El cuerpo humano (guía para ocupantes), publicado por RBA en 2020, continúa la increíble saga de Bill Bryson, en su afán enciclopédico por ir cubriendo diversos ámbitos tanto de la historia, como del conocimiento o de la sociedad con su estilo acostumbrado, parte irónico y accesible, parte descriptivo.
En este caso, la atención de Bryson se centra en nuestro propio cuerpo, sus partes y órganos, las enfermedades que lo aquejan, la historia del conocimiento y estudio del mismo, de las vacunas, los remedios y una breve perspectiva del futuro que nos espera.
El libro se organiza en capítulos que van revelando cada una de las partes del cuerpo, casi como el índice de un manual escolar de ciencias: la piel, el pelo, el cerebro, la cabeza, la boca, y así sucesivamente. En cada una de ellas, Bryson comienza con una descripción básica, más o menos conocida para el lector según esté familiarizado con este mundo, para pasar después a la parte en la que puede lucirse del modo en que acostumbra a hacerlo.
Así, Bryson sabe combinar anécdotas y curiosidades que acercan el conocimiento al lector de un modo que una fría descripción no permite. Nos cuenta cuánto cuesta en una droguería el conjunto de elementos químicos que forman el cuerpo humano, o nos explica los diferentes e interesantísimos estudios que llevó a cabo el ya clausurado Centro para la prevención del resfriado de Inglaterra.
También nos lleva a una mesa de disección y se adentra en ese pantanoso mundo en el que el cuerpo de un fallecido era una especie de reliquia sagrada que no podía ser cortado, sajado, desollado, decalvado mutilado y demás de perversidades atroces para lograr un conocimiento que se revelase útil para quienes seguían vivos. Porque esa mezcla de religión, moral y medicina es la historia de esa lucha continua entre el avance científico y sus resistencias.
Y es sobre esta tensión sobre la que las mejores historias surgen. Comprender cómo entendían nuestro cuerpo y sus enfermedades nuestros antepasados nos habla de cómo eran y de cómo hemos cambiado. Podemos correr el riesgo de tomar a la ligera sus prejuicios y supercherías pero precisamente conocer la Historia nos debe hacer comprender que lo que hoy tomamos por cierto no se corresponderá exactamente con la verdad que se hará evidente dentro de unos decenios. Más aún, en estos tiempos de pandemias, podemos ver ciertos hilos que nos atan irremediablemente a ese pasado que tan ajeno creíamos. Por sabido, no deja de ser interesante volver a conocer cómo nace la vacuna contra la viruela en Inglaterra, gracias a las observaciones de Edward Jenner y el ordeño de las vacas. Tampoco es desconocido el modo en que Fleming descubrió la penicilina, tal vez el descubrimiento que más vidas haya podido salvar.
Tampoco olvida al incomprendido Semmelweis que propuso la increíble teoría de que los médicos y parteras, por su falta de limpieza antes de atender a una parturienta, eran los principales causantes de la muerte en las madres y los recién nacidos. La ofendida clase médica de mediados del siglo XIX no podía admitir su propia culpa y falta de higiene en un tiempo en el que el conocimiento sobre las bacterias apenas era un esbozo. Otro tanto le ocurriría a Joseph Lister, a quien podemos considerar el padre de los antisépticos, cuyos métodos redujeron drásticamente la mortalidad en los hospitales tras las intervenciones quirúrgicas.
Y así seguimos conociendo las luchas y logros de conocidos o injustamente ignorados científicos como Curie o Pasteur, pero también Jonás Salk, de un modo ameno pero riguroso, según se puede constatar en las abundantes notas que jalonan el texto.
Pero estos brillantes científicos no quedan exentos de los pecados del resto de sus congéneres, en particular de la soberbia y la envidia. Bryson también repasa las peleas que rodean la concesión del Nobel de Biología o Medicina, las patentes mal registradas o las rupturas de todo tipo por atribuirse de manera exclusiva un logro colectivo.
Estas miserias humanas no pueden ensombrecer lo que es un hermoso y vibrante paseo por la evolución en el conocimiento del cuerpo humano, verdadero fin de este libro. No deberá servir para cubrir lagunas científicas o conocimientos específicos puesto que para ello podremos consultar mejores textos. Pero sí nos dará luz y contexto para conocer cómo hemos llegado a nuestro punto actual de autoconocimiento y cómo hemos evolucionado en la relación que tenemos con nuestro cuerpo, sea a través del tratamiento de sus enfermedades o de los avances científicos que abren un nuevo mundo de oportunidades y retos que cuestionan aspectos éticos que se tenían por firmes hasta no hace mucho.
Podemos hacer de augures y vaticinar que, en breve, después de recorrer todo lo que de tangible hay en nuestro cuerpo, Bryson se lanzará a realizar un viaje similar a todo lo que de inmaterial y espiritual cobija este cuerpo físico. Seguro que volverá a sorprendernos con su acumulación de datos, anécdotas y detalles que hacen de la lectura de sus libros todo un acontecimiento.
David Safier es un conocido autor alemán de libros cómicos. Su primera novela, Maldito karma, dio inicio en 2009 a una impresionante sucesión de éxitos de ventas. Más recientemente ha tratado de repetir el éxito con el inicio de una saga que, a día de hoy, cuenta con dos títulos, pero que probablemente pueda extenderse a unos cuantos más.
La historia es simple pero efectiva. La protagoniza la ex canciller Angela Merkel, recién jubilada y retirada a un pacífico y bucólico pueblo de la Alemania más profunda, en el que trata de recuperar el tiempo perdido junto a Sauer, su marido fiel y algo asocial, su guardaespaldas sufrido y un pequeño perro carlino que le han regalado al despedirse de la cancillería con la noble intención de que los paseos diarios metan en cintura sus kilos de más y al que, menos noblemente, han bautizado con el nombre de Putin.
Pues bien, la gracia de todo este ingenio se encuentra, al menos en este primer volumen, en que la pacífica y bucólica vida rural se ve alterada por un supuesto crimen al poco de la llegada de Miss Merkel. Y, claro está, algo aburrida y necesitada de emociones fuertes, toma por su propia cuenta las riendas de la investigación, tratando de emular a los sabuesos clásicos del género como Poirot o Holmes, pero tendiendo más bien a una miss Marple teutónica.
Sin duda, muchas de las referencias a la canciller tienen que resultar evidentes para cualquier lector alemán, pero no tan obvias para los que solo la hemos visto periódicamente en los telediarios y poco más. Esto, lejos de ser un inconveniente que nos hará perder alguna ironía de Safier, nos permite creer de forma más convincente en el personaje, al separar la Merkel real de esta anciana amiga de las tartas de manzana y los crímenes de sobremesa.
Es, por tanto, mérito de Safier el lograr que el texto resulte totalmente inteligible para cualquier lector, en parte porque la trama sigue, con mezcla de homenaje y plagio al mismo tiempo, los pasos de las obras más clásicas del género. No solo Miss Merkel está apoyada por unos patosos y algo patéticos ayudantes, su marido y el detective, sino que debe luchar con su propia autosuficiencia, reconociendo ocasionalmente que también sus menos dotados colaboradores pueden tener mejores ideas que las suyas.
Y estas referencias se explicitan en el libro con menciones directas a obras como Asesinato en el Orient Exprés de Agatha Christie o las menciones a Sherlock Holmes casi constantes. Pero Merkel no es aún una preclara detective, muchas de sus pesquisas concluyen en fracaso y sus intuiciones se revelan tan falsas como las pistas del presunto asesino. De aquí parten muchas de las situaciones cómicas que marcan el tono general de la obra.
Dicho todo esto, el libro es un notable entretenimiento, y la idea es francamente brillante desde un punto de vista promocional. Safier ha creado un personaje nuevo de uno que ya existe, no necesita dibujar sus rasgos, definir su carácter o subrayar su apariencia física más allá de sugerir algo sobre la monotonía de las chaquetas y pantalones de cintura ancha. El personaje se nos hace entrañable al ver cómo lucha por reconstruir en un pequeño entorno rural su liderazgo perdido, cómo establece paralelismos entre las cumbres de la Unión Europea y el cóctel de bienvenida del noble local, en suma, cómo su experiencia política parece haberle servido tan solo para prepararla para este preciso momento y esta concreta investigación.
Sin duda, Safier juega conscientemente con el oculto deseo del lector de mofarse de un personaje tan célebre y no precisamente simpático, que se lo pregunten a los griegos. De poner a su protagonista en situaciones comprometidas, en contextos en los que se humaniza su figura aún a costa de hacerla desdecirse de alguna de sus convicciones políticas.
Y aquí se abre inevitablemente la duda de si todo esto hace el libro más interesante para los lectores no alemanes que para los que tienen una experiencia de la canciller de primera mano. De si estos serán capaces de separar sus opiniones políticas de su juicio sobre este detective aficionado. Y, del mismo modo, uno se pregunta qué ocurriría si este libro trajese consigo una franquicia similar para políticos de otro país, y cuáles serían los más probables candidatos entre nuestros ex dirigentes.
Y tras pensar un poco, la verdad es que cualquiera de los candidatos, en su cierta fatuidad y distancia, en su frialdad y soberbia, harían un estupendo papel cómico, aún a costa suya. Quién no pagaría por ver a un Zapatero, un Aznar o un Rajoy tratando de encontrar al asesino del dueño de un comercio de telas de Ciudad Real, sin ir más lejos, poniéndose en evidencia, rebajados al trato con mundanos y no siempre amables ciudadanos que han sufrido sus políticas, que escapan del atrezzo que los equipos de propaganda que organizan en torno a sus confundidos líderes.
Porque, en el fondo, todo político que deja su cargo, y que vive de lo que fue (sea o no Registrador o conferenciante de astronómico caché) siempre tiene ese aspecto medianamente ridículo y patético, esa creencia de que realmente llegó a donde llegó no por los votos recibidos sino por la valía personal, ese punto de engreimiento fatuo que tan bien les encaja a todos ellos.
Miss Merkel. El caso de la canciller jubilada ha sido publicado por la editorial Seix Barral el pasado 2021 en la colección Biblioteca Formentor, con traducción de María José Díez Pérez. Como se ha dicho, el libro se lee de manera sencilla, entretiene y permite establecer paralelismos curiosos entre la política germana y otros ilustres compañeros de profesión. La trama es lo bastante liviana como para que no se ponga a prueba la perspicacia del lector a la hora de destripar el crimen y anticiparse a la venerable Merkel, porque el disfrute no está en destapar al asesino, si lo hubiere, sino en seguir los pasos de Merkel haciendo tartas de manzana, agachándose para recoger las cacas de Putin, contándonos cómo se enamoró de Sauer o ayudando a su alelado guardaespaldas a superar sus traumas de amor, quién se lo iba a decir.
Mi primera noticia sobre este libro y su autor llegó a través de una de esas biografías sobre Dylan confeccionada a base de retales tomados aquí y allá, con innumerables lagunas y bastantes inexactitudes que ofrecía en los años setenta la editorial Júcar.
En ella se decía que Dylan decidió emular a Woody Guthrie tras leer Bound for Glory, y por ello se mudó desde Minnesota a Nueva York para poder visitar a su héroe que, por aquellas fechas, se encontraba ingresado en el Greystone Park Psychiatric Hospital por la enfermedad de Huntington que finalmente le llevaría a la muerte.
La segunda referencia llegó al comprar el primer disco grabado por Dylan en el que se encuentran tan solo dos canciones propias, una de ellas, Song To Woody, un sentido homenaje a su mentor. Homenaje tan sentido que la propia melodía es tomada prestada sin mención en los créditos al propio Guthrie, a quien, por otro lado, el karma no le pudo llegar con sorpresa puesto que él era también un notable ladrón de melodías, como la que tomó para su más famoso y celebrado tema, This Land Is Your Land. En Song to Woody, Dylan escribe sobre temas a los que no se prestaba atención especial en aquellos tiempos, como él mismo señala con cierta suficiencia, y refleja su deseo de tener un duro viaje, como el que Woody tuvo en los difíciles años cuarenta, junto a Leadbelly, Cisco, Sonny y otros tantos. El otro tema propio del disco es Talkin´ New York, otro título de resonancia woodyana, no solo por el título, sino por el paralelismo en ese viaje duro al que aspiraba la joven promesa y por el empleo del talkin´ blues al que tanto partido supo sacar Guthrie.
La tercera noción sobre Woody Guthrie llegó a través de un disco editado por Folkway Records homenajeando precisamente al cantante de Oklahoma, A Tribute to Woody Guthrie y Leadbelly. En este disco hay excelentes versiones de temas clásicos como Jesuschrist por unos U2 sorprendentes, Bruce Springsteen o el propio Dylan.
La cuarta parada la tenemos con la compra del primer lanzamiento de los Bootlegs de Dylan donde se encuentra el largo poema recitado en el City`s Town Hall de Nueva York y que lleva el significativo título Last Thoughts on Woody Guthrie, casi una letanía funeraria con la que Bylan tomaba el testigo de su maestro pasando página cuatro años antes del fallecimiento de su mentor.
Saltamos en el tiempo y llegamos al descubrimiento tardío de Pete Seeger, sorprendentemente, y si no recuerdo mal, a través de The Byrds. Y según conozco más de su obra, descubro que, a comienzos de los años cuarenta, formó parte de The Almanac Singers, un grupo de transgresores, que años después sufrieron la venganza del senador McCarthy, en el que también participó Woody Guthrie. De hecho, la influencia de éste en Seeger es tal que en su siguiente aventura musical, The Weavers, hizo una revisión frecuente de muchas de las canciones escritas por Guthrie y lo siguió haciendo en su posterior carrera en solitario.
Vamos cerrando el círculo y llegamos a la edición de Mermaid Avenue por Billy Bragg y Wilco, una excelente colección de canciones en tres volúmenes, creadas en torno a los manuscritos de letras que la hija de Guthrie entregó a Bragg para que les pusiera música puesto que fueron escritas cuando su padre ya no se encontraba en condiciones de grabarlas o musicarlas. Tal vez sea esta la única ocasión en la que algo relacionado con Guthrie ha obtenido un cierto reconocimiento por parte del público general.
II
Y así, después de muchos años, consigo una versión decente de este libro y puedo, al fin, conocer de qué va toda esta mitología. Entramos ya en el propio libro en el que, de manera novelada, Woody Guthrie narra diversos episodios fundamentales de su infancia y juventud, sus vagabundeos por las grandes líneas ferroviarias de la Unión, su pasión por la música, la vida en los campamentos de trabajadores y jornaleros de las grandes plantaciones de California a comienzos de los años cuarenta, los padecimientos de los obreros de las grandes obras públicas de la zona y su viaje a Nueva York, ya con la mira puesta en labrarse un futuro en la música de manera profesional, dejándonos a las puertas del momento en el que surgen los Almanac Singers.
El relato no es continuo sino centrado en episodios concretos a través de los que pretende revelar aspectos fundamentales desde su punto de vista para comprender ese periplo personal. Así, todo lo relativo a su madre, aquejada de la enfermedad de Huntington que le marcó de una manera trágica, no solo por la incomprensión de muchos de sus actos, sino porque él también se vería fatalmente afectado por la misma. Emociona la delicadeza con la que trata su enfermedad, cómo protege la reputación de su madre en el pequeño pueblo de Okemah, o el modo en que desarrolla la compleja relación con su padre, un emprendedor siempre buscando el progreso económico de la familia y que cayó sucesivamente en la ruina por el crack inmobiliario o por la burbuja del petróleo que terminó arrasando la vida y propiedades de pequeños empresarios que no pudieron competir con las grandes corporaciones del ramo.
Y es entre este padre, preocupado por lo material, y una madre, más inclinada a lo espiritual, hacia un sentido de la justicia casi evangélico, lo que conforma el carácter de Guthrie, que terminará por inclinarse del lado materno, una vez muerta ésta, una vez envenenado su futuro por la pobreza y miseria, por la migración forzada y por ver a todos sus conocidos hundidos en el alcohol, la depresión y la muerte en poblados que crecen sin control por la irrupción del petróleo, y que terminan abandonados al poco y dejados sus primitivos habitantes en una miseria infame que les fuerza a la migración.
Muchas de estas historias son seleccionadas sin duda por su valor referencial, fundacional se podría decir, para el propio Guthrie. Así, tenemos el crudo episodio del incendio de la casa familiar que se convierte en premonición de lo que terminará por ocurrir nuevamente en su vida posterior ya que Guthrie perdió a su hija Nora precisamente en otro incendio doméstico.
El proceso de su conversión en activista político también queda puesto de manifiesto. La convivencia con campesinos que se ven obligados a abandonar sus trabajos en el medio oeste por la sequía y la famosa tormenta de polvo que a mediados de los años treinta vino a sumarse al crash bursátil para arrastrar al país a una situación de miseria casi tercermundista. Tan solo la atracción de las tierras del oeste, de la rica California, esa tierra de promisión que se convirtió en destino para muchos, como los protagonistas de Las uvas de la ira de Steinbeck, parecía ofrecer un futuro mejor, aunque pronto descubrieron que la riqueza de aquella tierra no era para todos.
Y así podemos entender el germen de canciones tan emblemáticas como This Land Is Your Land o Pastures Of Plenty, las odas a bandidos al estilo de Robin Hood como Pretty Boy Floyd o Jesse James e incluso las numerosas baladas sobre la Dust Bowl.
Pero el libro sirve no tanto para entender la vida y obra de este músico genial, sino para comprender una época, no desde el punto de vista de un literato laureado con el Nobel sino para conocer de primera mano un tiempo y unos hechos, una crudeza y una violencia sorda que el romanticismo de la Generación Beat y el mito de En la carretera solo contribuyeron a desdibujar, sepultando sus implicaciones sociales y políticas.
Bound For Glory es la obra de un autor sin especial educación literaria o sin demasiadas lecturas previas. Y con estos antecedentes resulta sorprendente la fuerza expresiva del texto, la contundencia de sus escenas, la fuerza narrativa de sus diálogos. El dramatismo de los personajes con los que Woody se cruza, que lejos de hacerlos irreales, les dota de una mayor presencia, los convierte en portadores de una verdad directa y sin ambages.
Pero, ¿dónde pudo encontrar Guthrie inspiración literaria para este logro imposible en apariencia? Sin duda, en la propia música y en las historias orales que corrían por las vías del ferrocarril con la misma intensidad que el licor de jengibre con el que muchos se intoxicaron en los días de la Ley Seca. Ésta es la tradición popular que fue absorbida por Guthrie, asimilada y regurgitada en forma de canciones que tomaban prestadas imágenes y metáforas, ritmos y melodías, indignación y ternura, en una sabia combinación que impactó a quienes le escuchaban.
Es de ese lenguaje popular del que se nutre esta obra, de la larga tradición de canciones de canto y respuesta, con sus largos pasajes de estilo directo en el que la canción reproduce el parlamento de los protagonistas, al modo en que aún hoy los abuelos, los ancianos del lugar, cuentan las historias (...y yo le dije, y ella me contestó, …).
Aunque Bound For Glory sólo parece ofrecer interés directo para quienes quieran conocer la época o al personaje, lo cierto es que darle una oportunidad al libro es tomar un riesgo escaso y acceder a una joya, no sé si necesariamente de la Literatura, de la antropología o de un género mixto, pero joya al fin y al cabo. Solo queda preguntarse por la gloria a que parece estar destinado el autor según el hermoso título del libro. Sin duda, puede resultar tentador atribuir a la ironía semejante destino, si bien, resulta más probable creer que el concepto de gloria, de triunfo, que manejaba Woody Guthrie no era el mismo que el de sus contemporáneos, tampoco el de nuestros días. Pero como muchos de los protagonistas de sus canciones, como Tom Joad, no todos hemos nacido para ser medidos por las mismas reglas.
III
Mi aproximación a la obra musical de Woody Guthrie es, al menos, ambigua. No puede decirse que se trate de un gran intérprete. Su ritmo es, en el mejor de los casos, desafiante, y en la mayoría, opuesto al de un metrónomo. Su voz es monótona y carente de matices, su modo de emplear el pulgar podría definirse como errático o indisciplinado para no herir sensibilidades. Su variedad de registros tiende a ser indistinguible. Ni siquiera podría decirse que sus letras desplieguen una belleza que haga palidecer el resto de limitaciones.
Y, sin embargo, algo debe tener su obra para que su legado sea inmensamente mayor que el impacto directo que tuvo en su tiempo, para que su influencia se haya dejado sentir en artistas tan variados y reputados, tan célebres u oscuros, que le veneran como a un padre, una referencia casi mítica.
En un intento por diseccionar las raíces de este impacto podemos remontarnos al papel de los juglares, de los poetas itinerantes, de los romances de ciego o de las coplas que narraban acontecimientos populares actuando como factores de difusión de historias que, de otro modo, no hallarían eco en los grandes medios, en el gran discurso. Un modo de dar voz, de visibilizar, como diríamos ahora, otras realidades.
Guthrie dio voz a toda una generación que debió dejar sus granjas, sus más o menos aceptables condiciones de vida, cuando llegó una crisis económica, cuando llegó la miseria al campo, la dust bowl, cuando los vagabundos saltaban a los trenes en mercancías para ir de un sitio a otro, cuando California se convertía en una tierra de promisión a la que era complicado llegar y en la que, tras el polvo del camino se dejaba ver una realidad no tan hermosa como la que las noticias proclamaban. Una realidad que Steinbeck se preocupó de reflejar en el texto ya citado y que John Houston llevó a la pantalla expandiendo esas tristes historias.
Eso mismo lo hizo Woody Guthrie con sus canciones, pero de un modo más directo, más accesible. Porque Steinbeck no escribía para los okis, los emigrantes de Oklahoma, para los migrantes, sus personajes apenas podían saber leer, de ninguna manera emplear su dinero en comprar libros. Por contra, Woody cantaba para aquellos que no encontraban esperanza, para los que terminaban la jornada temiendo no tener trabajo al día siguiente, deseando que la noche no terminara nunca, añorando a los seres queridos que habían quedado atrás. Más aún, Woody era uno de ellos, no cantaba desde teatros fastuosos, lo hacía desde el camino, un camino más duro que el de Kerouac, más real y polvoriento y, por tanto, podía ser comprendido por aquellos que eran, al tiempo, protagonistas de sus canciones.
Esa autenticidad se veía reforzada por esa falta de adorno, por esa ausencia de refinamiento propio de los profesionales de la música. Sus temas debían ser directos, lanzarse pronto al subconsciente de sus destinatarios, convertirse en himnos fácilmente transmisibles, debían convertirse en soflamas con las que arrojar baldes de esperanza a vidas que ya la habían perdido, debía dibujar pastos de riqueza, un país que fuera de sus habitantes, ... Para ello reivindica figuras como bandoleros al estilo de Robin Hood, al Jesucristo que expulsa a los mercaderes del templo, o a supuestos banqueros buenos.
Y precisamente esa falta de aptitudes musicales tradicionales a que hacía mención anteriormente, pudo ser otro catalizador para muchos otros que vinieron después. Guthrie les enseñó a todos la valentía de dar un paso al frente, de no amilanarse ante otros, de que también el mundo era para los menos capaces, los que no tenían medios para llegar al gran público, y tal vez eso impulsó a Dylan a cantar como lo hacía, no diré que de manera hermosa, a hablar de lo que pocos hablaban en aquellos años. Quizá sea eso lo que ayudó a Seeger a sobrellevar sus terribles años de ostracismo y prohibición durante el macartismo, tal vez sea lo que atrajo a Joe Strummer o a Billy Bragg, a dar ese paso adelante que otros no se atreven a dar. Y quizá ese mismo ejemplo es el que sirve para quienes transitan por tiempos inciertos, pero con la esperanza que reflejaba Seeger en Tomorow Is A Highway, sin duda la mejor de sus canciones inspirada en el legado de su compañero de viaje.
Te aviso, este libro no es para todos. Ya sentarás cabeza de Ignacio Peyró es una oda nostálgica a una juventud acomodada, un desfile de anécdotas y reflexiones entre copas y sobremesas que, al principio, puede causar rechazo. ¿Quién necesita otra crónica del Madrid de la crisis, escrita desde el confort de un colegio privado y cafés de antaño? Pero tras esa aparente altanería, algo empieza a resonar. De repente, te encuentras atrapado en las contradicciones del propio autor, y sin darte cuenta, has caído bajo el hechizo de una prosa tan seductora como las tradiciones que Peyró busca desesperadamente mantener con vida
Ignacio Peyró es un periodista y escritor español que actualmente dirige el Instituto Cervantes de Roma, tras un paso por la misma institución en Londres, lo que le ha permitido publicar varios libros en los que ofrecer su visión sobre las islas británicas, sus ritos incomprensibles para los continentales, sus tradiciones milenarias, tal vez inventadas antes de ayer, pero con ese regusto antiguo con que tan bien saben aderezar sus costumbres.
Sin embargo, en Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011), publicado por Libros del Asteroide en 2021 aborda un tema muy distinto. A modo de diario de memoria selectivas y caprichosas, Peyró reconstruye su peripecia profesional y personal, en un tiempo marcado por la convulsión política del final del zapaterismo y la crispación que traen medios como el Grupo Intereconomía en cuyos inicios participa el propio autor. Esta narración se desenvuelve de una manera personal y un estilo característico, en el que el relato lineal cede paso a las reflexiones más variadas y en las que los recuerdos se tornan escurridizos y ceden paso a ensoñaciones y disquisiciones sobre la juventud, la madurez, la amistad y el destino, el carácter de los españoles o el valor de la religión y sus más sectarios promotores.
Bajo estas premisas, uno comienza a leer el libro y, he de reconocerlo, pasa por el trance de querer abandonar la lectura hasta bien avanzado el volumen. Y no porque el estilo sea pesado, todo lo contrario, la prosa es limpia, no hay excesivos artificios, no hay demora en contar hechos irrelevantes, la época sobre la que habla es interesante. Pero lo cierto es que hay bastantes elementos que me disgustan según voy leyendo. Un excesivo énfasis en querer entroncar en una tradición anterior, en frecuentar restaurantes, cafeterías o bares que eran ya referencia para generaciones anteriores, o que si son nuevos y modernos, parecen igual de anclados en el pasado. Una necesidad por arrimarse sin más a una tradición que ha quedado ya desdibujada y sin sentido, una estela de un pasado más brillante que solo puede servir para acreditar y poner más aún de manifiesto la decadencia actual, al menos la de quien intenta aferrarse a ese pretérito imperfecto.
Una suficiencia a la hora de dejar claro qué plato, qué vino o qué copa se debe pedir en cada lugar, dando, por tanto, a entender de manera pretenciosa e innecesaria, que uno lo ha probado ya todo, lo que siempre es falso y, a mis ojos, resulta más risible que ensalzador. O cuando habla con displicencia sobre temas de los que claramente lo desconoce todo, especialmente doloroso es su breve y estrafalario comentario sobre los Everly Brothers de los que apenas parece conocer que son dos y hermanos.
Y es este ligero tufo a naftalina, a salón cerrado y a grupo de abuelas sentadas en su mesa con un chocolate que hacen durar horas para desespero o contento, quien sabe, del camarero lo que me ha costado remontar. Tal vez este Peyró algo repelente, que nos habla sin tapujos de su privilegiada juventud, de su colegio privado o sus viajes al extranjero para aprender idiomas, de sus contactos y relaciones, sea en cierta medida un personaje del Peyró real.
Y es en este punto donde comienza la inflexión en mi valoración del libro y de su autor. Tenemos asumido como normal, incluso de buen tono, que se exhiba un pasado en el GRAPO, ETA o, cuando menos, en alguna variante oscura del trotskismo internacionalista, con independencia de que quien lo alegue, a modo de escudo, de refuerzo de las posiciones opuestas actuales, sea un derechista vociferante. Pero no parece de tan buen tono el mostrar orígenes conservadores, próximos al Opus, y no hacer de ello bandera, pero tampoco escarnio, asumir con serenidad ese pasado y reconocer las muchas cosas buenas que le ha podido proporcionar a uno, el no renunciar a las amistades de aquellos días e incluso el mantener una cierta evolución ideológica leve y moderada, adaptando y modernizando ese credo político.
Y es a raíz de esta comprensión cuando lo que hasta el momento me irritaba y frustraba comienza a tornarse más interesante y ameno, más coherente con lo que Peyró parece querer trasladar y surge al fin el encantamiento con el libro. Desconozco qué parte del Peyró de estas páginas no es otra cosa que un personaje creado por el Peyró real, probablemente una muy relevante, pero tengo claro que ha terminado por convertirse en un excelente compañero de viaje. Y así sale a flote la excelente prosa de este autor, su fluidez a la hora de exponer reflexiones profundas, no nacidas propiamente del momento sobre el que escribe, más bien de su pensamiento actual. Porque lo que más valor tiene del texto no es el puro cotilleo, el conocer los puntos débiles de personas relevantes, su opinión sobre Casado, sobre Julio Ariza, Carlos Dávila o Cospedal. Tampoco su papel en el Grupo Intereconomía o sus labores como redactor de discursos para políticos y el salto a Moncloa tras la victoria de Rajoy.
Lo más valioso de este libro son sus opiniones sobre cualquiera de los otros temas sobre los que opina, sobre la vida, el verano en España, nuestra penitente autocrítica, el valor de la reputación personal, de la fama pública o del papel de la prensa. Lo que nos cuenta sobre sus dudas para medrar como periodista, si debe estar presente en todos los medios que se le ofrezcan o si debe limitar su presencia para no quemarse. Si ha de reservar sus mejores ideas o dejarlas salir a borbotones. En ocasiones llega incluso a deslizar un tono lírico, rico en matices, seductor y adictivo.
En ocasiones toma ciertas licencias, casi humorísticas, como la de citar a ciertos personajes por sus iniciales cuando son claramente reconocibles sin más o pasar a continuación pocos párrafos después, a citarlos por el nombre completo. Y este humor también lo vuelca sobre su propia persona, su papel, un tanto entre dos aguas, algo incómodo entre sus correligionarios, ajeno a su vociferante y marcado de algún modo por sus colaboraciones puntuales con medios no muy afines o por su gusto por contemporizar con quienes disienten.
Tal vez se aprecie aquí el germen de una personalidad y estilo que, sin duda, se ha curtido en la literatura, como traductor, como gran lector. Pero no puedo dejar de pensar que su estancia británica y los libros escritos a raíz de la misma, anteriores a éste, ha podido ser el germen que ha cristalizado en este peculiar volumen y en su eficacia, en su distanciamiento a la hora de contar los hechos, su ironía y elegancia. También así se llega a comprender ese intento por vivir una especie de tradición, eso que en un principio tan molesto me resultaba, ese seguir los pasos de Plá, Luján o Cela, de recuperar locales de rancia solera, de aficionarse a brebajes desfasados y gustos arcaicos. Impostura tal vez, pero criticarlo no deja de ser contradictorio para quien alaba esas mismas conductas cuando las ve en otros países.
El texto concluye en 2011, pero uno cree más que probable que tenga continuación gracias a los años vividos a la sombra del gobierno, tal vez un poco más allá, y lo espera con avidez, superado ya ese rechazo inicial, ganado ya por siempre para la causa de este autor.