Últimamente suelo dedicar tiempo a pensar en Homero. Sé que ni siquiera se tiene certeza de su existencia, que algunos lo creen una figura tan mítica como la de aquellos héroes que describe su supuesta obra, incluso hay quien fantasea con la posibilidad de que fuera mujer.
Pero lo que nadie cuestiona es su ceguera. Ese símbolo que tanto le aleja de la lectura o la escritura, dos artes que a buen seguro no pudo ni supo cultivar aunque esto no le haya supuesto merma en su posición en el panteón de los mayores y mejores autores de todos los tiempos. Porque, al contrario, esa minusvalía nos permite recalcar la genialidad de quien sin ver nos hizo visibles grandes gestas con tal nivel de detalle como si realmente sus ojos las hubieran contemplado.
Pero ya sabemos desde Borges que la falta de un sentido no conlleva de ninguna de las maneras la potenciación del resto. Al contrario, lo que ocurre con nuestros sentidos es lo mismo que sucede con cualquier otra pérdida, que es irremplazable, siempre sentida y añorada, siempre incapacitante
Por eso, últimamente pienso a menudo en Homero. Veo a un joven cuya luz se apaga progresivamente, va muriendo ante su desesperación y la indiferencia del resto, privilegio de quienes no experimentan tal pérdida.
El atardecer de la vista es el aviso previo de una noche en la que el sentido se desvanece, pierde su utilidad, su función. Y frente a ello, poco hay que pueda hacer el joven Homero. Aferrarse a los restos de visión y atesorarlos para poder conformar un mundo que le sea comprensible. Saber que las caras en su recuerdo permanecerán heladas perdiendo la evolución, el dinamismo, el nuevo aspecto. Que los jóvenes siempre lo serán a sus ojos huecos, que las voces se disociarán poco a poco de esa imagen y que su mundo se verá habitado por rostros jóvenes con voces ancianas, y que ésa será su realidad, no compartida con nadie.
Que cada cosa que vio se perderá irremediablemente si no fuera capaz de recordarla y que, como todo recuerdo, éste no será inmutable sino que irá modelándose según pase el tiempo, desdibujándose sin posibilidad de refuerzo o recuperación.
Los ciegos no mejoran su tacto, tan solo pueden estremecerse ante el contacto inesperado por no visto. Tampoco mejoran su olfato, si bien, puede suplir y emplearse como complemento para identificar personas por su colonia o simplemente, saber que el potaje se quema sin poder ver que el agua se consumió.
La pérdida de visión dificulta también la relación con los congéneres. No es fácil hablar con aquél del que no puedes saber si se enoja, si muestra interés o asombro, si dormita. No es fácil y requiere mucha fortaleza tener que revelar a los ojos de otros una información que a uno mismo le es vedada. Es una exposición dolorosa de la que solo puede resultar un cierto desapego a ese contacto directo.
Así, Blasco Ibáñez en sus últimos años apenas se presentaba en público para evitar esa incomodidad aturdidora. Tampoco agradaba a Pérez Galdós la idea de acudir a la inauguración de su célebre estatua en el Parque del Retiro.
Pero ambos eran ya ricos, famosos, célebres, no como Homero. Homero no. Homero debía imaginar las historias que luego contaría por los pueblos y caminos del ática o donde fuera menester y encontrase acogida y limosna, pues ésta y no otra era su vida, la de un contador de historias ambulante, como todavía pueden verse en remotas tribus africanas o como pudieron serlo los ciegos del Siglo de Oro español, mezcla de narradores de historias, chismes y poemas, mezcla de pícaros dispuestos a sacar partido de cuanto fuera preciso.
Y así crecía la Literatura, surgiendo en el camino, en la imaginación de todos los Homeros mientras caminaban de un pueblo a otro, adaptando cada personaje al entorno en el que se encontraban, modulando las frases, la longitud de los poemas según fueran intuyendo, que no viendo, la reacción de su público, haciendo de la narración una continua performance.
Esta Literatura viva terminó por petrificarse, congelarse hacia el futuro, impidiéndonos el disfrute de una obra viva, mutable, enriquecida por quienes la narraron y escucharon antes, sujeta a variaciones locales, a la pericia del narrador. Pero también así, gracias a la tradición, a ese Homero flexible y dúctil, a la escritura de su obra, hemos podido compartir sus sueños y anhelos, su poesía y su tiempo. De alguna manera, podemos ver a través de los ojos de Homero aquello que él no fue capaz de ver.
No nos deberá extrañar que los personajes de Homero sean grandes héroes, capaces de enfrentarse a enemigos colosales, pero también a sus propios miedos y limitaciones. Y por eso mismo, su mejor héroe, el más humano y próximo a la sensibilidad de nuestro tiempo, Odiseo, fue quien cegó a Polifemo y con ingenio sin fin tornara a su principio, a Ítaca y a su Penélope abandonada tras ver todo el mundo conocido.
Porque para él, conocerlo todo, verlo todo, ya no era importante. A diferencia de lo que diría Kavafis siglos después, lo importante no fue el viaje. Para Odiseo, lo importante era la meta, el fin, el saber que el viaje era llegado a su término y así poder empezar a vivir, asumiendo lo pasado y construyendo un futuro.
Así todos, así yo, damos por zanjado un viaje y comenzado un nuevo tiempo en el que la lectura cambia su sentido y en el que lo retenido de nuestro tiempo queda congelado en el recuerdo y en el que las nuevas palabras deben ser deletreadas, como hacen a menudo los hablantes ingleses debido a lo atrabiliario de su fonética, para poder tenerlas, fijarlas en la memoria de lo nunca visto.
Homero camina por los senderos del Ática y congrega multitudes que acuden en cada aldea a escuchar sus versos. Sin embargo, Homero está solo entre todos ellos. La compañía no solo se debe sentir, se debe ver. La oscuridad aterra porque nos deja solos pero solos estamos si quienes nos rodean no son vistos.
Últimamente pienso a menudo en mi madre. En un salón, recogida en una butaca y con un libro en sus manos, la televisión siempre apagada. Esa veneración por el objeto que abre sus puertas a innumerables espacios termina por dejar un poso que aflorará pese a la rebelión que la juventud predispone en contra de lo que se ve en sus mayores. Y es ese poso el que vuelve a la superficie periódicamente para despertarnos, darnos alas o simplemente un hálito de vida. Vuelvo por tanto a leer, a oír lo que leo o leer lo que oigo, aún no sé.
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