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23 de septiembre de 2013

Hollywood revelado (Coord. Fernando R. Genovés)




Hollywood revelado (Editorial Ártica, 2012) evoca, en primer lugar, el delicado proceso de revelado fotográfico que requiere toda película y que, fotograma a fotograma, construye una ficción que se nos ofrece con apariencia de realidad. Aunque las técnicas modernas hayan desterrado para siempre los líquidos y los cuartos oscuros, el término sigue presentado ese matiz de alquimia mágica que tanto conviene al llamado séptimo arte.

Pero, en otro sentido, el revelado que pretenden los autores se refiere también al hecho de traer a la luz aquello que ha quedado oculto, bien por el paso del tiempo, el cambio en las corrientes cinematográficas o por cualquier otra razón; levantar ese velo que oculta o difumina una realidad desconocida o, en todo caso, poco publicitada.  

Tampoco podemos pasar por alto las connotaciones religiosas del término. Revelar significa proclamar una verdad, expandir la buena nueva y compartir con otros el conocimiento que se tiene sobre algo. No es otra cosa lo que hacen los autores de este volumen cuando propagan su pasión por unas figuras relevantes de la historia del cine que merecen una atención de la que el tiempo, la crítica o el público general les ha privado.

Es tiempo de informar de que Hollywood revelado es una obra escrita a cinco manos encargadas cada una de ellas de dos capítulos dedicados a diez directores poco conocidos o, en algún caso, del que poco se conoce (nótese el matiz).

La coordinación de la obra (así como la introducción y dos capítulos de la misma) corre a cuenta de Fernando R. Genovés, quien desde su Cinema Genovés, renueva cartelera cada lunes trayendo al presente títulos que merecen no ser olvidados.

Los cuatro restantes autores (Josep Carles Laínez, Hilario J. Rodríguez, Carlos Tejeda y Enrique S. Tenreiro) comparten con Genovés su pasión por el cine y la vocación divulgadora, tanto a través de medios escritos como de Internet..

Visto el percal, el lector puede temer encontrarse ante una obra en la que se ensalza a remotos personajes, probablemente de la época del cine silente o de los que apenas se conserven unos retazos de una película perdida, probablemente desconocida hasta el feliz hallazgo de unos rollos en un pajar de Colorado. No. Para esto ya hay otros libros que alimenten el ego del perfecto esnob cinéfilo.

Hollywood revelado no recurre a lo desconocido, sino a aquello que merece ser mejor conocido. Tranquilizará al lector saber que entre las obras de los diez directores aquí tratados, se encuentran películas tan conocidas como Sonrisas y Lágrimas o Bonnie and Clyde, entre otras. Pero muchas veces, el éxito de una única película borra hasta el olvido el reto de la obra, sumiendo al autor en un limbo del que ser redimido.


Sin abandonar aún el título, Hollywood revelado no nos habla tan solo de estos diez directores sino que ofrece un fresco panorámico sobre ese paraíso artificial cuyo nombre es sinónimo de cine.

Asistiremos así al nacimiento de una industria que pronto pasará a convertirse en una de las primeras del país y en la que los verdaderos protagonistas serán los estudios, capaces de ofrecer al público una creciente espectacularidad en decorados, vestuarios o coreografías en una trepidante competición en la que, sorprendentemente, los directores no eran más que los contratados destinados a poner un poco de orden  y dotar de coherencia al trabajo de actores  guionistas.

No es extraño que los primeros directores llegasen del mundo de la industria y fueran ingenieros o tuvieran formación técnica. Los grandes estudios producían películas en serie y el método a aplicar en la gestión era similar al de cualquier cadena de producción. Los directores eran un eslabón más y, si gozaban de la confianza de sus patronos y de cierto éxito comercial, encadenaban varias películas el mismo año, saltando de un género a otro con plena naturalidad.

Pronto llegará un tiempo en el que esa versatilidad será denunciada como ausencia de estilo y en el que la fidelidad a un estudio que facilita los medios para continuar creando será vista como un seguidismo impropio de la grandeza de la dirección.

Y es que la tradición europea (donde la falta de presupuesto no permitía la existencia de grandes estudios) comenzó a girar en torno a algunos creadores que plasmaban su visión en las películas dotándolas de una impronta característica convirtiéndose en  verdaderas estrellas. Uno no ve una película protagonizada por Jean-Pierre Léaud sino dirigida por François Truffaut. El cine comenzó a dejar de ser entretenimiento para convertirse en el medio de expresión del director que asumía un papel que no tenía en Hollywood será asimilada por la crítica, certificando la defunción de los artesanos del cine, de esos directores habituados a resolver problemas, ajustarse a los plazos y no rendirse por no conseguir a las estrellas adecuadas para un guión de encargo.

Los primeros capítulos de este libro se dedican a este tipo de cineastas. John Cromwell quien con su procedencia teatral convertía los platós en escenarios, impulsando la actuación de sus protagonistas. Otro pionero, W.S. Van Dyke, un rudo director que plasmó su experiencia vital (se ganó la vida de casi todas las formas imaginables) en un cine directo y tal vez tosco, capaz de recorrer el mundo en los escenarios de sus películas y de ofrecer una visión del salvaje bueno anticipándose a su tiempo.


 Clarecen Brown es otro director importante en el que lo extenso de su obra contrasta con lo menguado de la bibliografía que la estudia, y ello a pesar de que dirigió algunas de las mejores películas de Greta Garbo o impulsó la carrera de una joven Elizabeth Taylor.

Pero la discreción es patrimonio frecuente entre estos autores revelados. Frank Borzage que gozó de gran popularidad en su tiempo para caer en un brusco olvido. Sus películas giran en torno al amor, pero con un enfoque peculiar, sin mostrar la pasión o el desenfreno, sino la experiencia interior de este sentimiento.

Otro creador que se sale de los campos trillados mostrando una modernidad que no le ha sido reconocida, es Rouben Mamoulian. En sus películas, la dialéctica actor-espectador salta en pedazos gracias a sus primeros planos en los que los rostros interrogan al espectador desprevenido. En su escasa obra, apenas dieciséis títulos, el amor se convierte en redentor de vidas abocadas a la perdición. Pero esa redención no contradice su visión de las clases sociales como estancias independientes en las que apenas hay (o debe haber) cauces de comunicación y tránsito. Cada uno en su lugar, aceptando la ruleta del nacimiento.

Pero este estatismo social queda roto en la obra de Mitchell Leisen, en la que el fingimiento y las apariencias permiten que se inmiscuyan en la alta sociedad pobres diablos probando de qué materia se compone ésta. Sus películas corales se convierten en trepidantes comedias con toques de melodrama en una sucesión de escenas y diálogos dignos de las comedias de enredo barrocas.

Y si hablamos de equívocos, nada mejor que recordar a Gordon Douglas cuyas películas están repletas de héroes que se alejan del buenismo predominante en la época. Sus detectives son herederos de las obras de Hammett, personajes que bordean la legalidad, solteros pero siempre rodeados de hermosas (y peligrosas) mujeres. Curiosamente, la virilidad de que adorna a estos personajes, contrasta con su desdén por otras razas a las que parece creer incapaces de emular a estos héroes.

Robert Wise es otro director injustamente olvidado. Tal vez los trekkies le conozcan por dirigir Star Trek: la película. Pero los apasionados por los musicales encontrarán en West Side Story o Sonrisas y lágrimas lo mejor de su obra. Tampoco sus obras de ciencia ficción quedan atrás, como en el caso de La amenaza de Andrómeda. Tal vez su extensa carrera (su obra abarca desde 1944 hasta el 2000) y su profesionalidad en géneros tan variados como los citados no le han permitido un reconocimiento a la altura de su mejor cine, basado más en la sugerencia y la elipsis que en la exhibición directa y explícita de los hechos.

Pero los tiempos cambian y a finales de los años cincuenta comienza a llegar una nueva hornada de directores con un nuevo enfoque. Para ellos, el cine ya está inventado, es un lenguaje consolidado que conocen al dedillo y aportan la frescura e inmediatez de la televisión, un medio en el que muchos ya han hecho carrera.


Directores como Robert Mulligan, siempre unido a Matar un ruiseñor, que indagará sobre el mundo de la infancia y el proceso de maduración que comporta, normalmente desde la perspectiva de un adulto que recuerda el pasado con un deje de melancolía. Obras como Verano del 42 o El otro inciden en esta idea.

El décimo y último director revelado es Arthur Penn, responsable de la archiconocida Bonnie and Clyde. Al igual que en otros títulos de su filmografía, sus protagonistas muestran su rechazo a la sociedad que les rodea y juzga, un enfrentamiento destructivo fruto siempre de algún trauma o desarreglo en la niñez. Niños que querrán seguir siéndolo por siempre, pese a quien pese (normalmente, ellos mismos).

Nótese que comenzamos hablando de directores con oficio, sin temas propios y, según avanzamos en las biografías comienza a hacerse notar esa idea que persigue al director en diversos filmes hasta convertirla (discúlpese la simplificación) en el eje central de su obra.  

Al igual que cada director tiene su propio estilo, los cinco autores de este libro tienen el suyo propio. Más aún, en este caso no ha existido pretensión de uniformidad. No sólo hay diferencias en cuanto al estilo literario, sino respecto al enfoque empleado. En algunos casos, los capítulos se centran más en la obra de un autor en su conjunto, en otros, se detallan algunas películas capitales con precisión y celo. Sí se aprecia un intento de no conceder excesiva relevancia a los aspectos biográficos, salvo cuando aportan luz al estudio de la obra, siguiendo así el bíblico precepto (“por sus obras les conoceréis”).

De este modo, no solo la lectura avanza de modo ágil sino que asistimos a diversos modos de ver el cine, de enfrentarse a una obra muy extensa en la mayoría de los casos pero de la que se puede extraer una especie de mínimo común denominador.

Porque ésta es la gran lección de Hollywood revelado. No se trata, que también, de conocer la obra de unos directores que merecen un reconocimiento, se trata del modo en que nos aproximamos a ella, el modo en que somos capaces de enjuiciar más allá de las convenciones al uso, según nuestro propio gusto y criterio. Porque, qué duda cabe, ese gusto debe educarse y formarse, principalmente a través del visionado del mejor cine, pero también a través de la reflexión de quienes ya han recorrido ese camino y vuelven de este viaje prestos a revelarnos cuanto han visto.


30 de junio de 2013

Cine o sardina (Guillermo Cabrera Infante)

 

 Cine o sardina es la alternativa que recibía Cabrera Infante cada noche en su pobre infancia cubana. El dinero era escaso y sólo daba para un vicio: cine o alimento. No hay duda de qué es lo que el futuro premio Cervantes consideraba más necesario y su amor por el cine impregnó tanto su vida como gran parte de su obra.

Pese a ser más conocido como novelista, sus artículos de crítica cinematográfica pueden considerarse parte de su legado literario puesto que no estamos solo ante reflexiones más o menos valiosas en cuanto a su contenido, sino ante una vocación estética expresa que todo lo impregna y que convierte estos textos en verdaderas joyas que hacen de su lectura todo un placer.

Desde muy joven escribió en diversos diarios vibrantes críticas cinéfilas e impulsó en La Habana la difusión de los mejores títulos extranjeros. Se granjeó así un reconocimiento que, unido a su militancia comunista, le llevaron tras la toma del poder de Castro, a dirigir el Consejo Nacional de Cultura, entre cuyas responsabilidades se encontraba la de presidir el Instituto del Cine. Pero la vida bajo una dictadura puede tornarse dura incluso para sus afines cuando uno trata de expresar lo que realmente piensa y así, varias polémicas con el gobierno de Fidel le llevaron a la segunda fila de la política cubana como agregado cultural de la embajada de su país en Bruselas. Sus posiciones, cada vez más alejadas de las oficiales, le llevarían definitivamente al exilio en España y, posteriormente, en Inglaterra.



Durante todos estos años cultivó su amor por el cine, no sólo a través del vicioso goce del voyeur y la rijosidad del crítico, sino asumiendo los riesgos de encarnar lo que juzga y dedicando parte de su talento, tiempo y dinero, a la elaboración de guiones cinematográficos con resultados variopintos.

Particularmente sorprendente me ha resultado su colaboración en la redacción del guión de la psicodélica Wonderwall, película de 1968 cuya banda sonora fue compuesta por el mismísimo beatle George. Interesante también es su participación en el guión de una versión de la novela de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, a cargo de John Huston. Literatura y cine otra vez de la mano.

Pero dejemos la biografía y volvamos a Cine o sardina, una compilación de escritos cinéfilos que abarca todas las épocas de este arte, todos sus géneros y a gran parte de sus protagonistas sin que, por ello, Cabrera Infante deje de revelar sus predilecciones y fobias personales, sin dejarse llevar por un seguidismo fácil y convencional. No todo el cine es bueno, y ni aún el bueno debe de gustarnos a todos.

Para el lector español resulta destacable su pasión por la versión original y el desdén por los doblajes. Así, recuerda con pesar su etapa en España ante la dificultad de visionar películas en las que las voces de los actores no contradijeran sus actos o su apariencia física. En varios artículos trata de desmontar los diversos argumentos de todo tipo que se emplean para justificar este atentado al arte y, ante quienes alegan que la supresión del doblaje supondría el desempleo para muchos actores, afirma jocosamente: ¿por qué el vegetariano debe preocuparse por el carnicero?



Relata a este respecto la anécdota de lo sucedido tras la muerte de un doblador especializado en poner voz a un célebre actor que, aún vivo, tuvo la desfachatez de continuar rodando filmes. Tras el pánico inicial, la distribuidora española logró encontrar un nuevo doblador que imitaba, no ya al actor original de carne y hueso, sino al actor de doblaje fallecido.

Pero no todo es muestra de esnobismo de gran experto. Cabrera Infante no siente demasiado aprecio por el cine silente (él preferiría llamarlo, como la mayoría, mudo pues poco o nada le dice). Tal vez su parte literaria hace que le resulte incomprensible el cine desgajado de la palabra, su otra gran pasión. Y aunque sí que es devoto admirador de la época clásica de los grandes estudios, apenas deja género o estilo en los que no encuentre elementos de sustancia aprovechables.

Así nos encontramos referencias a cineastas recientes como Tarantino, Almodóvar, Kiarostami o Lynch. Del mismo modo, aunque sus retratos de las grandes actrices del periodo clásico denotan su predilección (Gloria Swanson, Gloria Grahame), también se dejan caer estrellas más recientes como Melanie Griffith o Sharon Stone.

Pero, con todo, si por algo debiera destacarse Cine o sardina es por su vocación estética, por su uso (en ocasiones abuso) del retruécano, las dobles referencias, ocasionalmente jugando con dos idiomas a un tiempo. Cada uno de los artículos es una fascinante aventura para un lector ávido de los artificios que adivina inevitables en cada párrafo.

Hago el ejercicio de abrir el libro por tres páginas al azar y dejo constancia de algún ejemplo que de ello encuentro:

"Billy Wilder, ya viejo pero todavía tratando de ser más Wilde que Oscar, de hecho Wilder."


"Hamlet encarnado por un hastiado, astado marido.... su ser o no ser significa contar las astas de la testa."


"David O. Selznick, ésa O del medio, apropiada, no significaba nada: era mero ruido de asombro."


Otro tanto podemos decir de los títulos de cada artículo, entre los que se encuentran joyas como El cine negro en blanco y negro, La otra cara de “Caracortada”, Latinos y ladinos en Hollywood o Travestidos tras vestidos.



Cine o sardina es por tanto, una oportunidad excelente para acercarse al cine desde la literatura, una invitación para el visionado (y revisionado) de innumerables películas, para el descubrimiento de actores, actrices, directores o incluso compositores de bandas sonoras hoy un tanto olvidados. Pero la pasión de Cabrera Infante invita a adoptar una postura crítica, militante, a definir la postura del espectador. Su acerado sentido crítico nos enseña a ver con ojos indóciles, no aborregados. En suma, a no volver a consumir películas sino a disfrutarlas, igual que hará el lector de Cine o sardina. Y todo ello, como diría Sergio Leone, sólo por un puñado de dólares o de euros, según el caso. ¿Alguien ofrece más por menos?