Señalaba
John
Kenneth Galbraith en su célebre Breve historia de la euforia financiera,
que todos los procesos de especulación y su posterior estallido tienen unas
constantes perennes con independencia del tiempo o lugar en que ocurran los
hechos.
Aquellos
que se enriquecen atribuyen a su sabiduría y especial pericia su fortuna como
si el dinero que ganan, al modo calvinista, fuera prueba de su superioridad.
Por otro lado, quienes asisten al ascenso de aquellos, les reconocen ese
especial conocimiento, ávidos por seguir sus pasos. Tenemos así el fermento
psicológico de la burbuja.
Con
este combustible se alimenta la maquinaria que eleva el valor de los activos,
mientras nuevas oleadas de compradores contribuyen a confirmar la espiral
alcista.
Al
tiempo que la moral pública parece adaptarse a los hechos, la política hace lo
propio favoreciendo lo que se ve como el signo de los tiempos. Y que nadie se
atreva a lamentarse, los aguafiestas y agoreros no son bien recibidos en
ninguna parte.
Pero
en algún momento, siempre existe ese momento, ocurre algún hecho que retrae
algo el mercado, o simplemente dejan de afluir nuevos compradores en la misma
proporción, y los precios se desploman aún más rápidamente que lo que subieron.
Todos quieren deshacerse de sus activos antes de que valgan aún menos,
acentuando así la caída.
Y
ahora es cuando llega el crujir de dientes, el lamento por la falta de
previsión y las presiones para encontrar al culpable que lave las culpas de
todos, normalmente, el Estado.
Galbraith
hablaba de la burbuja de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII o de la
burbuja de los Mares del Sur en la Inglaterra del siglo XVIII. También se
refería a la crisis inmobiliaria de California a comienzos del siglo pasado y,
por supuesto, a la crisis del 29 y la Gran Depresión. Aunque no vivió lo
suficiente para contemplar el último episodio de crisis del que aún tratamos de
escapar, nada de lo ocurrido le habría sorprendido.
La crisis es internacional pero siempre duele
más cuando se siente cerca. Hubo un tiempo en el que comenzó a asomar la
amenaza, pero siguiendo nuestra larga
tradición, creímos que lo que ocurría en otros lugares no nos afectaría esta
vez. Nos gloriábamos de crear empleo cuando otros países lo perdían y debían
comenzar a tomar medidas restrictivas. Pero nosotros producíamos más cemento
que el resto de Europa y nuestras empresas se lanzaban a comprar compañías
rivales en el extranjero como si hubiéramos enmendado el sino patrio.
Y
es en ese momento cuando se planta la semilla de Todo lo que era sólido,
su último libro hasta la fecha, un ensayo en el que reflexiona sobre el viaje
de España durante estos últimos años en los que todo parecía firme, bien
encaminado y sólido, quizá por primera vez en nuestra historia. Pero la mirada
de este ensayo se remonta a muchos años antes de esta crisis, a las
postrimerías del franquismo y a los cambios que comenzaron a introducirse en la
vida y la política española desde mediados de los años setenta.
El
amateurismo fue la clave de los primeros años de democracia en los que miles de
puestos (concejales, diputados, alcaldes, senadores, consejeros, ...) fueron
cubiertos por gentes con la ilusión de cambiar las cosas, deseosos de
contribuir al futuro de su país con su esfuerzo más o menos desinteresado,
integrados en filas de partidos políticos aún poco organizados en los que el
peso del aparato era escaso.
Pero
a esta primera generación pronto le tomó el relevo otra con las ideas más
claras de lo que había que hacer. La ideología pasó a convertirse en el vehículo
para obtener votos que permitieran llevar a cabo las políticas deseadas, muchas
de ellas interesadas, favorecedoras de amigos y empresas afines. Los partidos
crecían y precisaban de una financiación que debía llegar legalmente o por
otros medios y para este último caso, se precisaban de unas prácticas que
alejaron a algunos y atrajeron a muchos.
Y
la bola comenzó a rodar. Como en la España barroca, la ostentación pasó a ser
vista, no como un dispendio que en nada contribuía a mejorar la vida de los
ciudadanos, sino como reflejo de la soberanía popular que, al parecer, precisa
de grandes edificios, dietas, flotas de coches oficiales, ipads y otros
ornamentos y pompa.
Al
igual que durante el Despotismo Ilustrado, en nombre del pueblo se atropellaba
al pueblo y sus derechos. Tal vez por falta de tradición democrática, tal vez
porque la sopa boba alimentaba a muchos o quizá porque la ideología actuaba
como una neblina que impedía ver todo lo demás, la realidad se acomodó a los
deseos de una clase dirigente que imponía sus gustos y criterios.
Muñoz Molina repasa muchos de los aspectos sobre
los que se debía callar (también él) para evitar ser denunciado como
aguafiestas, antidemócrata, facha, rojo y todo el resto de adjetivos con los
que se suele esconder la falta de argumentos.
Y
todo desfila por este ensayo. Las autonomías que surgieron como respuesta a una
demanda que nadie sentía en gran parte de España salvo determinados
territorios, la educación, tomada al asalto por cada nuevo Gobierno, la
cultura, convertida en moneda de cambio y mercado de favores donde los
ayuntamientos se convertían en los mayores promotores de conciertos que se haya
conocido en este país y, tal vez, en muchos otros.
Cambiaban
los nombres de las calles pero la realidad permanecía inalterada en muchos
aspectos. El poder se convertía en coto privado eliminando las formas de control
más elementales, politizando la Justicia y vaciando de contenido las funciones
del Secretario de los Ayuntamientos, auténtico fiscalizador de las cuentas
municipales. Nadie debía interponerse a la volunta popular, cuyo conocimiento
parecía patrimonio del político de turno. Ni siquiera la ley debía ser
obstáculo.
Las
obras públicas hacían ricas a empresas privadas a mayor gloria de políticos sin
escrúpulos, enriquecidos gracias a cohechos y prevaricaciones varias. Así, no
es de extrañar que el motor económico de España fuera la construcción y que las
empresas del ramo fueran las más favorecidos por los gobernantes y las que más
acapararon titulares en la prensa.
Poco
se hablaba de que en muchos pueblos los niños de dieciséis años abandonaran los
estudios para acompañar a sus padres a las obras donde podían ganar más dinero
que aprendiendo un oficio o alargando sus estudios. Menos aún se hablaba de que
en esos pueblos se construían casas para más de diez veces sus habitantes,
casas que hoy se exhiben como cementerios de un tiempo en el que parece que la
facultad de pensar quedó en suspenso. Ahora nos preguntamos qué hacer con
aquellos chavales, hoy jóvenes próximos a la madurez, sin empleo, sin
formación, sin futuro pero con un Mercedes y un par de Rolex.
Como
en las mejores historias, conocemos el guión de antemano pero resulta
placentero adentrarnos en nuestras miserias, regocijándonos secretamente en el
pensamiento de que nosotros sí vimos todo, o algo, o de que efectivamente la
culpa la tienen otros. También leemos regodeándonos en nuestros males.
Infringiéndonos la penitencia tantas veces administrada de lamentar nuestra
incultura, la incapacidad de controlar a quienes nos controlan, la facilidad
con la que caemos en el pan y circo o el modo en que somos engañados. Con ello
volvemos a honrar nuestra tradición más lamentable.
Pero
no es para tanto. La ley de Galbraith
aplica a todo pueblo. No escapan a ello los Estados Unidos, los flemáticos
británicos o los geométricos alemanes. Tal vez ellos pierdan menos tiempo en
lamer heridas sempiternas y miren más al futuro con la esperanza incierta de
tratar de evitar errores del pasado. Quizá no haya tanto que nos separe.
Todo
lo que era sólido,
es un libro excepcional a la hora de explorar los orígenes de nuestros días, un
valiente esfuerzo de poner encima de la mesa las culpas de los otros pero
también las propias. La autocrítica es un elemento importante en la obra y lo
que la hace más meritoria, porque pocos pueden saber cómo actuarán en el futuro
pero sí debiera ser sencillo juzgar nuestros actos pasados sin necesidad de
recurrir a justificaciones y autoengaños.
Los
tiempos nos hablan de cambios de tendencia, de perspectivas positivas. Ojalá pronto
olvidemos qué hemos dejado atrás, lo que la crisis se llevó, lo que nos robó (o
nos dejamos robar). También llegarán los que nos digan que hemos salido
fortalecidos, que hemos sentado las bases de un crecimiento más firme y seguro
que en el pasado. Que volvemos a estar en el punto de mira del mundo, que ya se
habla del milagro español y de que, al fin esta vez sí, convergeremos con la
tan ansiada Europa, de la que nunca nos alejamos, Geografía manda, y así hasta
el infinito. Ése será el momento de volver a leer a Galbraith y tal vez de nuevo Todo
lo que era sólido para evitar el canto venenoso de las sirenas y su veneno
letal.
Impagable el pasaje en que AMM habla de cómo, en el ayuntamiento de Granada, lo que era el "negociado de aguas" (que ocupaba una pequeña habitación en el consistorio y era atendido por dos funcionarios) pasó a convertirse en -¡ tachín !- la Agencia Pública Municipal de Abastecimiento y Saneamiento de Granada SA, ocupando un flamante edificio, con un nutrido elenco de trabajadores, un Consejo de Administración propio y (seguramente) dietas y coches oficiales. Todo a cargo del erario público, es decir, de los contribuyentes granadinos. Toma del frasco, Carrasco.
ResponderEliminarUna escena digna de un sainete, como tantas otras retratadas en el libro. Gracias por el comentario!
ResponderEliminarHace mucho que no leo nada de este autor y tu reseña me ha abierto el apetito. Besos
ResponderEliminarPoco tiene que ver con sus novelas, pero es un libro interesante y actual.
ResponderEliminar¡Gracia por comentar!
Hola, Gww Wonder,
ResponderEliminarMe gustaría ponerme en contacto privadamente contigo para solicitarte una colaboración, pero no veo que haya ningún correo de contacto en tu blog. Te dejo el mío: riuselearrobahotmail.com. Te estaría muy agradecida si puedes mandarme un mensaje.
Saludos,
Elena Rius
(http://notasparalectorescuriosos. blogspot.com)
Qué necesaria es la autocrítica.
ResponderEliminarTengo apuntado este libro desde que se publicó, a ver si encuentro hueco.
Por cierto, sobre el tema de la crisis está bastante bien "Siempre pagamos los mismos" de Paco Pastor, se publicó a raíz de una carta al director en el periódico EL País.
Un abrazo
Blanca, gracias por tu comentario. Tomo nota del libro de pastor, no lo conocía Saludos.
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