Como
cada mañana, los turistas pasean por la Plaza de la Ciudad Vieja, hacen tiempo
contemplando la torre del Ayuntamiento o las agujas de la iglesia de Tyn,
esperando a que el reloj astronómico despliegue su paseíllo de autómatas. Una
vez concluido el espectáculo las masas se dividen, unos suben por Paritska a
poner piedrecitas sobre la lápida del rabino Lów o a tocar las paredes eternas
de la Sinagoga Vieja-Nueva, tratando de aspirar el aliento que insufló vida al
Golem.
Otros
dirigen sus pasos al pétreo desfile de santos y santas que pueblan como almenas
el Puente de Carlos, rindiendo homenaje al patrón de la ciudad, San Juan Nepomuceno, cuya estatua amenaza ruina
inminente con el sobeteo de quienes dicen querer volver a la ciudad.
Finalmente,
a pie por Malá Strana, o en autobús los más cansados, llegarán a las infinitas
salas y pasadizos del castillo, a sus hileras de ventanas idénticas para
adivinar cuál fue la que se abrió para la célebre defenestración de 1648, o
para asomarse al patio que guarece la portentosa catedral de San Vito.
Y
con las primeras luces del atardecer, la mayoría de los turistas abandonará la
ciudad para continuar su paseo de capitales imperiales, joyas centroeuropeas,
el esplendor de la vieja Austria o como quiera que los imaginativos publicistas
de las mayoristas del viaje y el ocio bauticen estos tour exprés.
Pero
Praga no queda abandonada a su suerte, a la espera de un nuevo día y de nuevas
hordas. Pese a su fama de teatro y mágico escenario, Praga palpita. No guarda
reparo en ofrecerse abierta de par en par a cuantos llegan a ella. A vender sus
estatuillas de pequeños monstruos de arcilla movidos por la palabra Emet ( “verdad”)
o Met (“muerte”), a ofrecer sus
espectáculos de treinta minutos de teatro negro, a vender sus cervezas y
longanizas en portales de Celetná o a sacrificar su memoria vendiendo una calle
en la que nunca vivió Kafka y de la que nunca brotó el oro. Incluso se vende la
quincallería de los cercanos tiempos de la ocupación de la URSS, sus medallas y
emblemas, hoy tirados sobre las mantas de un mercado callejero, tal vez junto a
un macizo candelabro de siete brazos (aunque quizá haya perdido uno de ellos).
Porque
si algo ha aprendido el pueblo checo y los praguenses, es que su tierra es
visitada, cruzada, expoliada, sacrificada, anhelada o vituperada. Que quienes
llegan a ella quieren arrasar con lo que hay, vaciarla de contenido y poseer su
espíritu, y han aprendido a resistirse del modo en que ellos lo hacen,
quedamente, sin resistirse, sin alterarse, dando lo que aparenta valor y
protegiendo lo que lo tiene, haciendo suyos a los invasores y conquistadores,
inoculándoles su veneno para que se conviertan en los primeros praguenses.
Pero
el precio es alto. Para muchos praguenses el exilio fue un modo de vida que
creó una extensa literatura medieval y renacentista, basada en la idea del
peregrino, el itinerante que parte de Praga y viaja sólo para volver a ella,
para soñarla en la distancia y hacerla en sus sueños mejor de lo que es. Esas
primeras ensoñaciones de una ciudad que a veces se odia y a veces se ama,
dejaron una marcada tradición que aflorará en cuanto tenga oportunidad.
Tan
hija de Praga resultará la Sinfonía del
Nuevo Mundo como Mi Patria, tan
lejos pero tan cerca. Esa idea de laberinto cretense, de búsqueda imposible es
la que acometerá el bueno de Svejk en su periplo de tabernas, o el propio K a
la búsqueda del modo de llegar al Castillo.
Será
en los tiempos de Rodolfo II cuando la Corte de Praga alcance su cénit. Educado
en la corte de Felipe II, Rodolfo entra en combustión a su llegada a Praga,
quemado por la comezón de la extravagancia, lo quimérico y lo oscuro. A su
Corte acudirán, llegados de toda Europa, los alquimistas y cuentistas, los
agoreros y visionarios, los artistas de todo rango y valía, seguidos por los
chamarileros más hambrientos. Todos ellos prometerán fortunas y glorias
buscando la suya propia, muchos ascenderán ante el voluble carácter del monarca
pero pocos permanecerán en la estima soberana.
A
la caída de Rodolfo II todo se desmorona y sus impresionantes colecciones, como
el gabinete de maravillas, sus obras valiosas o las meras curiosidades llegadas
de todo el orbe serán desperdigadas, vendidas y subastadas, robadas por los
suecos o expatriadas a Viena, sede del nuevo poder.
Poco
después, la derrota de la Montaña Blanca, a las puertas de Praga, traerá
consigo la caída definitiva de cualquier aspiración a recuperar la independencia
cediendo ante la católica Austria la supremacía de un Imperio que se envolverá
en los inciensos de la Contrarreforma para someter a Praga. El barroco será su
arma y cubrirá de cúpulas las calles de la ciudad, en claro contraste con el
caos gótico o la melé del Barrio Judío.
Pero
los invasores pronto serán secretamente conquistados, la humedad del Moldava
trepará por las tapias de sus palacios y conventos y lo estrafalario, lo
excesivo volverá a asomar adueñándose del Barroco haciendo de él una nueva seña
de identidad de la Praga vencida.
Las
estatuas gigantes del Puente Carlos, con sus rasgos transfigurados, su
enfebrecida pose, el Loreto con sus siniestras reliquias o la proclamación de
San Juan Nepomuceno como santo protector, todo ello conspira desde el silencio
para imponer la terquedad praguense, falsa en su mansedumbre, constante en su
desafío.
Pocos
espacios urbanos como el gueto de Praga simbolizan ese espíritu que mezcla
leyendas con mitos para hacer de la realidad un cuadro expresionista como muy
bien supo entender Meyrink. El barrio judío, Josehov, fue creciendo hasta
alcanzar una densidad de población que rozaba la insalubridad y, tal y como
ocurría en su célebre cementerio donde las tumbas crecían sobre tumbas más
antiguas.
Así,
las habitaciones surgían sobre aleros, los corredores se abrían a patios
interiores que cobijaban nuevas viviendas en un ambiente sucio y viciado, con
callejas sin salida, vías estrechas y materiales de derribo. En ellas no solo
vivían los judíos sino muchos buhoneros, ropavejeros, maleantes que rondaban
los locales de mala nota entre ortodoxos fieles que salían de las sinagogas
fingiendo no ver nada.
Este
símbolo, reflejo de la amalgama de la ciudad, fue barrido por el espíritu del
siglo XIX, por un urbanismo que abrió espléndidas avenidas como un cuchillo
directo al corazón de un tiempo que no volverá pero que permanecerá en el
espíritu de toda la ciudad, no sólo en el Golem. De ese caos habitacional, de
esa ruina que nunca termina de materializarse se hicieron los escenarios que
recorre Josef K en busca de la Ley o las alocadas mentiras que inventa Hasek,
para sus obras y, muy especialmente, para sí mismo, picaresco protagonista de
la obra que fue su vida.
Ese
vínculo espiritual con un pasado que no pasa es la garra de la madrecita Praga
a que alude un Kafka agotado de huir sin llegar a ninguna parte, remedo de las
novelas laberínticas de vagabundos y peregrinos del Medievo.
Y
ese destino parece repetirse una y otra vez. A la ruptura del Imperio
Austrohúngaro, la nacida República de Checoeslovaquia será asaltada por los
nazis, liberada por las tropas soviéticas y vuelta a someter por sus supuestos
salvadores como relata Bohumil Hrabal en su espléndida novela Yo
que he servido al Rey de Inglaterra o como reflejará con tristeza irónica Kundera en su vibrante La broma.
Porque
llegamos a nuestros días y pese al atrezzo
kitsch o la concesión al turismo fácil, si se rasga el velo y apartamos al
anciano pordiosero cuyas pulgas conoce por su propio nombre, vislumbraremos la
gran puerta custodiada por un guardián portentoso que semeja las figuras
trentinas del puente por excelencia, y
veremos ese resplandor de latonero convertido en alquimista. Y siempre que
queramos podremos cruzar esa puerta que se abre ante nosotros de la mano de Angelo
Maria Ripellino y su soberbia Praga mágica (Julio Ollero Editor Ed. 1991) cuyo
espíritu anidará en el lector tras adueñarse del alma de Praga.
Decir
que su conocimiento sobre Praga, su historia, su urbanismo, sus pintores,
poetas o artistas es enciclopédico resulta claramente incierto. La enciclopedia
es un esfuerzo titánico por traer luz y conocimiento, por hacer comprensible y
ordenado lo que no es sino Naturaleza. Pero Ripellino
surca mares confusos, entrando y saliendo de la leyenda para saltar en la
biografía dudosa o en las fuentes más rigurosas con la alegría y placer de
quien ama el objeto venerado, de alguien al que la realidad no le basta y trata
de buscar esa conexión mágica entre mundos tan distantes como El desaparecido
de Franz Kafka y el retrato de Rodolfo II de Arcimboldo.
Su
prosa es procelosa, como el curso de un río a punto del desborde, sugerente
como las luces que ardían en las primitivas farolas de Nerudova. Pasear por sus
páginas es hacerlo por la mente de un escritor que dedicó su tiempo a la
crítica literaria y al ensayo pero que supo hacerlo con un ansia absorbente y
hechizadora. Queda la recomendación hecha y todo dicho.