Un paseo por el bosque (RBA, 2013, traducido por Pablo Álvarez Ellacuría) es otro libro de Bill Bryson, el prolífico escritor que no deja campo del saber tranquilo, siempre ávido de contarnos algo, siempre presto a entretenernos con su prosa sencilla pero eficaz, con su talento para el humor incluso en las materias más espesas.
Le ha llegado el turno a la denominada senda de los Apalaches, una ruta forestal en los Estados Unidos de unos tres mil quinientos kilómetros de longitud, en los que atraviesa catorce Estados con una larga tradición en ese país donde muchos montañeros sueñan con hacer el camino completo, cosa que muy pocos logran, sea por falta de forma física, por la imposibilidad de reunir tanto tiempo libre, como por las dificultades de todo tipo que la ruta ofrece, tanto meteorológicas, como de dureza física.
Pero los primeros miedos que afronta Bryson son algo más urbanitas. En su visita a la tienda de equipamiento de montaña de su ciudad termina perdido entre la infinidad de artículos de todo tipo, comenzando por la abrumadora variedad de mochilas entre las que debe escoger las que reúnan una capacidad aproximada de unos 25 litros, que es lo recomendable para poder portar con comodidad todo lo necesario para el viaje. Así, entre tiendas de campaña para tres estaciones, impermeables variados, cintas y herrajes, hornillos, una pala para sus propios excrementos, linterna, pilas, botas especiales y otros tantos objetos que nunca pudo creer que existieran, el autor casi termina por desechar su loca idea.
Porque no otra cosa es el empeño por recorrer esta mítica senda, que el título del libro parece reducir a un agradable paseo matutino. Sin embargo, cuando visita la biblioteca municipal para informarse sobre la ruta, descubre que los peligros son equiparables a los de perder sus pasos por un barrio equivocado de Detroit. No solo están los osos negros, cuyo carácter no es el mejor compañero del excursionista, sino que en el sendero abundan las serpientes de cascabel o los gérmenes variados que le puede transmitir la picadura de un mosquito o la mordedura de cualquiera de los infinitos tipos de roedores que habitan en el bosque, especialmente en los refugios en los que la basura campa a sus anchas. Y puede no ser lo peor, el riesgo de una torcedura que se infecte sin ningún centro médico a una distancia razonable o los cambios repentinos de tiempo que pueden provocar una hipotermia letal. Y como nos encontramos en los Estados Unidos, también tenemos abundantes noticias de psicópatas armados que gustan de deshacerse de los senderistas más solitarios.
Y Bryson se enfrenta a todo esto con un cierto sobrepeso y una consolidada experiencia como senderista en Inglaterra, que es como decir que un parque de bolas es suficiente entrenamiento para una misión lunar. Así que la única condición que le impone su paciente esposa es que no haga el recorrido solo, y que ella no sea la compañía elegida. Y, ¿a quién recurre el tierno Bryson? A su compañero de ruta por Europa en un viaje de hace unos treinta años, un viaje que no terminó demasiado bien, mejor dicho, que prácticamente termina con la relación entre ambos. Stephen Zacks es un amigo de Des Moines, la ciudad natal de ambos, y solo parecen tener ese dato en común.
Donde Bryson es un responsable padre de familia y escritor de notable éxito, Zacks es un manirroto, incapaz de asentar una relación, perseguido por deudas, algunas con la Policía, algunas con su pasado, especialmente por su adicción al alcohol de la que apenas logra reponerse de tanto en cuanto. Para mejorar la situación, tiene una forma física aún más deplorable que la de Bryson. En suma, la mejor de las compañías, mejor dicho, la única ya que nadie más ha atendido las llamadas de Bryson para ser acompañado en tan descabellada empresa.
Al modo de un cuento de Chaucer o del propio Quijote, comienzan el camino a los pies del monte Springer en Georgia. Les vemos partir a trompicones, apenas capaces de sostener sus mochilas, tambaleándose en un camino totalmente liso y sin problemas, y no apostamos un dólar por su éxito.
Porque esta senda recorre la cadena montañosa más extensa de los Estados Unidos, una cordillera que casi duplica el perfil de la costa Este, desde el Sur, hasta Canadá. Y sigue los pasos de los primeros "descubridores" para occidente de estas montañas, cómo no, los españoles, que las bautizaron con el nombre de una tribu aborigen que vivía en las inmediaciones de La Florida, los apalaches. Hoy solo queda el topónimo que da nombre a la cadena. Pero la senda como tal, llega mucho más tarde, tanto como 1921, tras ser concebida por la mente de Benton Mackaye.
Como en toda buena historia americana, tenemos el empeño de un único hombre que se abre paso frente a todas las adversidades y que, con su entusiasmo, consigue atraer a su empresa a otros tantos visionarios durmientes hasta que el empeño logra su objetivo. Es en 1923 cuando se abre el primer tramo del recorrido, ideado como la mejor forma de que los urbanitas pudieran acercarse a un entorno seguro de plena y salvaje naturaleza, un modo de que dominaran sus vicios a través del contacto con una realidad que se les estaba escapando de entre las manos, al modo de Thoreau que se acercaba al bosque para alejarse de sus conciudadanos, para encontrarse a sí mismo. Porque eso es lo que significa la Naturaleza para todo americano, la ocasión de reencontrarse con sus verdaderas raíces, como si ellos no fueran los que inventaron los rascacielos, los suburbios residenciales, los trenes continentales o quienes huyeron a la Luna. Porque para un americano blanco, con una mitad de raíz puritana, y otra de impulso pionero, la Naturaleza es ese Paraíso Perdido, esa realidad a la que hay que volver de vez en cuando para recuperar las verdaderas esencias.
Y los Apalaches son una de ellas. Llevan allí millones de años, desde que el choque de las placas continentales, África y Europa frente a América, levantaron su perfil, y generaron un entorno natural muy característico, al oeste grandes llanuras, al este, a no excesiva distancia, el Atlántico. Este entorno propicio permitió la aparición de especies como el roble y el castaño americano, de alturas impresionantes, capaces de ocultar el sol y crear esos caminos sombreados, alfombrados por una vegetación densa entre la que vive una fauna espectacular, con más especies vivas que toda Europa.
Pero, al principio, poco o nada de esto pueden ver Bill y Stephen, agotados por la primera jornada de ascensión, por el peso de sus modernas y caras mochilas, de tantas cosas innecesarias, según lo ven ahora. Tan superfluas que Stephen, en un arranque muy propio de su carácter, tirará por un pequeño barranco parte de su contenido.
Esto no mejora el ánimo entre ambos, que apenas hablan en todo el trayecto, enzarzados en sus propias dudas, sobre su resistencia y, fundamentalmente, sobre la conveniencia de la compañía del otro. Llegados a su primer lugar de acampada, montan sus tiendas y duermen sin tan siquiera despedirse. Pero el camino, con su ritmo pausado, va calando en ambos y la necesidad que tienen uno del otro, en general de la que tenemos del prójimo en cuanto salimos de nuestros salones confortables y abandonamos esa naturaleza impersonal que nos protege y a la que llamamos civilización, termina por imponerse y un franco sentimiento de camaradería comienza a unirlos más de lo que jamás hayan estado.
Las revelaciones de Stephen sobre sus problemas con el alcohol, o el recuerdo de que aún le debe a Bill seiscientos dólares desde la época de su viaje a Europa, no son suficientes para enfadarse nuevamente. Tampoco las doctas disquisiciones de Bryson sobre el tipo de rocas y su origen, calcáreo o volcánico, o sobre el chango, ese hongo que está acabando con todos los castaños americanos, abaten el ánimo de Stephen.
Así que, cuando las ampollas han dejado de doler y un saco de dormir es lo mejor que puedes esperar al final del día, o cuando te levantas y comienzas a andar con una montaña al fondo y, a media tarde, sigues viendo la misma montaña, aparentemente a la misma exasperante distancia, todo comienza a tornarse relajado, lo importante se convierte en lo prioritario y lo demás, simplemente, lo tiramos por el barranco.
En esta popular ruta, otros tantos les siguen, y se cruzan con parejas de jóvenes que marchan a un ritmo endiablado, personas que hacen el camino en sesiones breves y esperan completarlo a lo largo de los años, o con pelmazos, capaces de dar lecciones sobre montañismo que nadie les ha pedido. En particular, una mujer se les pega como una lapa, incapaz de callar un segundo, pese a todas las obscenidades que le suelta Stephen o las más hirientes ironías que es capaz de desplegar Bill. Pero nada la desanima, tan sola debe encontrarse. Bill y Stephen, como los niños que eran cuando se conocieron, idean una treta para librarse de ella. Una mañana deciden adelantar su partida de la zona de acampada y tomar un coche para ganar una jornada y así escapar de ella. Como toda mala acción, no obtiene recompensa, incluso los remordimientos corroen al corrompido Katz. La dureza del camino será la que les librará de su compañía, cuando se vea obligada a abandonar la senda.
Tampoco logran librarse de cruzarse con osos o alces, ese majestuoso y esquivo habitante de lo más profundo del bosque. Y tampoco se zafan de la presencia de los osos, que una noche merodean por su campamento sin encontrar mejor arma que un cortauñas.
Pero el camino es largo y Bill debe interrumpirlo para unas sesiones promocionales de uno de sus libros. Él y Stephenn quedan en retomar la marcha más adelante, un poco más avanzado el camino. Bryson recorre tiempo después por su cuenta, algunos trechos del sendero en su tramo central, en las montañas de los Apalaches más profundos, una tierra de mineros que a comienzos del siglo XX albergaba la población más pobre de todos los Estados Unidos y que la minería y el descubrimiento de algunas bolsas de petróleo en Pennsylvania cambiaron por poco tiempo la situación.
En sus caminatas recorre las antiguas explotaciones mineras a cielo abierto, y observa las consecuencias que algunas de estas industrias pueden tener en el medio ambiente. Próxima a una explotación para la extracción de zinc, se puede ver una montaña que ha perdido completamente su vegetación, un pequeño desierto en medio de una naturaleza majestuosa.
También visita Centralia, un pueblo fantasma asentado sobre una inmensa veta de antracita que allá por el año 1962, comenzó a arder. Lo que era una agradable comunidad minera se convirtió pronto en un infierno. El subsuelo del pueblo ardía sin cesar y pronto los sótanos de las casas se convirtieron en pequeños hornos. Las fumarolas y los socavones que se abrían repentinamente en el suelo obligaron a su población a emigrar dejando abandonadas sus casas. Éstas fueron derruidas para evitar incendios de superficie que agravaran aún más los problemas. El escenario que describe Bryson parece propio de una película de terror. Tan solo la estructura de los caminos, las calles, los setos bordeando las parcelas ahora vacías, el silencio inconsistente, el pesado olor a combustión, recuerdan el pasado que fue. Todo un símbolo de una tierra que, pese a su riqueza natural, ocupa uno de los primeros lugares de pobreza de un país que apenas le presta atención más allá de la burla, el estereotipo de los rudos montañeses, los hillbill y toscos que a veces se dejan caer por las ciudades.
Pero son estos habitantes los que han recibido recientemente la atención de todos los medios gracias a su supuesto apoyo masivo a Donald Trump, a su política proteccionista que promete redimir industrias que ya nunca serán viables, que les presta una atención que nadie antes les dió.
Bill y Stephen se reúnen de nuevo para culminar el último tercio del camino. Siguen sus disparatadas conversaciones, sus riñas infantiles. Bill continúa dando lecciones sobre conservacionismo, botánica, geología, zoología, astros o cuanto sea menester. Stephen escucha al paciente, aprieta los dientes y añora el alcohol. Entre los datos que aporta Bryson está el de que la última parte del sendero de los Apalaches es un tercio del camino pero representa dos tercios del esfuerzo que hay que hacer, y el esfuerzo hace mella.
Semanas después de reanudar el sendero, aún sin haber alcanzado el monte Katahdin, deciden poner fin a su viaje. Otra lección que les enseña la senda. Lejos de ser una derrota, ambos consideran que han recorrido el camino como Dios manda. Han visto más montañas y han ascendido a más cumbres de las que pueden recordar, han sufrido de la compañía de indeseables compañeros de albergue, tan egoístas que creían estar en su propio loft de Manhattan, en lugar de en un edificio endeble de madera, construido por voluntarios para dar cobijo a caminantes extenuados. Han conocido a lugareños, visitado moteles, lagos, cruzado vados, pasado noches en vela. Ése es el camino, y como tal, lo han hecho. Muchas veces, llegar no es alcanzar el último kilómetro.
Y como Kavafis, vuelven a sus hogares, más el de Bill que el de Stephen, pero vuelven mejores, al menos más delgados, porque sí, el camino les ha mejorado y les ha dado más de lo que pedían. Han recibido lecciones de las que no se aprenden en un libro o en una charla Ted, y han vivido al fin, la aventura que deseaban.
El libro de Bill Bryson tiene su réplica en una película protagonizada por Robert Redford y Nick Nolte que recoge las partes más cómicas del viaje y deja a un lado las descripciones históricas, botánicas, zoológicas y de todo tipo a las que Bryson gusta de abandonarse con frecuencia. Sin embargo, en este libro, es la peripecia personal la verdadera protagonista, las anécdotas y vivencias de ambos patéticos personajes perdidos en un entorno tan hostil para ellos.
Y es precisamente en estos libros, en los que Bryson abandona ese tono enciclopedista, en los que equilibra datos con su propia experiencia, los que mejor resultado dan, los que más entretienen y le permiten dejar volar su ironía y sentido del humor, en los que más sentido tiene el hacer burla continua de uno mismo. Y, por suerte, de este tipo aún nos quedan unos cuantos por leer.