La suite es una forma musical consistente en varias piezas de naturaleza, ritmos y estilos diversos que comparten un nexo común, normalmente la tonalidad.
En este sentido es perfectamente apropiado el título de esta obra, Suite italiana: un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia (Ed. Plaza & Janés, 2020). Este libro de Javier Reverte sobre un precipitado periplo italiano como él mismo confiesa en la introducción, recoge tres escenarios desconexos entre sí pero unidos no solo por la obvia italianidad de su geografía sino, muy especialmente, por la búsqueda de la realidad a través de la Literatura.
Como en el resto de su literatura viajera, Reverte combina la experiencia personal del narrador con numerosas notas históricas, nunca perdiendo de vista cómo han influido en el presente, junto a referencias biográficas de otros viajeros que pasaron por esas tierras y a los literatos que alumbró o a los que inspiró.
Precisamente, esta dependencia de la Literatura es la característica que más peso parece guardar en este volumen frente al resto de elementos. Así, La muerte en Venecia de Thomas Mann, El gatopardo de Lampedusa y la miríada de autores triestinos como Saba, Svevo y Joyce, triestino por acogimiento, conforman la piedra angular de este libro.
El texto fue publicado en 2020, apenas unos meses antes del fallecimiento del autor, siendo por tanto, su última obra publicada en vida. Es fácil comprender que, a una avanzada edad, no resulta sencillo afrontar un texto que iluminase el mundo italiano de un modo tan portentoso como lo hizo anteriormente con el griego en Corazón de Ulises, y también hay que reconocer que ya Reverte se había acercado en Un otoño romano a esta geografía.
Por otro lado, la historia italiana es tan extensa y compleja que resultaría difícil poder trabajar en paralelo en tiempos tan diversos como la Edad Media y los estados pontificios, la Magna Grecia siciliana, el movimiento de reunificación, las tensiones Norte-Sur, tan apremiantes aún en nuestros días, o la asfixiante carga del milenio de historia de la Roma Antigua. De ahí que convenga la elección más reducida del autor, tanto en cuanto al escenario geográfico como a las referencias que le sirven de hilo conductor.
Pero comencemos por el primer puerto de destino: Venecia. Como no podría ser de otra manera y siguiendo las indicaciones del narrador de La muerte en Venecia, Javier Reverte se acerca a la Serenísima desde el mar, tomando un barco que le trasplante al mundo suspendido en el tiempo, mezcla de gloria pétrea del pasado y de parque temático del presente.
Y en esta Venecia el autor siente el mordisco de la decepción. La incapacidad de encontrar un alojamiento digno a los increíbles precios que los turistas están dispuestos a pagar, la calidad de la comida, el abarrotamiento de los principales monumentos y, en contraste, el abandono del resto de la ciudad, apenas visitada a pocas calles o canales de la Plaza de San Marcos.
Pero precisamente la siembra de la Venecia de nuestros días se hace en gran medida en los tiempos de Mann y aún antes, cuando la ciudad se convierte en una parada obligatoria para pintores, músicos, escritores y ricos, muchos ricos que dieron forma a lo que debe ser una visita a Venecia, paseo en góndola y café a precio de menú completo en restaurante de tres estrellas michelín a la espera de tornar a los autobuses que les acerquen a alguna de las ciudades que rodean la laguna y que sirven como lanzadera para los aluviones diarios o al crucero de lujo que se alejará de la dama del Adriático al mismo tiempo que los recuerdos de los turistas se congelan en las fotografías de sus teléfonos.
Los escenarios que Reverte visita son de sobra conocidos, San Marcos, su plaza, su basílica, Rialto y, en su caso, el Lido. Pero en esta Venecia parece haber anidado la peste que mató al protagonista de la novela de Mann. Una peste metafórica que en la obra representa la decadencia moral trenzada con el sentimiento de culpa tal vez, pero que en este tiempo se transmuta en la sorprendente paradoja que expresó Wilde de manera sublime, matamos aquello que amamos.
Tal vez el peso de esta realidad apague el espíritu de Reverte y las páginas dedicadas a Venecia parecen languidecer igual que los días de von Aschenbach a la espera de un leve contacto con Tadzio. Las páginas dedicadas a narrar parte de la historia de la ciudad, su prestigio, su poder naval y su éxito comercial parecen entresacadas de la Wikipedia o de algún texto de similar perfil. El autor no llega a implicarse con la ciudad, en ningún momento, y su partida solo parece procurarle el alivio que haya quien escapa de la muerte.
Y de Venecia, saltamos a Trieste, la más extraña de las ciudades italianas, que realmente siempre perteneció al Imperio austrohúngaro o a sus predecesores y que fue entregada a Italia tras la Primera Guerra Mundial, aunque la perdió tras la derrota en el siguiente conflicto, si bien pronto fue recuperada.
Tenemos así una ciudad de corte austríaco, fue la única salida al Mediterráneo de la Corona de los Habsburgo, pero con un corazón italiano por su proximidad a la península y por las influencias de la cultura latina. A su puerto acudió una importante colonia judía que convivía con una población repartida entre los funcionarios austríacos, los italianos inmigrantes que formaban el estrato social más bajo junto a los eslavos, otra minoría de notable peso.
Es en este complejo entramado en el que surge una forma de ser peculiar y específica de la ciudad, un modo de verse a sí mismos, entre dos mundos tan opuestos como el meridional y el germánico, y de aquí nace de un modo natural una forma de expresión en los autores que dan fama a la ciudad, Italo Svevo y Umberto Saba son las banderas locales. Sin embargo, la fama internacional parece estar de la parte de otros autores que pasaron un tiempo por las calles triestinas, como Rilke y Joyce, que no solo escribió Dublineses en Trieste sino que dió comienzo a su Ulises (tal vez el propio título le fue inspirado a la vista del Mediterráneo que se asoma la ciudad). Hoy en día, Claudio Magris mantiene el alto nivel literario de un lugar suspendido entre dos mundos y entre dos tiempos.
Los cafés en los que estos autores escribían, leían la prensa o discutían en vibrantes tertulias forman otra de las señas de identidad de la ciudad y muchos de ellos aún se pueden visitar. Reverte los recorre buscando el espíritu de Joyce que los frecuentó con asiduidad durante los diez años que vivió en Trieste dando clases de inglés y conversando con su gran amigo Svevo. Pero es sobre Rilke sobre quién más se fija el autor. Rilke, un poeta de disipada vida, de escribir desordenado y movido a golpes de inspiración y genialidad, no demasiado valorado en nuestros días, poco afines a la observación y el ensimismamiento interior que vaya más allá del narcisismo de las redes sociales.
Pero, al igual que nos ocurre en el caso de las páginas dedicadas a Venecia, nos encontramos con un estilo algo aplanado, que tiene más del saber y buen oficio de Javier Reverte que de verdadero gozo y descubrimiento. No está de más recordar en este punto la magnífica obra de Magris, Trieste, de la que ya hemos dado cuenta en estas páginas y que parece reflejar de manera más precisa el alma verdadera de esta extraordinaria ciudad.
Pero llegamos al último tercio del viaje, el que nos asoma a Sicilia, la isla meridional que juega a ser balón golpeado por la bota peninsular y que de este modo refleja bien la manera en que ha sido tratada por la Historia.
Sicilia ha sido destino de cuantos han querido apropiarse de su estratégica ubicación. Los griegos hicieron de ella la mayor y mejor de sus colonias, si es que este término pudiera aplicarse a aquel tiempo. Muchos de sus grandes pensadores y científicos nacieron o fueron acogidos en sus ciudades. Pero también fue conquistada por la República romana que la convirtió en el granero de Roma antes de ocupar otras tierras. También fue uno de los escenarios más relevantes de las guerras púnicas contra Cartago que veía en ella el talón de Aquiles de su enemiga.
Y tras ellos llegaron los bárbaros, los árabes y de manera sorprendente, los normandos, tan alejados de sus fríos mares que apenas se entiende la perdurable influencia que esta ocupación dejó en la isla. Los franceses jugaron un papel relevante hasta que en las vísperas sicilianas fueron expulsados y llegó el tiempo de la Corona de Aragón en su expansión mediterránea y el consiguiente dominio de la Monarquía hispánica en esas tierras. Y así podríamos seguir con su papel como lanzadera para futuros reyes como Carlos III de España, pero Quinto de Sicilia, y así sucesivamente. Como se deja escrito en El Gatopardo, Sicilia fue ocupada por todos quienes quisieron ocuparla y dejaron en ella su influencia, nada hubo que surgiera de la propia isla, todo lo que pudo hacer fue dar forma y moldear aquellas influencias que recibía, normalmente por la fuerza, acomodándolas a la gruesa capa de sedimentos que la Historia iba depositando en ella.
Y es en esta isla, azotada por un calor impenitente que persigue al autor, donde éste parece reencontrarse con su verdadero y más auténtico talento narrativo. Su recorrido por el interior de la isla tratando de seguir algunas de las pistas de la mafia siciliana, sus matanzas y sus terribles secretos aún guardados a día de hoy en precipicios desde los que los delatores o simplemente los más tibios son despeñados haciéndolos desaparecer por siempre jamás.
Es en su visita a estos secarrales donde las informaciones de los vecinos parecen levantar más sospechas que desinterés y en los que aún se siente el peso de la muerte de héroes como Giovanni Falcone o Paolo Borselino. Pero también es aquí donde se siente la presencia de figuras que parecen más propias del Far West que de la civilizada Europa, como Salvatore Giuliano que, en su ensoñación, llegó a ofrecer a Truman la anexión de Sicilia a los Estados Unidos, al modo de Puerto Rico mientras era perseguido por las fuerzas de seguridad italianas y la propia mafia a la que no le gustaba que nadie se hiciera con la imagen de protector de los pobres que tanto les sirve como escudo legitimador.
En estas polvorientas carreteras que le llevan de pueblo en pueblo llega a sentir el miedo o, cuando menos, la inquietud por el ensañamiento con el que se vertía la sangre hasta hace pocos años en una lucha más parecida a una contienda civil por la imbricación de los mafiosos en todas las estructuras sociales, económicas y políticas de la isla que a una mera lucha entre el Estado y unos delincuentes organizados.
Según Reverte retorna a las ciudades alejándose del pétreo interior, parece alejarse de esa sensación de muerte y opresión de ahogo y congelación del pasado en un presente perpetuo, pero solo para caer en otro engaño, éste más placentero, más artístico, el de la Sicilia de la nobleza aferrada a unos privilegios que el tiempo va desdibujando ante una indiferencia suicida que se aferra a la idea de que todo debe cambiar para que todo permanezca igual.
Y es aquí donde volvemos a sentir la magia de Reverte, donde la narración confluye en un relato que mezcla los datos históricos con las reflexiones del autor, con las descripciones de lo que le acontece en su viaje y con las observaciones sobre las obras literarias que, en muchas ocasiones, describen mejor una realidad que los libros de Historia.
Su visita a los palacios sicilianos, o a sus ruinas en su caso, nos trasladan a esa realidad en la que la fuerza de la tierra y las costumbres tiene una tozudez casi animal, un mundo en el que es difícil comprender cómo el pueblo se dejaba consumir en una hambruna y pobreza pavorosa por parte de quienes vivían en el lujo y esplendor improductivo, dándose la mano con los pequeños jefes de facciones que terminarían por convertirse en capos con el consentimiento y aplauso de aquellos.
Esta es la enseñanza última del viaje por Sicilia, el mensaje que su pasado nos narra y que pocos pueden conjurar a día de hoy, que podréis ocuparnos, imponernos vuestras estructuras, pero nada cambiará, haremos que lo asumimos, adoptaremos vuestras formas pero solo creereis que nos domináis. Al igual que un adolescente asume ese papel de consentir a todo para terminar haciendo lo que le de la gana, Sicilia, se alza como un páramo de otro tiempo, poco dispuesta a cruzar la barrera, aún a pesar de quienes sí querrán abandonar ese destino que parece uno de los más trágicos de todo nuestro Mediterráneo.
Y así es como Javier Reverte se despidió de nuestras letras, con un libro algo desigual pero que nos ofrece una interesante visión de un país surcado por el turismo de masas en el que aún puede llegar a percibirse algo más auténtico gracias a la Literatura que lo inspiró. Porque a la Literatura consagró Javier Reverte gran parte de su vida, gracias al éxito de obras como El sueño de África, y comprendió que, precisamente, la Literatura era un medio tan preciso para conocer el mundo que nos rodea como el propio viaje, y supo aunar ambas experiencias junto a su amor por la Historia, para regalarnos libros memorables que lograron revitalizar un género que gozaba de poca estima en nuestro país.
Apenas ocho meses después de la publicación de Suite italiana: un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia, Javier Reverte fallecía. Lamentamos sinceramente que no podremos leer las maravillosas páginas que, a buen seguro, tiene preparadas de este su último viaje.
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