiración a Grecia y a ese coloso de Marusi cuando su influencia crecerá en la Literatura y más allá. Cuánto debe a Katsimbalis, al anciano armenio, a Eleusis, a las ruinas de Cnosos y Festos o a los paisajes rocosos de la Ática es algo que deberá decidir cada lector.