Ya hemos hablado en este blog sobre las instrucciones finales de Kafka a su amigo Max Brod (Los testamentos traicionados de Milan Kundera) o de cómo este amigo volvió a incurrir en terribles contradicciones en lo que se refiere a dejar atado y bien atado el futuro de su propio legado y del de los manuscritos originales que recibió como regalo de su amigo y que, por tanto, debían formar parte de su propia herencia (Los dibujos de Franz Kafka).
En El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Editorial Ariel, traducción de Joan Andreano Weyland), Benjamin Balint nos describe el complejo entramado jurídico que se abrió tras la marcha de Brod de Praga una fría noche del mes de marzo de 1939, cargando apenas con una maleta repleta de fotografías y recuerdos, de manuscritos propios y de Kafka.
Y aquí comienza ese periplo jurídico confuso del que haremos un breve resumen. Una parte de la obra original de Kafka era propiedad de su familia en tanto que herederos, y así se dispuso de ellos, tanto para su distribución literaria a nivel mundial, como para su entrega física a la Biblioteca Bodleiana de Oxford.
Sin embargo, otra parte de los legados de Kafka, así como otros materiales diversos como fotografías, cuadernos varios, manuscritos, ... pertenecían a Brod al haber sido recibidos como regalo o por haberlos rescatado directamente de la papelera de su amigo. Como muy bien decía Brod, lo que yo no salvé, se perdió definitivamente.
Ya en Israel, Brod trabó amistad con el matrimonio formado por Otto y Esther Hoffe, ambos también de Praga, si bien se conocieron en Tel-Aviv. Esther trabajó como ayudante y secretaria de Brod, hasta el punto de que éste le donó en documento privado los objetos que poseía de Kafka en 1947, ratificando el acto en 1952, con el fin de que pudiera disponer de ellos y, a su muerte, hacer entrega a alguna biblioteca pública, como la de Israel o similar. Ya en 1973, tras la muerte de Brod, Esther quiso disponer de parte de ese legado entregando manuscritos al Archivo de Literatura Alemana de Marbach. Sin embargo, esta transmisión no fue pacífica puesto que requirió la autorización de la justicia israelí que ya entonces comenzaba a plantearse asuntos como la posibilidad de declarar patrimonio nacional determinadas obras de judíos ilustres con preferencia a los legítimos derechos de propiedad de sus titulares. Sin embargo, en esta ocasión, Esther Hoffe se salió con la suya.
Cuando Esther fallece, ya en en 2007, a los 101 años, sus dos hijas acuden al notario a fin de legitimar el testamento de su madre mediante el que las nombra herederas universales. Por el camino Esther había heredado también la obra de Max Brod. Es aquí cuando el estado israelí comienza una pugna por evitar que las obras de Brod y Kafka pasen a manos privadas y alegan todo tipo de argumentos para hacerse con las mismas.
Entre estos argumentos consta el propio testamento de Brod que indica que Esther Hoffe podía disponer en vida de los manuscritos previamente donados por Brod pero que, a su muerte, debía hacerse entrega a una institución preferentemente israelí. Las hijas de Esther tienen a su favor el pronunciamiento derivado de la controversia de 1973 así como las dudas acerca de si los papeles de Kafka debían formar parte del legado de Brod o si ya habían salido del mismo por la donación privada a favor de su madre que se remontaba a finales de los años cuarenta del pasado siglo. Sea como fuere, se requirió el pronunciamiento de diversas instancias judiciales, llegando finalmente el asunto al Tribunal Supremo israelí quien ratificó todas las decisiones previas en contra de las Hoffe.
Si bien Balint dedica gran parte del libro a esta controversia judicial, como no puede ser de otra manera a la vista del título de la obra, lo cierto es que el volumen va mucho más allá y se convierte en un importante documento para reflexionar sobre el valor de los legados, la conservación de las obras maestras de nuestro tiempo, a quién pertenecen las mismas, las luchas nacionalistas y las consecuencias de un sentimiento de odio y culpa derivado de la Shoah que aún sigue afectando a las relaciones entre Alemania e Israel.
Vayamos por partes y remontémonos a los comienzos del siglo XX en la fría Praga en la que Kafka y Brod se conocieron trabando una amistad a todas luces improbable. Brod era enérgico, prolífico, confiado, con alta autoestima allí donde Kafka era apesadumbrado, reacio al elogio y a la autoindulgencia, cada línea que escribía era fruto de un gran esfuerzo que solía ser despreciado. Y pese a ello ambos mantuvieron una amistad constante, no sin sus altibajos, durante el resto de la vida de Kafka. Viajaron juntos a París, Suiza o Italia. Iniciaron una novela a dos manos. Planearon un negocio sorprendente anticipando el éxito de las guías Lonely Planet. Brod le publicitó e hizo las funciones de agente literario confiando en todo momento en la calidad de su obra.
Algunos de los capítulos de este libro dan fe de esa hermosa relación en la que el exitoso Brod es capaz de reconocer sin embargo, que el verdadero talento lo tiene su amigo y, en lugar de sufrir por ello, le empuja y anima, ayuda e incluso se encarga de la publicación póstuma de toda su obra dejando en segundo plano la suya propia.
Y continuamos así recorriendo la vida del amigo de Kafka tras la muerte de éste. El libro se torna en un periplo agridulce que da fe de los esfuerzos de Brod por dar a conocer al público la obra inédita de Kafka en un periodo tan complicado como el de entreguerras cuando la amenaza nazi ya comienza a materializarse, cuando su nombre aparece en las listas de autores prohibidos, cuando publicar supone un riesgo para la vida. Y en ese contexto Brod se afana en editar, recomponer, reordenar, titular y suprimir pasajes de los manuscritos de su amigo para conseguir versiones casi plenas de obras inacabadas y fragmentarias.
Y no solo eso, también pone los primeros ladrillos del inmenso edificio de la kafkología publicando biografías, adelantando interpretaciones, sugiriendo una intención oculta en Kafka que trata de hacer coincidir con la suya propia. Y es tan grande su éxito en esta labor, que la obra de Kafka alcanza un reconocimiento mundial sin parangón. Y pronto llegan las críticas a su labor, a sus dudosos métodos, a su actuación como si fuera el propio escritor, como si la autoridad que emana de su amistad le confiriera los mismos e iguales derechos que al propio escritor. La publicación de testimonios de otros amigos de Kafka, de cartas y diarios, el estudio de los manuscritos en Oxford, todo ello termina por revelar algunas actuaciones no muy ortodoxas del infiel albacea.
Es este Brod cuestionado y superado por una crítica metodológica contra la que no tenía suficientes herramientas ni conocimientos el que le hace pasar por un personaje algo antipático en nuestros días. Y es aquí donde Balint nos abre los ojos a un Brod distinto. Nos habla de cómo este incansable y voluntarioso hombre que se había convertido en una figura central de la vida cultural y política de Praga, en cierto modo de toda centroeuropa, que se carteaba con Stefan Zweig y otras tantas figuras relevantes de su tiempo, que había sido un gran impulsor y propagandista del sionismo y que, pese a ello, había gozado del respeto de los checos tras la creación de la República Checoslovaca, tuvo que rehacer su vida en esa patria anhelada de Palestina y cómo poco a poco todo su prestigio y labor quedó ensombrecida por la larga figura de su amigo Kafka.
Porque, llegado a Tel-Aviv, apenas pudo recuperar su impulso literario, su genio para trabar relaciones y crear círculos artísticos, revistas, organizar exposiciones o cualquier otro tipo de actividad para las que tanta facilidad había demostrado en su vida anterior.
Porque lo cierto es que, aunque pronto obtuvo un discreto puesto en el naciente teatro oficial de la ciudad al concluir la guerra, su paso por esa institución se reveló más bien como un modo de apartamiento, de alejamiento oficial de todo tipo de acción relevante.
Brod, que supo hacerse un hueco en la complicada vida cultural centroeuropea, más allá incluso de Viena, que publicaba de manera incansable en todo tipo de revistas, que prolongaba sin tregua, que ejercía de agente literario de sus amigos, Kafka en especial, que pese a ello no dejaba de lado el activismo político y que, más aún, combinaba su vida matrimonial con continuas relaciones extramaritales, no pudo recrear siquiera en una mínima expresión todo aquel ímpetu y protagonismo. Así, pasó los años desde 1939 hasta su muerte en 1968 sumido en un destierro triste y gris. Y es doblemente terrible porque el alejamiento de la tierra natal siempre es doloroso, pero Brod creía ir a un lugar que era el destino sionista por excelencia, la nuEva tierra prometida en la que los judíos podrían liberarse de todos los yugos del pasado. Pero no eligió bien. Así como otros marcharon a Inglaterra, a Estados Unidos, él optó por la coherencia, por una promesa de Estado que aún tardaría años en materializarse y a la que creía poder contribuir.
Sin embargo, nada salió como esperaba. La escasa vida cultural de la futura capital israelí le ignoró de manera continua. No ayudó el hecho de que Brod fuera germanoparlante en un momento en el que los alemanes amenazaban a todos los judíos del mundo, cuando los italianos bombardeaban Tel-Aviv con sorprendente eficiencia, la que no hallaron para ocupar Malta, por ejemplo.
Tampoco ayudó el hecho de que parte de sus intentos de publicar nuevas obras lo fueran en alemán o de que tratase de separar este idioma de los actos de una parte de quienes lo hablaban. Una coherencia que sabemos no siempre es fácil de asimilar por quienes se ven repentinamente liberados de la opresión del pasado. No en vano, todavía la programación de un concierto con obras de Wagner es todo un ejercicio de riesgo en ese país
Brod murió solo, olvidado de todos, con una obra sumida en el olvido. Apenas había una sola librería en Israel que tuviera algún libro escrito por él a la venta. Ninguno en hebreo, todos en ediciones antiguas. Un destino triste.
Y junto a la reivindicación de la vida de Brod, Balint también nos hace el retrato equivalente las Hoffe, la madre Esther y sus dos hijas Eva y Rut. Esther, quien dedicó su vida a acompañar a Brod en su trabajo y de quien se dice que mantuvo una relación con éste, hecho no muy contrastado, jugó un papel crucial en la vida de Brod ya que era una de las pocas personas en quien podía confiar. Pero la soledad de Brod parecía extenderse en todos aquellos que le rodeaban y así, también las hijas de Esther soportaron una tremenda presión durante el juicio. Balint traba una cierta relación con Eva al cubrir el procedimiento judicial y nos traza un certero retrato de la desesperanza y desengaño en que vivió sus últimos años, perseguida por una campaña que trató de ridiculizarla y minusvalorarla, de mostrarla como incapaz de tutelar un legado tan impresionante como el que recibió de su madre. Por contra, Eva se veía como un mero actor secundario en un juego, consecuencia del cual, sus vidas fueron pasadas bajo un rodillo implacable.
Porque, y aquí llegamos al último punto tratado por el autor de este libro, el proceso judicial ponía de manifiesto cuestiones más generales que trascendían realmente a la posesión de unos papeles con más de cien años de antigüedad. Lo que estaba en cuestión era el derecho del estado israelí a poder considerar como patrimonio nacional la obra de cualquier judío con independencia del lugar en el que vivieran o la lengua en que escribieran. Y esto, sin duda, entraba en conflicto con el mismo derecho de otras naciones para las que la obra de un autor en su lengua, escrita en su territorio, con independencia de su religión, formaba parte de su legado nacional. ¿Podría acaso Austria renunciar a la figura de Freud o Zweig? ¿Podría Alemania dejar escapar la obra de uno de los autores en lengua alemana más representativos de su tiempo? Más aún, ¿debería hacerlo tras el Holocausto? No considerar como patrimonio propio estas obras, ¿podría ser visto como una nueva forma de antisemitismo? Rendir homenaje y honrar su memoria podría ser el modo de lograr la reconciliación con los fantasmas de un terrible pasado.
Ya se ha dicho que Esther Hoffe cedió algunos manuscritos a la Biblioteca de Marbach, entre ellos los correspondientes a El proceso. Esta biblioteca se había convertido en la receptora de los principales legados de autores en lengua alemana. Generosos fondos gubernamentales habían permitido la construcción de unas espléndidas instalaciones que permitían no solo la consulta ágil a infinidad de investigadores de los fondos en ella conservados, sino que estos eran custodiados a temperatura constante, con unos controles y cuidados excepcionales. Pero se llegó más allá, cuestionando el verdadero interés que había sentido hasta la fecha el estado israelí por la obra del autor checo. Ni una plaza, ni una calle, ni una biblioteca llevaban su nombre. Apenas había ediciones recientes de su obra. ¿Qué se pretendía reivindicar con la reclamación de sus manuscritos?
Por contra, la alternativa que podía ofrecer el estado israelí era su Biblioteca Nacional, una institución que apenas poseía legados literarios equiparables, que no tenía instalaciones apropiadas para la conservación de objetos delicados y valiosos a diferencia de Marbach. No contaba con un departamento especializado en lengua alemana, lo que hacía casi inútil poseer los manuscritos de Kafka y aún los de Brod. En suma, la superioridad alemana era evidente en estos aspectos. Pero como no deja de ser habitual en estas controversias, el sentido nacionalista se interpuso con fuerza. La prensa israelí acusó a Alemania de abuso, prepotencia, de pretender hacerse con la obra de Kafka y de asegurar poder cuidar de ella cuando la obra del autor fue prohibida en aquel país durante el periodo nazi y cuando todas las hermanas de Kafka y muchos de sus amigos murieron en las cámaras de gas.
En la polémica terciaron expertos de talla como Reiner Stach o Kaus Wagenbach pero, finalmente, como era de esperar, la justicia israelí se pronunció a favor de su país. Cuando la justicia suiza convalidó la sentencia del Tribunal Supremo israelí, las cajas con el legado de Kafka llegaron de vuelta a Israel y fueron abiertas en la Biblioteca Nacional con gran aparato de prensa, cámaras y publicidad. Tal y como se habían comprometido las autoridades judías, la obra está a disposición de los estudiosos y curiosos a través de la página web de la institución. El sistema no es sencillo ni cómodo pero basta para cumplir formalmente con el requisito.
Ahora bien, queda la última cuestión suscitada por Balint a modo de epílogo: el sentido de los legados literarios hoy en día. Por una parte, la creciente relevancia de estos y la necesidad de que el autor en vida deje instrucciones concretas para su conservación y entrega a una institución apropiada. Solo así se podrán evitar problemas como los de Kafka o Brod. Pero también, y con independencia de que sea necesaria la conservación de estos legados, las nuevas herramientas tecnológicas vuelven en cierta medida irrelevante el destino concreto de los documentos. La difusión en línea de los mismos en formatos de alta definición permite a los estudiosos casi el mismo nivel de estudio que la presencia física en el archivo correspondiente, con los ahorros consiguientes y las dificultades de revisar un documento varias veces según avanza la investigación. Como en todas las cuestiones en que intervienen las nuevas tecnologías, apenas somos capaces de Evaluar el impacto de éstas en todos los campos de nuestras vidas, así que la respuesta aún se hará demorar por un tiempo, pero la pregunta queda formulada.
Llegado a este punto, podemos dar por zanjados todos los procesos a que fue sometida la obra de Kafka. Liberados los manuscritos, las consecuencias prácticas para la kafkología no han sido demasiado relevantes. Ninguna obra inédita, nada que se creyera perdido ha aparecido. Tenemos una apreciable colección de dibujos que sí resulta inédita en gran medida, algunas cartas desconocidas hasta la fecha que no arrojan cambios sustanciales a lo ya sabido sobre la biografía de Kafka. También los cuadernos primorosos con los ejercicios de hebreo, lengua que Kafka comenzó a estudiar ya cercano a su muerte. Tal vez sea éste el mejor consuelo que nos puede quedar, que los cuadernos de un estudiante de hebreo se codean hoy con las mejores obras escritas en esa lengua, que el destino tiene quiebros que nos hacen pensar que Kafka seguirá teniendo motivos para mantener su enigmática sonrisa.