Sales
del trabajo con prisa. En una calle, el semáforo cambia a ámbar e,
instintivamente, aceleras. Sí, tienes prisa y no haces ningún daño. Todo el
mundo sabe que no pasa nada, que lo que está prohibido es saltarse el semáforo
en rojo. En la siguiente manzana, un coche de policía te adelanta, enciende las
luces y te obliga a parar. Maldices y te sorprendes, no has hecho nada malo. El
ámbar solo es una advertencia, un aviso, nada más.
Después
de pagar la multa, llegas a casa, estás cansado y bastante enfadado. Tu hijo
tarda en recoger sus juguetes, tarda en comer cada bocado y tú has perdido la
cuenta de cuántas veces le has dicho, “recoge, me voy a enfadar si no lo haces,
ya te lo he dicho muchas veces”, “si no cenas te vas a la cama directamente” y
así infinitas veces sin que tus advertencias tengan el más mínimo efecto.
Estallas, gritas, mandas a tu hijo a la cama sin cenar y luego te sientes mal.
Pero tu hijo, mientras aguanta el rugido del hambre en sus tripas, maldice y se
sorprende, no ha hecho nada malo. Los avisos son solo eso, una advertencia
previa a la línea roja, nada más.
Ambos
casos son paralelos pero nuestra percepción es totalmente distinta. Como
padres, creemos ser justos y razonables explicando a nuestro hijo lo que debe
hacer con suficiente antelación, le advertimos de las consecuencias de que no
lo haga, le repetimos una y otra vez las normas y, en definitiva, lo único que
hacemos es decir una cosa con nuestras palabras y la contraria con nuestros
actos.
El
niño no entiende que su crédito se agota tan rápido como nuestra paciencia.
Escuchar infinidad de admoniciones y sutiles amenazas forma parte de su día a
día, pero sabe que no significan realmente lo que se dice. No significan nada.
Cuando la amenaza se cumple, el niño no comprende, ¡no ha habido aviso! ¡El
castigo ha sido injusto! En definitiva, todo el objetivo pedagógico ha caído
por tierra y es posible que la próxima vez nos cueste más lograr la
colaboración del hijo.
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El Autor |
Poner límites de Robert J. MacKenzie (Editorial Medici, 2006) es un libro en
el que se explica qué falla en nuestro modo de establecer límites y cómo
hacerlo mejor. Cómo lograr que nuestros hijos colaboren de una manera activa en
aquello que se les pide y que no lo hagan por el temor a las consecuencias. Que
éstas sean adecuadas a los fines buscados y que solo se apliquen cuando
corresponde y no en función de nuestro humor. En definitiva, que no actuemos
arbitrariamente y nuestros hijos se comporten adecuadamente sin vivir en una
permanente zozobra, sabiendo con claridad cuáles son las normas y qué podemos
esperar si no las acatamos. A fin de cuentas, parece lo mismo que esperamos de
nuestros jefes...
MacKenzie
es un reputado psicopedagogo y terapeuta estadounidense, experto en tratar
casos de falta de disciplina grave y en reeducar a niños, mejor dicho, a sus padres.
En
primer lugar, identifica las conductas que nos llevan a ese ritual de la
advertencia, la amenaza, los gritos, las súplicas y demás variantes. Como se ha
dicho, el mayor problema reside en que no somos capaces de transmitir con
claridad qué esperamos de nuestros hijos. Los errores varían, desde la falta de
concreción (“espero que no te acuestes
tarde”), ausencia de firmeza (“me
gustaría que hoy cenases rápido”), anuncio de consecuencias que no estamos
dispuestos a cumplir (“si no recoges
todos los juguetes se los voy a regalar a otros niños”) y así
sucesivamente.
Una
vez que conocemos todo aquello que no hacemos correctamente, es hora de dar los
primeros pasos en la senda de la reconciliación familiar. Para ello, es
fundamental que nos aseguremos de que nuestras normas son entendidas con
claridad por nuestros hijos. Para ello sirven diversas técnicas como la
verificación, es decir, una vez expresada una norma, pedir al niño que la
explique con sus propias palabas. Puesta en práctica, he descubierto que lo que
yo creía claro y meridiano, ha sido entendido al revés, provocando una
indisciplina no buscada. Hacer converger ambos entendimientos es clave para
comenzar de buen modo el establecimiento de normas básicas.
Otra
técnica importante es la de las elecciones limitadas. Si al niño le preguntamos
qué quiere para cenar, lo más probable es que elija algo que realmente no
estamos dispuestos a servirle. Pero una vez que hemos dejado elegir, parece
contradictorio negar la opción expresada. Lo que el niño ve es que le hemos
engañado, para qué me preguntan si realmente no puedo elegir. Este tipo de
ofertas abiertas se debe dar solo cuando el niño esté suficiente maduro para
elegir sobre cada cuestión que se le plantee y cuando nosotros también lo
estemos. Entre tanto, MacKenzie propone una alternativa: hoy para cenar puedes
elegir puré de brócoli o huevos revueltos. Sea cual sea la elección del niño,
es éste quien ha asumido la responsabilidad de elegir y tratará de ser
consecuente con ella. Si al final hay reparos en la cena, será su exclusiva
responsabilidad, pudo haber elegido otra cosa.
Hay
veces que la cosa no resulta tan sencilla, hay conflicto, hay riñas con
hermanos, pataletas. No es momento de decir, “puedes calmarte y recoger todo lo que has tirado o tendré que
recogerlo yo y guardarlo en el trastero durante una temporada.” Al igual
que nos ocurre a los adultos, tomarnos un tiempo antes de decidir, calmarnos y
sosegarnos sirve como válvula de escape. La técnica de la pausa sirve a este
fin. “Puedes irte a tu habitación y
quedarte tranquilo durante cinco minutos, cuando hayan pasado decidimos cómo
resolver esta situación.”
Pero
los límites no son solo para los malos momentos o para poner fin a conductas
impropias, realmente sirven para aprender responsabilidad, para guiar y
permitir que el niño experimente a su propio ritmo sabiendo en todo caso dónde
se encuentra. Es labor de los padres el ir ensanchando esos límites según su
hijo crece y adaptándolos a la madurez que éste muestra.
También
sirven como vehículo para el aliento y reconocimiento a nuestro hijo. Siempre
que el niño se comporte dentro de los límites deberemos reconocérselo, igual
que si los sobrepasa deberemos actuar. Por ello, la coherencia de los padres es
clave. Aquí llega el tan temido momento del ejemplo que damos a nuestros hijos.
Decir que en casa no se grita a gritos, limitar las horas de dibujos animados
mientras pasamos toda la tarde del domingo sentados en el sofá, delante del televisor.
Y es que, lo queramos o no, nuestro ejemplo enseña más que todas las charlas
que podamos tener.
Hoy
en día parece comúnmente aceptado que los límites deben negociarse y que al
niño se le debe permitir su discusión y puesta en duda porque, nosotros, como
padres, debemos justificarlos y explicarlos para que el niño, por sí mismo,
comprenda que debe aceptarlos porque son justos y adecuados.
MacKenzie
se desternilla de risa desde la mesa de su despacho. Para él, los límites
pueden negociarse, pero jamás en caliente. Las normas deben expresarse antes de
ser violadas. Si creemos que el niño no debe levantarse de la mesa antes de
terminar de comer, no podemos esperar a establecer dicho límite cuando el niño
se levanta de la mesa por primera vez. Hay que decirlo antes, y es en ese
momento cuando podemos negociar, por ejemplo, cuándo está permitido hacerlo.
Ahora bien, una vez la norma está expresada y negociada, en el momento de la
aplicación nunca se debe poner en duda y el padre no lo permitirá. La
negociación quedará pospuesta para un momento en el que los ánimos estén
calmados.
La
norma debe ir acompaña, siempre que sea necesario o posible, de una
consecuencia por su incumplimiento. En definitiva, no se trata de otra cosas
que reconocer a nuestros hijos un derecho recogido en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos: no se puede imponer una pena que no haya sido fijada
antes de cometerse la falta. Lo que no es de recibo es que, levantarse de la
mesa antes de terminar la comida concluya en una advertencia, quedarse sin
postre o no salir a jugar con los vecinos en función del buen o mal humor del
padre. Las consecuencias deben ser, por tanto, conocidas de antemano, deben ser
coherentes (¿qué tiene que ver levantarse de la mesa con no salir a jugar al
parque?) y estables. Además, es preferible que la consecuencia sea inmediata en
el tiempo (especialmente cuanto más pequeños sean los niños) y siempre
limitadas en su duración (olvidar los castigos de pasar toda la tarde encerrado
en la habitación, una semana sin salir a ver a los amigos o cosas similares).
Es preferible un breve castigo de diez minutos sentado en una silla sin hacer
nada y repetirlo cuantas veces sea necesario que un castigo apocalíptico.
El
libro tiene capítulos especiales para niños con trastorno de déficit de
atención, para los que los límites resultan aún más importantes que para el
resto de niños dado que les permiten centrarse y sentirse más seguros. Para
ellos sirve el método con ciertas adecuaciones para su especial situación.
También
hay otro capítulo dedicado a los deberes y otro a las tareas domésticas que
encargamos a nuestros hijos como parte del proceso de aprendizaje (y de echar
una mano, para qué engañarnos).
También
los adolescentes tienen su capítulo. Para ellos sirve todo lo dicho para niños
más pequeños, la diferencia está en que el padre deberá jugar a agrandar los
límites en la medida en que el hijo demuestre madurez, responsabilidad y
confianza suficientes para asumir sus propias riendas.
El
libro concluye de un modo muy americano, proponiendo un plan de ocho semanas
para llevar a la práctica todo lo enseñado y lograr convertir a un futuro
delincuente juvenil en un tierno querubín. Pero...
Hay
algo raro en este libro. Tomemos como ejemplo el principio del capítulo tercero
(“Cómo aprenden las normas sus hijos”):
“¿Puede imaginar cuánto más fácil sería
tener hijos si los padres no les tuvieran que enseñar sus normas? Intente
visualizarse saliendo del hospital con su hijo recién nacido en brazos. Antes
de marcharse, la enfermera le enseña una chapa en el talón de su hijo y dice: “éste viene programado con todas
sus normas y valores. Siempre sabrá exactamente cómo espera usted que se
comporte. Y siempre hará lo que ustedes quieren. Se vestirá y se preparará para
ir a clase puntualmente, tendrá buenos modales en la mesa, hará sus tareas y
deberes sin rechistar y se irá a la cama sin remolonear. Lléveselo a casa y
disfrútelo.”
Yo
prefiero a mi hijo que a un tamagochi. Sí, me desespera y a veces pierdo los
papeles, él se levanta de la mesa porque quiere darme un beso y me siento
incapaz de mandarle de vuelta a su sitio
(bueno, no siempre, si es muy tarde soy un Zeus arbitrario e impredecible).
Pero tener un hijo es un aprendizaje para ambos en el que vamos creciendo. Y a
veces las normas no son lo más importante.
Los
ejemplos pedagógicos que pueblan el libro de MacKenzie son también raros. El
prototipo es un padre bondadoso que está tranquilamente tirado en su sofá
viendo su programa favorito (imagino que un partido trascendental de la liga de
beisbol) y que se ve molestado por su hijo que aparece de la nada. ¿Dónde
estaba? Supongo que jugando solo, sabe que la norma es que papá no juega con él.
Y aparece con la aparente única intención de estropearle el merecido descanso,
con una disputa por una pelota con su hermano, porque hace ruido o porque
quiere simplemente que su padre le acompañe al jardín a tirar a la canasta. Maldición.
El padre manda a su hijo a que reflexione o le da la opción limitada pertinente:
¿qué prefieres, marcharte ahora a tu habitación y dejarme ver la tele o dejarme
ver la tele y marcharte ahora a tu habitación?
Estos
ejemplos, tan americanos ellos, hacen sentir cierta simpatía por estos niños
que tratan de llamar la atención de sus padres. Pero estos, sin alzar la voz ni
inmutarse, con un par de frases del tipo, “puedes devolverle la pelota a tu
hermano o me veré obligado a retirártela hasta el próximo sábado” logran
desmontar el complot contra su descanso. El niño vuelve más maduro y
responsable mientras el padre se hunde de nuevo en el sofá.
Estas
son las sensaciones contradictorias que el libro me ha despertado. Como mal
padre, he decidido tomar gran parte de sus ideas y técnicas para aplicarlas
cuando lo crea oportuno. Trataré de ser más claro en mis mensajes y realmente
la idea de la verificación que he comentado anteriormente parece dar
resultados. Pero, como regla general, mi casa no se convertirá en un campamento
militar regido por una hoja de ruta tan clara como asfixiante.
Y
sé que MacKenzie se retuerce de risa en la mesa de su despacho. Sabe que su
método se toma o se deja pero no se puede aplicar solo parcialmente. Sabe que
la constancia es clave y que si las cosas no funcionan como él dice que deben funcionar
es solo porque no lo estamos haciendo bien.
Lo
sé.