Pasamos el primer año de la vida de un niño enseñándole a
andar y a hablar, y el resto de la vida a guardar silencio y sentarse. Algo no
funciona bien - Neil Degrasse Tyson
Cuando
esperábamos al pequeño Pablo (que va camino de los cuatro años y medio) los artículos,
revistas y libros que leía
me enseñaban qué debía hacer un pequeño con dos meses, con seis meses, qué
podía esperar y, sobre todo, cómo debía ser como padre. Cualquier desvío de la
senda trazada podía tener fatales consecuencias. Si el niño no gateaba lo
suficiente podía ver dañado su sentido del equilibrio para toda su vida. Si el
niño no comía determinados nutrientes esenciales podríamos estar limitando los
minerales que su cerebro precisa para generar las sinapsis que, de otro modo,
ya no se crearían comprometiendo su desarrollo futuro.
Pese
a que todas las recetas parecían gozar de un amplísimo respaldo científico, no
siempre eran coincidentes, más bien, se posicionaban en extremos opuestos.
Dejar llorar a un niño en la cuna le puede crear un profundo trauma, un
síndrome de abandono que lastrará su personalidad hasta su último día. Claro
que, atender al niño cada vez que nos reclama puede crear un adolescente incapaz de sobrellevar la frustración,
siempre presto a dejarse influir y a no ejercer la responsabilidad que toda
vida adulta supone.
Uno
mismo va saltando de una teoría a otra
e, inevitablemente, tu pareja hace lo propio pero nunca en la misma dirección ni
en el mismo momento. Cuando uno toma el camino de la flexibilidad, el otro
parece preferir el rigor y la disciplina haciendo las delicias del pequeño que
siempre encuentra un hueco por el que salirse con la suya pero dejándole
también confuso sobre qué se espera realmente de él. Normal que ahora, cada vez
que padre y madre opinamos algo distinto sobre qué comer, si salir a dar un
paseo o al parque, el pequeño Pablo diga “a
ver, yo organizo” y siempre decida con bastante buen criterio. Algo bueno
le hemos enseñado a fin de cuentas.
De
todo se aprende y la experiencia es un grado. Nos hemos adaptado bastante bien
y la cosa parece funcionar, como la máquina del movimiento perpetuo, de forma
inexplicable pero sin demasiadas dificultades y sin tener que recurrir a más
opiniones de expertos.
Pero
como buen humano, gusto de errar infinitas veces. Así que, cuando llega la hora
de dar la bienvenida a una pequeña que haga compañía a Pablo (en breve dejará
de ser el pequeño por derecho
propio), vuelvo mi mirada nuevamente a los libros y a lo que pueda aprender
para disfrutar de la experiencia de la paternidad.
La
diferencia que me aporta la veteranía es que ya no quiero que me expliquen qué
puedo hacer por mi hijo, cómo estimularle o a dónde llevarle. Pablo me ha
enseñado que sólo necesita que le acompañe en la vida con algo de sentido común;
el estímulo, la imaginación y el modo en que se desarrolla lo marca él, tan
difícil de encasillar (por otra parte, como ocurre con cualquier niño) en
nuestras simples categorías. Pablo no ha tenido pesadillas a los tres años ni
problemas para dormir solo y a oscuras desde sus primeros meses. A cambio, para
él, la etapa del “¿por qué?” no es
una fase más del desarrollo sino un modo de vida en el que la variante “¿Qué pasa si....” apenas sirve para aliviar
nuestro dolor de cabeza ante una inquisición constante.
Lo
que ahora busco en mis lecturas son libros que me cuenten lo que ya sé, que
confirmen lo que Pablo me ha enseñado, que no me digan cómo criar niños
perfectos puesto que nunca seré un padre perfecto.
Educar en el asombro (Ed. Plataforma
Editorial 2012) de Catherine
L´Ecuyer se abre con una cita excelsa de G.K. Chesterton que expresa y resume todo lo que he visto y
aprendido en estos cuatro años y medio:
Cuando muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino
simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de
siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con
un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra
la puerta.
Para
la autora, el asombro es el motor que todo niño lleva incorporado y, tal y como
se desprende de la cita anterior, este asombro siempre está presente (también
en los adultos) si bien en cada momento su origen puede variar. La clave está
en saber apurar esas etapas.
Según
la tesis de este libro, el niño no precisa de más estímulos, excitaciones o
enseñanzas que las que él mismo se procura en su desarrollo normal, las que él
demanda, no las que nosotros le ofertamos. Y esto aplica a todos los aspectos
de la educación y formación del niño.
Una
de las mayores contradicciones de nuestro concepto actual de crianza tal vez
sea el modo en que hemos ido reduciendo la infancia empujando a nuestros hijos
a la edad adulta al tiempo que los adultos nos resistimos a vivir como tales, creyéndonos
por siempre jóvenes y resultando realmente infantiles.
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La Autora |
Este
adelantar etapas sin respetar el ritmo natural de la infancia supone que los
niños estén expuestos a estímulos para los que aún no están preparados
privándoles de experiencias que les sirven para madurar y asentar su
personalidad, sus preferencias. Como pensaba Chesterton, contar el cuento
completo a un niño de dos años nos deja sin recorrido para cuando cumpla seis
años. Cuando dejamos a los niños saturados de información, de estímulos, ahogamos
su asombro, matamos su curiosidad. Niños a los que no les vale lo que se les da
porque siempre necesitan más, ansiosos y, en definitiva, aburridos y
desengañados antes de tiempo.
El
ejemplo clásico son los dibujos animados que ven los niños de 2-3 años, cuyo
ritmo de cambio de escena y de salto de imagen es frenético. En la realidad, no
existen esos saltos, el flujo es continuo y no hay cambios abruptos. Pero los
niños acostumbrados a esos saltos bruscos cada pocos segundos terminan por
necesitar ese tipo de estímulo que la rutina no les puede ofrecer. La
prodigiosa plasticidad de
nuestro cerebro
de la que ya hablamos en su día, comienza a jugar en nuestra contra.
Por
ello, pocas cosas resultan menos necesarias en la educación de un niño que los programas y cursos de estimulación temprana.
No se ha demostrado su eficacia, al contrario, hay pruebas que ponen de
manifiesto que pueden saturar la atención de los niños dificultando su desarrollo
posterior y, en todo caso, lo único que es cierto que estimulan es el bolsillo
de sus patrocinadores.
El
aprendizaje, para ser fructífero, debe brotar del interior del niño, responder
a sus necesidades y sus intereses, no venir impuesto desde fuera. De ahí la
importancia del asombro como fuerza motora. Si el niño no siente interés por lo
que le contamos, no hay nada que hacer. Cómo lograr hacer surgir la chispa que
prenda en su atención forma parte de la habilidad de padres y maestros.
Uno
de los mejores modos de que un niño aprenda es a través del juego libre, el que
no está organizado por los adultos, el que propicia la libre asociación, la
imaginación, la simulación de roles, la asimilación de normas de convivencia y
el que mejor estimula el aprendizaje de los niños, más aún si juegan en
compañía de sus padres. De este modo, y a través de la prueba y error, los
niños van desarrollando sus habilidades sin necesidades de sentarles delante de
una pantalla.
Para
eso hay que luchar con la angustia de todo padre que confunde ese juego libre
con la holgazanería, con el tiempo no productivo, creyendo preferible que su
hijo esté delante del ipad coloreando
que haciéndolo con una pintura de cera de toda la vida. Más limpio, sí, menos
interesante y motivador, también.
También
debemos luchar contra la tendencia natural en nuestros días de no imponer
límites o no hacer cumplir los que hemos fijado. Ya es comúnmente aceptado que
los límites coherentes y razonables sirven para que el niño tenga un marco
definido en el que actuar a cada edad. Los padres deberán ir ampliando esos
límites según madura su hijo de manera que éste conserve ese asombro por lo que
se va abriendo ante él. Un niño sin límites (o uno con límites asfixiantes) no
es un niño feliz sino uno que ha perdido la capacidad de asombrarse, el más
proclive a rebelarse, enfrentarse a sus padres y retar las normas.
Igual
ocurre con los niños-trofeo que pueden
resultar muy decorativos pero, con el tiempo, tienden a rebelarse y en su
hastío carecen de fuerza, impulso e interés por nada. La escuela les aburre,
los compañeros les aburren, la rutina les mata solo a la espera de una
sobreexcitación aún mayor que les aplaque.
Para
L´Ecuyer, la Naturaleza es una
reserva intacta de asombro. Los valores que representa los alabamos en la
distancia, pero las actividades suelen realizarse bajo tejado. Huimos del frío
y la lluvia, del barro y de la hierba que no ha sido plantada y cortada. Sin
embargo, es en la Naturaleza donde aprenden la paciencia que se precisa para
que crezca una planta o para que una hilera de hormigas vuelva a su hormiguero.
Es en ella donde los niños aprenden a observar cada diminuto cambio, a perfilar
la atención y a detenerse a mirar como ya no están acostumbrados. En la
Naturaleza no hay atajos, no se puede dar al botón de rebobinado ni ver
infinitas veces la misma escena o saltar al siguiente capítulo si nos
aburrimos. Es terca en sus ritmos.
Pero
también nuestros niños lo son con los suyos a pesar de que los tratemos de
forzar. Respetar el ritmo del niño es importante. Nacen de serie con una
poderosa herramienta que les dota para el mindfulness
tan de moda. Prestan atención a lo que ocurre en el momento y se vuelcan en ello
con atención plena. Pero pronto llegamos
los padres con nuestras prisas, con el afán de quemar etapas y destruimos esa atención
creando niños acostumbrados a saltar de una actividad a otra, ansiosos por
saber qué ocurrirá después de lo que hacemos y preocupados por el tiempo antes
de tiempo.
En
esa locura diaria los niños están acompañados por el ruido continuo de la
televisión, de sus padres, de música, todo menos el silencio. El silencio no
está bien visto, parece antisocial, aburrido, pero es otro modo de centrarnos
en nosotros, de salir de la hiperexcitación a que estamos sometidos de
continuo. Según un reciente estudio, un 50% de los adultos tiene miedo de estar
más de quince minutos sin hacer nada a solas con sus pensamientos. Aprender a
parar el ritmo y detenernos a escuchar lo que nuestro cuerpo demanda es bueno
para todos, también para los niños. El sosiego no equivale al abandono o al
ensimismamiento.
Otra
fuente de asombro, más específica de la infancia, es el misterio. Parte de nuestras
vidas, es fundamental en el desarrollo de los niños para los que lo
inexplicable es consustancial al día a día.
Son los adultos con su afán por anticipar la madurez los que destruyen
ese misterio con un racionalismo que creemos justo, que fortalece a nuestros
hijos y les vacuna de supersticiones, miedos y manipulaciones. Pero lo que
logramos es precisamente lo contrario; niños que han perdido el asombro y el
interés por lo que les rodea, niños para los que el entorno no es algo que hay
que descifrar y de lo que se puede aprender. Hemos creado pequeños escépticos
en pantalón corto, descreídos de la magia y la belleza que se esconde más allá
de nuestras miradas.
Porque
tampoco somos capaces de trasladar la importancia de lo bello, un valor que
hemos ido distorsionando hasta confundirlo con aquello que está de moda, lo que
se lleva. Pese a que es algo innato en los niños, parecemos empeñados en
potenciar una cultura del feísmo en lugar de enseñar a valorar lo que de bello
puede haber en cada cosa, en cada acto.
L´Ecuyer receta menos recetas
y más sentido común, más dejar que el niño desarrolle su ritmo y menos
expectativas sobre ellos. Más disfrutar con ellos y menos enorgullecernos de
ellos en el trabajo o con los amigos.
Gracias
a su libro he revivido muchos momentos que he vivido con el pequeño Pablo,
muchas de las alegrías vividas y del asombro compartido, porque a través de sus
ojos, los míos también han renacido al asombro y espero que nadie
(especialmente yo mismo) vuelva a sacarme de él.
Todos
nacemos originales y morimos copias – Carl Jung