La Literatura es un esfuerzo de creación en el que el autor toma el control y dirige, como un demiurgo caprichoso, las principales líneas del mundo que pretende levantar. En ocasiones, este esfuerzo consciente supone replicar el nuestro, sus conductas e ideas, su lógica y su física, dando lugar a los estilos realistas. En el otro extremo tenemos la labor de quienes erigen mundos que contravienen el que nos toca habitar, en una suerte de metaverso ficcional con el que salda deudas que en esta vida deja pendientes, o simplemente, busca provocar una reacción, una incomodidad perturbadora. Estaríamos en los confines de la ficción fantástica.
Entre ambos extremos discurre el quehacer literario, una alquimia que combina una proporción determinada de estos dos opuestos y a la que cada autor añade a su gusto sus propias convicciones estéticas para crear lo que venimos a llamar el estilo propio de cada creador.
De entre todos los estilos posibles, siento especial predilección por aquellos en los que el paisaje en el que se desarrolla la historia es presentado como un trasunto de nuestra vida, un retrato de la cotidianeidad, entendiendo ésta como lo que deriva de lo ordinario, lo habitual sin imprevistos, pero que guarda en su interior un elemento disruptor, totalmente fuera de lugar, anómalo y como venido de otra realidad, pero que la maestría del escritor nos hace creer plausible, verídico sin posible cuestionamiento.
Así, no encuentro mejor ejemplo que el de Kafka, capaz de combinar la pequeña y mediocre vida de un oficinista amanecido como un terrible y gigante insecto o la lucha desesperada y a contrarreloj de quien busca encontrar el origen de una acusación que terminará por llevarle a la condena última sin apenas atisbar motivo o causa. Es en estos escritos donde el sentimiento de extrañeza, que creo que es el que mejor los define, alcanza su mayor poder evocador y en el que se condensan las bondades de los extremos a que aludimos al comienzo de esta disertación.
Y es este sentimiento el que he vivido en muchas de las ocho historias que completan Temblor y otros cuentos perturbadores, volumen escrito por J. Mordel en lo que es su primera incursión literaria publicada. Curiosamente, en la introducción a la obra, el propio autor enumera las referencias posibles, los elementos que toma de diversos escritores del género fantástico, entre otros, y en las que no se encuentra el autor de El castillo, pero esto no es más que la prueba de que este volumen puede resultar estimulante para muy diversos tipos de lectores, con diferentes gustos y aspiraciones.
El volumen condensa diversos estilos en los que se combinan el monólogo interior, la narrativa más convencional, los elementos fantásticos, en ocasiones con notas de terror o, al menos, de esa perturbación que se invoca desde el propio título del libro.
Comencemos por el principio, igual que hace Mordel, con su relato Historia contada por un vagabundo en el que un desastrado y alcoholizado rapsoda describe a un supuesto público entre el que nos hallamos sentados, sin saber el cómo o el porqué, la línea del tiempo físico de nuestro mundo. Desde el big bang hasta nuestros días, todas las luces y sombras, las extinciones sucesivas y las destrucciones a las que tan aficionados somos, sin olvidar la vida espiritual de los humanos, seres que hemos sido llamados para regir este espacio concreto por un tiempo definido, apenas un segundo geológico. Y esta obra de teatro que se despliega ante nuestros ojos parece una sucesión de casualidades (causalidades para algunos) que, en boca de un vagabundo alcoholizado, se muestran como una broma, una pesadilla, ante la que alza la voz, chulesco contra el autor, esa parodia de un Creador al que su Verbo traiciona, saboteando, cambiando sus pulsiones y aportando sus propias opiniones. Este Molloy al que se alude en el propio texto se expresa con una verborrea inagotable, llena de adjetivos, de enumeraciones infinitas, de contradicciones explicitadas, en suma, de un estilo abigarrado que volverá a aparecer en posteriores relatos y que pone de manifiesto una notable pericia del autor puesto que en manos menos hábiles, podría convertirse en un ominoso monumento al aburrimiento y el tedio.
Tras esta introducción a un mundo enloquecido, entramos en los relatos centrales del libro. En ellos, Mordel despliega diversos estilos en los que muestra soltura y eficacia. Aunque en todos ellos existe un punto de irracionalidad, sorpresa o fantasía, una inquietante perturbación que no siempre se manifiesta desde las primeras líneas pero que aguarda paciente al lector desprevenido.
En algunos relatos vuelve a ese monólogo interior enloquecido y febril, preeminentemente en Temblor, expresado en esta ocasión en boca de un escritor frustrado que vuelca sus pensamientos en cartas nunca dirigidas a nadie, aunque tal vez a todos, con el mero fin de poder compartirlos consigo mismo a través de su pluma.
La Literatura ocupa un lugar primordial en estos relatos, no solo en las referencias explícitas del autor, sino en los propios personajes, declamantes teatrales, escritores, lectores, investigadores,... .El peso de la escritura y la lectura como medio de autoconocimiento se revela como un elemento vertebrador de la obra, aunque este saber en ocasiones lleva a los personajes a alejarse de sus congéneres, a expresar sentimientos de superioridad y desprecio frente a quienes se muestran anodinos y ajenos al entendimiento, quienes viven como ganado, prestos a alimentarse de un pienso vacío y alienante. En ocasiones, la vida de estas personas no es sino un vehículo del que pueden servirse oscuros personajes, como ocurre en el relato Morfeo eterno.
Pero los elementos que se despliegan en estos relatos apuntan en muy diversas direcciones. Tenemos el casi poético y enormemente bello Estúpidamente real, un relato escalofriante al tiempo que hermosísimo, o la ensoñación propia de Sade de El mensaje. El apocalíptico Superluna o el más convencional, El lugar de los deseos, que muestran otras caras del poliédrico conjunto de relatos aquí recogido.
La prosa de J. Mordel puede ser sencilla y directa pero en ocasiones se torna barroca, incluso con reminiscencias del Siglo de Oro como las referencias recurrentes a Natura y Cerebro. Porque esa contraposición entre lo que nos dicta la Naturaleza, con sus limitaciones, sus imposiciones, y nuestro Cerebro, intelecto, capaz de elevarnos más allá de esa pedestre fisiología es el vórtice sobre el que bascula nuestra existencia y en el que la pira es alimentada por hordas de cuerpos que solo viven frente a los pocos que se alzan sobre el humo y cuyas vidas tienen sentido. Esta especie de nihilismo, encuentra ecos literarios en grandes clásicos, como Crimen y Castigo, pero se distancia en cuanto al empleo de la fantasía y el lenguaje.
Temblor y otros cuentos perturbadores es una excelente colección de relatoscuentos que se aleja de los convencionalismos propios del género. Ofrece una personalísima voz que desconcierta al tiempo que atrapa y que obliga a una lectura pausada, en ocasiones, a la relectura. El uso del lenguaje es magnífico y despliega innumerables hallazgos que hacen que el esfuerzo realmente merezca la pena. Solo queda conocer cuál será el paso siguiente del autor y hacia dónde dirigirá su obra para confirmar así esta magnífica primera impresión.
No deben desanimarse quienes no estén familiarizados con la literatura fantástica, de ciencia ficción u otros derroteros afines, ni siquiera por la sinópsis publicitaria. La mayoría de los relatos entronca con una tradición más clásica que la que parece darse a entender, y pueden disfrutarse sin necesidad de ser seguidor de esos géneros, simplemente dejándose llevar como en el ensueño de un eterno Morfeo.
que placer es recorrer tus palabras sin leer solo acariciándolas
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