22 de febrero de 2008
Sarajevo. Diario de un Éxodo (Dzevad Karahasan)
10 de febrero de 2008
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk (Jaroslav Hašek)
1 de febrero de 2008
La pulga de acero (Nikolai Leskov)
En definitiva, La pulga de acero, es un breve libro de fácil lectura pero larga digestión. Permite alumbrar ciertos aspectos de la historia de nuestros propios países (todos han pasado antes o después por situaciones similares), pugnando por encontrar su propio camino hacia la modernidad (o su modo de atarse al pasado). También nos permite leer de primera mano una historia bien escrita y que trata de llevar el lenguaje a un terreno infrecuente, el de la pura invención.
26 de enero de 2008
Un lugar limpio y bien iluminado (Ernest Hemingway)
Quizá conozcan el breve cuento de Hemingway que lleva por título Un lugar limpio y bien iluminado. Les resumo su argumento en dos palabras. Una pareja de camareros espera a que un anciano sordo termine su última copa en el café para echar la persiana y terminar su jornada de trabajo en la madrugada. Uno de los camareros se desespera por la lentitud del anciano ya que tiene prisa por regresar a su casa, con su mujer. El segundo camarero, mayor que el primero pero aún joven, no tiene prisa, se compadece del anciano y comprende su falta de prisa.
Bien, permítanme contarles un pequeño secreto, los tres protagonistas son en realidad la misma persona: soy yo. Al principio no lo entendí. Yo era un joven camarero ansioso por labrarme un futuro provechoso. El trabajo en la cafetería sólo era el medio por el que salir adelante durante mis primeros años en Madrid. No quería quedarme allí toda la vida. Soñaba con abrir mi propio café, pero sobre todo, soñaba con mi mujer a todas horas. Sola en casa me esperaba hasta altas horas de la madrugada confiando en que no me entretuviera con otras mujeres por el camino de vuelta.
Lo cierto es que sólo me entretenía con algunos parroquianos que se quedaban hasta altas horas de la noche bebiendo café o anís del Toro, hablando de política y de la guerra. Siempre que Hemingway aparecía por el local saludaba con sus manazas, miraba a su alrededor y exclamaba “éste sí que es un café limpio y bien iluminado”. Escogía una buena mesa y me llamaba con un “¡Hombre!”. Yo me acercaba con la bandeja vacía y el pequeño trapo blanco sobre mi hombro esperando sus palabras.
A veces no tenía con quien hablar y me pedía que le acompañara en la mesa, cosas de extranjeros le decía a mi jefe al que parecía no importarle tener que dejar la barra y salir a servir otras mesas con tal de que Hemingway se sintiera a gusto y no se levantara en dirección a otros locales de la competencia.
Allí, en esos breves ratos y en una mezcla de español e inglés, me contó cómo comenzó a escribir en los cafés de París. Escogía aquellos que estaban limpios, bien iluminados, con buenas mesas de mármol y una cristalera a través de la que poder observar qué ocurría al otro lado. Y así comenzó a escribir sus primeros cuentos. Si fuera estaba lloviendo, en su cuento llovía, si en el café entraba una hermosa chica rubia, la protagonista de su cuento sería una belleza rubia. De ahí su afición por los café y su cariño por los habitantes de estos santos lugares.
El día en que me leyó su último cuento me preguntó si me reconocía en alguno de los tres personajes y le contesté que sólo en el camarero joven, el que se sentía pleno de amor, confianza y gusto por el trabajo. Hemingway rió y susurrándome al oído me dijo: “El anciano también fue de joven camarero, lleno de amor, confianza y gusto por el trabajo”.
Cuentan que una joven y rica dama pidió a Picasso que le hiciera un retrato. Cuando el famoso pintor se lo presentó, la dama quedó horrorizada puesto que el dibujo representaba a una anciana llena de arrugas, ajada por el tiempo. Irritada, la mujer le espetó: “ésa no soy yo” y Picasso, sabio, contestó: “pero lo será”. Más o menos esto es lo que me explicó aquel día Hemingway.
Poco después el americano desapareció de Madrid y nunca más nos volvimos a encontrar. Olvidé el cuento y mi vida continuó según lo previsto, hasta que la tuberculosis se llevó a mi mujer y ya nadie me esperaba en casa, perdí el amor. Para olvidar mi desgracia emigré, como otros muchos, y logré hacer fortuna suficiente para inaugurar un café, limpio y bien iluminado, en Buenos Aires. Como dueño, siempre me quedaba el último para cerrar el local y descubrí que no tenía prisa por volver a mi casa vacía, que ya nada se enderezaría y perdí la confianza.
Ya próxima la edad de la jubilación traspasé ventajosamente el café por un buen precio y decidí volver a morir a mi patria, había perdido el gusto por el trabajo. Y así, de vuelta a Madrid comencé a recordar aquellas veladas de juventud y comprendí, como se descubre una ciudad perdida después de una tormenta de arena, lo que Hemingway me había querido decir con aquel pequeño cuento. Curioseando en La Casa del Libro comprobé que la historia de los camareros y el viejo fue publicada e incluso había sido traducida al español.
Como por inercia comencé a frecuentar las terrazas de los cafés nocturnos y a pedir brandy, hasta que me acaban forzando a pagar y a largarme. Hemingway acertó en casi todo, pero falló en algunas cosas: no soy sordo, aunque bien mirado ya no entiendo lo que oigo y nadie atiende apenas a lo que digo, por lo que no hay gran diferencia.
A veces creo que Hemingway adivinó nuestro común destino, jóvenes impulsivos con confianza, amor y gusto por el trabajo. Él también perdió el amor, la confianza en su propia capacidad y, finalmente, el gusto por su trabajo y por la vida. Cuando el anciano se aleja calle abajo, expulsado del café, expulsado de la vida y de la comunión de los hombres, lo hace con pasos inseguros y tambaleantes, pero lleno de dignidad. Quizá así se quitó la vida Hemingway en Ketchum, con dignidad o quizá por quitarse la vida perdió su dignidad, no le juzgaré yo.
20 de enero de 2008
El Golem (Gustav Meyrink)
12 de enero de 2008
Una historia natural de los sentidos (Diane Ackerman)
3 de enero de 2008
En busca del barón Corvo. Un experimento biográfico (A.J.A. Symons)
30 de noviembre de 2007
Conversaciones con Kafka (Gustav Janouch)
- Kafka (Nicholas Murray)
25 de noviembre de 2007
Regreso a Babilonia (F. Scott. Fitzgerald)
Algunos críticos consideran Regreso a Babilonia como mi mejor relato; yo no puedo ser objetivo al respecto ya que hay demasiado de mí en él. Supuso el intento de reflejar mi vida tal y como había sido y de proyectar sobre ella un futuro como el que deseaba.
Zelda había sufrido la primera de sus crisis nerviosa lo que la había recluido en un sanatorio, de modo que recuperaba una libertad de acción que no tenía desde hacía años. Superamos así las dificultades de nuestro matrimonio de un modo sencillo, quién sabe si hubiéramos continuado mucho tiempo de haber seguido atados el uno al otro de manera más estrecha. Siempre la amé, pero alejado de ella, con pocas visitas ya que los médicos no las recomendaban en la primera fase de su recuperación, nuestra relación se mantuvo a través de una correspondencia de compleja interpretación pero que nos permitió tomar conciencia de nuestra realidad personal (creo que a Zelda le ocurrió algo parecido, o eso he leído después de mi muerte).
Mi nueva vida pasaba por recuperar mi prestigio de autor con una novela que creía la mejor de todas las que había escrito hasta la fecha pero que luego resultó inapropiada para la época en que se publicó (la Gran Depresión) y tratar de evitar las fiestas y desvaríos a que la intensa vida social que manteníamos Zelda y yo allá donde fuéramos, nos obligaba a asumir.
De nuestro mutuo amor había nacido Scottie a quién tratamos de mantener alejada de toda la locura que nos rodeaba, y creo que lo conseguimos. Pero lo que pudimos salvar para ella, no lo pudimos conseguir para nosotros. El alcohol, como método para superar mi bloqueo de escritor, (¿o quizá fuera el alcohol lo que me bloqueaba como escritor?) acabó por imponerse apartándome definitivamente del sueño de una nueva vida. Pero eso aún no lo sabía aunque ahora todos digan que era tan previsible como inevitable. Quién sabe. Lo cierto es que con todos estos elementos amalgamé una hermosa historia con final amargo como el sabor de la lima en un cóctel.
Charlie Wales regresa a París, escenario de sus mejores días de juerguista, previo al crack del 29, y donde vive su hija -Honoria-, al cuidado de su cuñada (Marion) y su marido. Pretende recuperar la tutela de su hija ya que ha rehecho su vida en Praga, apenas prueba el alcohol (salvo como estímulo para su fuerza de voluntad, cilicio del converso) y para ello debe enfrentarse a la animadversión de Marion quien no puede perdonarle la muerte de su hermana de la que le considera culpable, pese a no guardar relación alguna con ella, al margen de haberse alejado en sus últimos días. Cuando sus planes parecen próximos a cumplirse, el pasado irrumpe en escena, como un enviado del demonio, para torcer la situación y aplazar la decisión sine die.
Como se puede apreciar, hay una larga serie de paralelismos (la mujer desaparecida, la hija alejada de su familia por la que el padre anhela recuperar una vida normal y la superación de los excesos, pero también el destino que golpea incesantemente todos los esfuerzos de Charlie por cumplir sus objetivos, no importa cuánto se esfuerce y luche por ellos). Algún psicoanalista aburrido querrá ver seguramente un intento de “matar” a mi mujer en el relato, pero no hay tal, sólo es una forma de tomar aire después de tantos años juntos.
Evidentemente, la historia se cierra con la derrota de Charlie. Pero sólo se trata de un asalto, queda la libertad soberana del lector para decidir quién ganará finalmente el combate. La lucha por mi vida todos saben quién la ganó, el alcohol, la ruina económica y el corazón que me falló nueve años después. Escribir conjura demonios, pero no los aleja cuando estos ya han sido invocados.
Como soy presuntuoso, y aunque mi fama y reconocimiento son indiscutibles, me permitiré destacar los numerosos méritos que adornan este breve relato, al más puro estilo Fitzgerald. Los diálogos son chispeantes y sustentan toda la acción; sólo algunos pasajes quedan al margen de esta norma, dando paso a la descripción o al relato psicológico. Mi oído siempre estuvo dotado para captar la riqueza y los innumerables matices de una conversación. Pocos como yo han podido reflejarlo en la mortaja que supone para una palabra el papel en el que se congela.
Igual que todos los consumados escritores de relatos desde Chéjov en adelante, sabemos que una historia breve debe callar más de lo que cuenta (justamente lo contrario del prototipo de mujer, la flapper, que puebla muchos de mis relatos y que también supo reflejar Zelda). De este modo, los sobreentendidos juegan un papel esencial, y los elementos más triviales pasan a ser los más relevantes. Si lo he logrado o no en este caso, lo dejo al criterio del lector.
El Saturday Evening Post publicó Regreso a Babilonia el 21 de febrero de 1931, nunca volvería a escribir otro relato que resumiera de igual modo toda mi vida pasada y mis esperanzas de futuro, quizá porque ya no me quedaron esperanzas. Le deseo lo mejor a Charlie Wales, le deseo que permanezca el resto de su vida alejado de la Babilonia que le privó de su hija pero a la que se la supo arrebatar (ese relato quedó por escribir). A mí, a F. Scott Fitzgerald, me tocó la peor parte, vagar eternamente por la Babilonia pecaminosa, la del vicio y el goce, la del placer sin culpa y las rameras. Tampoco está tan mal.
- Zeda y Francis (Kyra Stromberg)
22 de noviembre de 2007
Zelda y Francis Scott Fitzgerald (Kyra Stromberg)
Francis Scott Fitzgeral resume ejemplarmente la mayoría de las virtudes y defectos de su época, hasta el punto de que su asociación con los "felices veinte" o la era del jazz toma rasgos de simbiosis.
- Regreso a Babilonia (F. Scott. Fitzgerald)