- Kafka (I): Los primeros años (Reiner Stach)
- Kafka (3): Los años del conocimiento (Reiner Stach)
- Otras críticas
13 de septiembre de 2008
Kafka (II). Los años de las decisiones (Reiner Stach)
5 de septiembre de 2008
Me casé con un comunista (Philip Roth)
Phillip Roth ha sabido combinar un estilo narrativo propio con un puñado de temas que, pese a aparecer recurrentemente a lo largo de toda su obra, se turnan a la hora de figurar como principal motivo de cada una de sus novelas.
Los temas que Roth aborda van desde el judaísmo en sus múltiples facetas (la posición actual de los judíos, su papel social, la tensión entre tradición y modernidad, los traumas derivados de la "asimilación", etc), hasta la historia de su país, Estados Unidos, que aborda desde una perspectiva de historia-ficción (La conjura contra América) o desde la posición de un cronista riguroso (Pastoral americana).
Me casé con un comunista se considera incluida en la denominada "trilogía americana" del autor (junto a Pastoral americana y La mancha humana) y repasa los orígenes y consecuencias del macartismo en la vida americana, no desde un punto de vista general, sino como suele hacer Roth, a través de la vida del protagonista de su libro.
No es éste sin embargo el único tema que aflora en sus páginas. El compromiso y coherencia personales, la manipulación de la opinión pública, la maleabilidad de la conciencia ideológica en los jóvenes de vida acomodada, el complicado equilibrio en las relaciones matrimoniales en las que los extremos aparentemente más irreconciliables parecen encajar por motivos diversos, o incluso el papel del Arte como intrumento para acercar la Revolución o para crear la Belleza.
Como en otras ocasiones, el narrados es Nathan Zuckerman, alter ego del autor que, como él, es un escritor maduro de cierto prestigio que coincide con Murray, un profesor de su juventud, quien con su entusiasmo y pasión le transmitió el amor por la literatura. Sin embargo, el joven Zuckerman, más que por Murray, siente admiración por el hermano menor de aquél, Ira Ringold, en ese momento célebre actor de un programa radiofónico, casado con una estrella del cine mudo de los años veinte y también actriz radiofónica.
Ira transmite a Zuckerman su pasión política, sus ideas progresistas, sus valores morales, y todo ello cae sobre tierra fértil, un joven que sueña con la libertad, la igualdad, el cambio social y cuya máxima aspiración es parecerse a Thomas Paine. La amistad entre ambos se estrecha, lo que acarrea problemas familiares en la casa de los Zuckerman y una creciente radicalidad en el joven pupilo lo que tensa las siempre complejas relaciones padre-hijo.
Finalmente, la Universidad y otras influencias alejan ideológicamente a Nathan de Ira, comenzando una nueva etapa en la vida de Zuckerman. Poco después, Ira Ringold es despedido de su programa radiofónico tras aparecer en varias listas de sospechosos de pertenecer al Partido Comunista y de la publicación de un libro, supuestamente escrito por la mujer de Ringold, que lleva por esclarecedor título "Me casé con un comunista".
El lector asiste a la reconstrucción completa de la vida de Ira Ringold a través de dos fuentes combinanadas. De una parte, Zuckerman narra su perspectiva, describe la influencia de Ringold en sus años de juventud y los motivos de la misma; de otra, Murray -el hermano mayor de Ringold- completa los espacios en blanco (por ejemplo la infancia o su vida tras la caída en desgracia) y aclara y matiza los hechos ya conocidos por Zuckerman (conoceremos así porqué Ira adoptó a Zuckerman o porqué se casó con una mujer tan alejada de sus presupuestos ideológicos).
De este modo participamos en un interesante juego en el que el lector conoce primero unos hechos de una fuente y luego ve cómo estos van siendo corregidos, debiendo hacer un continuo esfuerzo por readaptar la visión que sobre Ira Ringold se ha ido haciendo.
En este proceso contemplamos, como telón de fondo, la vida americana. Sus contradicciones, segregación racial durante la Segunda Guerra Mundial, las bandas organizadas de delincuentes, la miseria de la Depresión, pero también la alta sociedad de la Costa Este, sus lujos o sus intrigas políticas y, en medio, la vida de una inmensidad de americanos que no sabe cuál es la naturaleza verdadesra de su país, la de unos o la de otros y que sólo desea vivir en paz y liberarse del miedo y la angustia que les ocasiona el bombardeo continuo de ese miedo difuso, sea a una guerra con los rusos o al derrumbamiento del capitalismo, que con tanto éxito se emplea para anestesiar a una sociedad.
Como ya he comentado, la perspectiva de Roth parte siempre del individuo y es a través de sus protagonistas como conocemos el contexto histórico o social. Esta interesante aproximación tan frecuente en sus obras se adapta perfectamente a su estilo narrativo, denso en ocasiones, mesurado y preciso. A diferencia de los autores que nos describen una sociedad para encajar luego en ella a sus personajes de manera que el lector conozca sus condicionantes, Roth prefiere mostrarnos a las personas de modo que nosotros comprendamos cómo, de la suma de dichos individuos, se ha amalgamado la sociedad que conocemos.
Sin duda, este enfoque no es apto para lectores perezosos, pero todos aquellos que se dejen seducir, verán recompensado su esfuerzo. Si la novela debe ser algo diferente a otras ramas del conocimiento, si debe ser algo más que la reformulación de hechos ya sabidos, si realmente pretende ofrecer un conocimiento original, Roth es un gran novelista.
31 de agosto de 2008
El arte de la novela (Milan Kundera)
2 de agosto de 2008
El asombroso viaje de Pomponio Flato (Eduardo Mendoza)
Y cada una de estas obras, pese a la vasta diversidad de temas y estilos, tienen una nota en común: su altísima calidad literaria. No se trata por tanto de que Mendoza se relaje ocasionalmente publicando algún librillo con el que dar rienda suelta a sus excentricidades o hacer caja. Todo lo contrario, ninguna de las obras citadas (o del resto de escritos del autor) chirría por su extemporaneidad, si bien, cada lector tendrá su preferencia, su Mendoza favorito.
Con El asombroso viaje de Pomponio Flato retoma la senda más humorística y gamberra de Sin noticias de Gurb combinándola con las aventuras detectivescas de El laberinto de las aceitunas llegando a un resultado sorprendente que con seguridad disgustará a los fanáticos de cualquiera de estas dos ramas de la obra literaria de Mendoza: ni tan divertida como la primera, ni tan intrigante y cautivadora como la segunda. Y sin embargo, quien así piense, estará pasando por alto todos aquellos aspectos en los que supera a ambas.
El argumento de la novela es sencillo de explicar: un estrambótico noble romano busca en el Asia Menor una fuente de aguas que le calme las molestias intestinales a que hace referencia su nombre. Dicho noble tiene, al tiempo, aspiraciones filosóficas y fisiológicas por lo que aprovecha el viaje como objeto de investigación. Por diversos avatares para en una aldea de Judea llamada Nazaret. Las autoridades romanas se aprestan a crucificar al carpintero del pueblo, José, a quien consideran el autor de la muerte de un acaudalado ciudadano. Contratado por el hijo del carpintero, llamado Jesús, Pomponio comienza a investigar llevado por su natural inclinación a la verdad y, todo hay que decirlo, por su precaria situación económica, tratando de descubrir al verdadero asesino. En sus investigaciones conocerá a María, la madre de Jesús, y a otros personajes que años después aparecerán en otro libro, el Nuevo Testamento, como son Barrabás, Mateo, Juan, María Magdalena, ... Como es de esperar, Pomponio logra su objetivo y salva al carpintero de una muerte segura, al tiempo que sirve de ejemplo perdurable al niño Jesús quien no dejará caer en saco roto las enseñanzas que recibe de Pomponio.
La obra se escribe en forma de epístola del propio Pomponio a Fabio (desconocido corresponsal), años después de haber concluido la aventura. Pese a dicho formato, sólo ocasionalmente recurre Mendoza a recordarnos, mediante divertidos formulismos, dicho formato, resultando el resto de la narración ágil y con abundantes diálogos.
La elección del tema y los personajes bíblicos que aparecen en el libro son otra muestra del riesgo que asume Eduardo Mendoza en sus creaciones. La visión desacralizada y pagana que Pomponio tiene de la sagrada familia hace que la historia resulte natural, no forzada, nada en ella anticipa el papel que les reserva la historia; sólo un lector contemporáneo disfrutará con las coincidencias y casualidades que pasan por alto a los ojos del atento Pomponio.
Si bien la trama argumental no carece de atractivo, quizá el principal protagonista de la obra sea el lenguaje. Mendoza parece escoger la palabra exacta con el mimo y cuidado de un artesano. El texto ha sido desbrozado a conciencia, lo accesorio queda prohibido en sus páginas, cada oración parece tener significado, sentido propio y la riqueza léxica es embriagadora. A muchos les parecerá que el precio del libro no viene justificado por su brevedad, en comparación con cualquier otra novedad que le acompañe en el escaparate de una gran superficie. Propongo un criterio alternativo: contar el número de palabras diferentes que aparecen en El asombroso viaje de Pomponio Flato y en cualquiera de esos otros libros, así sabremos un poco mejor por qué estamos pagando.
En sentido opuesto, también parece excesivo comparar el libro con El Quijote en su intención por acabar con las novelas consumistas mediante su ridiculización, como se asegura en la publicidad de la editorial. Tras su lectura no aparecen adivinarse tales intenciones en la mente de Mendoza, antes bien, parece innecesario justificar así el libro, con una treta consumista tan obvia.
En definitiva, El asombroso viaje de Pomponio Flato es una novela breve, extraordinariamente bien escrita, con un estilo impecable y un argumento entretenido que permite una lectura satisfactoria y gratificante para cualquier tipo de público, con independiencia de su exigencia.
PD. Pese a la etiqueta de "libro veraniego", esta novela puede ser leída también en invierno o en países de limitado horario solar.
25 de julio de 2008
Inglaterra, Inglaterra (Julian Barnes)
Julian Barnes fue una de las varias promesas de la literatura inglesa de los años ochenta, junto a autores como Martin Amis, Ian Mcewan o Kazuo Ishiguro. Desde entonces ha tenido ocasión de mostrar su talento en diversas obras. La reciente publicación de Arthur & George, soberbia recreación del fugaz cruce entre la vida del escritor Arthur Conan Doyle y el abogado de origen indio George Edalji, es un ejemplo perfecto de su interés por lo "inglés", sus símbolos y valores o la herencia de esa Inglaterra de finales del siglo XIX y principios del XX.
No es la primera vez que Barnes vuelve su mirada a Inglaterra, para repasar sus tópicos, su pasado e, inevitablemente atisbar el futuro en un mundo que le ha dejado de pertenecer. En 1998, Barnes publicó una obra íntegramente dedicada a esta materia, escrita desde la ironía (y el cariño) en la que fantasea sobre la creación de un parque temático que recoja la esencia de lo inglés.
Sir Jack Pitman, un multimillonario cuya nacionalidad original es dudosa (siempre los patriotas más vocingleros suelen ser los de adopción) desea culminar su vida invirtiendo una fortuna en la compra de un territorio (la isla de Wight será el objetivo final) para recrear al modo de un parque de atracciones temático, todo aquello que se debe ver y conocer de Inglaterra. De este modo, pretende, de una parte, conservar las esencias (o la imagen popular de éstas) de su país, así como preservarlas de los propios ingleses.
La idea que fundamenta el proyecto es la de que el público desea antes la copia que el original, más aún cuando la reproducción se le presenta de manera aceptable y cómoda, pudiendo visitar en un día aquello que requeriría varias semanas de fatigosos esfuerzos en la Inglaterra real. Desayunar sobre los acantilados de Dover, almorzar en Stratford-upon-Avon para luego tomar el té en un cottage con tejado de paja y cenar ante una espléndida puesta de sol en Stonehenge son sólo algunas de las múltiples posibilidades que ofrece la nueva Inglaterra, que, para destacar más su pretensión de sustituir a la original, lleva por nombre Inglaterra, Inglaterra.
En el catálogo de lo british más puro no faltan los taxis londinenses, los beefeaters, los autobuses de dos pisos, las cabinas telefónicas o el Big Ben. Pero para demostrar que no hay nada que la imaginación y el dinero (junto con la dosis adecuada de chantaje y coacción) puedan conseguir, también se podrá compartir una velada con el Dr. Samuel Johnson y sus inteligentes disertaciones, asistir a un asalto de la alegre pandilla de Robin Hood, contemplar en los cielos de Wight una representación de la Batalla de Inglaterra o disfrutar del cambio de guardia y la salutación de unos monarcas auténticos.
Para ello, Sir Pitman se rodea de un equipo de colaboradores multidisciplinar que le ayude a plasmar su idea en hechos concretos. Conviven así, un historiador estrella mediática de la televisión, un captador de ideas cuya única tarea inicial es la de grabar las ocurrencias espontáneas de su jefe, o una psicóloga -Martha Cochrane, cuyo papel fundamental es aportar negatividad y cinismo a las reuniones.
Martha es precisamente el personaje conductor de la novela, eclipsada en ocasiones por el todopoderoso Pitman. Su infancia difícil, abandonada por su padre, y su madurez compleja debido a varias relaciones insatisfactorias, configuran una visión del mundo que atrae de inmediato al millonario, que admira su crudeza y sarcasmo, y a otros miembros del equipo. De ser una empleada más pasa a ocupar un papel relevante dentro de la empresa (no explicaremos el cómo, sólo que Cochrane ha aprendido a manejar los mismos instrumentos que su jefe) y consigue convertir Inglaterra, Inglaterra en un completo éxito mercantil.
La identificación de la copia con el original es tan grande que, con el tiempo, los propios empleados del parque comienzan a identificarse con sus personajes. Robin Hood roba animales de granjas próximas, Johnson cae en una profunda melancolía abúlica y la copia empieza a querer parecerse demasiado al original, a cobrar vida propia, a reclamar su autonomía. Se da así la paradoja de que el modelo estático, destinado a eternizar Inglaterra, acaba por tornarse dinámico, asumiendo los valores mercantiles y falsarios de los que Pitman renegaba inicialmente.
Martha, tras su caída en desgracias, regresa a Inglaterra (a secas) y Barnes nos ofrece el contrapunto a lo que ocurre en la feliz Inglaterra, Inglaterra. Debido a su éxito comercial la pérfida Albión ha perdido todo su empuje económico, los especuladores han hundido la libra, el turismo abandona las islas, las instituciones internacionales le dan la espalda y la aristocracia se exilia en el Continente. Escocia y Galés aprovechan la oportunidad para independizarse y expandirse comprando tierras a los condados ingleses empobrecidos. Sin embargo, lo peor es que, tras ver arrebatada su historia, Inglaterra ha perdido la conciencia de sí misma (terrible pesadilla en un mundo en el que la globalización favorece la uniformidad) y debe buscar una nueva.
La nueva Inglaterra se rebautiza como Anglia, en un intento de recuperar sus raíces históricas. El regreso de los inmigrantes a sus países de origen ha convertido a Anglia en un estado rural y despoblado. Los transportes recuperan la fuerza animal como principal energía y la alimentación se limita a aquello que puede producir la tierra. Finalmente, Anglia ha vuelto a su más pura esencia medieval y rural, frente a Inglaterra, Inglaterra que tras crearse con la finalidad de copiar el original, recrear su pasado se convierte en futuro. Paradojas del destino de las que Martha tampoco logra escapar en su viaje por reconstruir su trayecto vital.
Inglaterra, Inglaterra, está escrita con la habitual maestría de Julian Barnes, con su preciosismo detallista y su ritmo narrativo impecable. No obstante, en algunos momentos, el esfuerzo de Barnes parece dirigirse a explicaciones excesivamente prolijas de aspectos claramente accesorios, mientras que en otros pasajes los acontecimientos se desencadenan con excesiva precipitación lo que hace perder el equilibrio narrativo. La combinación de aspectos psicológicos, la fabulación sobre el futuro de Anglia o el contraste entre realidad y copia resultan en ocasiones confusas.
Pese a no ser una de las mejores obras de Barnes, su argumento es tremendamente atractivo, original y muy sugerente; su estilo, brillante; y el resultado general más que aceptable. Ironía y reflexión, historia y ficción combinadas con acertadas reflexiones del autor sobre aspectos tan dispares como el arte, la felicidad y el amor la convierten en algo más que una curiosidad.
8 de julio de 2008
El cerebro se cambia a sí mismo (Norman DoIdge)
Pese a la importancia del cerebro, el estudio científico del mismo tiene sus orígenes en los finales del siglo XIX y principios del XX, a través de la obra de investigadores que, al hilo de pacientes que habían sufrido diversas malformaciones, atrofias y desarreglos en una gran parte de su cerebro, comprobaron que existía una relación directa entre la zona del cerebro afectada y funciones concretas (aparato locomotor, vista, habla, etc).
Los seguidores de estos pioneros forjaron sobre esa base la teoría del localizacionismo que consiste en atribuir a partes concretas del cerebro, funciones concretas. Así, la capacidad olfativa se situaba en los lóbulos centrales, de manera que la pérdida o deterioro de aquellos conllevaba la irremediable pérdida del sentido olfativo, y así sucesivamente con el resto de funciones.
De este modo, los investigadores crearon "mapas cerebrales" en los que se ubicaron todas las funciones relevantes del ser humano, lo que ha permitido un notable conocimiento de las lesiones cerebrales, derrames, etc. Sin embargo, el localizacionismo lleva asociado un terrible inconveniente: sólo es útil para describir situaciones y justifica la imposibilidad de revertir los hechos. Así, una persona que pierda la movilidad de la mano derecha, nunca podrá recuperarla.
Como suele ocurrir, el localizacionismo se institucionalizó a lo largo del siglo XX en torno a su propio dogma no admitiéndose la disidencia y descartando como rarezas y casos particulares aquellos experimentos y pruebas clínicas que ponían de manifiesto una realidad diferente. Sin embargo, la realidad acaba por imponerse tercamente y, desde el último tercio del pasado siglo, la acumulación de datos en contra del localizacionismo ha permitido que investigadores independientes y abiertos hayan desarrollado una nueva forma de entender el cerebro, opuesta a la de los localizacionistas: la neuroplasticidad.
¿Qué entendemos por plasticidad? Al igual que un plástico, capaz de adaptarse a diversas formas, de estirarse (hasta cierto punto) y recogerse, el cerebro no es una realidad única e inmutable. El cerebro está en continuo cambio. Los localizacionistas admitían esta plasticidad pero únicamente durante un breve periodo de tiempo tras el nacimiento del bebé. En pocos años, el cerebro se solidificaba y la única modificación que se podía esperar en él era el declive según se avanzaba en edad. Los partidarios de la nueva teoría defienden que el cerebro es capaz de reorganizarse durante toda su vida. Las funciones pueden ubicarse en otras áreas del cerebro si es preciso, las conexiones neuronales se adaptan, en ocasiones, en un breve espacio de tiempo.
¿Y cuáles son las implicaciones de esta nueva teoría? Pongamos un ejemplo: la clínica del Dr. Taub. Los afectados por derrames cerebrales que han visto limitada la movilidad de la parte izquierda (o derecha de su cuerpo) reciben terapia durante un periodo de unas dos semanas (se está estudiando si el aumento de este plazo trae consigo mejoras sustanciales en los resultados) en el que, de manera intensiva, hacen ejercicios seis horas al día. Estos ejercicios son progresivos y se centran en el empleo de las partes del cuerpo afectadas. Así, para evitar el uso de la mano sana, deben llevar puesto continuamente en la misma un guante de béisbol. El sorprendente resultado es que estas personas, forzadas a utilizar los miembros "lisiados", recuperan gran parte de la movilidad de los mismos.
Las terapias convencionales en estos casos no son tan intensivas (apenas una hora al día, con ejercicios repetitivos, no progresivos) y tratan de potenciar la "compensación", esto es, enseñan a desarrollar estrategias que ayuden a suplir la deficiencia ocasionada por la lesión cerebral.
Esta terapia compensatoria se ha venido empleando en multitud de problemas neurológicos, por ejemplo en casos de problemas de aprendizaje. Sin embargo, si a raíz de una lesión, el cerebro percibe que un órgano no responde, en poco tiempo se adaptará (ley de no uso) y dejará de emitir señales para dicha función.. Al tratar de forzar el uso de la función afectada, el cerebro logra desarrollar las conexiones precisas para emitir sus señales.
Por simplificar, todos sabemos que si nos rompemos una mano, la terapia que debemos hacer es la de ejercitarla para que recupere su fuerza y movilidad. Sabemos que si no lo hacemos y empleamos la mano sana en todas las tareas, difícilmente recuperaremos la mano lesionada. Pues bien, precisamente en eso consistía la terapia tradicional para lesiones cerebrales, consecuencia lógica del localizacionismo, según el cuál era imposible recuperar las funciones ubicadas en las partes dañadas del cerebro.
Por tanto, el cerebro sólo está a la espera de recibir los estímulos precisos para reconstruir circuitos y recuperar funciones. El autor nos describe experimentos en los que se trata de “recuperar” la vista a ciegos mediante la aplicación de impulsos eléctricos en la espalda que reconducen al cerebro las sensaciones que antes se percibían a través de los ojos, o cómo se ayuda a una mujer a recupera su sentido perdido del equilibrio.
Toda la neuroplasticidad puede resumirse de una manera simplista en dos expresiones: aquéllas neuronas que emiten al mismo tiempo, acaban por conectarse; las neuronas que se activan por separado, terminan por desconectarse.
Incluso, según defiende el científico de origen español, Álvaro Pascual-Leone, el propio pensamiento, la imaginación, pueden llegar a producir cambios en la estructura del cerebro. Personas que se imaginan tocando un instrumento durante el mismo tiempo en el que otros efectivamente practican sobre un instrumento real, muestran similares niveles de destreza. Pascual-Leone también ha conseguido demostrar que es posible, mediante campos magnéticos intracraneales, mover partes de nuestro cuerpo de manera totalmente involuntaria.
Norman Doidge es psiquiatra y psicoanalista lo que le permite abordar este tema con amenidad pero desde la seriedad de quien conoce aquello de lo que habla. El libro se organiza en torno a 11 capítulos, cada uno de los cuáles explora alguna faceta distinta de la teoría de la plasticidad, bien desde un punto de vista teórico o de las aplicaciones de la misma.
El final del libro recoge dos interesantes Apéndices. El primero de ellos, es una reflexión sobre el concepto de cultura. Tradicionalmente se distingue a los animales de los hombres (y grandes simios) porque estos últimos, gracias a su cerebro superior, generan cultura y la transmiten. La neuroplasticidad permite abrir una vía bidireccional: el cerebro crea cultura, pero al tiempo, la cultura y el entorno, influyen el cerebro y lo transforman. Se reflexiona sobre el tipo de aproximación a la realidad propio de Oriente (más global, preocupado por la integración de diversos elementos en el conjunto) y Occidente (analítico, centrado en los detalles). Experimentos con inmigrantes han permitido verificar que estas estructuras pueden modificarse y adaptarse en función del entorno. La sublimación de los instintos animales encuentra también su explicación a través de la neuroplasticidad: es el cerebro el que aprende a reorganizarse superando el estadio de cazador-recolector. Doidge introduce otros elementos de reflexión como son el papel de los medios de comunicación y sus técnicas en los crecientes problemas de déficit de atención de los jóvenes, precisamente debido a la neuroplasticidad.
El segundo apéndice reflexiona sobre la idea de perfectibilidad del ser humano y la consiguiente traslación a la idea de progreso. La plasticidad permite defender estas ideas, pero a la vez pone de manifiesto el alto riesgo que supone esta capacidad del cerebro de adaptarse a los estímulos externos, en manos de dictaduras o sectas que buscan la manipulación y el control de las mentes.
Finalmente, 70 páginas de notas permiten adentrarse con más profundidad en aquello que el lector desee, así como consultar la bibliografía más moderna en la materia.
Como toda explicación novedosa y rupturista con el pensamiento convencional, la neuroplasticidad deberá luchar por acreditar sus afirmaciones y obtener el reconocimiento de la comunidad científica. Sin duda, y de ser generalizables los experimentos y terapias que en este libro se describen, ciertamente se abre una nueva etapa no sólo en la comprensión de nuestra propia fisiología sino en las posibilidades de una vida más plena y consciente. Las aplicaciones de estas nuevas teorías no sólo abarcan el campo de las lesiones cerebrales; el rejuvenecimiento del cerebro o la superación de los conflictos de la creciente globalización podrán son tierra fértil para los investigadores que aparecen mencionados en este libro y para los que estén por llegar.
- El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Oliver Sacks)
- Un antropólogo en Marte (Oliver Sacks)
22 de junio de 2008
Las aventuras de Barbaverde (César Aira)
Cuatro historias independientes en las que un periodista de extraño nombre (Sabor) se ve envuelto en las aventuras de uno de los últimos superhéroes de nuestro tiempo, Barbaverde, de quien apenas se conoce otra cosa que su nombre y su eterna lucha contra las maquinaciones del profesor Frasca en su ánimo por dominar el Planeta.
La desbordante y barroca imaginación del autor se adapta perfectamente a este esquema propio del cómic. Las maquinaciones de Frasca (pirámides que avanzan contra una ciudad a modo de un videojuego, rayos que convierten juguetes en objetos reales, un enorme salmón que desde otra galaxia amenaza la vida en la Tierra, ...) siempre resultan desbaratadas por Barbaverde quien, en ocasiones, emplea a Sabor como instrumento inconsciente en su lucha contra el Mal.
Sin embargo, el libro es algo más que un interesante esfuerzo por trasladar la imaginería del cómic adaptándola al género novelesco. Aira aporta numerosos elementos originales que enriquecen el texto.
Así, la figura del superhéroe es una referencia vaporosa que apenas se distingue por su presencia física, hasta el punto de parecer en ocasiones más el resultado de la imaginación enfermiza de Sabor. En su papel de periodista, trata de elaborar y dotar de coherencia los hechos asombrosos que sus sentidos perciben, para lo cuál precisa reinterpretar y avanzar teorías (que por sorprendentes que parezcan, terminan por confirmarse) hasta el punto de sospecharse si Barbaverde no es un producto de la mente de Sabor (o éste un mero instrumento de aquél).
La fantasía no es, por tanto, únicamente el elemento del que se sirve Aira para escribir esta especial novela, esa misma imaginación y su fuerza redentora es, al tiempo, uno de los principales temas de la obra. El apocado Sabor logra gracias a sus ensoñaciones adivinar y percibir una realidad que escapa al resto de humanos, a pesar del gran componente de manipulación que conlleva.
Cabe apreciar una irónica crítica al papel de los medios de comunicación que, no sólo informan y crean opinión, sino que la dirigen y propician. Sabor inventa los artículos que publica El Orden para tratar de reconstruir racionalmente un mundo que no comprende pero, a la vez, emplea los mismos como medio de enviar mensaje cifrados a su amada Karina, una artista de vanguardia de quien se enamora el primer día de su empleo como periodista y a quien conoce en la recepción de un hotel en el que se hospeda Barbaverde a quien ambos desean entrevistar por diferentes motivos. El tímido periodista queda enamorado de Karina quien apenas repara en el joven apocado más allá de como mero compañero de una aventura.
Las actividades profesionales de Karina también son descritas con ironía mordaz, de la que tampoco escapa el mundo de la Ciencia, la Moda, las Universidades, etc. Cualquier institución que aparezca por las páginas de esta novela pasa por el filtro de la ironía en un contexto totalmente natural favorecido por ese trasfondo de cómic que permite al autor desplegar su sentido del humor critico con las buenas costumbres o los convencionalismos provincianos.
Como ya se ha señalado, la dinámica del cómic adaptada a una novela permite la distorsión de la realidad, su simplificación. Los personajes, coherentemente, son planos y previsibles. El Bien y el Mal quedan claramente definidos y enfrentados. No hay escala de grises que permita el tránsito entre ambas realidades, un espacio para el acuerdo.
Las cuatro historias de que se compone el libro resultan desiguales en interés y, en ocasiones, se aprecian ciertas incoherencias entre ellas. Asimismo, su extensión hace que el punto intermedio de cada una de las cuatro aventuras parezca prolongarse excesivamente. Quizá un recorte habría hecho ganar en agilidad al relato, aunque ello habría supuesto una poda a las reflexiones del autor.
Al igual que en el estilo folletinesco del siglo XIX, cada historia “refresca” información referida a Frasca, Barbaverde, Sabor, Karina y algún otro personaje que aparece en varias historias, de manera que –quizá con la excepción de la primera aventura- pueden funcionar de manera independiente. El propio autor señala que su intención era escribir una serie infinita de novelas sobre este personaje, pero se cansó con la cuarta.
Sin embargo, el conjunto resulta muy apreciable por la interesante mezcla de estilos ya comentado, por la originalidad del tratamiento y por la prosa caudalosa y rica de César Aira quien ha encontrado en Barbaverde el perfecto vehículo para su capacidad literaria al que, casi con total seguridad, retornará en el futuro con nuevas aventuras.
8 de junio de 2008
La inmortalidad (Milan Kundera)
Milan Kundera defiende la vitalidad del género novelesco por encima de las voces que claman por su inevitable extinción. Con una perspectiva historicista, el autor checo evita considerar la novela como expresión del ideal decimonónico en el que las páginas no eran sino el intento por reflejar una realidad de la manera más fidedigna posible. Los personajes venían definidos por sus peculiaridades psicológicas, actuaban en un marco espacial y temporal bien definido e identificable por el lector. El espacio para la fantasía o el libre discurrir de la ficción era muy limitado.
Este modelo agota sus fuerzas con el siglo veinte que ve una profunda renovación del género al superarse ese esquema y retomarse de algún de manera el espíritu que definió el nacimiento del género. Cervantes, Voltaire o Rabelais crean una nueva forma de expresión en la que el todo se resiste al esquema, los personajes entran y salen de las escenas sin justificación aparente, las historias se entremezclan de manera confusa aderezadas por un sentido del humor y una imaginación desbordante.
Y es en este rastro en el que Kundera encuadra su labor creativa tal y como ha tenido ocasión de manifestar repetidamente (Los testamentos traicionados, El arte de la novela). La novela se convierte en un “medio” de expresión, un vehículo en manos de su autor quien, con su omnisciencia, determina su curso mediante la acumulación de materiales diversos a los que dota de sentido precisamente por su puesta en relación.
La inmortalidad responde a estos criterios de manera ejemplar. Toda ella aspira a resultar natural, espontánea, aunque sospechemos desde sus primeras páginas un poso de reflexión que actúa como argamasa de todos los hilos argumentales. La novela se abre con el propio autor observando el curioso gesto de una mujer madura dirigido a su monitor de natación en el preciso instante en que sale de la piscina del gimnasio al que acude asiduamente Kundera.
Ese gesto atrae su atención por la disociación entre su desenfado y jovialidad y la edad avanzada de la mujer. De esta primera atracción surge la reflexión. Muchos son los gestos, pero por fuerza, su número es menor que el de los hombres que los realizan. De ahí que los humanos seamos sólo portadores de los gestos, estos no nos pertenecen, no son definitorios de nuestra personalidad.
Al igual que esa mujer repite un gesto empleado por otras mujeres, otros hombres, nuestras vidas caminan en círculos. El tiempo es visto en la juventud como un camino hacia adelante; sólo cuando alcanzamos el cenit de nuestra vida comprendemos que el tiempo nos atrapa como un círculo; cada vida se cimienta de unos materiales que apenas podemos alterar, de modo que giramos en torno a dicha materia, a dicho tema, del que no podemos huir; no es posible el comienzo de “una nueva vida” tan pregonado por la mercadotecnia de la Nueva Era.
En fin, no desvelaremos las escenas del libro, o la trama interna, o el final del mismo. Baste decir, como mérito indubitado, que son totalmente irrelevantes para el goce de la lectura. Que el verdadero placer se encuentra en el discurrir del propio Kundera, en sus reflexiones (explícitas o por boca de personajes) desperdigados generosamente por toda la novela. Que el inteligente juego entre ficción y realidad (tan querido por Cervantes) es una constante en sus páginas por las que Kundera se asoma para, seguidamente, ceder paso a otros personajes ficticios. Que la primera página del libro desvela el incidente que origina la obra, al tiempo que el último lance festeja el fin de la tarea de su escritura.
Y tampoco habrá que explicar la presencia de Goethe y su peor pesadilla, Bettina, quien amenazó de manera directa la más grande aspiración del genio alemán: su fama eterna. Esa inmortalidad a la que algunos aspiran por sus propios méritos y a la que otros llegan a despecho de sus intenciones y deseos, fotografiados en pose poco favorable para toda la Eternidad, inmortalidad fruto de la visión de otros, visión e imagen en la que vivimos y sobre la que tratamos de influir.
Tampoco hablaremos del triángulo amoroso que describe Kundera, o de las extrañas teorías impropias de su edad o época, del profesor Avenarius y su relación con Kundera y con las protagonistas de la novela.
Y no lo haremos porque el lenguaje claro y preciso, frío en apariencia, de esta novela lo explica mejor, lo encadena de manera precisa sin necesidad de más explicaciones. Y porque al igual que el gesto es la excusa de la novela, y el gesto se encarna en las personas, esas tramas argumentales no son sino la excusa por la que Kundera da rienda suelta a su increíble capacidad para la creación.
“Pienso, luego soy es la frase de uno intelectual que menospreciaba el dolor de muelas. Siento luego soy es una verdad de una validez mucho más general y se refiere a todo aquello que vive” es un ejemplo del tipo de reflexión que contiene La inmortalidad, en esta ocasión en referencia al nacimiento del Homo Sentimentalis; metaliteratura dentro de la Literatura.
Otra breve cita que espero sirva para resumir el espíritu de esta novela y de la obra de Kundera en general: “una novela no debe parecerse a una carrera de bicicletas, sino a un banquete con muchos platos distintos”. Kundera nos asegura un extraordinario menú degustación a bajo precio, que no se debe rechazar en tiempos en los que la comida basura dicta la norma e impone su precio.
- Los testamentos traicionados (Milan Kundera)
Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (Ramón Andrés)
Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros aborda este acercamiento desde una perspectiva peculiar: a la muerte del músico hubo de redactarse un cuaderno particional en el que se relacionaban (y valoraban económicamente) las propiedades de Bach. El autor (Ramón Andrés) se centra en la relación de libros que aparecen en dicho inventario para trazar un cuadro lúcido de las influencias ideológicas, religiosas e incluso políticas que confluyeron en Bach.
Es de destacar que entre los libros mencionados en su herencia, no aparecen obras sobre música, bien porque dichos libros hubieran sido previamente repartidos entre sus hijos y discípulos, bien porque su valor económico no justificase su consideración a efectos del patrimonio hereditario.
Por ello, el grueso de la biblioteca de Bach sobre el que se centra este curioso libro, es fundamental la obra de autores religiosos. En primer lugar destacan las obras de Lutero, padre del protestantismo, cuyas reflexiones sobre la misión de la música en la liturgia revitalizaron el papel de los músicos y compositores en toda Alemania. Pero también aparecen obras de heterodoxos, pietistas, ... lo que nos aleja de la habitual imaginería de un Bach celoso protestante convencido y obediente y nos ofrece un retrato más propio de un librepensador, o al menos, de un pensador crítico, ávido por obtener sus propias conclusiones, más allá de autoridades externas.
También se plantea la importancia de la poesía en la obra de Bach. No hay que olvidar que los textos líricos eran la base de sus obras vocales y que, con toda seguridad, la delicadeza de la poesía no puede ser ajena a un músico que busca la perfección técnica pero armonizada con la belleza.
Ramón Andrés a partir de la consideración de que Bach era un personaje de su tiempo, dotado de una gran curiosidad, concluye que necesariamente debía tener conocimiento de algunas obras que no constan entre sus libros en propiedad. Bien porque pudieron haber sido sustraídas al reparto hereditario, por haberle sido prestadas por conocidos, o porque se encontraban en las bibliotecas de los distintos empleos que desempeñó, pudo tener acceso a diferentes obras de tipo religioso y filosófico de las que el autor hace una razonable suposición, ampliando la perspectiva, citando autores y obras que sin duda ejercieron su influencia en el compositor.
De este modo, llegamos a un retrato esclarecedor, no sólo del pensamiento de Bach, sino del pensamiento alemán desde el siglo XVI al XVIII, ese periodo tan fundamental en el que surge la Reforma, se asienta y finalmente comienza a desintegrarse en diferentes corrientes de pensamiento, no siempre conciliadoras entre sí.
Pero este libro, como no podía resultar de otro modo, también abre su horizonte a anécdotas de la vida del músico relacionadas con su mimo por la obra de otras autores. Así, se narra cómo en su juventud y viviendo en casa de su hermano mayor, copiaba a escondidas partituras de clásicos (fundamentalmente italianos) que su hermano guardaba bajo llave. Pasando noches en vela, copiando a la luz de una vela, aprendió las técnicas y conoció los estilos que emplearía el resto de su vida en las diferentes ocupaciones como músico de corte, religioso, etc.
Igualmente, cuestiona la falsa idea de que a la muerte de Bach, su música y su figura cayeron en un olvido del que fue rescatado en 1829 gracias a Mendelssonhn, quien dirigió la interpretación de La Pasión según San Mateo. Ramón Andrés demuestra cómo la fama de Bach y la estima en que le tenían las generaciones posteriores (por ejemplo Mozart) no responden a ese supuesto “olvido”.
También se exponen algunos de los “juegos” que encierran determinadas composiciones del alemán. Es de sobra conocida la anécdota que sustenta La Ofrenda Musical, pero también el empleo de las notas B-A-C-H en los últimos compases de alguna de sus composiciones, muy en la línea de algunas tendencias de su época.
El libro se cierra finalmente con un amplio anexo en el que se hace un bosquejo de todos los compositores que, de algún modo, pudieron influir en Bach. Breves biografías de autores franceses (Couperin, Anglebert, ...), italianos (Vivaldi, Albinoni, Pergolessi, Palestrina, ...) y, fundamentalmente, alemanes (Hasse, Händel, Pachelbel, ...) lo que permite poner en contexto la obra de Bach, cifrando sus influencias, los puntos de partida que tomó como referencia a la hora de renovar profundamente la música de su época.
15 de mayo de 2008
Firmin (Sam Savage)
Cuando sus hermanos acaban por abandonar la librería para labrarse el futuro en los alrededores de la plaza Scollay de Boston, Firmin queda como rata soberana de la vieja tienda de libros del excéntrico Norman Shine. Tanto lee la pequeña rata que acaba por convertirse en un ser humano, con sus complejidades morales y psicológicas. Su cuerpo sigue, sin embargo, apresado en la fisonomía de una rata lo que le lleva a evitar con espanto los espejos y reflejos que le recuerdan su triste realidad, mientras sueña con hermosas mujeres desnudas -que conoce gracias a las sesiones nocturnas de un cine al que llaman la “casa de los picores”- y, fundamentalmente, con Ginger Rogers de quien se enamora perdidamente gracias a las proyecciones que contempla extasiado mientras rebusca comida en el suelo del patio de butacas.
Esta locura le lleva al convencimiento de que Norman, el librero, acabará por aceptar su presencia como la de un igual, un colega literario. La realidad se impone dramáticamente cuando el librero descubre a la rata y casi logra matarla con un veneno.
Pero no es éste el final de Firmin. Como un humano, logra rehacer su maltrecha estima y es “adoptada” por un escritor de poco éxito que malvive con la venta ambulante de sus obras y que reside en el mismo edificio donde se ubica la librería. Jerry acepta a la rata como tal, y apenas se sorprende de que lea. Ambos son parias de una sociedad que no les acepta y la victoria de Firmin es pírrica: finalmente no se sabe a ciencia cierta quién cuida de quién, ha entrado en el mundo de los humanos por la puerta falsa.
Entre tanto, la política urbanística de Boston lleva al saneamiento de la degradada plaza Scollay, paisaje vital de Firmin y de los personajes que le rodean. Su vida se precipita, como el final de un libro, inexorablemente. Ni siquiera el milagro de una rata lectora sirve para evitar la última hora; al contrario, a diferencia que el resto de ratas, Firmin sufre la conciencia de su propio fin, muere, por tanto, con sufrimiento exclusivamente humano.
El protagonismo de un animal nos lleva a una rica y larga tradición que se remonta a las fábulas de la Antigüedad. En la mayoría de los casos se sobreentiende que la referencia a un animal es el modo idóneo de aludir a la especie humana marcando una distancia que permita objetivizar hechos, opiniones o conductas que, de no mediar tal recurso, nos parecerían corrientes. La finalidad es, por tanto, la de poner de manifiesto las contradicciones del hombre, denunciar la hipocresía o extraer lecciones sobre el comportamiento humano.
Kafka tomó esta forma literaria y la reelaboró completamente. Frente a una fábula que persigue un mensaje general, Kafka adopta la fórmula animal con un fin más intimista, como una explicación de su visión particular y privativa del mundo. La fábula deja de ser vehículo de denuncia o instrumento moralizador para convertirse en un género exclusivamente literario.
Savage emplea a Firmin con muy diversos fines. De una parte, le permite comentar libros y autores (son curiosas las relaciones que establece entre algunos libros y el gusto que sus páginas dejan en Firmin) lo que hará las delicias de quienes disfrutan compartiendo opiniones sobre lecturas comunes o aprendiendo nuevos nombres. De otra parte, Firmin, esa rata que no pertenece al mundo de las ratas, pero tampoco al de los hombres, que vive, por tanto, en un terreno propio pero incierto, simboliza esa extrañeza que, en algún momento, todo buen lector ha sentido. Aferrado a un libro, en atenta lectura, esa actividad sedentaria e individual por excelencia que nos aleja de nuestros amigos y familiares (aunque, qué duda cabe, también nos acerca más a ellos).
Firmin se ha ganado un lugar en los puestos más altos de las listas de ventas a pesar de ser un libro con escaso apoyo publicitario en un primer momento. El boca a boca funcionó convirtiendo la novela en un superventas de Amazon y de ahí si salto a otras lenguas donde, ya con las técnicas de marketing correspondientes, ha reproducido el éxito.
Su autor, Sam Savage, se estrena a una edad ya madura, en el mundo editorial. Escrita sin pretensiones y con el fin de disfrutar durante el proceso, Firmin es el resultado del amor de su creador por la lectura, los libros y las librerías y su deseo de compartir ese acervo con sus lectores que, cual ratas lectoras, se identificarán con el idealismo de su protagonista y sus contradicciones, nuestras contradicciones.
4 de mayo de 2008
Dossier K. (Imre Kertész)
Imre Kertész, por encima del reconocimiento otorgado por el Premio Nobel de Literatura, llevará siempre asociado a su nombre, a su vida y a su obra, el título de “superviviente de Auswitz”.
Sin embargo, no podemos olvidar que, a diferencia de otros muchos supervivientes, no emigró al estado de Israel ni a América, huyendo del antisemitismo. Por el contrario, el final de la Segunda Guerra Mundial y su liberación de los campos de la muerte, le llevaron de vuelta a su Budapest natal, sólo para encerrarse en otro horror, bajo las diversas etapas por las que pasó el comunismo en Hungría.
Cree Kertész que, precisamente el haber vivido bajo una dictadura, le alejó del suicidio, idea con la que ocasionalmente trataba de hacer soportable su vida. A diferencia de Primo Levy, Améry y otros tantos, Kertész no tenía que enfrentar un presente de relativa felicidad social, de democracia apacible que hiciera evidente su situación desacompasada en el mundo. La idea de la muerte de Dios tras Auswitz, de desarraigo profundo y desapego por sus congéneres que marcó la vida de otros famosos supervivientes, empujándoles a una muerte como huida de un mundo que les resultaba insoportable, no destrozó la vida de Kertész quien, bajo la opresión comunista tenía una vida lo suficientemente inquietante para que su desarraigo quedara disuelto junto con el del resto de ciudadanos que vivían bajo la “ocupación temporal” soviética.
Precisamente es la etapa final del comunismo en Hungría lo que desata la fiebre escritora de Kertész, que perdura hasta la fecha con libros como Sin destino, Fiasco, Kaddish por el hijo no nacido, Diario de la galera, Yo, otro o Liquidación. Reacio a entroncarse en la “literatura del Holocausto” y al propio término Holocausto (cuya etimología es “todo quemado”) dado que presupone la total eliminación, la muerte absoluta, lo que coloca a los supervivientes en una delicada posición. No son sino una excepción dolorosa, ajena al mito creado en torno al exterminio, la negación del propio término Holocausto. Kertész prefiere centrarse en su obra como Literatura, como expresión de su visión del mundo y no como reflejo del horror de las cámaras de gas.
El debate entre ficción y realidad, sus territorios comunes y sus variantes espurias (la historia o biografía novelada) son temas apasionantes en manos del autor húngaro quien se resiste a que su obra sea interpretada en una clave puramente biográfica. La ficción se nutre de elementos de realidad, históricos, pero crea con dichos elementos un nuevo mundo, alienta una vida independiente de la del autor.
La cartuja de Parma no adquiere la condición de testimonio real por el hecho de reflejar los campos de batalla de Waterloo; Guerra y Paz de Tolstoi no es leída como la descripción de la campaña rusa de Napoleón, al contrario, se aprecia en ella su mérito literario, su capacidad para reflejar las profundidades del alma humana expuesta a condiciones extremas. Así hay que enjuiciar sus obras, señala Kertész, que toman sus referencias del mundo del propio autor pero que no quedan encerradas por éste ni se justifican en él.
Este interés del autor por marcar una diferencia entre la ficción y la realidad se asienta en la concepción misma de Dossier K. que toma la forma de entrevista que el propio Kertész se hace a sí mismo. Aquí, la ficción (la simulación de un diálogo entre dos personas) se confunde con la realidad (el material de las respuestas del Kertész entrevistado).
La entrevista se adapta con relativa fidelidad a un esquema cronológico por el que desfila la infancia del autor, el divorcio de sus padres, su convivencia con las nuevas parejas de sus progenitores, sus cambios de domicilio, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, su viaje a los campos, su regreso, su época de periodista y escritor teatral para lograr el sustento, su creciente labor literaria, su “exilio” reciente a Berlín superada la indiferencia de la crítica de su país, sus dos matrimonios, etc.
La perfecta estructuración en el juego de pregunta y respuesta da cierta verosimilitud al formato permitiendo que las abundantes repeticiones y las abundantes referencias a las obras del autor no resulten forzadas o reiterativas. Muchos son los temas que afloran en las páginas de Dossier K. desde el papel de la Literatura bajo una dictadura en la que un funcionario dictamina la corrección de una obra, los autores que marcaron a Kertész en su juventud, su visión del judaísmo, sus ideas políticas, etc.
Pese a que el diálogo resulta fresco y el entrevistador se complace en contradecir a su entrevistado, a resaltar sus contradicciones, exigir mayores precisiones, el lector no puede dejar de ser consciente del juego al que es sometido. Es el propio Kertész quien, como un pequeño Dios, elige tanto las preguntas como las respuestas, los detalles escabrosos que quiere desvelar y, por tanto, aquellos sobre los que no desea pronunciarse. Por tanto, y coherentemente con sus ideas, se debe considerar este libro más desde el punto de vista de la ficción que desde el punto de vista del testimonio.
26 de abril de 2008
Etiquetas (Evelyn Waugh)
Con una finalidad algo más monetaria, escribió durante la década de los años treinta algunos libros en los que daba cuenta al público inglés de sus viajes por el extranjero. Etiquetas es el primero de estos libros, en el que describe su viaje por el Mediterráneo. Dada la escasa novedad y originalidad de su ruta, el propio Waugh titula la obra etiquetas dado que apenas puede añadir nada que no haya sido escrito sobre estos lugares, limitándose a destacar aquello que llama su atención, en especial en materia humana, más que artística, paisajística o histórica.
Su viaje comienza con un vuelo comercial que le lleva de Londres a Paris donde disfrutará de los placeres de la noche parisina para descubrir que los locales de moda sirven champagne de malísima calidad y que el bullicio bohemio que tanta fama da a la capital francesa no es otra cosa que una sucesión de locales a los que se acude en romería, de modo que se visite el local que se quiera, siempre se acaba viendo a las mismas personas. Apenas cien noctámbulos dando tumbos por cinco o seis cabarets forman la esencia de la noche parisina. Acompañado por viejos amigos, conocerá a extravagantes caballeros y elegantes damas algo ebrias, llegando a la conclusión de que París convierte a todo el que la pisa en extranjero, nada en ella tiene carácter propio y verídico, un gran teatro mercantil. Afortunadamente, Waugh no llegó a conocer cuán acertado era su juicio y el largo camino que aún se debía recorrer en este sentido.
Un incómodo viaje en tren le lleva a Monte Carlo donde disfrutará de su primera inscripción en un auténtico club (el Sporting Club) y de la contemplación anhelada del Mediterráneo. Pocos días después se embarca en un crucero turístico (el Stella Polaris) de bandera noruega que le llevará hasta Nápoles donde descubrirá que el turismo ha arruinado la posibilidad de disfrutar de estos lugares sin la conveniente custodia de un guía de confianza que impida caer en manos de timadores, mendigos o delincuentes de la peor calaña.
El viaje continua arribando en la costa palestina para visitar las arenosas tierras de Haifa y Nazaret que no parecen haber gozado del entusiasmo del escritor. El Stella Polaris sigue su ruta hasta Port Said donde Waugh desembarca para vivir una temporada en la ciudad y poder visitar El Cairo y Helwan. Integrado en la pequeña colonia occidental, se apresta a tomar notas para un futuro libro sobre la sociedad de Port Said. Un pequeño grupo de militares, funcionarios, diplomáticos y empresarios en cuyas relaciones se entremezcla para disfrutar de lo mejor de cada grupo haciendo fugaces escapadas a El Cairo y visitas a las pirámides, la Esfinge y otros restos egipcios.
Finalmente decide escapar de la opresión camino de otra pequeña prisión, Malta, donde se hospeda gratis en el mejor hotel de la isla a cambio de la promesa de escribir unas amables líneas sobre el establecimiento en el libro que seguirá a esta ruta. Desconozco si el pobre director del hotel pudo llegar a discernir si fue objeto de una fina ironía o directamente de un incumplimiento contractual en toda regla dadas las observaciones que Waugh hace al respecto. La isla, pese a sus más de cien años de dominio británico, no ha perdido su carácter mediterráneo. Los bien conservados restos de los edificios de la Orden de San Juan son empleados, no para el turismo o el pasto del ganado – como ocurre en otros muchos lugares- sino para dar cobijo a la administración británica siendo prácticamente el único símbolo de su dominio.
El casual reencuentro con el Stella le permite escapar de la isla camino de Creta donde aún están en sus inicios las excavaciones de los palacios micénicos por lo que tras la breve parada, el crucero reanuda su camino, esta vez rumbo a Estambul, donde Waugh puede ver de primera mano los cambios que el régimen de Kemal ha introducido para occidentalizar la sociedad turca: la prohibición de la poligamia, el sufragio femenino, la supresión del traje típico turco, etc. Sin embargo, estos cambios son vistos con escepticismo por Waugh quien considera que todo cuanto tocan los turcos (sea arte, costumbres, ...) acaba por degradarse. La contemplación de las riquezas de los antiguos palacios imperiales y de las riquezas de los harenes sólo evoca la sospecha de que, en el derrumbe final del Imperio, muchas de esas joyas serían sustituidas por otras falsas.
El viaje continua en Atenas donde Waugh se reencuentra con un amigo la universidad junto con el que recorre los locales nocturnos más alejados de las rutas turísticas para descubrir que los parroquianos atenienses no sólo no tratan de pedirles dinero, sino que les invitan a bebidas.
La visita a Corfú, ya conocida por el autor, le reafirma en su deseo de enriquecerse para poder comprar una villa en esa paradisíaca isla, por lo que insta al lector a que compre varios ejemplares del libro que está leyendo para financiar así su proyecto. Remontando el Adriático visita Ragusa (actual Dubrovnik) y Cattaro criticando que ambas ciudades, en especial la primera, de indudable estirpe occidental, hayan sido entregadas al experimento yugoslavo tras la Primera Guerra Mundial (no en vano, los años noventa del pasado siglo corrigieron sangrientamente este error).
La visita a Venecia permite a Waugh comprobar lo poco que ha quedado de un pueblo que se caracterizaba por sus virtudes cívicas, su pasión por el arte y su habilidad comercial. La venta del encanto de su ciudad es lo único que pervive de un pasado de gloria.
El Stella regresa a Monte Carlo para dar por finalizada su temporada invernal y volver al Mar del Norte para la temporada veraniega. Waugh aprovecha el viaje para regresar a Inglaterra evitando la tortura y vulgaridad del tren. Barcelona es la próxima parada que arranca grandes elogios, tanto de las Ramblas como, en particular, de la obra de Gaudí de la que ignoraba su existencia. La visita a las famosas casas del arquitecto catalán, al parque Güell o a las obras incompletas de la Sagrada Familia causa su admiración. Este buen sabor de boca hace que su visita a Mallorca resulte algo decepcionante. Si bien, la impresión es muy superior a la que le produce Argel donde la plena confusión de razas y la falta de una organización social europea al estilo de la de Port Said son una muestra de degeneración que denuncia. Málaga es otra parada breve de la que apenas logra dejar ver una cierta indiferencia.
La visita al Peñón de Gibraltar es otra decepción ya que la presencia de policías ingleses, periódicos ingleses, tabaco inglés y otros elementos típicos de las islas, en un contexto extraño suscitan cierta inquietud en Waugh que ve próximo el final de su viaje. Éste tiene dos paradas adicionales de gran encanto para el escritor. De un lado Sevilla, de la que admira su elegancia y estilo de vida, de otro Lisboa a la que considera encantadora, guardando un especial recuerdo para el monasterio de Belém y la Plaza del Comercio.
El Stella arriba finalmente a Inglaterra entre la niebla y las sirenas, arrojándole a las conveniencias inglesas, a su correspondencia atrasada, las invitaciones sociales y otras obligaciones que tanto deplora.
Si bien la enumeración de las paradas en el viaje mediterráneo de Waugh promete una lectura amena e interesante, la verdad es que en la mayoría de las ocasiones, los comentarios resultan torpemente personales. El desprecio por otras culturas (en especial la musulmana) resulta un tanto intolerable en nuestros tiempos. Esa superioridad de la que parece hacer gala no guarda relación con las críticas que de continuo hace a su vida en Inglaterra, que parece detestar. Más aún, en 1929 su actitud parece algo trasnochada y más propia del siglo XIX. Los tiempos han cambiado lo suficiente desde Gladstone como para que su actitud resulte más bien ridícula. Su esteticismo es algo afectado y superficial, lo que en Wilde forma parte de una concepción más amplia de la vida, en Waugh resulta decadente y fuera de lugar.
No obstante, el libro fue escrito en un momento clave en la historia de los viajes. Hasta poco antes de ser escrito, sólo los muy acaudalados podían permitirse el lujo de un gran viaje (el famoso tour europeo). Los viajes se prolongaban durante largas temporadas en las que se hacían acompañar de numerosos criados y sirvientes y en las que el contacto con la población local resultaba vulgar y sólo justificable con el fin de experimentar una leve porción de exotismo. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial, el turismo comienza a ser practicado de un modo diferente (el Stella es un buen ejemplo de ello) y deja de ser privativo de las clases más ricas, si bien sigue reservado para personas de fortuna. Los criados dejan de ser acompañantes, se busca la novedad aún a riesgo de tener que hacer largas caminatas por arenas ardientes o sufrir picaduras de insectos. Los guías turísticos organizan las visitas a los lugares imprescindibles para que nadie crea haber dejado atrás algún monumento digno de admiración. En numerosas ocasiones Waugh hace burla de este nuevo tipo de turistas, en especial, hace presa en australianos y americanos.
Ese momento de transición es, al tiempo, reflejo de una época en la que aún convive una sociedad heredada de los tiempos previos a la Primera Guerra Mundial y una nueva forma de entender las relaciones sociales, laborales y familiares que se impondrá definitivamente con el torbellino del próximo conflicto. Este contraste se pone de manifiesto en Etiquetas y será el que, con mejor tino, se plasme en obras posteriores de Waugh.