Ken Robinson es un reputado experto en Educación. No es tarea fácil ya
que cada padre, madre, profesor o alumno, político de turno, y así hasta el
infinito, creen serlo. Pero lo cierto es que su experiencia en la materia le
avala. Ha asesorado desde los años setenta a numerosos gobiernos, asociaciones
y agencias estatales. Ha colaborado con muy diversas instituciones educativas y
ha sido (aún lo es) profesor en diversas universidades, tanto en el Reino Unido
como en los Estados Unidos.
La fama, no obstante, le llegó gracias a una charla TED, titulada de
una manera bastante provocadora “¿Matan
las escuelas la creatividad?”. En los escasos minutos que dura la charla,
plagada de sentido del humor, ironía e ideas brillantes, Robinson desarrolla
una de las ideas centrales de su pensamiento: las escuelas actuales nacieron en
el siglo XIX con el fin de formar el tipo de profesional y trabajador que era
necesario para la Revolución Industrial que se estaba viviendo.
En aquellos años, cada trabajador era una pieza de un engranaje a la
que no se podía exigir sino el cumplimiento diligente de tareas. La
creatividad, las artes visuales, el pensamiento disruptivo o el cambio de
paradigma no formaban parte de las necesidades de la época.
Los tiempos han cambiado pero no lo ha hecho la educación. Creemos que
sigue siendo igual de importante aprender los rudimentos de las matemáticas o
que adorna lo mismo que antaño una buena cita literaria, pero la realidad es
que solo se trata de nuestra resistencia al cambio.
Peor aún. Según Robinson, incluso si fuéramos capaces de encapsular en
un programa educativo todas las habilidades y conocimientos que hoy son
necesarios, de nada le servirían a un alumno que ingresase en el sistema
educativo. Cuando acceda al mercado laboral, dentro de un mínimo de 12 años,
probablemente 16 o 17, poco de lo que hoy consideramos necesario lo será ya. Y
es que los tiempos cambian que es una barbaridad, y si esto era válido en los
tiempos de la zarzuela, cómo no lo será hoy en día.
Por ello, la escuela solo puede ayudar a sus alumnos a sacar el mayor
provecho de sus habilidades, de sus mejores aptitudes, de sus talentos, sean
cuales sean, porque en el futuro, tan útil podrá resultar saber expresarse por
escrito con precisión, como la propia expresión corporal o el dominio de las
artes. La escuela debe ayudar a potenciar lo innato de cada alumno y no tratar
de encajar en un molde prefijado a todos sus sujetos pasivos, uniformando y
matando todo atisbo de diferenciación.
Esta idea ha sido desarrollada en El
elemento, obra en la que Robinson se explaya sobre aquella
actividad que resulta tan placentera, vamos, que es como si no estuvieras
trabajando, y que está relacionada con aquella habilidad, o habilidades que
podemos desarrollar plenamente. En suma, es aquello que envidiamos en las
personas que disfrutan totalmente de su trabajo. ¿Ayudan las escuelas a ello?
No. Pero es cierto que la culpa no es de la institución como tal. Tampoco la
sociedad parece dispuesta a fomentarlo cuando se está más pendiente de la posición
en los informes PISA que en el número de buenos alumnos que son empujados al
fracaso escolar.
Pero de todo esto ya hablamos en su día. Ahora nos
toca dar cuenta del último libro publicado por Ken Robinson, Escuelas
Creativas (Ed. Grijalbo, con
traducción de Rosa Pérez). En
este libro, el autor parte de la idea de que muchas personas se muestran
interesadas en los cambios que propone pero el movimiento no termina de tomar
forma, más aún, las principales corrientes impulsadas por los gobiernos buscan
mejorar los resultados en los rankimg
internacionales, lo que representa la antípoda de lo que él propone. Por ello,
lo que busca en esta ocasión es dar cuenta de las experiencias positivas que
muestran que otro tipo de escuela es posible, que no siempre se trata de un
salto al vacío con resultados dudosos o de instituciones para niños
problemáticos que solo pueden dedicarse al teatro o a otro tipo de actividades
porque, en el fondo, no valen para otra cosa.
Porque Robinson es consciente de que éste es el
verdadero talón de Aquiles de todas las reformas educativas: el temor a que los
cambios supongan la pérdida de un tren que realmente ya se nos ha escapado. De
ahí la importancia de dar a conocer experiencias positivas, de demostrar que el
cambio no solo es posible sino necesario.
Para ello, el autor saca provecho de todos sus años
visitando escuelas, dando charlas, trabajando codo con codo con profesionales
implicados en cambiar la realidad y pretende convertir a cada lector en un
apóstol para la causa.
No trataré aquí de dar cuenta de los numerosos
casos descritos, esta labor queda reservada para el lector curioso. Sí que me
detendré en algunos de los puntos que tienen en común todos estos proyectos.
El primero, y sin duda, más importante de todos
ellos, es la implicación del profesorado. En todos los centros descritos, la
Dirección y. por extensión, el resto de personal, se toma su trabajo muy en
serio no entendiendo por ello la diligencia en completar informes y currículos
o en conocer al dedillo las materias impartidas o corregir los interminables
exámenes en tiempo y forma. Se trata más bien de un compromiso con la
educación, con la materia prima que es el alumno, tratando de hacer realidad
esa intención de dar y exigir a cada uno según sus posibilidades.
Otro principio común a todas estos casos de éxito
es el de estar entroncadas en su comunidad, adecuarse al entorno socioeconómico
y ofrecer un verdadero servicio a la Comunidad. Esto puede significar que la
escuela ofrece un refugio a chavales con problemas de integración en escuelas
convencionales, escuelas que ofrecen programas de enseñanza adaptados a las
necesidades reales del entorno o, simplemente, escuelas que ofrecen un abanico
de actividades que implican a toda la sociedad, no solo a la comunidad
educativa. Convertir una escuela en una institución sin la que la comunidad no
se entienda como tal no es una tarea fácil, pero es una pieza clave del éxito.
Otro factor común en todas estas escuelas es la
ausencia de presión por los resultados inmediatos. Esto quiere decir que, en la
mayoría de los casos, los exámenes no son la herramienta principal de
evaluación, en muchas de estas escuelas ni siquiera existen. Se trata de
entender la educación como una carrera de fondo y confiar en el proyecto aún
sabiendo que a corto plazo tendremos tal vez peores resultados que aplicando
otros métodos.
Este tipo de escuelas no se centran necesariamente
en la enseñanza académica, abstracta, en la mayoría de las ocasiones lanza a
los chavales a retos como los que pueden encontrar los adultos en su día a día.
Crean empresas, dirigen proyectos, fabrican robots y, a consecuencia de ello,
aprenden. La relación que se crea así entre alumno y profesor es colaborativa,
no le resta autoridad como propugnan algunas corrientes educativas que
identifican al profesor con un tirano. No, estas escuelas creen que el profesor
debe enseñar, forzar el aprendizaje y exigir. No es un colega, debe ser un líder
que ejerza como tal.
Aunque las nuevas tecnologías parecen la solución a
todos nuestros males, no todas estas escuelas se apoyan en ello como método de
aprendizaje, algunas de hecho, las apartan de sus planes. Sin embargo, en todas
ellas, estas tecnologías son una ayuda para el profesor, para elaborar sus
propios materiales, para organizar los trabajos, como método de seguimiento de
los alumnos. Es decir, la tecnología como herramienta, no como un fin en sí
misma.